sábado, 25 de febrero de 2017

Travesía


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Viajo a Madrid a bordo de un fugaz pájaro de hierro, megalómano y catedralicio, contundente como un tanque preparado para la guerra del transporte y el transbordo, para la lucha diaria del ejecutivo que toma bocadillos envueltos en papel serigrafiado y cafés que saben a los rayos y los truenos de las prisas modernas sin las que el mundo parece como que no se entendiera con nosotros, armado del corazón de los metales y las células fotoeléctricas, repleto de miradas y de cuerpos recostados en la modorra de la monótona secuencia que atraviesa parte de la península a trescientos kilómetros por hora y a página y media por minuto, de audífonos y dedos que teclean sobre la pantalla de un teléfono o de un portátil; ya, con esto de los teléfonos nadie se encuentra sólo, todo es cuestión de soledad telefónica tirando de vídeos y de chats, de maneras de acercarnos a la realidad, que siempre es ficción, desde el interior del esqueleto, estando a lo nuestro y sin estar con nadie, sin que nadie nos moleste, opinando o escribiendo recurrencias, enviando grabaciones de tipos que han sido arrollados por la rueda suelta de un camión, barbaridades de la vida, cosas que no deberían ser expuestas tan gratuitamente, formas con las que la sensibilidad se embadurna de lija, de cemento y hormigón, de tactos de piedra pómez, de viruelas que calan en el corazón haciéndolo cada vez más resistente a las necesarias lágrimas que nos den debida cuenta de que somos seres de carne y hueso y, aunque sea mucho pedir, de alma; lo que pasa es que el alma es cosa de unos pocos cobardes que todavía se atreven a llorar y a emocionarse. Viajo a Madrid en una mañana de miércoles de, como decía mi abuelo, Febrerillo loco con sus veintiocho, y es el paisaje el que se mueve y me conmueve mientras pienso en lo tanto que a ti te gusta viajar en tren; es el paisaje el que viaja por mi, el que me va mostrando a través de las ventanillas el impresionista y raudo cuadro al óleo de la senda por la que un tren se desliza dejándome pensativo, absorto, callado, sólo pero sin el teléfono que solo uso para decirte que acabo de salir y ya te estoy echando de menos, sólo con el repertorio de campos y de puentes y de pueblos a lo lejos, de ropas tendidas en los arrabales y de tatuajes en forma de graffitis sobre los pilares de la tierra atravesada por el movimiento del astro de este animal de la celeridad: esta bestia del siglo XXI en la que no hay sitio para todas las maletas y en la que la gente sigue poniéndose nerviosa diez minutos antes de llegar al destino. Pone uno los pies en la estación de Atocha e ingresa de inmediato en el envés del mundo del que procede, entra en otro planeta, en el cosmos de la villa y corte en el que lo más perentorio es coger un taxi y cerrar bien las cremalleras de la mochila y la bolsa de mano. Salgo a la calle y vuelvo a sentir lo que siempre he sentido cada vez que he venido Madrid: que se lo come todo, que todo le cabe, que todo lo engulle en su maquinaria de ingresos y de gastos, de alquitranes y malezas rutinarias, de fachadas de oficinas y de carteles anunciadores, de semáforos y avenidas empolvadas por el humo de lo tubos de escape, con el ruido de fondo de sus sirenas y sus gritos de cláxones acentuando el vaivén de la masa cerebral de la dinámica latente e incesante que a pecho descubierto nos muestra la urbe, la capital, el kilómetro cero, el cruce de caminos, la bifurcación de las carreteras nacionales, el súmmum del arrebato y del inmisericorde empuje para querer llegar a todas partes y a ninguna argumentado en esa montaña rusa de veleidades vitales con las que se organizan unos cuantos millones de personas. Madrid no es una ciudad, Madrid ha sido inventada por los escritores, Francisco Umbral dixit. Por la tarde me paso por la librería San Ginés, situada en la esquina del pasadizo del mismo nombre con la calle Arenal, y toco algunos ejemplares de primeras ediciones de Galdós y de Juan Antonio Cavestany; luego paseo por Preciados, Gran Vía, Colón, Alonso Martínez, Alcalá y Serrano, y cuando es hora de cenar me meto en el Metro a ver cómo florece la vida en ese mágico submundo, en esa otra ciudad con aspecto de Nautilus. Venir a Madrid le abre a uno el apetito por la literatura y le deja todavía más claro que la vida de las ciudades se encuentra en sus esquinas.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Señales


