viernes, 28 de junio de 2013

Pongamos por caso





 
Supongamos pongamos por caso imaginemos
que de un ballenazo por una ballena es hundido un ballenero
que de los jubilados los políticos asaltasen el congreso
que engullidos fueran los océanos por el avance de la tierra
que se condensaran las nubes en la luna
que anochecieran las auroras
que florecieran las montañas rocosas
que este mundo un mundo no fuera tan inmundo
que no subirse tuvieran que las escaleras
que sobre una isla se despertase desierta de la siesta
que por las orejas la correspondencia a los miedos les saliera
que soltarse la coleta no supiera con mesura la prudencia
que en un vaso se ahogaran de agua los cometas
que se tostaran las novelas con el calor de los poemas
que con miel se desataran las cadenas y con azúcar
que como callara una tumba el morbo de las marujas
que la muerte conviviera no con la vida y viceversa
que al tercer día resucitaran los suicidas
que se contagiaran las estratagemas de simpleza
que desaparecieran los dolores con cerveza de cabeza
que la certeza nunca fuese impía
que las vías no transitaran de la tristeza los tranvías
que con darse cuenta le bastara para desperezarse a la pereza
supongamos pongamos por caso imaginemos



jueves, 27 de junio de 2013

Se trata de...






Se trata de exiliarse de la cama
de cuestionar los catecismos
de emborracharse de belleza
de no tener pelos en la lengua
de tomarse una cañitas
de disfrutar del pan sin penas
de llenar la cesta de la compra
de cantar limpiando platos
de bailar fregando suelos
de darle de comer a las palomas
de abandonar el abandono
de procurar no hacer el indio
de perfumarse las ideas
de contemplar las amapolas
de curarse las heridas
de reír a cuerpo abierto
de no querer salir corriendo
de no molestar a los vecinos
de cagarse en los diseños de la guerra
de no ensordecer con el silencio
de escuchar al Sócrates de tus adentros
de vaciarse en cada beso
de que el cielo bulla en el puchero
de dormir a pierna suelta
de discernir con los impuestos
de enjabonarse con espuma de paciencia
de resistir los huracanes
de no enamorarse de la envidia
de entenderse por las buenas
de denunciar al despotismo
de visitar las bibliotecas
de no darse por vencido
de no pensar en las cenizas
de rescatarse del olvido
de respetarse en la memoria
de tirar rencores por la borda
de tirar rencores por la borda.


miércoles, 26 de junio de 2013

El Inventario de la cosa.





Parece que pase lo que pase no pasa nada. La gente se moviliza, protesta, se echa a la calle con pancartas, corre enloquecida por miedo a que le den un estacazo, se refugia en un portal o se mete debajo de un coche; pero después, al cabo de un rato, cuando la manifestación acaba, cuando el grupo se disgrega, cuando la unión que hace la fuerza ha de pasar la prueba de fuego de la desesperación, cada cual se marcha a su casa con su halo de soledad a cuestas, tratando de explicarse si habrá servido de algo haberse expuesto a la afrenta policial, a las pelotas de goma y los gases lacrimógenos, a los empujones y los muros de metacrilato, a las porras eléctricas y los guardias a caballo, a las detenciones a voleo de unos cuantos con los que justificar el mal uso de las fuerzas del orden. Por otro y otros lados tenemos guerras que comenzaron hace años y ahora se encuentran en su momento más sangriento. El desastre ha vuelto a ponerse de acuerdo con la torpeza, y la lucidez recuerda con tristeza el origen de su significado.
Dirigentes, alguaciles, concejales, cajeros, la Casa Irreal casi al completo, quién da más, quién se salva, quién se libra de la abominación de un pueblo cansado. Grecia, Portugal, Turquía, Italia, África de cabo a rabo, el Cono Sur tan Sur y tan maltratado. Brasil con lo que esconde. Abucheados banqueros por impotentes accionistas que denuncian haberse quedado en cueros, en pelotas, en las últimas, con una mano delante y otra detrás, en las guías, en el chasis, en calzoncillos, en bragas, tan delgados como una escultura de Giacometti, a las puertas de la locura por culpa de una confianza depositada sobre los lobos. El Ibex 35, la prima hermana de riesgo. Incomprensibles indultos por parte del gobierno. Paraísos fiscales al por mayor, por doquier, en cada esquina de unas islas con nombres inalcanzables, ínsulas que atesoran el 30% del dinero global.
Entramados de empresas, redes de corrupción, telarañas societarias. Jueces presionados, fiscales contra natura, parciales, sobornables y sobornados. Escuchas telefónicas, pruebas contundentes que sirven para que el magistrado más transparente de la historia de España, el señor Garzón, haya sido arrinconado en la cuneta de los castigados por valientes, por justos y necesarios, por democráticos. Posturas de indolencia, de ausencia de vergüenza en los gestos del ministro que privatiza otro hospital, con la misma indolencia que Bretón en el banquillo, sin temblarle el pulso, seguro, ante un cúmulo de pancartas, ante gentes que dan la cara y ruegan y esbozan inofensivos llantos que por un oído entran y por el otro salen.
Hay una sombra de sospecha que colecciona rincones, que llega a las partes nobles y al alma, que se apodera de la duda, que se convierte en modus vivendi, que no se fía de nada ni de nadie ni del noticiario. Duques y caudillos que se pasan la pelota, la patata caliente, los insultos en el congreso y los abrazos en las afueras. Encarcelados que no calientan ni las sábanas, que salen amenazando a quienes hacen bien su trabajo y procuran que el mal se encuentre encerrado y sin fianza. Perdón por la tristeza después de tres puntos de sutura en los entresijos de la lengua.

martes, 25 de junio de 2013

Espíritu de resistencia.




Suele decirse que sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando llueve, aunque en mi caso parece que tenga que caer el diluvio universal para que eso suceda. Esa curiosa mezcla de desgana, despiste, holgazanería, crónica ensoñación y desidia conduce a que nos acomodemos en una serie de promesas que aún sabiendo que no serán cumplidas resultan imprescindibles para continuar manteniéndonos vivos. Es tan cómodo dejar las cosas para mañana. Aquellos que no gozamos de los beneficios de la disciplina personal, para servirnos de ella en la práctica utilitaria del día a día, nos perdemos por el camino de las propuestas y de las ideas, que sin dejar de ser buenas lucen una fragilidad a prueba de bombas. Ocurre lo mismo con nuestra mala salud de hierro. Los que pertenecemos al clan de los perezosos nos quitamos del tabaco varias veces al día, nos juramos que de hoy no pasa, pero minutos después cualquier excusa es nuestro salvoconducto para responsabilizar a las musas del tabaco de la postergación del decisivo momento en el que plantearnos un ultimátum. Otra de nuestras características es que dirigimos nuestra existencia como si ésta estuviera guiada por deseos y caprichos que urge complacer. De ahí que seamos cabezones, y por raro que pueda parecer también seamos capaces de hacer lo que nos proponemos, pero ese algo nos tiene que enamorar. Por eso, y a pesar de nuestro desorden, cuando limpiamos lo hacemos a fondo, cuando nos da por un autor es casi lo primero que pensamos al despertarnos, y cuando queremos decir algo no se demoran demasiado las palabras en salir de nuestra boca. Puede que el anhelo de la libertad haga que caigamos con frecuencia en no pensárnoslo dos veces a la hora de salir corriendo o de quedarnos parados haciendo gala de la vida contemplativa. Nos apañamos con cualquier cosa y somos de los que llevan a su extremo la máxima según la cual no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita.
Con una combinación derivada de estos ingredientes mi casa se ha convertido en un pequeño poblado en el que convivo con un serie de pequeñas averías que definitivamente se resisten al desastre final. En el otro plato de la balanza se encuentran mis reducidas ganas de ponerme manos a la obra con alguno de esos arreglos domésticos. Porque, claro, todo continúa más o menos funcionando y eso le proporciona a uno la tregua de permitirse el lujo de pensar en otros asuntos. Por una especie de maldición, congénita a mi escasa habilidad con los cables, hace tiempo que, cuando menos me lo espero, no puedo disfrutar de los tres o cuatro programas de televisión que me interesan, pero como todo parece depender de la suerte me dejo llevar por la emoción de no saber si podré ver lo que quiero hasta el último momento. La tuerca que aprieta el soporte de la bombilla del flexo que ilumina mi escritorio anda suelta, y lleva varios meses sujeta con la ayuda de la capucha de un bolígrafo Bic a presión entre dos ruedecillas. De las tres cerraduras, de la puerta de entrada al apartamento, una de ellas tardó poco en quedar inservible; semanas más tarde cayó la segunda; pero aún queda la principal, la de toda la vida, de modo que no hay de qué preocuparse. Tengo un radio despertador en el que cada noche escucho la emisora que podrá ser sintonizada esa madrugada, puede que una puede que otra, porque lleva tantos años conmigo que las voces que de él emergen se parecen a las de un transmisor de esos que se utilizaban en la Segunda Guerra Mundial, salpicando las entrevistas con interferencias e inesperadas detonaciones en forma de chasquido. El buzón situado en el portal, ése que he de vaciar de publicidad un par de veces por semana, se encuentra literalmente abierto; el bombín de su cerradura no encaja bien y no ofrece la menor resistencia para los curiosos. Pero de todo surge una especie de espíritu de resistencia, un cálido abrazo de estoicismo que arropa mi pereza y alimenta mi despreocupación. Se le ofrece así a uno la posibilidad de hablar con las cosas que le rodean, de pedirles por favor que no decaigan, y cuando alguien viene de visita, y para que quede entre nosotros, todo suele funcionar a la perfección y no hay nada que dé la sensación de pedir a gritos un recambio.


lunes, 24 de junio de 2013

Llega el verano.




