martes, 31 de diciembre de 2013

Echo en falta.







Echo en falta una canción que me consuele, un acorde que emane agua bendita de mi guitarra, una voz que me salga de la garganta, un pulso que encienda mis arterías; echo en falta una conversación inteligente, una buena compañía, un trago con un amigo al que contarle las inclemencias personales sin que se lo tome a la torera; echo en falta algo de civismo, de comprensión, de mínimo sentido de la pluralidad, de código deontológico aplicado, de libertad sin excusas que valgan, de respeto, de inocencia, echo en falta algo de la infancia que no encuentro en este saco roto de la avaricia y el despropósito. Echo en falta un soneto y una rima, un diptongo prolongado en el encabalgamiento de la sonrisas de las eses, un punto y seguido para los buenos acontecimientos, una posibilidad, un callejón con salida, un comentario sin exceso de saliva, una sin rutina diaria, una nube colgada del mango del paraguas; echo en falta una coartada sin maldad, una mayoría de edad sin el muro de las interrogaciones capciosas; echo en falta un ruido piadoso, un acento en las esdrújulas del amor, una ilusión, una buena sombra, un rayo de luz, un sol por la ventana; echo en falta un poema, una parrafada de sabores, un vendaval de aromas embriagadores, una luna llena, una gato con gata, una tarjeta blanca, un dios para los ateos, una capilla en la que poder cagarse en los muertos de los capataces de las minas del Rey Salomón; echo en falta un empujón, algo parecido a un corazón, un verso; echo en falta tantas cosas que solo de pensarlo crecen mis esperanzas de encontrar alguna de ellas.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Las primeras nieves








Acaban de caer las primeras nieves del año. Desde que llegué a Caleao no ha habido vecino que haya dejado de avisarme de lo intempestivo que resulta el invierno en esta zona. La reserva natural de Redes se encuentra tan bien cuidada que sea cual sea el atributo añadido por cada una de las estaciones le sienta de perlas, y el manto blanco con el que es vestida por el invierno parece otorgarle un toque de novia recién peinada, o de leve velo de calma. La serie de montañas que conforman el valle que se ve desde mi ventana se divide en una especie de sucesión de cordilleras de forma que desde hace un par de días se veía venir la llegada de la nieve desde las moles más lejanas hasta las faldas de las colinas más próximas que desfallecen a los pies de la sinuosa carretera que aquí termina. La plaza de la entrada es ahora el refugio de aquellos vehículos que no quieren quedarse anclados en una de esas calles que apenas rodean un par de casas en cualquiera de las empinadas cuestas que desde el Barrín ascienden hasta el Barrón. El humo de las chimeneas da fe de la vida en el interior de los hogares. El ganado pace no tan a sus anchas como quisiera en el interior de las cuadras que aún conservan muchas de las viviendas en otro tiempo acostumbradas a abastecer con sus estancias del espacio necesario para que fluyeran con más facilidad las labores del campo. La temperatura bajo cero de la madrugada incita a aguzar el oído en busca del aullido de los lobos. Las tonalidades verdes, amarillas, rojas, ocres y naranjas del otoño se acurrucan adormecidas como quitándole importancia al azúcar de hielo con el que ahora empieza a empolvarse la cara el paisaje. Para un hombre que se resista a ver su capacidad de asombro mermada sobran motivos con los que entretener el pensamiento, todo es lícito cuando se trata de algo diferente y desconocido, como quien asiste por primera vez a una ópera, y la sinfonía de tonalidades blancas con las que la orquesta de rocas, castaños, robles, fresnos y avellanos me ha sorprendido ha resucitado en mí un lugar escondido de mi infancia: la fragancia de una chimenea como emblema de la libertad rodeada de libros en el interior de un hogar.  

