miércoles, 18 de marzo de 2015

Confusión



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Durante una charla mantenida ayer con algunos de esos amigos que se hacen en los bares, en esos puertos urbanos en los que se coincide con personas afines que sin conocerse demasiado acaban por entablar una cierta relación que les permite hablar sin pelos en la lengua, llegamos a la conclusión de que la última, y la única, ocasión en la que en España los políticos se habían puesto de acuerdo para tirar hacia delante juntos en pos del bien común fue durante la transición, porque, como apuntaba uno de nosotros, por entonces había políticos de altura. Hoy leo en el diario El País una entrevista a Manuel Caballero Bonald en la que dice que la transición fue una chapuza y que aquello salió bien por casualidad, que no se hizo todo lo que se tenía que haber hecho y que a fin de cuentas fue eso, un apaño. Entre unas opiniones y otras dista un mundo, muchos mundos, el de cada uno de nosotros y el de un intelectual al que nunca le ha resultado difícil decir en público lo que piensa. Esa es otra de las grandes diferencias: decir lo que uno piensa sin temor a la represalia, a que más que como crítica se tome como reflexión y análisis lo que uno dice. En esta época de confusión en la que nadie sabe a quién va a votar se está generando el germen de una profunda desigualdad amparada bajo la manta del clientelismo político. Surgen nuevos partidos que a las primeras de cambio montan despachos y colocan en ellos a quienes van a ser capaces de secundar con más mentiras lo que ni ellos mismos se creen. La demagogia está haciendo mella en las clases medias, las está hundiendo, y lo peor de todo es que se está llevando por medio a todo aquel que sea capaz de mantener firme su criterio. Esto se está viendo y viviendo ya en los equipos de trabajo relativamente numerosos que necesitan de mucha coordinación para llevar a cabo sus proyectos. En ellos la aparición de los pequeños reinos de Taifas, cada uno de los cuales hace la guerra por su cuenta y no se atreve a hablar claro delante del gerente, es la clara muestra de la implantación indirecta de un modelo de gestión personal del esfuerzo que consiste en querer quedar bien con todo el mundo pero sin enseñar las cartas. Así llegamos a tener como resultado una heredada visión fundada en una mezquindad que nadie reconoce suya por creer que está haciendo lo correcto ya que en ello denota ser la manera en la que menos palos le caen. O sea, que no se está precisamente sembrando el terreno para la autocrítica y la visión de progreso sino más bien para que la virgencita nos deje como estamos sin mirar para ningún lado, no vaya a ser que salgamos en la foto. Qué aburrimiento.