Llega el verano y lo que eran charcos de agua se tornan espejismos levemente trémulos sobre el asfalto. Los termómetros lucen dígitos que van de los treinta y tantos para arriba. los hombres van en mangas de camisa, en sandalias y en bermudas. Les vuela el vuelo a las faldas y las muchachas parecen semillas florecidas, ligeras, aromáticas. los labios se pegan al helado de vainilla como la lengua del sediento al borde del vaso. El Lorenzo hace de las suyas, recorre el mapa de la piel con gotas de sudor que hacen cosquillas, humedece los flequillos, sube las persianas y abre las ventanas. El Lorenzo hace pulsar el On del aire acondicionado y puebla las terrazas, llena las jarras escarchadas de cerveza y muestra el abismo del balcón de los escotes. El verano se presenta como una ráfaga de aire caliente en el que se depositan los ardores que todo el mundo vence mojándose por fuera, y por dentro. La gran ciudad del sur se despuebla a la hora de la siesta. La nit de San Juan da la bienvenida con la más larga y la más corta de las noches, que es la suya, la noche de la fogata y la hoguera, la de la playa y la bengala, la de la llama y el cohete y el petardo y el espeto de sardinas con sangría; la noche que en Levante hierve y huele a tizón perfumado de yodo y algarabía.  El verano es el epílogo sabroso de cuanto sucede en la primavera; el chapuzón y la crema bronceadora; la orilla del mar y de la tierra disputándose en besos de ida y vuelta la espuma fotográfica. Hacen música los hielos, parecen de coral los granizados, recorren las gargantas los gazpachos y merodea más asiduamente la ensalada. Resisten las tierras de los huertos el furioso envite de la calina y escarban en busca de agua las raíces hasta llegar a los depósitos del otoño. Hacen sombra las sombrillas convirtiendo en su inquilino al paseante que se refugia de los rayos ultravioleta. Amanece antes, y con una fuerza luminosa que ya es un presagio de la radiante viveza que adquirirán las fachadas, hasta que el crepúsculo se desangre, hasta que las estrellas alboroten el cielo y nos hagan plantearnos de nuevo cuáles son las dimensiones del universo. Llega el verano con una naranja, un limón y un pomelo debajo del brazo; con un melón, un melocotón y una sandía, con un verso de arena desde la linterna del faro hasta el saliente del acantilado, con la mejilla salada del bañista y los dedos de los pies a la intemperie. Llega el verano y en sus madrugadas los recuerdos de lo que daban de sí tres meses con la inocencia de los quince años.

sábado, 22 de junio de 2013

Manzanas podridas.




No dejo de darle vueltas a algo que me dijo un alumno de la escuela de hostelería que visité el pasado miércoles. Recuerdo que, mientras hablábamos del gusto por el trabajo bien hecho, uno de los asistentes se refirió a un aspecto con el que me identifiqué de inmediato. Sucede que a veces, frecuentemente por desgracia, cuando un recién llegado, a un supuesto equipo de trabajo, trata de remar a favor, de pensar y colaborar lo mejor que puede, de no buscarle tres pies o pieles al gato, curiosamente cae en una especie de incomprensible incomprensión por parte de algún que otro insurrecto de los que llevan allí un tiempo sin dejar de lamentarse. Este tipo de espécimenes son especialmente peligrosos cuando pertenecen al cuerpo de mandos intermedios. Todos aquellos que en la jerarquía de la empresa están justo debajo de la dirección, y tienen el mal hábito y la insana costumbre de pensar que todo el mundo es tonto menos ellos, suponen el peor de los peligros. Ni comen ni dejan comer; y lo que es peor: quieren estar a bien con todos sin dejar de engañar a nadie. Se les ve muy pronto el plumero. Pero suelen tener la habilidad de ponerle al jefe una venda en los ojos con la que éste no deja de ver las cosas del color que desea. Osea, que el director acaba por no enterarse de nada, y cuando alguien llega y ve el patio, el percal, lo que hay, y honradamente transmite sus impresiones, viene a resultar que su postura es equivocadamente tomada por poco constructiva, cuando de lo que está informando es de que al pan pan y al vino vino, y de que, se ponga cómo se ponga la inoperancia de los pelotas, dos y dos son cuatro. Después, además de ser imposible pretender pedirle peras al olmo, tampoco podremos contar con las necesarias muestras de entusiasmo sin las que ninguna persona es capaz de dar lo mejor de sí misma.  
 Esa gente que no deja de quejarse en todo el día y que luego le hacen la rosca al jefe son la peor de las manzanas podridas que puedan encontrarse en el ámbito de una empresa. Esto ha pasado siempre, y seguirá pasando. La metáfora de la manzana podrida que pudre el cesto entero recorre los caminos de la envidia y la desidia. No deja títere con cabeza y arrasa con su propia dignidad, perdida por los senderos del cotilleo.  Porque para qué negar que en todos sitios cuecen habas; quiere decirse que no hay lugar en el que todo sea una balsa de aceite, ni en el que no se conozca problema alguno. Pero de ahí a ir a trabajar sufriendo va un trecho tan amplio como el que separa a la sinceridad de las triquiñuelas más perversas para enrarecer el ambiente. Por ello lanzo desde aquí mi humilde mensaje para que todos aquellos que vayan a incorporarse al mundo laboral, los jóvenes, como los de la escuela de hostelería, a los que aún nadie les ha limado las ganas ni la ilusión, no entren al trapo de semejantes sanguijuelas de la energía positiva, y opten por hablar claro y alto. Del mismo modo les invito a que no dejen de formarse para que sus argumentos se encuentren siempre respaldados por la transparencia de la propiedad en cada una de las palabras que digan. Suerte, chavales.  

viernes, 21 de junio de 2013

Nuevas generaciones.





Se dice que desde que el mundo es mundo siempre se ha considerado que las generaciones venideras iban a ser peores que las que se encontraban al frente. Parece ser que siempre se ha pensado esto, a lo largo de toda la historia. Ningún pueblo se ha salvado de semejante prejuicio. Después casi siempre ha resultado lo contrario, por pura evolución, a excepción de contadas ocasiones en las que la nube negra del barbarismo y la barbaridad ha asolado el mapa entero del mundo conocido. Sin ir más lejos, a pesar de que algún que otro historiador diga lo contrario, el pasado siglo XX ha sido el más sanguinario hasta el momento, y en el que no ha habido una semana de paz entre conflicto y conflicto, siendo un claro ejemplo del mal uso dado a la tecnología y al desarrollo industrial. Pero no todo han sido guerras y desastres. También se han conseguido mejoras de vida e igualdad de derechos y posibilidades, aun quedando mucho por hacer.  Por tanto, aunque generalizar es una manera de mirar para otro lado, podemos decir que en general y afortunadamente siempre los jóvenes estuvieron mejor preparados, y gracias a la inteligencia y al aprovechamiento que de los recursos han ido haciendo las nuevas generaciones, en sintonía con el respeto y la enseñanaza de sus predecesores que se han encargado de que no mengüe el espíritu crítico y creativo, estamos donde estamos; y contamos con muchas cosas buenas. Puede que la eterna insatisfacción que persigue al hombre sea el germen de su continuo fracaso, y del frecuente descrédito al que se ven sometidos aquellos que traen nuevas ideas debajo del brazo. Del mismo modo que no podemos olvidarnos del esfuerzo que ha hecho cada uno de los hombres que anduvo por aquí antes que nosotros, para que ahora gocemos de un mundo como el que tenemos, tampoco nos podemos olvidar de aquellos que se encuentran en la rampa de salida deseosos de aportar su esfuerzo. Sólo con nuestro apoyo y ayuda podrán estos jóvenes dar lo mejor de sí; lo contrario sería fomentar una absurda y triste rivalidad generacional enrarecida con una dialéctica de preguntas capciosas y desconfianzas poco fundadas.  

jueves, 20 de junio de 2013

No me canso de insistir.