viernes, 15 de noviembre de 2013

El colofón del desengaño











Por raro que pueda parecer aún hoy nos encontramos en la línea fronteriza que divide al miedo y a la razón en un país como España. No sale uno de su asombro ni dejan de darle asco ciertas reacciones de tipos económicamente acomodados que escurren el bulto cuando se les pregunta por cuestiones que tristemente tienen que ver con los demás, con los más perjudicados e indefensos, con los que las ven venir sin que nadie parezca acordarse de ellos, tratando de esconder su falta de vergüenza detrás de un velo de deplorable cobardía. 
 En un mundo tan manipulado como en el que vivimos el concepto de dignidad se esfuma entre las bocanadas de humo del comercio y del chantaje. La irracionalidad, la falta de empatía y la hipocresía se están encargando de arruinar lo poco que queda de decencia entre nosotros. Hay que ser muy miserable, y muy mal criado, y muy déspota para decir en una rueda de prensa que no te importa nada de lo que esté ocurriendo en una nación como Guinea Ecuatorial, en la que desde hace décadas están siendo vulnerados los derechos humanos de la mano del dictador Teodoro Obiang, porque lo único que te interesa es que te dejen en paz para seguir ganando una insultante cantidad de dinero a cambio del único mérito de saber golpear un balón. Eso es lo que han hecho un par de jugadores de la selección española de fútbol, Bartra y Llorente, cuando les ha sido preguntado qué opinan de la situación del país al que irán a jugar el próximo sábado y que si estaban dispuestos a negarse a fotografiarse con el matarife guineano que lleva por la calle de la amargura a la ciudadanía de aquel pueblo desde hace muchos años. La guinda del pastel la puso la jefa de prensa de la Federación española de fútbol al entrometerse de mala manera entre los periodistas y los jugadores; la cobardía de éstos últimos fue el colofón del desengaño.
Uno, que se gana la vida en un oficio en el que la incultura es palmaria, sabe bien a lo que sabe el recalentado plato del que se alimentan las estrategias de los ruines, de los sabuesos y de las aves rapaces del asfalto endiablado de la insana competencia aderezada con envidia,  va ya estando harto de tanto fanfarrón en pantalón corto que no sabe hacer la o con un canuto, de tanto referente insensato y de tanta alcurnia de medio pelo moral como parecen ser los multimillonarios futbolistas a los que se les acaba viendo el plumero por muchas campañas a favor de determinadas organizaciones benéficas que patrocinen. Habrase visto insolencia, cinismo y alevosía. Hemos llegado al colmo del despropósito democrático, y es que en un mundo en el que gobierna la mentira decir la verdad se ha convertido en un acto revolucionario.

lunes, 4 de noviembre de 2013

El gusanillo en el cuerpo.