martes, 17 de marzo de 2015

El ángulo de la lluvia


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Llueve y parece como si a todo el mundo le hubiera pillado desprevenido. En cierta manera la lluvia atenúa la ensaltación de los aromas propios del cambio de estación y le hace un hueco al recuerdo, a lo que hasta no hace mucho era la vida envuelta en días cortos, en la poesía del invierno recogida en una sala de cine. Las calles gozan del brillo que les otorga el agua y el intermitente chisporroteo hace abrir y cerrar los paraguas con la misma sensación de inseguridad con la que uno no sabe qué ropa ponerse, en esos momentos en los que justo antes de salir de casa mira a través de la ventana y se fija en el cielo como tratando de averiguar en él el diagnóstico del armario. En estos comienzos de primavera este momentáneo estado de humedad secundado por un aire fresco que hace volar las ideas resulta un regreso al otoño, a un nuevo otoño que durará un par de días. La semana Santa se acerca y solo se habla de los preparativos, de los itinerarios de las cofradías, de los acuerdos a los que han llegado las diferentes hermandades, de las más que fundadas sospechas, en base a la experiencia de muchos años, de que es que más que probable que vuelva a llover dejando así a algunos Cristos y Vírgenes en sus templos, a la espera de una nueva fecha. La vida de las ciudades está en sus esquinas, y en cada esquina de Sevilla parece como si hubiera una de las vidas propias que la ciudad mantiene conectada con el resto. Cada mañana, cuando piso la calle Alfonso XII, siento unas irresistibles ganas de ponerme a escribir, de contar lo que allí pasa, lo que veo, lo que siento cada vez que me topo con los mismo clochards en sus mismas esquinas, en sus mismos huecos de acera reservados para su pedigüeña tarea. Cada vez que me encuentro a la misma anciana sentada en el escalón de entrada de una casa de la calle Silencio, saludando con un piropo como de agradecimiento a la vida a todo aquel que le dirija la mirada, me vienen a la cabeza la cantidad de desaprovechados momentos que hemos perdido para hacerle el bien a cualquiera con el sencillo gesto del saludo. Hay un joven, otro vagabundo con aspecto de ser carne de cañón de la heroína, que también saluda afablemente a aquel que pase cerca de donde él se encuentra en la calle San Eloy, y me da la sensación de que ya no pide dinero sino simplemente que le hagan caso, que lo miren, que cuenten con él como figura de la calle, que al menos le contemplen durante unos instantes para reflexionar sobre algo, lo que sea pero que no lo ignoren, que le hagan formar parte del paisaje urbano, que a nadie le avergüence su presencia, que le digan buenos días. En la Plaza de la Magdalena hay muchas veces y reposando sobre el mismo banco un señor bien aseado acompañado de una bolsa en la que parece llevar sus pertenencias, poca cosa pero lo que tiene al fin y al cabo, y su enigmática figura me lleva a preguntarme dónde habrá pasado la noche, cómo lo habrá hecho para no mojarse y para permanecer aparentemente fuerte ante lo que está cayendo. Llueve y las calles son el reflejo de otras muchas cosas vistas desde el diferente ángulo de la lluvia.


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miércoles, 4 de marzo de 2015

Escuchando canciones



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Se sabe uno muy cercano a alguna de las verdades de la vida, si es que existen, cuando comparte ciertas cosas, que depende de en qué momento pueden ser imprescindibles, de forma que la sensación de momentánea soledad se atenúa con algo tan sencillo, y tan cargado de emoción, como escuchar música. La amistad es una verdad certera aún no estando exenta del germen del desengaño. Siempre hay una tabla de salvación, un bote salvavidas, un flotador, un trozo de madera suspendido en el mar a la espera de que a él se amarre un náufrago.  Siempre hay una canción que nos viene a la cabeza, mientras paseamos, para instalarnos de manera efímera, y un tanto onírica, en la tablatura del presente que observamos. A las canciones les pasa como a los aromas, que traen recuerdos. Siempre hay un sitio en el que alguien te espera para contarte cosas insospechadas, raras, indescifrables, curiosidades que nos inundan y que tenemos la necesidad de soltar, de desenmascararnos de ellas como un preso de sus grilletes. La música, además de liberar, agudiza la imaginación y hace que los sentidos se mantengan alerta, y en cierta manera, como pasa con la escritura, se encarga de ordenar el pensamiento. A veces los caminos de la conversación, de ese intercambio de voces que no dejan de ser música, derivan en situaciones a las que uno nunca hubiera imaginado llegar, porque entre las ganas de que el otro acabe de decir lo que está diciendo para uno hablar de lo que le anda rondando en la cabeza, tan común en nuestra cultura, y la tergiversación de ideas, que a medida que el alcohol actúa sobre el cerebro aparecen, se llega a la conclusión de que tenemos mucho que contarnos pero poco tiempo para hacerlo. Yo siempre he visto como un baremo de la amistad, o de la iniciación a ésta, a la paciencia y al oído, al cívico acto de dejar que el otro diga lo que quiera pero escuchándolo. La otra noche tuve la oportunidad de escuchar muchas canciones con un compañero de fatigas, con un camarero que reune la admirable cualidad de ser melómano, y en cada una de ellas había algo que tenía que ver con nuestras vidas, con lo que somos y con el sentido de lo que hacemos. Uno tras otro fueron apareciendo, entre las cervezas y el aguardiente, temas de George Benson, de Jesús de la rosa y de Miles Davis, Sixto Rodriguez, Kutr Cobain, Rafael, Camilo Sexto, José Luís perales, Joaquin Sabina, John Coltrane, Eric Clapton, y nosotros cantando y tamborileando sobre una mesa y un taburete, emulando los movimientos de un guitarrista sobre el palo de una escoba, haciendo del cuerpo de una fregona el mástil de un bajo, cantando y explicándonos el por qué de las composiciones, pidiéndonos prestar atención a los detalles, a la aparición sinuosa de un instrumento que acaba siendo un torrente que arropa a toda la banda, a nuestra banda, la de los que celebran el milagro de continuar vivos escuchando canciones, que es una maravillosa manera de hablar.