El pasado miércoles tuve la oportunidad de contar con la paciencia de unos cuantos alumnos de una escuela de hostelería dispuestos a escucharme por un rato. Fue un placer escucharlos a ellos también. Durante la charla se habló de muchos pequeños detalles que tienen que ver con la base de cuanto nos proponemos en un comedor. Algo así como lo que Domenec Biosca denomina reparto de felicidad. Hubo un momento para diferenciar la escuela clásica de la actual, también para incidir en puntos que pueden pasar desapercibidos con suma facilidad y en los que se encuentra el secreto de la nueva tendencia que ha de ir dirigida, bajo mi punto de vista, a la mejora de la comunicación entre quienes trabajan en una sala y los clientes, y entre todos los departamentos de un establecimiento hostelero, empezando por los de arriba.
Un buen día de hace unos años uno de mis maestros me dijo que en un próximo futuro, que ya es presente, no sería mejor quien más supiera sino quien mejor se comunicara. Cada día lo tengo más claro. La cultura es fundamental para que el oficio de camarero pueda equipararse dialécticamente al nivel de cualquier cliente, por alto que sea el de éste último, a lo largo de la conversación que va desde la bienvenida, pasando por las recomendaciones o por cualquier otro lance del servicio en sí, hasta la conclusión de la estancia y la elegante despedida. Leer, no me canso de insistir en ello, es imprescindible; al igual que estar al tanto de lo que sucede en nuestra ciudad y en el mundo. Ojear el periódico cada mañana, escuchar las noticias y ver el telediario, en la medida de lo posible, y mantener un mínimo interés por lecturas de otro tipo que trasciendan al meramente profesional, como una novela o un libro de aventuras, viajes o poesía, ayudan de manera notable a entender mejor lo que pasa y a contar con un abanico más amplio de ideas. La cultura general abastece a nuestro ingenio de más posibilidades para la resolución de problemas. 
Bien es cierto que los horarios de este oficio no son precisamente los más adecuados para llevar una vida normal, en  casi todos los sentidos, pues siempre se encuentran nuestros quehaceres cotidianos, los que tienen que ver con nuestras aficiones, nuestro hogar y nuestra familia, supeditados al poco tiempo libre que nos quede después de haber empleado más horas de las estipuladas según los convenios y los contratos. Pero tratar de hacer el esfuerzo nos conectará con las diferentes realidades de las personas que nos visitan, y con la realidad existente más allá de las fronteras de nuestra jornada, y nos facilitará ponernos en situaciones que tienen que ver con la posición que ocupan aquellos a quienes hemos de dirigir un mensaje cargado de minos, atenciones y cuidados, a la vez que nos harán más grandes y comprensivos, y nos proveerán de argumentos para poder luchar contra el cajón desastre en el que se ha convertido la lista de derechos y condiciones laborales en muchos restaurantes. Se trata de desvestir de una vez por todas a esta profesión de las etiquetas que tanto daño le han hecho, y de suplantar el hecho de dedicarse por una temporada, y como último recurso, a trabajar de camarero, por el de una elección que más tenga que ver con un trabajo en el que se manejan una serie de conocimientos que repercuten directamente en beneficio de quienes lo ejercen y de quienes reciben el servicio dado, poniendo el oficio en el lugar que se merece. De esta forma todos aquellos que eventualmente aterricen en el asfalto de la profesión saldrán con una idea más digna de lo que lo hacen en la actualidad.  
Profundizando en el camino de alimentarse de la cultura general se podrán alcanzar otras metas dentro del gremio, para las que se necesita un largo tiempo de espera pero no por ello imposibles de conseguir. Dignificar una profesión, que muchos confunden con el servilismo, a partir de la cultura es una de las primeras obligaciones morales a las que se ha de enfrentar el profesor de una escuela de hostelería, para que en el alumno que vocacionalmente ingresa en ella cale la importancia que tienen los verbos ser y estar a la altura de las circunstancias. La belleza de este oficio se encuentra aún sin descubrir en miles de establecimientos, en un país en el que el turismo es una de sus principales fuentes de ingresos, cuando paradojicamente existen cientos de escuelas de hostelería. En muchas de ellas se forma a futuros profesionales, a diamantes en bruto, que cuando ingresan para hacer sus prácticas en lugares dirigidos por contables sin escrúpulos se desilusionan y no dan crédito a lo que ven. Luego, como hay que ir tirando, se corre el riesgo de mirar para otro lado y caer en la tentación de hacer las cosas como los demás, que, como diría Nietzsche, es una máxima sospecha que casi siempre significa hacer las cosas mal.
Las muestras de entusiasmo son patentes. Hoy en día gozamos de un grupo de jóvenes deseoso de saber y de poner en práctica sus conocimientos. No nos podemos quedar en la rutina de impartir lecciones, aportar datos, hacer exámenes, evaluar y otorgar títulos. Es necesario arrimar el hombro hacia la consecución de planes de estudio mediante los que se fomente el desarrollo personal con el que se verá completada una formación, y con los que se andará cada vez más cerca de poder luchar por la mejora en las condiciones laborales, ya que se hará patente el valor de quienes las proclaman, y consecuentemente se tendrá más fuerza para ejercer con dignidad desde una tasca hasta una de esas casas con tres estrellas en la guía Michelín.

domingo, 16 de junio de 2013

Creemos.




Pasan los años y seguimos soñando, de hecho no podemos vivir sin soñar y hacerlo es la mejor manera de escapar, de escabullirnos sin necesidad de huir; es la mejor manera de vivir varias vidas más plenas que ésta única en la que los acontecimientos parecen dominarnos sin obtener a cambio nada más que preocupaciones por mantenernos en la cuerda de la irrealidad establecida. La obligatoriedad de continuar la senda marcada no deja espacio para una réplica posible a cada ciudadano. Si eso fuera así, si cada cual pudiera fabricarse su mundo a su manera, tampoco sería lo mejor, quizá, ya que sin cooperación, siendo el hombre sociable por naturaleza, difícilmente conseguiríamos ese estable, sano e imaginativo desorden ordenado en el que consiste el fluir del aprendizaje procedente de las relaciones de unos con otros sin ánimo de pisarle la cabeza a nadie, sin cobardías ni rencores, sin malos humos, civilizadamente cada cual en su sitio, evadiéndonos del espíritu de revancha, de dominación y de poder, prevaleciendo los valores de algo que curiosamente en este mundo loco sería entendido como la locura. Pero no queda más remedio que construirse ese mundo, ese planeta que vaga por la calle recogiendo versos y descansa debajo de la almohada. Por la Mancha Sancho se aquijota y Don Quijote se ensancha, decía Gloria Fuertes, y siguiendo a Chamfort hemos de aplicarnos el cuento de que la felicidad es muy difícil encontrarla en nosotros pero imposible de hacerlo en otra parte. Puede que no entendamos la felicidad de los demás tanto como la nuestra. Puede que nos falte quitarnos esa venda de los ojos. Los planes se trastocan y parece mentira que exista o haya existido un ser superior capaz de engendrar este andamiaje tan frágil, este laberinto de contradicciones en el que llegamos a convencernos, con fines poco nobles, de que cualquier revés puede estar justificado. Hay personalidades del mundo de la psicología que dicen que a todos nos alegra, en mayor o menor medida, el fracaso de un conocido. Pero eso es una barbaridad. Bien es cierto que siempre ha sido el género humano un especialista para ver los toros desde la barrera. Es habitual decir ya te lo dije, o se veía venir, o si es que no podría ser de otra manera. Este traje de la civilización tiene algo de Frankenstein, es como un modelo de algo que ha sido hecho a base de retales, de costuras sin pespunte, muy bonitas para mirarse en el espejo pero un desastre en cuanto se mueven un poco, en cuanto han de compenetrarse para caminar juntos. Creemos promesas tras las que se encuentra la sombra del engaño; creemos en los curas y en los santos; creemos en el horóscopo y en la Biblia, en los astros y en el destino; creemos en las supersticiones que nos ponen sobre aviso de la llegada de una irremediable tragedia si no actuamos con el gesto del antídoto que es otra superstición; creemos en lo que dicen los visionarios de la tele, creemos en lo que nos echen. Somos unos crédulos todo terreno, qué le vamos a hacer. Las penas con supersticiones parecen ser menos penas. Yo, por si acaso, creo en Benedetti.

viernes, 14 de junio de 2013

Redes.