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No hay día en el que no piense en la estabilidad personal de los seres con los que me cruzo por la calle a la vez que voy imaginándome sus vidas, buceando en las señales de las que se desprenden los comportamientos del ser humano. Sumido en mi fabulación voy intentando desentrañar las claves de los ademanes de quienes comparten conmigo el paseo sobre un paso de cebra o el raudo vistazo a un escaparate, la paciencia/impaciencia en la cola del supermercado, el arrebato de las prisas de quienes no quieren perder el autobús, la inusual correcta colocación de quienes suben y bajan sobre las escaleras mecánicas de un centro comercial sus sueños estampados del glamour de las etiquetas; las miradas y las ojeras, el quiebro en una esquina, el atronador silencio medicado de los sonámbulos, los cigarrillos del recepcionista que hace guardia en un hotel de la calle Trajano, lo que estarán pensando los camareros del Bar Duque ante ese vendaval de tostadas y churros con chocolate cuando nadie repara en el esfuerzo de su concentración, el semblante impasible de los vagabundos de la calle San Eloy, la bella pose de la señora de la calle Silencio que  a todo el que pasa delante suya le dice guapo y precioso en una demostración de generosidad con tilde de Alzheimer que para sí la quisiera cualquiera de nosotros; el mundo alrededor de uno mientras va en dirección al trabajo o sale a dar un paseo camino del teclado en estas apacibles tardes de invierno soleado, el zigzag de los ciclistas, la cantinela de los vendedores de cupones, las manifestaciones de inquebrantable tesón de los repartidores de butano, la acuarela del cielo al atardecer con cuya luz se ilumina la orilla de ese barrio llamado Triana en el que todavía queda gente que se jacta de no haber cruzado nunca el puente. Pienso en esto porque me siento necesitado de la correspondencia de la realidad de los demás para acoplarme lo mejor posible a lo que pasa, a la cosa, al tema, al trajín, a la historia, al lío, a la literatura de las retinas, intentando desvincularme de la engorrosa hipocresía del quedar bien distanciándome de mi ser, de ese manido hábito tras el que se transparenta que todos guardamos muchas cosas que decir pero parece como si un endémico miedo nos rondara diciéndonos no, eso no lo digas, eso no lo hagas, eso no lo pienses, eso no lo propongas, eso ni se te ocurra, y así, como dicen los gurús del marketing moderno, hasta el infinito y más allá, o más acá, que nunca está uno seguro de si se habrán dado cuenta de lo que están haciendo y diciendo y planificando ni a costa del esfuerzo de quién. Intento salirme así de los parámetros establecidos para no correr el riesgo de olvidarme de mi, para sentirme más en el directo de la calle, en la distancia corta del contacto urbano, aparentemente disfrazado de estudiante, a lo mio, sin hacer ruido pero formando parte del mosaico de figuras de carne y hueso que conforman el reparto de la escena, cogiendo los panfletos que me ofrecen los magos africanos y los testigos de Jehová, las chicas monas de las terraza del Paseo de las Delicias, para no romper la cadena de montaje del papel que a cada uno le ha tocado hoy. De todo ello voy recaudando los detalles que me permitan acometer la tarea del civismo sin desentonar, en esa especie de ejercicio espiritual consistente en plantearme entender a todo el mundo, a cada cual en sus circunstancias, sin pasarme de listo ni haciéndome el tonto, sin darle mi brazo a torcer a la idea de que hay mucha tensión acumulada que no nos deja vivir en paz, algo raro que se acerca a la idea de que puede que se nos esté olvidando el significado de las palabras calma y bienestar, mucho desajuste de energías malogradas, nidos de golondrinas habitados por los cuervos del negocio. Por eso cuando hablo contigo gozo de la libertad de decir lo que pienso sin que se interpongan entre nosotros las trabas del comercio ni los prejuicios del interés, esa letanía de cosas que parece que hay que hacer y decir envolviéndolas de un velo de silenciosa disconformidad para que nadie diga ni piense ni se crea ni vete tú a saber qué de quién; es entonces cuando entiendo que el oficio de vivir es una de las máximas aspiraciones de nuestra civilización.