 No sé cuanto tiempo hace desde la última vez que tuve en mis manos un ejemplar de La isla del tesoro, ni las veces que me he propuesto volver a leerlo interponiéndose otras lecturas que han ido cayendo como del árbol de las casualidades y lo impremeditado, del libertino placer de lo no planeado ni pendiente, que es la forma en la que más me gusta dejarme llevar por el flujo de un misterioso mecanismo de selección para el que hasta la fecha no he encontrado explicación ni sustituto que lo mejore a la hora de decidirme por un título u otro. Hay libros que le van acompañando a uno a través de los años como instalados en la memoria en forma de bote salvavidas, sirviéndole de muleta con la que apoyarse al recordar las alegrías y calamidades por las que pasaron sus personajes, encontrando en ellos muchos de los gestos por los que más apego se siente hacia la vida, y cada vez que en cualquier conversación de esas que se tienen con los amigos con hijos en edades de iniciación a la lectura sale al paso uno de esos libros siento la emoción renovada de acercarme de nuevo a las páginas del Stevenson de mis inicios. 
 No siempre se lee en las mismas condiciones, me atrevería a decir incluso que se puede llegar a leer sin leer cuando no se dispone del suficiente tiempo para regocijarse en una novela o en uno de esos ejemplares cargados de artículos con los que se puede alcanzar una perspectiva sana y sin complicaciones de la realidad desde la silla, la cama, el taxi, el autobús, el metro o el sofá. Me explico, Azucena es una niña de cuatro años que ha comenzado a silabear sus primeras palabras escritas en una de esas adaptaciones con las que se ha puesto de moda iniciar a los párvulos y a los no tanto en literatura, y Pablo, su padre, continuamente se emociona contándome el capítulo que cada día le va ayudando a leer a la pequeña en ese parco pero sincero vocabulario con el que los mayores se empeñan en explicar las cosas más sencillas de la manera más difícil a los niños; de modo que cada uno de los últimos días voy leyendo de boca de mi amigo Pablo un nuevo capítulo de la isla del tesoro amparándome en el recuerdo de mi infancia. Pablo sufre de la misma precariedad que yo:  tampoco tiene demasiado tiempo libre, pero guarda algo de lo mejor de quienes han sido buenos lectores: la emoción de sentirse contagiado por las ganas de continuar aprendiendo y un intenso brillo en sus ojos cada vez que hablamos de literatura, y sobre todo cada vez que hablamos de los primeros libros con los que fuimos adentrándonos en el universo de la lectura. 
 Siento una mezcla de envidia sana y de alegría por a la pequeña Azucena. Cuando aprendí a leer y a escribir a penas existían incentivos que le abriesen  a uno el apetito por la lectura, no existía el repertorio de lecturas recomendadas del que hoy en día dispone cualquier grupo escolar y era frecuente, incluso en el instituto, que se nos obligara a leer obras para cuya comprensión no nos encontrábamos preparados porque los planes de estudio sobre literatura trataban más de hacerle caso a la nómina de obras maestras que al contenido y a la consecuente asimilación que por parte de los alumnos pudiera ser alcanzada. Todo dependía de un sexto sentido que cada cual debía adquirir para que no se lo comiera la corriente de los ladrillos de los que había que dar cuenta sin siquiera disfrutar una página, y todo para poder aprobar un examen. El gusto estaba reservado para aquellos que intuían que detrás de Defoe, Ende, Verne y Stevenson poco a poco se llegaba a Delibes, Pio Baroja y Hesse, entre otros, para más tarde comprender que era necesario descubrir las raíces de la cultura en ese grupo de obras capitales a las que se accede con el entusiasmo de quien siente la necesidad y la seguridad de descubrir un tesoro con el que reforzar los cimientos de lo leído con anterioridad. 
No se trata de iniciar la casa por el tejado, ni mucho menos: se trata de comprender todo lo que se lee y de amenizar con interesantes aventuras la imaginación de los iniciados. La cuestión es sentirse feliz con un libro entre las manos y no con la solitaria sensación de tan sólo saber que esa obra goza del prestigio de la posteridad. A eso se llega por devoción, no por obligación. Por eso durante estos días Azucena, a pesar de estar aprendiendo a leer en una de esas adaptaciones con las que tampoco es que ande uno muy de acuerdo, sale a la calle con cara de descubridora de nuevos mundos cargados de mapas, costas, islas, barcos, puertos y piratas que ya andan en su mente a la espera del próximo libro con el que pueda continuar aprendiendo a leer con la ayuda de su padre y con el gusanillo metido en su cuerpo de niña aplicada, hasta que llegue el día en el que decida introducirse en la historia de la navegación o averiguar por su cuenta cuáles fueron las fuentes clásicas de las que bebió el Stevenson al que se le ocurrió la maravillosa historia de la Isla del tesoro.