A diario vemos cómo se manipula el significado de algunos de los mensajes escritos en Facebook o en Twiter. Vemos cómo quienes decidieron escribir algo que les parecía interesante o a cerca de lo cual querían opinar se ven obligados a desmentir, pedir disculpas o explicar por qué lo hicieron. Esto suele pasar con políticos, deportistas, grandes empresarios, en fin gente influyente que puede acaparar adeptos a determinadas ideas u opiniones y desencadenar algún altercado mediático, viéndose ellos mismos envueltos en una trama de sucesivas opiniones y comentarios que pueden perjudicar seriamente su imagen. Se pone a prueba de manera evidente el recato con el que hay que expresarse para no caer en contradicciones y se le abren las puertas a la insensatez, ya que dentro de la barahúnda de opiniones clama el cielo la cantidad de gazmoñerías sueltas que andan pululando por el universo de las redes sociales, según deduzco de lo que veo en televisión, que es una mínima parte del conglomerado, de la tela de araña, de la bobería en la que en muchas ocasiones se ha transformado el momento álgido de una red social.
Hoy se mata así al aburrimiento. Hay personas a un teléfono pegadas que desatienden conversaciones y preguntas, que con los ojos clavados en la pequeña pantalla se encuentran aisladas de la realidad, enganchados a la virtualidad y a la dudosa veracidad de los picotazos con los que unos y otros van sembrando el campo de la gratuidad. Hace poco me dijo un amigo que hoy en día es fundamental estar enganchado a la red porque los acontecimientos caducan en minutos, porque las noticias lo son tales incluso antes de serlas, y pasado un momento ya está sucediendo otra cosa que interesa más, por nueva, y que en cuestión de un momento suplanta la importancia que tuvo la anterior. Afirmaba con convencimiento que era la única manera de estar en el candelero. Yo prefiero estar en el candelabro, le dije, y me extrañó que no supiera lo que es.
Todos podemos opinar, decir y maldecir, contar. He ahí la virtud de la libertad de expresión. Pero todo esto deviene en aburrimiento cuando mecánicamente se hace con el solo fin de seguir el dictado de una idea como se sigue lo colores del equipo que uno lleva en el corazón desde pequeño, o con la malsana intención de incendiar un hermoso prado, cosa que frecuentemente se puede apreciar en sea cual sea la materia en torno a la que gira un determinado foro, en el que quien tiene ganas de hacer daño no escatima esfuerzos en emplear mucha mala leche para poner en entredicho a quien le dé la gana, así como así. Deduzco que hay mucho rencor acumulado.
Luego hay que contar con las ganas que se tienen de estar al tanto, como si fuese un oficio o una manera de sentirse vivo, realizado, al día, en la vida, segundo a segundo, de todo lo que va saliendo en estos medios para fustigar a la primera de cambio, se sepan o no las razones, haciendo que continuar la cadena forme parte del juego consistente en hacer notable lo superfluo y desatender cada vez con más despreocupación aquello que pueda aportarnos algo de claridad para resolver las continuas dudas en las que se debate nuestro día a día. Vaya por delante que nunca he escrito mediante estos cauces, por inapetencia, por dejadez y desconfianza, por de momento no necesitarlo, por estar ensimismado en lo que pasa a mi alrededor mientras paseo o estoy tumbado, por no haber aprendido todavía lo suficiente de las herramientas que dispongo, por pretender ir paso a paso aunque siempre me quede anticuado, y no querer embarcarme en tecnologías que acaben por excluirme de lo poco que soy capaz de sostener y controlar de los metros cuadrados que me rodean.
En ocasiones me planteo el lado bueno y ando a un paso de formar parte de los opinadores de ciento cuarenta caracteres, pero finalmente sigo manteniéndo mi correspondencia mediante correo electrónico, escribiendo en este espacio y utilizando la telefonía móvil de la manera más utilitaria que existe. Con mucha frecuencia utilizo Google  para indagar en lo que me interesa, de manera que me sea más fácil lo que me propongo, lo que deseo saber y cómo encontrarlo, y por ejemplo me resulta fantástico disponer de diccionarios y enciclopedias, de mapas y gráficos, de vídeos y fotografías, de información inmediata a cerca de lo que me suscite cualquier duda. Bien utilizados son una fantástica oportunidad de estar en contacto con el mundo entero, pero necesitamos desempolvarnos el alma de rencor y aplicarnos un poco más el cuento de la meditación para alcanzar a entender las consecuencias de toda esta gran información desinformada en la que se nos dan todas las facilidades para entrar como Pedro por su casa, pero con el riesgo de una virulenta virtualidad: la de nuestra ignorancia a la hora de saber aprovechar todo eso para hacernos la vida más fácil, entre nosotros.

jueves, 13 de junio de 2013

El tuerto es el rey.




Me decía esta mañana un amigo que en "esta ciudad ciega" podríamos ser los reyes tan sólo con hacerlo medio bien. Se refería a montar un negocio y a que limitándonos a ser los tuertos lograríamos que las cosas fuesen sobre ruedas, superando las expectativas de cualquiera, pudiendo llegar a ser los primeros del irritante escalafón que como una vara de medir actúa en todas las ciudades: los mejores, el no va más. El caso es que después de un breve silencio hemos comenzado a reírnos y a decir que podría ser así, pero que ni a él ni a mí se nos pasa por la cabeza semejante pérdida de tiempo. Tampoco andamos, al menos yo, muy comprometidos con las causas que requieran de enconados esfuerzos en beneficio de déspotas y poco cualificados empresarios con complejo de Napoleones de barrio.
Es triste pensarlo, pero hay algunos que se las van dando de genios y artistas cuando en el fondo sólo ejercen con relativa solvencia técnica un oficio y para de contar, y se dedican al exhibicionismo porque el respaldo económico del papá que no puede consentir que de su hijo se diga menos se lo permite. Estos a los que me refiero son especialistas en echar a rodar proyectos que si bien se miran no pasan de ser negligentes copias de algo que ya existe desde hace mucho tiempo, imitaciones de lo que para un maestro no llegaría a mero boceto apto para el descarte. Igualmente se dedican a acaparar, con suprema cobardía, toda idea que no sea suya y a esgrimir discursos en torno a la dificultad implícita en la ciencia que desarrollan, dando a entender que lo que hacen es cosa de elegidos, como si lo que se traen entre manos fuera algo para lo que hay que estar especialmente preparado.
Esto está pasando mucho en el oficio de la hostelería, que es el mío, cada día más corrompido, desdichadamente inculto y poco agradecido con quienes desean aportar nuevos valores que nada tengan que ver con el embrutecimiento de los rudimentarios métodos de la escuela clásica, ni con la ristra de fotocopiadoras en serie en la que se ha convertido todo aquello que se abre con el cartel de hijo de la vanguardia en la puerta. Las etiquetas hacen daño, matan la originalidad y atrofian la capacidad de investigación cuando se imponen como inexcusable proceder de alguna época. En realidad, hoy en día, para lo que hay que estar realmente preparado es para trabajar con estos demagogos y soportar el reguero de sandeces basadas en la poca propiedad con la que transmiten lo que quieren hacer, debido a la preocupante ausencia de base en sus criterios, ya que desde el principio, y muy en contra de lo que proclaman, su preocupación máxima ha sido llegar, salir en la foto, presentarse a un concurso amañado y tirar de talón para que la crítica haga su trabajo sin salir del despacho.
Una de sus especialidades es la fraudulenta puesta en escena de un curriculum en el que destaca que han estado dos años con determinado chef de influencia internacional, cuando lo que bien sabe uno es que lo que han estado haciendo en esas cocinas ha sido desear con neurótica insistencia que terminase el calvario lo antes posible a lo largo de todas y cada una de las jornadas en las que fueron puestos a prueba en fogones de primer nivel, con el mismo anhelo que un presidiario, porque se les ven en el plumero las pocas ganas y el poco talante y talento y afición y por ahí. Luego suelen jactarse de su modernidad, de lo que de ellos dice la prensa, la televisión local o la emisora de radio del pueblo, también comprados. Son los primeros en bufar cuando se enteran de que se encuentra próxima la llegada de alguien de fuera con nuevas ideas debajo del brazo, y no pierden ni un minuto para, en lugar de comparar, aprender y enriquecerse de y con la competencia, tratar de poner todas las zancadillas posibles con tal que esos recién llegados fracasen. Siempre ha habido quien se ha empeñado en diseñar un halo de dificultad en torno a sus mínimas capacidades con el único objeto de hacerse notar. Suele pasar en los pueblos y en las pequeñas ciudades, en los sitios en los que se mitifica a todo aquel que haya salido del cortijo una temporada. Mi amigo me ha vuelto a recordar que no deje de leer a los clásicos, y una vez más ha insistido en el "Elogio de la locura" de Erasmo de Rotterdam. ¿Por qué será? 

miércoles, 12 de junio de 2013

Travesía.




Atraviesas la ciudad a lo largo y a ancho de un kilométrico paseo en el que todo aparece como aparecen uno tras otro los fotogramas de una película, como las fotografías de una exposición urbana en la que las imágenes se hubieran propuesto romper a  hablar sin pelos en la lengua, como un repertorio de vivencias que tienen algo, mucho, en común, concatenadas por la inercia de una energía expansiva a través de la que se comunican, estando tan lejos, permaneciendo tan distantes, no viéndose la cara, no conociéndose siquiera pero sintiéndose unidas por una materia invisible que empapa todos los rincones. Miras a tu alrededor y algo te llama, te seduce, te gusta, te recuerda, te pilla desprevenido, suponiendo, inventando, investigando, quedándote con la boca abierta, anonadado y sin defensa, sorprendido, casi mudo, hasta que al acercarte  te das cuenta de que no es lo que buscabas. Te preguntas el nombre de las cosas que no tienen nombre porque no sabes cómo nombrarlas, cómo se llaman, cuál darle, cuál es, de qué forma saberlo, cómo resolver el problema a base de algún indicio procedente de la fuente de la jerga que siempre anda tan inspirada. Algunos levanta un brazo solicitando el servicio de un taxi, muy pocos, a penas unos cuantos que o no deben ser de aquí o son exiliados de las afueras que guardan la costumbre y a penas contaminan. Otros abren la mano y piden para comer, con un cartel cargado de penas a sus espaldas, como un poema, en las puertas del juzgado, en la plaza del ayuntamiento, en la calle principal, en los arrabales del cielo, en las cloacas del estado de bienestar, aquí mismo, sin ir más lejos a unos metros del mismo centro. Otros fuman impertérritos, habituados a que no suceda nada ni cosas importantes, situaciones que les saquen de quicio, con las que les lleven los demonios o venga la tele a hacer un reportaje. Los ojos se clavan en cada uno de los acentos que faltan en los letreros anunciadores de comercios, bingos, prensa, inmobiliarias, bares, farmacias, hoteles, restaurantes, apuestas, ofertas, rebajas, gangas, promociones y sábanas en las que se encuentra escrita la razón de la manifestación que acabará cortando el tráfico de la avenida. Esta misma mañana se ha procedido a un desahucio, y aún perduran las huellas del último intento en pos del fracaso de las fuerzas del orden a las que se les ha encomendado el trabajo. Un policía llora de impotencia cuando llega a su casa, otro implora con insistencia, el ying y el yang, el gordo y el flaco, el bien y el mal, la bella y la bestia, cada cual es cada cual. Hay un autobús que no se detiene donde tenía prevista su parada, y un mujer que le envía un grito de rabia, y otra que le secunda en la exteriorización del enfado, esto ya no es lo que era. El tiempo anda loco, a veces sale el sol  a la vez que sopla una leve brisa, fría, nada propia, extraña, intemporal e incómoda que da que pensar cuando se llevan muchos días sin pensar en otra cosa. Las manchas de aceite son tatuajes sobre el asfalto, siluetas de figuras imaginadas, como las nubes, como los restos de cal en algunas paredes, como el garabato de un niño, como un tipo de escritura automática. El amarillo es un símbolo que en algunas zonas cubre los bordillos, como el azul o el rojo, como el verde o el ámbar, como el negro o el blanco, una manera de decir algo en pocas palabras, de un brochazo. El mimo bromea con los niños y el anciano no sale de su asombro. Las jovencitas tienen algo de golondrinas, de aves que vuelan recreando geometrías. El agente mira para otro lado. El parque móvil se come el terreno de la gente. Atraviesas la ciudad, qué quieres que te diga.

martes, 11 de junio de 2013

Emoción anticipada.