lunes, 2 de marzo de 2015

La mirada


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A donde alcanza la mirada es inútil ponerle freno, porque ahí se encuentra la semilla del pensamiento, del mundo interior del que uno saca conclusiones con las que se van armando los rompecabezas de la reflexión: esos sitios, unas veces sinuosos caminos y otras islas desiertas en las que uno encuentra la punta del iceberg de un nuevo campo por explorar, en los que si se tiene la fortuna y la capacidad de abstracción suficiente no es raro que aparezcan ideas y conclusiones. Los ojos, la mirada, el vistazo, el oteo, la percepción instantánea, lo que uno ve y a veces se atreve a mirar, o no se atreve y prefiere que se lo cuenten y se lo imagina lo mejor que puede y  nunca lo mejor que sabe porque eso nunca se llega a saber. La exploración, la investigación sobre cualquier hecho trivial que suele pasar desapercibido. La contemplación silenciosa mientras un whisky de malta atempera el estómago, el susurro del mundo de las voces, de esas voces que no dejan de convivir con uno cuando se encuentra predispuesto a indagar, a buscar y a rebuscar, a ser más partícipe de la realidad de cuanto ésta nos concede. Qué diferente es mirar el mundo bajo el narcotizado prisma de un alcohol o de una droga de lo que nos supone hacerlo bajo el velo tenue y sincero de la sobriedad, de lo real y manifiesto. Qué diferente es verlas venir desde una posición acomodada a hacerlo desde el humo del cigarrillo que difumina el ambiente de una habitación o de un cuarto de estudio en algo parecido a una celda de la abnegación, de la resignación y del fracaso: del irrefutable e inconsciente conformismo por el que nos dejamos llevar por la inherente cualidad, como humanos que somos, en la que siempre aparece esa nota de desdén y cobardía enmascarada de simpleza, de relajación y desidia poco dada a ver más allá. La Gioconda, la esposa del Giocondo, era una mujer hermosa y cotizada en una época en la que los matrimonios se acordaban para que las familias florentinas  mantuvieran a flote el rango y el estatus de su condición de nobles encargados del comercio; pero eso no quita para que al mismo tiempo sus inquietudes y sinceridad interiores le llevaran a consentir un casamiento que venía a ser el mal menor a tenor del embarazo fruto de la relación con el joven al que realmente amaba. En esa doble mirada, la de las circunstancias y la del corazón, una mujer hizo de su vida un admirable camino de madre y de amante, de dama que posa ante un genio y ve cómo se va a pique la etapa de oro de una ciudad estado que acuñó la moneda más importante de su tiempo, la divisa, el canon, la referencia monetaria a la que se acogían mercaderes de todo el mundo para decir esta boca es mía. Leo a Pierre La Mure y descubro nuevas miradas dentro de una época que ni siquiera me corresponde pero a la que le debo el legado y la herencia de lo que somos. Leo y ahora entiendo mejor que existen tantos mundos como los que podrían contarse uno a uno por cada uno de nosotros, atendiendo a la mirada, a las diferentes miradas traducidas en las formas de actuar y de interpretar el presente. Tal vez cuando uno llega a estas conclusiones es cuando comienza a darse cuenta de que todos somos iguales.