lunes, 28 de octubre de 2013

Impremeditaciones





Paseo por Úbeda en esta mañana de finales de Septiembre en la que aún se conservan los colores del verano. Detecto la premonición de lo que en breve se convertirá en un caluroso mediodía. Los rayos de luz que atraviesan el trayecto por carretera, plagado de olivos, hasta llegar aquí, delatan las intenciones del veranillo de San Martín. Transcurro por las calles de esta ciudad como quien trata de encontrar un tesoro en cada esquina, fijándome en los detalles de los edificios legado del Renacimiento; aquí, en la cuna y en lo mejor conservado de aquella época que nos queda en España, para goce y disfrute de nuestros ojos y de nuestra imaginación, para que nos podamos hacer una idea de cómo se vivía en aquel tiempo en el que el hombre era el centro de todo. Quién lo diría, si levantaran la cabeza. 
El hospital de Santiago, lugar en el que ahora se encuentra la biblioteca municipal, da la bienvenida con el frescor de las iglesias y resguarda a quienes lo eligen como lugar para hacer pasar de largo durante unas horas la insidiosa amenaza de la rutina moderna. Se palpa algo de lo que aquí hubo, como si el edificio se hubiera encargado de retener la buena costumbre del sigilo y el silencio remotos. Con un poco de la fantasía que se suele derrochar en los paseos que no sabemos a dónde nos conducen se puede aquí oler a cloroformo de la misma manera que si estuviéramos sacando ese aroma de una película basada en otro tiempo; se imagina uno a las monjas atravesando estos patios, yendo de galería en galería para visitar a los enfermos o para rezar en la capilla; este mundo de piedra ha dejado guardado en cada uno de sus poros la esencia de una manera de hacer las cosas.
Me cruzo con gentes que no conozco, con personas a las que tal vez no vuelva a ver nunca más, y en cada una de ellas vuelvo a caer en el vicio de intentar suponer pormenores de vidas basadas en los poco fiables datos de mi imaginación: en sus ojos y en sus gestos, en sus maneras de andar, en todo aquello que le va aportando a mis especulaciones de transeúnte ensimismado el alimento necesario para tirar del hilo del monólogo interior. Cuando uno tiene tiempo para hacer esto parece como si la vida se detuviese a generosamente concederle una quietud tras la que hubiera un puzzle que minuciosamente resolver a base de fabulaciones, a pesar de las prisas que puedan aparecer de fondo, como en un segundo plano, allá donde también llega la mirada. 
Paseo por estas calles y aún no sé que dentro de unos días no estaré en Londres sino en Asturias, en Caleao. Nada es tan impremeditado como la vida misma, como cada uno de los segundos que conforman el tránsito entre cada una de nuestras decisiones. Visito a Tito, el ceramista, y todavía no me puedo imaginar que las siguientes líneas que escriba en este blog salgan de las pulsaciones sobre un teclado de una de esos centros culturales que no visita casi nadie, encontrados en los diminutos pueblos del norte de España; lugares que atesoran tanta conventualidad como el hospital de Santiago de Úbeda. 

jueves, 8 de agosto de 2013

Para ir tirando






Imagino el oficio de escritor como algo emparentado con la ordenación de las ideas, de forma que sea casi la única maneraa de poner algo de paz entre los pensamientos, la memoria, el olvido y los deseos para ver definitivamente cosido el traje de las fabulaciones y los mensajes que mediante ellas, las ideas, se pretende emitir en forma de relato; debe resultar algo así como poner dichos pensamientos sobre una serie de coordenadas y encarrilarlos por senderos a través de los cuales se pueda decir lo que se quiere de una manera sensata y original, en lo que a la creación propiamente dicha se refiere y no a ese tipo de simulacros que encabezan las listas de los más vendidos y que inundan los escaparates de las librerías. En esa mezcla de habilidad, esfuerzo, estudio, corrección, constancia e imaginación, en la que las palabras acaban conformando el mapa de una isla en la que se pueden concentrar los más importantes acontecimientos del ser humano, se nos muestran las pulsaciones del autor, su lente, su barómetro, su modo, su ser; y a eso aspira todo aficionado, a que llegue el día en que sus soñadas aventuras tenga vida propia; a que todas las notas que ha ido depositando en papeles en forma de plano sobre el que ir construyendo las líneas básicas de un edificio encuentren relación entre sí para formar un todo con un mínimo de coherencia; y no hay nada que ayude de mejor manera a ésto que la lectura diaria, por mínima que sea la dedicación que podamos concederle.