Recuerdo los iniciales desplazamientos por carretera que hice en compañía de mi familia, aquellos primeros viajes desde mi pueblo al lugar en el que vivían mis abuelos. Viajábamos en un Seat 127 a lo largo de sesenta kilómetros entre pueblo y pueblo, entre los que se encontraba la por entonces siempre peligrosa travesía de Despeñaperros. Aquella sinuosa carretera trazada entre montañas, y los profundos márgenes de los barrancos, daban literalmente miedo y hacían que otros vehículos, en una lejanía de más abajo o más arriba según se mirara, se vieran tan pequeños como si fueran de juguete. Todo ante mis ojos se presentaba sorprendente: los carteles de las gasolineras, las ventas que más tarde derivaron en áreas de descanso, los animales que pastaban en los campos, los toros de Osborne, los tráilers y sus cargados remolques envueltos en lonas que cimbreaban con el viento, el olor a caucho y a frenos, el hedor a alquitrán en los tramos en obras y el repiquetear de las pequeñas piedras que chocaban contra la chapa del coche, las caravanas y el parpadeo de luces intermitentes de una fila de turismos adenlantando a los camiones instalados en un carril para vehículos lentos; el paso de una tierra repleta de olivos a otra en la que empezaban a asomar los tendidos cultivos de los llanos de la Mancha y sus primeras viñas; los cortijos levantados sobre montículos alrededor de los cuales se encontraba uno de esos cotos de caza en los que abundan las perdices; las vías del ferrocarril entreveradas en aquel paisaje, por uno de cuyos túneles asomaba la locomotora de un tren que arrastraba una fila de vagones con ventanas, y la admiración que yo sentía por aquel conjunto de hierros, ruedas, raíles y cables, que de tan desconocido me parecía grandioso, y aún más fascinante todavía el hecho de que allí dentro viajaran personas y mercancías rodando, entre las que para mi asombro destacaban automóviles matemáticamente ordenados en el interior de aquellos vagones que se deslizaban por los campos abiertos y se perdían a la vuelta de alguna roca cercana a Venta de Cárdenas.
Viajar. Desde entonces ha llovido mucho y aunque he viajado algo no he viajado nada. Por eso cada vez que veo uno de esos documentales en los que se cuenta cómo llegó el hombre a la Luna, o cómo dentro de unos años pretende hacerlo a Marte, o las arriesgadas escaladas a un monte como el k2 en la cordillera del Karakórum, en el Himalaya, o la emoción de la que gozan los expedicionarios que se insertan en la cordillera central del Perú en busca de los antiguos asentamientos de Machu Picchu, o la anchura del espejo de las aguas del Nilo, o la Muralla China, o el Coliseo Romano, o lugares más enrolados en la velocidad materialista, pero no por ello menos fascinantes, como las calles de Nueva York incluidos sus suburbios, o los millones de neones de Las Vegas, o la Plaza Roja de Moscú, o alguna calle de Pretoria en la que poder entablar conversación con uno de los héroes de la transición post apartheid, o cualquiera de los pueblos que se encuentren en las proximidades de donde vivo, tanto da, todos ellos sitios que tienen en común no haber sido pisados por mí, siento una especie de emoción anticipada y la misma ilusión que aquel niño que contemplaba el paisaje desde el interior de un Seat 127.

lunes, 10 de junio de 2013

Dejarse sorprender.





Decía Miguel Delibes que aquel que viaja con la sensación de estar de vuelta de todo es un observador frustrado. Mantener nuestra capacidad de asombro intacta, o hacer lo posible porque el descubrimiento, por pequeño que sea, forme parte de la vida, es una buena manera de mantener alerta a los sentidos para no perderse nada de la belleza de las pequeñas cosas que nos rodean. En base a ésto suelen disfrutar mucho quienes necesitan poco, quienes no precisan demasiadas cosas para sentir las pulsaciones de la vida. También salen beneficiados los que con relativa asiduidad se desvían de ese camino que parecía marcado por una sombra de no retorno, de no cambio, de imperturbable rectitud hacía el frente. Nadie como un niño para entender en qué consiste la emoción de este juego, y nada mejor que la memoria para que perduren las ganas de continuar indagando por los espontáneos senderos del hallazgo. Como un explorador. Abrir lo ojos, casi no es necesario ningún otro gesto para darse cuenta de la cantidad de diferencias que existen en todo lo que dábamos por supuesto o por sabido. En cambio, quienes como aquellos que se atreven a afirmar que no les gusta un plato sin antes haberlo probado, se aferran a la infundada seguridad de dar por hecho que conocen muy bien cuanto les rodea, sin más explicaciones ni criterios propios que una serie de prejuicios subyugados por el miedo, continuamente están dejando pasar la oportunidad de comprobar que el horizonte se extiende más de lo que ellos pensaban en la lejanía, y que lo que hoy es una idea mañana es, aparentemente siendo la misma, otra idea distinta para un fin diferente. Atendiendo a grandes relativistas de nuestros días, como Saramago o Vila Matas, pasa uno de creer tener certeza de algo a saber que la verdad es como un maravilloso espejo hecho añicos, y que a lo largo del camino van siendo encontrados desperdigados diminutos pedazos de éste que reflejan algo de un mismo todo, pero en diferente lugar, y que al no estar juntos cada uno de ellos responde a la particular posición en la que se encuentra, a las circunstancias que le han tocado en suerte, a lo que hay, a lo que son aún cabiendo la posibilidad de que no lo sean o dejen de serlo.
Ayer, mientras miraba el puzzle de patios y tejados al que dan las vistas de mi apartamento, vi cómo unos nuevos vecinos quedaban asombrados por semejante paisaje, que para muchos pasaría tan desapercibido como un turista japones por las inmediaciones de la plaza de España, o como un vagabundo pernoctando en un cajero, o directamente sería objeto de alguna crítica destructiva por no constar dicho panorama de jardines, piscina, estatuas, mar o acantilados. Era una pareja muy joven. Estaban apoyados en la barandilla de uno de los balcones interiores de su nueva vivienda. Desde allí se ve un par de higueras, tres o cuatro corralones abandonados, una manada de gatos y muchas fachadas desconchadas; ropa tendida, azoteas, escaleras metálicas y ventanas con cortinas de colores; puntas del iceberg del interior de cada vivienda; nada del otro mundo pero un mundo entero. Miraban absortos, felices, como si estuvieran descubriendo las costumbres de un país desconocido; señalaban con el dedo índice hacia muchas direcciones, inspeccionando todo lo nuevo con lo que se habían encontrado, y parecían comentar aspectos que les llamaban mucho la atención. Sonreían, sólo les faltaba frotarse las manos. Daba gusto ver que a ellos también les encantaba la lúgubre belleza que de puertas para adentro esconde el casco antiguo: el reloj de la torre de la iglesia, los plantas altas de los otros edificios más modernos a lo lejos, y lo que les espera: un amanecer con la gratitud de esas zonas que te hacen pensar que estás en un pueblo estando en el centro de la ciudad. Y todo por dejarse sorprender, que es una buena manera de sentirse afortunado.

sábado, 8 de junio de 2013

Asignatura pendiente.