lunes, 6 de febrero de 2017

Repercusión


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Se nos pasa por alto la repercusión que pueda tener sobre los demás la dedicación sobre nuestro trabajo cuando a ésta se le añade la intención de hacerlo bien. De nuestro papel laboral en el mundo se desprende una convivencia entre quehaceres que se necesitan mutuamente para mantener firme el hilo de la estabilidad diaria, de lo que aún haciéndolo a cambio de un sueldo transciende a lo material  calando en los huesos del ordinario intercambio de conexiones sin las que lo mejor es que fuésemos pensando en hacernos ermitaños; ese es el valor del intercambio de esa especie de favores que no se piden y que nos vamos otorgando con el simple hecho de ser conscientes de nuestra participación dentro del engranaje de una sociedad cada día más necesitada de valores, para que sea posible la inmediata resolución de pequeños problemas sin que se origine esa letanía de absurdas pesadillas con aspecto de histriónico melodrama con fatuos argumentos, facilitando la toma de decisiones instantáneas con las que, cada uno en el lugar que le corresponde, hacernos la vida más fácil, más vivible, más cercana los unos de los otros sin necesidad de que nos tengan que colgar del pecho una medalla, haciendo lo que hacemos pensando, repito, en su repercusión. Con frecuencia, cuando hablamos del trabajo, caemos en la cuenta de que son muy pocos los que gozan de la fortuna de haber elegido lo que hacen, e incluso habiéndolo elegido hay un escaso número de personas que realmente disfrutan con su oficio; de modo que parece fácil llegar a la conclusión de que es casi imposible que se genere una cadena de movimientos cuyo resultado sea el de un común bienestar basado en la colaboración de todos y cada uno de nosotros mediante nuestra aportación profesional. Lo cierto es que desde hace algunos años hemos llegado a un punto en el que la importancia de la especialización ha traído consigo focalizar las energías de una presunta vocación condicionada por el infernal ritmo del álgebra de la vida moderna, y por ende del apremio de las necesidades creadas a las que acabamos enganchados como adictos a una droga, más en sus futuras salidas que en el desarrollo que ésta nos pueda proporcionar para desempeñar nuestra faceta más auténtica en beneficio no sólo de nosotros mismos sino del resto. Hace poco, visitando una tienda de electrodomésticos, fui testigo de una magistral clase de colaboración ciudadana al comprobar que envolviendo una estufa, al mismo tiempo que se me recordaban unos breves consejos para su correcta utilización, se puede tener la plenitud profesional de un licenciado. Estamos tan acostumbrados a valorar lo caro e inaccesible, los Rolls Royce y los yates, las mansiones y las joyas, los materiales de los que se construye en definitiva el edificio de nuestra pérdida de orientación con respecto a las cosas importantes, que tendemos a pasar desapercibido cualquier detalle cotidiano por pensar que forma parte de una serie de pormenores tan elementales como para que paradójicamente estén cayendo en el saco roto del desuso, cuando el caso es que se trata de los matices que  nos acercan a la certeza de que nuestra realidad está en nuestro más próximo entorno y no en el de toda esa fauna de Homos Espectaculensis que aparecen en el bochorno de la pantalla, y ni nos fijamos ni nos acordamos ni, lo que es peor, reparamos en que se nos está atrofiando esa parte del intelecto encargada de que nos percatemos del más estricto y sencillo presente, de lo que nos incumbe y nos pertenece sin la perversión generada por la posesión de pertenencias prohibitivas y tan inaccesibles como lo pueda ser la zanahoria para el asno, por pensar que somos lo que tenemos en lugar de lo que hacemos.