Me pregunto qué pensaran los escritores, los auténticos creadores que se dedican a escribir a diario con la misma familiaridad y facilidad ante el papel en blanco con la que un barman se dispone a preparar un Negroni; esas personas habitadas por una voz que le va insuflando palabras al aire que respiran; esos hombres y mujeres cuyos oídos siempre se encuentran alerta para recoger cualquier historia; esos eternos exploradores del género Sapiens. 
Cuando contemplo sobre una de las estanterías de la biblioteca la obra completa de cualquier autor quedo literalmente embobado. Parece mentira que les haya dado tiempo a escribir tanto y tan bien. Después, cuando escucho o veo alguna entrevista en la que ellos son los protagonistas es cuando me doy cuenta de la integridad de esas personas, de su sabiduría, de sus conceptos, de esa característica pose que otorga la tranquilidad del deber realizado y del trabajo bien hecho, ese brillo en la cara proporcionado por la satisfacción y el sentimiento de realización, que es lo que posiblemente más admire de estas personas, además de comprender que son seres de carne y hueso que pueden llegar a tener una vida tan sencilla como la de cualquier funcionario.
Tengo tendencia, cada vez que escucho hablar a un escritor, a tratar de encontrar la parte más simple que le rodea, todo aquello que nada tenga que ver con el aura de triunfalismo y altanería que ensombrece la personalidad de un intelectual, para desvincularme de esa serie de mitos que los ponen en la cima de lo estrafalario, en el punto de mira del excentricismo, en el desorden y las inmediaciones de la locura, y opto por buscar la parte más humana que al fin y al cabo es lo único que los puede diferenciar del resto de los mortales, porque para salidas de tono y extravagancias ya tenemos a otra serie de individuos que se dedican a facetas menos instructivas que la literatura; y no son pocos los ejemplos de escritores en los que poder apreciar un inigualable espejo en el que mirarse para verle la luz al día, la luna a la noche y el verde al bosque, para vivir más intensamente sin moverse del sofá, para entornar los ojos y acurrucarse entre las sábanas y la almohada como quien acaba de regresar de un fascinante viaje habiendo hablado con gentes de poblados remotos que hasta ayer le eran desconocidos.
Esas sensaciones que uno experimenta delante de los libros de los autores que más admira le sirven para ir tirando, para encontrar faros con los que iluminar el camino diario, se dedique uno a lo que se dedique. A veces, cuando me encuentro en estado de postración, decepcionado por la aniquilante rutina o defraudado por un presente que baraja las cartas sin contar con las mulas de carga del grueso del pueblo, me da por coger un libro de artículos o de pequeños relatos, como quien necesita una cápsula o pastilla de un determinado medicamento de manera urgente. Decía Rousseau que no conocía ningún disgusto que no se le hubiera pasado tras un par de horas de lectura, y qué buena receta. La lectura de unos cuantos versos, de manera tranquila, silabeándolos con la voz muy baja, es otro procedimiento, junto con el de la escritura de unas cuantas líneas, por vagos que aparentemente se muestren en primera instancia esos pensamientos llevados al papel, de agradecidos resultados para defenderse de las inclemencias de la realidad, tanto como para no pensárselo dos veces a la hora de proponerse incorporar ese rato de solitaria gloria a la dieta diaria.