Hace unos días vi una entrevista realizada al poeta Luis Alberto de Cuenca, y de todo lo que que dijo, que fue mucho y muy interesante, hubo algo bastante sencillo que me llamó la atención: "para mí la lectura, el estudio, la investigación y todo lo que tenga que ver con la cultura es como un deporte". Lo dijo con una tranquilidad pasmosa, con un sosiego esculpido en muchos años de oficio que han ido pasando, día a día, alimentándose de traducciones, clases y apuntes, foros y conferencias, y la sempiterna compañía de los libros que forman su patria: su biblioteca; todo ello vivido con la naturalidad con la que un deportista entrena para mantenerse en forma, ni más ni menos. Por otro lado escucho a Michael Robinson preguntar en la radio si el ajedrez debería o no ser enseñado en las escuelas, formando parte de alguna asignatura de las que ocupan el espacio de los juegos didácticos y dándole la misma importancia que se le da, por ejemplo, a la gimnasia. En principio parece que nadie sin opondría a semejante brillante idea. Resulta de sentido común, aunque nunca se sabe dónde puede saltar la liebre, que la aparición de un juego, tan intelectualmente contrastado como el ajedrez, en los planes de estudio de los colegios no resultaría negativo para nadie sino todo lo contrario. Pero apareció el fantasma de la comparación entre los asistentes, la sombra del tú más y yo menos y por ahí. De cuantos participaban en lo que devino en debate, que en principio fue presentado como un pacífico e incluso esperanzador coloquio por aquello de que ya iba siendo hora de que a alguien se le ocurriera algo así, hubo quienes no las tenían todas consigo argumentando que el fútbol enseña cosas muy importantes, como el sentimiento de pertenecer a un equipo, de las que carece el ajedrez, y que, por otro lado, a nadie se le podía imponer el aprendizaje de nada así como así, ya que antes habría que medir las consecuencias. Ahí comenzó a torcerse la cosa y a sembrarse la tristeza, a acaparar una capa de polvo la pulcritud de la superficie sobre la que se estaba jugando, y a notarse lo mal que nos sienta que nos lleven la contraria, por intrascendente que sea la idea que defendamos, y lo convencidos que andamos con frecuencia de poder sentar cátedra a base de tópicos tan anacrónicos como recalentados. Sólo faltaba que la discusión se asomase al precipicio de la intolerancia que en su día adquirió la controversia de la asignatura de Educación para la ciudadanía. A partir de ese momento todo lo que era un cúmulo de buenos propósitos se trastocó porque a quienes defendían a capa y espada el balompié se les dejó entrever que este deporte forma parte del ramillete de opios dominantes del pueblo, entre los que se encuentran la telebasura y el negocio del fútbol. Ante ésto se defendían con una letanía de antiguas tradiciones y obsoletos principios bajo los que a cualquiera de los oyentes les quedó claro que, o bien estos señores ni saben ni se han planteado nunca aprender a jugar al ajedrez, o bien les saca de sus casillas que alguien ponga en cuestión las consecuencias derivadas del apoltronamiento frente al televisor, que induce a un peligroso desapego de la realidad con el riesgo de olvidar las cuestiones realmente importantes, viendo cómo, con los tiempos que corren, los equipos que reunen al mayor número de seguidores fichan a jugadores por "cien" millones de euros, dedicando a ello cualquier noticiario el doble de tiempo que a la información nacional e internacional y unas veinte veces más que a la cultural. Pero como también cabe la posibilidad de que exista gente equitativa, lúcida, coherente e imparcial, salió al paso uno de los defensores del tablero para elegantemente zanjar la cuestión diciendo aquello de mens sana in corpore sano, con lo que Juvenal dejó dicho mucho para el resto de la historia, dando a entender que las prácticas tanto del fútbol como del ajedrez son complementarias, todo lo cual tiene mucho más que ver con el sentido deportivo del conocimiento al que aludía Luis Alberto de Cuenca que la ruleta rusa del deporte en el que desde muy pronto se comienza a hacer negocio con las jóvenes promesas.  

viernes, 7 de junio de 2013

Me pregunto.





Algunas tardes, al dirigirme a la biblioteca, paso por una zona de cafeterías que se encuentran al resguardo de unos soportales, y no resulta raro que en uno de sus veladores me encuentre con la presencia de un ser alrededor del cual acontece un silencio amortiguado por la espuma de un enigma; se trata de un señor resolviendo un crucigrama, junto al que yace un lápiz y un cuaderno, que a veces he visto repleto de amontonadas frases haciendo de una hoja la radiografía de la selva de las letras. Está ahí como la imagen de la calmada intelectualidad típica del bar soñado por los poetas. Es un señor calvo, con gafas de sol y cara ancha, que viste una de esas cazadoras que tienen muchas cremalleras y bolsillos, ideales para ir acumulando retales de la vida y hacer de ellos un almacén ambulante al que acudir cuando no se sabe dónde se ha dejado alguno de esos pequeños e inseparables objetos que forman parte de nuestro equipaje de nómadas urbanos, como un encendedor, un bolígrafo, una agenda, un paquete de pañuelos, las llaves de la vivienda, una dirección, un teléfono anotado que no ha resistido las idas y venidas del recuerdo y el olvido, o los resguardos de los pagos con tarjeta que acabaron por quedar tan arrugados como poco dispuestos a abandonarnos. Sus zapatos contrastan lo suficiente como para pensar que se lo piensa dos veces antes de decidirse por uno u otro modelo; el resto de su indumentaria, a pesar de no destacar por pertenecer a esa poca originalidad de ir a la moda luciendo marcas en boga, es el resultado de ponerse lo que se lleva pero con ropa comprada en un rastro o en una de esas tiendas de segunda mano en la que se pueden encontrar algunos de los testimonios del desbarajuste del consumo. No lleva reloj, debe tenerlo instalado en su cabeza, como los versos que todavía no ha escrito, como el paso de los días que le faltan para montarse de nuevo en el tren que lo acerque a la ciudad más próxima. Fuma con parsimonia, como si el mundo no fuera con él; el humo de sus cigarrillos es demasiado blanco para tratarse de un tabaco convencional, puede que sea una de esas mezclas que ya sólo compran los que siempre se los liaron con Smoking blue: Samson, Drum, a lo sumo Cutter Choice. A pesar de su quietud parece estar muy atento a cuanto pasa a su alrededor, con instintivos gestos, en los que se aprecia la leve tonalidad de los ademanes de un ladrón de guante blanco, que parecen ser la respuesta de un radar, como si no se le escapara ningún ruido sospechoso mientras simula que nada le importa, sin forzar en absoluto la posición en la que se encuentra, como una piedra pensante a la que no se le pueden ver los ojos, y acompañado por un vaso cuyo interior delata las tonalidades de un whisky de malta, ese color entre caramelo y caoba que caracteriza al Glenrothers, aunque en un sitio como este dudo que se lo puedan servir; aquí no suelen pasar del Cardhu, como mucho la contrariedad del Chivas Regal, pero lo ideal sería mojar el pensamiento con un islay, para estos casos nada como un Laphroaig; para sostener la tensión de esa poesía hace falta que el carácter yodado de la turba arda en el estómago, como los retrogustos del cine negro. Me pregunto si será un aficionado a la escritura, o por qué no un policía, o uno de esos jubilados sorprendidos por una carta del ministerio, o un forastero de vacaciones en busca de inspiración; me pregunto si será un profesor al que le gusta el retiro de la soledad acompañada por el paisaje de las calles peatonales visto desde su trono de silla de plástico; me pregunto si será un espía, o un proxeneta aguardando con maldad el revolucionario impuesto de su sucio oficio, o un desde no hace mucho divorciado que trata de encontrar el tiempo perdido entre tanta falta de decisión, me pregunto si será alguien o no será nadie y sólo sea fruto de mi imaginación.

jueves, 6 de junio de 2013

Pura alegría.





Ayer, algo más tarde del medio día, mientras preparaba la ensalada del almuerzo, recibí un mensaje en el que se me informaba de que el Premio Príncipe de Asturias de las letras de este año le ha sido otorgado a Antonio Muñoz Molina. La emoción fue inmediata, al igual que el pensamiento que me hizo volver a reconocer la fortuna que poseemos al contar con él entre nosotros. No conozco personalmente a este autor, pero son tantos los buenos recuerdos que tengo de las lecturas de sus libros que la noticia me hizo sentir que en ese instante estaba compartiendo algo de eso que es fácil repartir entre las buenas personas con las que uno trata: la ausencia de maldad ni de revancha, las cosas por su sitio, la sencillez con la que se muestran las explicaciones y lo que éstas contribuyen a que la vida sea más vida, y en el caso de Muñoz Molina, y de forma especial, la manera tan humana en la que ofrece sus conocimientos en todos aquellos lugares en los que va depositando el rastro de sus palabras: en sus novelas; en esa página de Ida y vuelta con la que cada sábado se inaugura Babelia, el suplemento cultural de El País; en los libros en los que se recopilan sus artículos, como Las apariencias, Travesías o La vida por delante; en los breves relatos recogidos en Nada del otro mundo; en los magníficos ensayos en torno a la creación literaria que pueden ser encontrados en Pura Alegría, o los dedicados al arte en El atrevimiento de mirar, la última de sus obras junto con el sensato y pormenorizado repaso a las causas y consecuencias de la actual crisis encontrado en Todo lo que era sólido; en los prólogos de alguna obra como los Cuentos completos de Juan Carlos Onetti, ¡Absalom, Absalom! de William Faulkner o la autobiografía de Hermann Melville; en la revista Muy interesante, opinando y aportando su sentido común en el terreno de la ciencia, y  allá donde aparezca porque encontrarlo es como percibir que conviene detenerse a escuchar algo que tal vez en algún momento pueda ser útil, entre otras cosas, como decía Flaubert de la lectura, no para divertirse ni para alcanzar nada en concreto sino para vivir, sencillamente para vivir.
Una clara muestra de esa cercanía se encuentra en Escrito en un instante, el apartado de su página web en el que comparte con todos aquellos que lo deseen la belleza de las cosas cotidianas, el día a día, en el que sus lectores encuentran un motivo para disfrutar de la sensibilidad de este hombre en una pocas líneas, en las que va contando lo que le sucede, lo que piensa, lo que se le ocurre, lo que quiere decir, lo que ve, lo que se imagina, lo que le da la gana, haciendo de ésto una especie de diario en el que uno puede lo mismo acercarse a un cuadro de Juan Gris que a un aula del Instituto Cervantes de Nueva York;  a un paseo en bicicleta por Upper east side o a un centro de investigación dependiente de la NASA; a un viaje por Lyon o a un regreso a Madrid tras seis meses en Estados Unidos; a la vida en definitiva y a todo lo que ésta tiene de bueno y de dado al disfrute, de bello e inteligente, de crítico y mejorable, a esas ganas que a uno se le pegan de querer saber, cada vez que encuentra en sus libros aquello que tantas veces se preguntó: la huella, el instinto, el olfato, la apetencia, la emoción, el alimento, la imagen, el sonido, el pincel, la secuencia, el ritmo de la palabra, el vocablo acertado, la sintaxis ejemplar, la guía para no perderse entre tanto como encierran los estantes de la biblioteca, el faro, la referencia, el punto de fuga y de mira, todo lo que tiene que ver con la literatura con lo que se disfruta tanto como un autodidacta lo hace con esa serie de listas en las que va introduciéndose en la historia.
ENHORABUENA, MAESTRO.

miércoles, 5 de junio de 2013

Un poco de orden.