jueves, 2 de febrero de 2017

Estímulos


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Decía Ana María Matute que cuando no escribía leía muchísimo, y que cuando escribía se encontraba tan absorbida por la escritura que casi no pensaba en otra cosa, ni siquiera en lo que más le gustaba que era leer, la cuestión era hacer lo uno o lo otro en una especie de recíproca alimentación entre los dos hábitos que mantenían viva la llama de su existencia, la razón de ser de su persona; aún la recuerdo, durante el almuerzo previo a la entrega del premio Cervantes, acompañada de Sus Majestades los Reyes Sofía y Juan Carlos, tomando medio Gin tonic, que era una de las costumbres que jamás había desterrado de su dieta. Onetti escribía cuando le venía en gana, cuando le apetecía, cuando no era necesario que la inspiración, como decía Picasso, le pillara trabajando; lo mismo estaba tres meses sin escribir una línea que se sumergía en una pasión desenfrenada sobre el mundo de su imaginaria Santa María, lo mismo se pasaba semanas sin dejar de leer novelas policíacas que de golpe y porrazo, y con una caligrafía perfectamente calculada en la que era perceptible la separación entre letra y letra, sin salirse de los márgenes establecidos en las hojas de su cuaderno, iba escribiendo una palabra tras otra conformando el entramado de los sucesos que en aquellos mezquinos y portuarios ambientes le acontecían a Larssen y compañía. Stendhal conoció lo que significa trabajar sin parar varios días seguidos para entregar una nueva obra con la que obtener el dinero suficiente que le permitiera salir de un apuro, a base de tazas de café que llegaron a propinarle alguna que otra crisis nerviosa. Antonio gala reconoce que siempre le ha venido bien ese primer empujón ayudado de un intranquilizante. Para Lord Byron era inexplicable la vida creativa sin el láudano de la misma manera que para Thomas de Quincey lo fue el opio. Francisco Umbral nombra en varias ocasiones a lo largo de su obra al Optalidon, al Valium y así todo seguido hasta el final, que mezclados con whisky le daban la posibilidad de permanecer en el trance de la escritura sostenida y siempre deliberada, además de la sana receta del buen descanso de la que siempre hizo gala y que con frecuencia puede uno comprobar que se trata de uno de los más inteligentes y accesibles estímulos antes de ponerse a escribir. Siempre ha existido el mito de la sugestión a base de drogas o de algún tipo de fármacos en la creación literaria, como si los escritores, más allá de su lucidez natural, necesitaran instalarse en una especie de trance que los llevara al encuentro con la metáfora y los raptos de genialidad. Recuerdo haber leído de Muñoz Molina que a él cuando era joven le parecía imposible la imagen de un escritor sin un vaso y un cenicero formando parte de lo indispensable para ponerse a trabajar, como si la presencia del alcohol y la nicotina fueran imprescindibles. No es raro que cuando nos hablan de un bar emblemático, ese tipo de sitios cargados de bohemia y de poesía, de tatuajes en el alma de sus paredes, salga a relucir el nombre de algún artista que lo usaba de oficina o lo frecuentaba como tratando de encontrar en él su lugar de reunión con las Musas, su rincón para el desahogo de la embriaguez transformando una de sus mesas en escritorio, sobre todo antes, que se podía fumar en los bares. Para Virginia Woolf lo que un escritor necesitaba era una habitación propia, y para el escritor granadino Rubén Dario Vallés Montes lo que se necesita para escribir es tener algo que decir. A mí, que he visitado los confines de los polvos y de las botellas y de las volutas del humo de Pakistán y lo que se resume en un cúmulo de puntos suspensivos, cada vez que me preguntan por las drogas, por aquello con lo que arrancar a escribir, ahora me da por describirles tu sonrisa.