martes, 6 de agosto de 2013

La historia se repite




Cada año la misma historia, el mismo pánico a las llamas, los mismos augurios y presagios de que volverá a arder el monte; es como otro de los acontecimientos sin los que parece que el verano se viera desprovisto de autenticidad; otro asunto tan fijo como un implante en la mandíbula de lo cotidiano, como la corrupción y el sosiego con el que los locutores de los noticiarios informan a cerca de otro desfalco: algo que acaba perteneciéndonos con la misma naturalidad que cualquiera de nuestros gestos instintivos. Fuego. Parte de la fauna se escapa por los pelos, sólo algunas de las reses que quedan sin ser asesinadas en ese otro deporte nacional que es cargarse la escopeta al hombro y echar la mañana del Domingo en un coto de caza, privado, tratando de demostrar quién tiene mejor puntería; el Rey se lleva el primer premio, desde luego. Se privatiza el asesinato de animales del mismo modo que se firma la escritura de una casa, con dinero de por medio para que nadie se llame a engaño y las bocas no encuentren nada indecente a lo que acogerse para el malicioso y perverso juego de la murmuración. Tras la chamusquina de todos los veranos también se esconden chantajes y negocios a cuyos ejecutores no les cabe la menor duda de que con una buena suma de por medio el amparo de la presunción de inocencia será su tabla de salvación.
En 2012 fueron quemadas en España más de 210.000 hectáreas de bosque. Sólo en La Gomera fue devastado por el fuego el 10% del total de la superficie de la isla. Según todos los cálculos en 2013 alcanzaremos de nuevo la media, lo habitual, lo normal, la cifra que se considera corriente, el número de agrestes alvéolos destruidos que más o menos se esperaba, que aunque se encuentre algo por debajo de los escalofriantes datos del pasado año no deja de ser espeluznante. Nos avisan de las precauciones a tener en cuenta, de los hábitos que no hemos de olvidar, de las maniobras prohibidas en caso de acampada, pero no se nos dice nada a cerca de la falsedad de unos cuantos mitos en torno a todo este desastre: mitos como el que incumbe a la autoría de los incendios, a la facilidad con la que se localizan a los culpables y la dedicación con la que se trabaja durante el resto de estaciones para que una vez llegado el verano las labores de extinción se lleven a cabo de la mejor y la más rápida de las maneras.
Cuando yo era un niño aún se podía escuchar eso de que la península Ibérica podía ser atravesada por una ardilla saltando de rama en rama a través de sus árboles. Eso mismo contado hoy parecería una historia perteneciente a un tiempo remoto encontrado en un libro de cuentos. Poco a poco, sin darnos y dándonos cuenta, a pesar de esa consuetudinaria apariencia de normalidad con la que se destilan algunas catástrofes, el patrimonio forestal ha ido disminuyendo y con él el aporte de CO2 tan imprescindible para el desarrollo de todo tipo de vida y para el necesario equilibrio de esa gigantesca cadena de acontecimientos llamada Naturaleza. Los pulmones ecológicos de los que dispone el planeta, entre unas y otras ofensivas maniobras como las de la industria química o maderera, las especulaciones con el terreno en pos de injustificadas construcciones, los recortes de los perfiles costeros et caétera, se encuentran al borde del cáncer terminal, y con ello nosotros detrás. La flora se encuentra tan debilitada que hemos llegado al extremo de que, debido a la juventud de algunas especies rebrotadas una y otra vez tras sucesivos incendios en las mismas zonas, dichas variedades posiblemente no aguanten el siguiente asalto.
Y uno, para encontrarle solución a la presunta falsedad de los mitos de siempre, se pregunta quiénes son esos depravados mentales que se atreven a prenderle fuego al campo. Pues, muy en contra de lo que nos imaginábamos hasta ahora, resulta que tan sólo el 1,5% de las personas que provocaron intencionadamente un incendio son capturadas y juzgadas por su delito. Pero aún hay más, se está hablando estos días de algo tan particularmente conmovedor como que algunas cuadrillas contra incendios han podido ser las ejecutoras de alguna que otra intentona de prenderle fuego al campo con intereses a terceros, me imagino que a cambio de una buena remuneración para que la triquiñuela del desacato a la responsabilidad profesional y la falta de conciencia sea un todo sin fisuras tan compacto como la perfecta imbecilidad y el desaforado espíritu de destrucción que como un mal demonio nos habita. De paso, mire usted por dónde, sube el precio de la madera y han sido ahorradas una serie de faenas de deforestación para fines tan poco lícitos como levantar un edificio en mitad de un parque natural, que no hubiera sido posible llevar a cabo sin un plan de este tipo de por medio; y para rematar el contenido de las barbaridades la inversión de dinero público, en dispositivos de vigilancia y en agentes de protección y faenas propias de la prevención de riesgos, esta temporada ha alcanzado el récord y ha dejado especialmente desprotegidos de efectivos a aquellos organismos encargados de poder hacer algo legal, legítimo y de buena fe para que el humo no nos lleve en volandas sobre una nube incandescente.