Como una de esas sensaciones que son capaces de aportar un cierto equilibrio, así actúa sobre mí el rato que le dedico a la limpieza de mi apartamento. Poner algo de música, que contenga un cierto ritmo capaz de acompasar los movimientos de la fregona, como la de todas esas bandas de Funky que tienen algo de Maceo Parker, en la que mientras sacudo el polvo juega un baterista con el tres por cuatro y surca un trombón el camino de las ideas que me van viniendo a la cabeza, es condimento indispensable para que se vea consumada la realización de la faena como el resultado del esfuerzo de quienes se encargan de montar el escenario de una fiesta, haciendo que las cuatro paredes disfruten al comprobar de qué milagrosa manera, y cuando nadie daba un duro por ello, cada cosa vuelve a su sitio, siendo testigo de cómo los lápices que cayeron debajo del sofá se saludan con los bolígrafos que permanecen sobre el escritorio: sólo les falta brindar como si del regreso de un largo viaje se tratara, y da gusto verlos diciéndose ya te dábamos por perdido, menos mal que le ha dado a éste por mirar allí abajo, y de la pluma que lleva dos meses sin asomar el pelo ¿sabeís algo?, qué va, a ver si hay suerte, pero déjalo, déjalo, que se le ve muy atareado, a ver si le dura, puede que en una de éstas aparezca el sacapuntas metálico, pero claro, tanto libro, tanto libro, si ya le tenía dicho su jefe que no le convenía leer tanto, así está todo, manga por hombro.... Y cómo me gusta hacer después una leve pausa para entonar un estribillo, y dedicárselo al aire que en forma de corriente atraviesa todo este castillo, toda esta patria, esta república independiente que cabe en un pequeño tercer piso del casco antiguo; es sin duda éste uno de mis momentos preferidos ya que es ahí cuando aprovecho para hacer un solo de guitarra valiéndome del palo de la escoba, y aplauden las cortinas, y se abre por sí misma una de las puertas del armario de la cocina, por el arte de la magia del punteo improvisado en el que trato de imitar al guitarrista de los Schizofrenics en esos sus Wet dreams y Dr Love que tantas alegrías me han dado. Más tarde enderezo el desbarajuste de cazos y sartenes, de ollas, vasos, fuentes y cubiertos; se revela el escurridor de la pasta, se desliza entre mis manos y el jabón; aplauden los jarrones, y por extraño que parezca no se ha roto nada todavía; minuto a minuto va oliendo mejor, minuto a minuto creo que lo consigo; me deleito de la transparencia conseguida en los cristales de la ventana, ésa a través de la que veo el interior paisaje urbano de tejados y de patios, y me río del uso que de esta palabra, transparencia, hacen últimamente los políticos; se nota que ellos no limpian su casa, no tienen ni idea de esta transparencia ni de la otra, pobrecillos me digo mientras no pierdo comba y me animo a tirar para el cuarto de baño, mi especialidad si hablamos de lo que se va dejando para el final, pero muy cerca de allí me encuentro con la lavadora y se me quitan las penas, me vengo arriba, ella me entiende, ella me dice tú puedes y me anima y me quiere y me promete no volverse a averiar, y con su viejo latir de ruidos va marcando los ciclos del lavado como uno de aquellos relojes de pared que marcaban los cuartos, las medias y las horas en punto . A la satisfacción de ver que todo va retomando un deseado aspecto de orden y serenidad se suma la del reencuentro con todo aquello que quedó en quién sabe dónde, ropa incluida, cuadernos, en fin cosas, trastos que ya estaban y otros que vinieron conmigo y tal vez no me lleve. Finalmente esto da la sensación de estar recién pintado y me proclamo emperador del leve trance, del corto espacio de tiempo, del puñado de minutos que durará la dicha de la que ahora disfrutan los pocos metros cuadrados en los que me muevo, y para celebrarlo enciendo un pitillo e imagino la cara que se le ha debido poner esta mañana a Muñoz Molina al enterarse se que le había sido concedido el Príncipe de Asturias de las letras.

martes, 4 de junio de 2013

Resucitar.




Ahora que definitivamente parece que el verano se encuentra a la vuelta de la esquina, es habitual aprovechar al máximo esas horas en las que el calor no hace acto de presencia incitándonos a detestarlo prematuramente. Cada día que pasa se van encontrando más concurridas las calles durante las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde, coincidiendo con una mejor y más bella óptica de los reflejos del sol sobre aquello que forma parte del paisaje urbano, exiliando de la callejera presencia humana a la franja horaria de la modorra y de la siesta;  y por debajo y por encima de todo se encuentra el momento entre mágico y sagrado del amanecer. Los amaneceres de esta época tienen la ventaja de hacer menos molesto el insomnio. A penas son las seis de la mañana cuando comienza a clarear con la sutilidad con la que se difuminan las nubes de una lámina pintada con pasteles, y en un corto espacio de tiempo la claridad se echa encima confundiendo por momentos nuestro pronóstico sobre la hora. Quien se encuentra en la cama a las ocho pensando que son las nueve le gana de esta manera una hora a la vida; y quienes se disponen a ver amanecer hallan en los albores del final de la primavera el mejor de los retratos de la salida del sol, matizando las fachadas, poniéndole algodones al horizonte, vistiendo el cielo de una tela muy fina por la que se transparenta el cuerpo de un día sin lluvia, de una anticipada templanza. No es imprescindible vivir en un apartamento con vistas al mar, ni en una casa de montaña a través de cuyas ventanas se pueda apreciar la hermosura pétrea de una cordillera, ni en el más cotizado por los fotógrafos rincón de un rascacielos, tan solo con dejar que la rotación de la tierra ejerza su monótono ritmo es suficiente, nos encontremos donde nos encontremos, para embelesarnos y dejarnos sorprender por la grandeza de la naturaleza desde nuestro humilde habitáculo del centro de la ciudad, porque los mecanismos del universo se encargan de pintar un cuadro para cada jornada, como el columnista no deja de escribir para un diario, solo que en este caso, aunque parezcan repetirse algunas expresiones, siempre es diferente; en este caso es una mina de significados, una cantera de sensaciones, un diccionario de vitalidades, una fuente de calidoscopios; y así igualmente nos amanece por dentro, nos amanece también a nosotros de la misma forma que amanece el día para entregarnos su luz, con la que resucitar.

lunes, 3 de junio de 2013

La afinidad del entorno.





No hace mucho que la joven socialista Beatriz Talegón les dijo a los dirigentes europeos de su partido lo que pensaba sobre la manera tan poco ejemplar de proceder de éstos, cuestionándoles que si se habían parado a pensar lo equivocados que estaban al decidir concertar sus citas en hoteles de lujo y en lugares de precios prohibitivos, corriendo los tiempos que corren, siendo además completamente innecesario, por ostentoso, semejante gasto, y dicho sea de paso porque huele a chamusquina, emanando un tufo a poca coherencia, a causa perdida por las garras de la voluptuosidad y el despilfarro que llega a todas las esferas, incluyendo aquí a sindicatos y partidos políticos de izquierdas que se dejan llevar por los tiempos hasta en lo más inútil: en las apariencias, en la falsa imagen y el insultante confort, en el despilfarro y en el ganarse a pulso la poca consideración en que son tenidos por quienes muchas veces le dieron su voto, como un servidor.
Aquello curiosamente pareció no caer en gracia a las personas a las que iba dirigido el mensaje, a los líderes de los que se supone ha de emanar el punto de referencia para las nuevas generaciones, para ese montón de gente joven que viene con ganas y con fuerza, con muchos libros leídos y con la ilusión de quien empieza y se siente fuerte y capaz, pero, ay, aún no ha pisado el frío suelo del tira y afloja de unos ideales que se desmoronan a partir del momento en el que el protocolo se mezcla y se confunde con la ostentación; y bajo el velo de esos referentes aparece una maraña de arrugas provocadas por la indigestión de todo lo que han tenido que tragar, no por su encarnizada lucha para conseguir el bien común haciendo uso de toda la legalidad, equidad y ganas de hacer las cosas, sino por las energías derrochadas hasta verse posicionados donde se encuentran, sin haberse parado a pensar, olvidándoseles, los motivos con los que aterrizaron en aquellas primeras asambleas: lo que iba a ser y la mierda que ha sido, con el consuelo de que han salido bien parados con algunos miles de euros en el bolsillo, eso si, con la honorabilidad por los suelos.
El que más y el que menos quedó sorprendido de la valentía y el sentido común de Beatriz Talegón. Caía por su peso, como las verdades del barquero, no había que ir a Salamanca para comprender que lo que esta mujer trató de transmitir fue que a las nuevas generaciones se les apagaban los faros a los que aferrarse para que la continuidad de las ideas y los proyectos que éstas cimentan alcancen el ansiado beneficio de la resolución de problemas, de la puesta en marcha de eficaces planes de acción y políticas que nada tengan que ver con mirarse el ombligo en las elecciones primarias y más tarde sentenciar a un duelo parlamentario lo que el pueblo entero anda esperando: que los impulsos políticos reviertan directamente en la ejecución de lúcidos pactos, propósitos en común y realización de promesas; faros que se apagan si los caminos que se toman son esas desmesuradas muestras de mala administración; cosas éstas que parecen inalcanzables, por cabezonería, por inmadurez parlamentaria, porque el infantilismo de nuestra clase política, a toda la cual se le llena la boca con la palabra Europa, pero solo para convencernos y para ganar elecciones, parece aún no haber superado la etapa de la transición, y a lo más que llega es a ser la viñeta del cómic con el que se despachan las risas en el Bundestag y en Bruselas. Y en esto estaría bien que empezaran a trabajar las juventudes de todos los partidos, con el fin de no caer en los mismos nefastos errores: en mejorar la imagen del Congreso y proponerse que éste deje de ser un esperpéntico escenario que raya el más vulgar de los sensacionalismos; en hacer que un debate no sea una exposición de complejos sectarios, y en quitarse de una vez por todas de la cabeza que no se puede deducir nada de una persona sencillamente porque escuche tal emisora, vea tal cadena de televisión o lea éste o aquél diario.
Pero como digo, Se vieron semblantes ofendidos ante las declaraciones de Beatriz Talegón, caras que no daban crédito, o sí lo daban pero se mantenían a la espera de que pasase aquel chaparrón, aquel brote de rebeldía propio de quienes comienzan y llevan grabada la ley del deseo de la justicia en la dignidad de la militancia, porque sabían muy bien que era y es verdad lo que esta joven decía. A diario podemos comprobar, en la emisión de cualquier noticia que haga referencia a un congreso o desayuno de partido, que no escatima la organización en pasillos con alfombras de esas que, como diría Marcel Proust, apagan los ruidos, con las que la realidad alcanza la sutilidad de la metáfora, o en despampanantes salones en los brillan las mejores cristalería, vajilla y cubertería bajo la iluminación de arañas de las que penden cientos de esculpidos cristales, en establecimientos en los que muchos de los asistentes, sobre todo los noveles pertenecientes a partidos representantes de la clase obrera, se verán vetados de la incomparable libertad que aporta la afinidad del entorno, eso que se encarga de empañar al pensamiento y acercarlo a expresar lo que el alma dicta. Pero así no hay manera, así esto es un auténtico teatro, un fiasco, un retablo de las maravillas, un prestarle menos atención a ponerse manos a la obra que al decorado en el que ésta será representada, cuando ni el guión ha sido escrito aún y el esfuerzo por corregir los borradores de los que se dispone es inversamente proporcional al afán de revancha con el que se planean los argumentos de la próxima sesión en el hemiciclo.

sábado, 1 de junio de 2013

...y yo con el mío



 



La biblioteca es un lugar perfecto para refugiarse del mundanal ruido. En un sitio así da gusto contemplar cómo cada cual se dedica a algo que generalmente está acompañado de silencio, de pensamientos que traslucen la benevolencia necesaria para proponerse arreglar el mundo. Vengo casi a diario a esta biblioteca de Huelva en la que algunas caras nos vamos resultamos familiares: los asiduos estudiantes y otros que pertenecemos a la especie de los parados con apetito de reminiscencias estudiantiles, que la utilizamos como bote salvavidas y gracias a la cual nuestro naufragio se representa sobre un océano en el que poder nadar a nuestras anchas con la seguridad de que no nos vamos a ahogar; de hecho, se nos ve tan ensimismados en nuestras cosas que creo que ni se nos pasa por la cabeza.
Continúa subiendo y bajando por las escaleras el loco perdido que ya apareció por estos Peces de hielo, con su Keirkegaard del alma debajo del brazo y con su mismo aire de profeta incomprendido. Algunas tardes, muy cerca de donde suelo ponerme a escribir, se sienta un señor muy desaliñado, y con una considerable falta de higiene con la que su presencia es adivinada como la de esas mofetas que aparecían en los dibujos animados de los ochenta, que ojea con avidez libros de cocina, con una manifiesta emoción de descubridor en cada uno de sus hallazgos, relamiéndose los labios y asintiendo con la cabeza, aprobando las ejecuciones de los chefs de punta en blanco, como viéndose así mismo cocinando esos platos fotografiados que tanto pierden sin la interposición de la cámara. A esa misma hora y con puntualidad kantiana una joven recorre las estanterías en las que se encuentran los libros de psicología, vuelve a los archivos de consulta y regresa  a la zona de los libros, así varias veces hasta que, como un cazador muy seguro de que detrás de un matorral se halla agazapada una liebre, consigue lo que quería y se marcha tan contenta como si en el tacto con esos ejemplares se encontrara la magia de un efecto placebo. Florencio, el expresidiario experto en Sthendal y Galdós de cuya maestría ya dimos cuenta en otra entrada, se acerca a preguntarme por un libro de Muñoz Molina o de Saramago, con ese inconfundible porte de licenciado de vuelta de muchas cosas que tras haber visitado el infierno no se explica de qué nos quejamos. Otro de los que se está ganando el título de asiduo en busca de la salvación es un chalado cuya indumentaria me recuerda a esa vez en la que Marcel Proust dice que la señora de Verdurin iba vestida de veinticinco alfileres; este nuevo Robinson, este héroe recién incorporado a la nómina de náufragos, viste de manera tan impoluta como si formara parte de un pase modelos, como si se acabara de escapar de un escaparate, y lleva tres semanas preguntándole a los funcionarios que ocupan el mostrador de la sala principal que si disponen de un libro que ha escrito un amigo suyo en el que sale él, porque él es cantaor y su amigo ha escrito una cosa muy bonita sobre su vida y él quiere leerla; a veces su rogativa se parece a la de la última voluntad de un condenado a muerte, pero del libro ni rastro de momento.
Otra de las zonas en las que la actividad no cesa y en la que nos reunimos, cada loco con su tema y yo con el mio, muchas de las caras conocidas, es la que ocupa un espacio diáfano en el que hay instalados quince ordenadores no muy lejos de los cuales están tanto los archivos de periódicos como las mesas redondas y los cómodos sillones en los que poder leer la prensa, así como el área de música y la filmoteca, y junto a éstas unos cuantos reproductores de CD. Allí, cada tarde, se ve a un hombre literalmente sumergido en la música, bajo unos grandes auriculares que hacen diminuta su cabeza y que recuerdan a las protecciones contra el sonido que llevan los señalizadores de los aeropuertos, que debido al alto volumen al que la escucha se acaba oyendo en toda la sala con esa sensación de lejanía propia de las profundidades, y cada vez que se quita los cascos se le pone la misma cara que a un buzo al que se le acaba de quitar su escafandra. Otros leen atentamente la prensa y se les puede ver en la misma pose y lugar de siempre, con esa costumbre que  se adopta en los hogares a la hora de comer en la que cada miembro de la familia dispone de una cierta pertenencia de uno de los sitios de la mesa. Otros merodean buscando información por los intestinos de internet otorgándole al conjunto el aspecto de sala de redacción de un periódico, o buscando trabajo en uno de esos portales que de llamativos dan la sensación de querer dar a entender que la vida es bella; algunos jóvenes africanos no dejan de teclear mensajes clavando su mirada en la imagen de una familia que aparece sobre la pantalla, a veces dicen algo entre dientes de lo que alcanzo a suponer su contenido en función de la gravedad con la que frunzan el ceño. De todas las computadoras solo una se encuentra disponible para procesar textos, y es raro no encontrarse en él a un señor con aspecto de profesor en paro que no deja de escribir la historia interminable, y a pesar de las restricciones horarias a las que se ve sujeto cada usuario, una hora al día que se puede prolongar siempre y cuando la demanda no supere el número de ordenadores disponibles, el presunto profesor no ve amenazada su posición y se aferra al privilegio de dedicarle todo el día a su proyecto. Junto al buceador de los mares de la música suele ponerse, frente a una pantalla de plasma, un señor de edad avanzada que toma muchas notas a la vez que ve una película con esa cara de alumno aventajado que no quiere perderse ni un detalle y decide ampliar por su cuenta la bibliografía recomendada por el profesor. De tanto en tanto se forma un pequeño revuelo porque hay alguien que después de un par de horas aún desea continuar usando un ordenador, mientras otro que anda aguardando su turno protesta por la demora, y entonces los funcionarios de esta sala se comportan como esas enfermeras de Alguien voló sobre el nido del cuco cuando tenían que poner orden entre Jack Nicolson y el resto de esa familia de personajes que parecen haber salido del Quijote, esos seres con cara de querer saber más de lo que saben, esos inconformistas que a fin de cuentas están de acuerdo en algo. A veces pienso que las paredes de esta biblioteca deben guardarnos algún cariño, y que como en una novela de Juan José Millás hablarán de nosotros por la noche.