lunes, 5 de agosto de 2013

Fuegos artificiales






Pasada la media noche de ayer comencé a escuchar las explosiones del castillo de fuegos artificiales que tuvo lugar con motivo de la clausura de la celebración de las Colombinas, la fiesta grande de Huelva. En ese momento me encontraba en la cama, escuchando la radio sin prestar demasiada atención a lo que decían, más bien tratando de conciliar el sueño y oyendo esas voces de fondo que se confundían con el ruido de los cohetes y petardos con los que se puso broche final a la sacudida de alegría que inundó la ciudad durante cinco días, aunque yo no me enterara; y no ya porque no me decidiera a dar una vuelta por el recinto ferial, sino porque lo que reinaba y reina en las calles es la tristeza. Cada vez son más las personas que piden limosna sobre las aceras, en cualquier esquina, inmigrantes y españoles, gente que está en las últimas y cuyas caras son el más sincero reflejo de lo a la deriva que nos encontramos, digan lo que digan los cicerones de turno con su nariz empolvada. Pero uno pone la radio, o ve cualquiera de esos canales locales de televisión que son una auténtica caricatura del trabajo bien hecho, en los que se notan a todas luces los característicos signos de falta de independencia que provocan enfermedades emparentadas con la ceguera y la sordera intelectual, y lo que ve o escucha es al alcalde promulgando a los cuatro vientos que por unos cuantos días esto va a ser poco más o menos que algo parecido al paraíso: Huelva, la ciudad soñada, la bella, la folclórica, la ciudad del Descubrimienbto, Huelva y sus fiestas y sus conciertos y sus luces y sus gentes y sus corridas de toros, y sus borracheras de melancolía y su incultura y su mal gusto y su dominante centralismo, y su miedo y su incompetencia y su feudo de la horteridad, que todo hay que decirlo, señor alcalde, gracias a su creencia en que todavía vivimos en una época a la que a usted le encantaría volver.
Por la duración del evento explosivo calculo que no fue poca la pólvora que se quemó en honor de una fiesta que no hubiera sido lo mismo sin ese despilfarro de estruendos y fuego en homenaje de Colón, que si levantara la cabeza moriría de risa o caería redondo del susto. No importa que se encuentren en huelga los conductores del transporte público porque llevan varios meses sin cobrar, ni que las bibliotecas hayan decidido restringir su horario durante casi tres meses a cinco insuficientes horas cinco días a la semana; no importa que las inversiones en las infraestructuras de redes viales que comunican Huelva con otras ciudades estén siempre manchadas con la sospecha de las comisiones; nada de esto importa gran cosa cuando, como en toda España, se toma por tonta a una ciudadanía a la que cada día se le están cerrando con más insistencia las puertas del conocimiento y abriéndosele las del miedo. No pasa nada por que los casos de corrupción no cesen de salir en los noticiarios; no pasa nada por que hasta los jueces anden con la soga al cuello cuando se atreven a poner en su sitio a quienes incumplieron la ley y saquearon las arcas del Estado. Somos tan dados al gregarismo y a la facilona ramplonería de la abnegación rociada con lamentos que parece que no pudiéramos vivir sin que nos roben en la cara. Está tan debilitada la opinión pública decidida a pensar, y tan harta y tan cansada, que comienza a sospechar que se acabará consiguiendo un clima propicio para el más absoluto de los borreguismos. Se le mete descaradamente la tijera a la educación, a los trabajos de investigación científica, a las inversiones en cine, teatro y libros para las bibliotecas públicas; se le mete descaradamente la tijera a un sistema de salud para beneficiar a quienes consagran su riqueza en los negocios escondidos en una trama camuflada con reuniones y opíparos almuerzos, con ostentosos hoteles y coches blindados, con una serie de gastos que insultantemente también entran a formar parte del debe en el libro de contabilidad de los que apechugan con el pago de todo ello, a los que decididamente se les acaba poniendo cara de lelos perdidos, zombies, peleles o marionetas que no dan más de sí y acatan que la realidad sea como es, logrando el ansiado estado de abnegada resignación y normalización de los cánones con el prisma de la imposición como referente; y para que se nos olvide, además de que gane la selección Español de fútbol, tendremos siempre el bendito remedio de la celebración de un castillo de fuegos artificiales.

viernes, 2 de agosto de 2013

Privilegios del siglo XXI







No deja uno de sentirse un privilegiado al ver cómo día a día le va perteneciendo con un poco más de insistencia el sano ejercicio de la escritura, casi como uno de esos deseados hábitos a los que cuesta trabajo darles alcance y acaban incorporándose a la nómina de placeres diarios con los que uno, a falta de dios, no sabe a quien darle las gracias. El silencio de la biblioteca, la luz adecuada sin llegar a contener las tonalidad propia de un quirófano, el sigilo con el que se mueven los estudiantes que entran y salen; las estanterías en las que reposan cientos de ejemplares como a la espera de ser consultados, la mesa y el sitio en el que suelo ponerme y desplegar en ella el escueto campamento de mis anotaciones, los ordenadores que aportan signaturas con las que adentrarse en la emoción de la búsqueda de una referencia extraída de alguna lectura, el lentamente agradecido paso del tiempo en el interior de este refugio al que venimos a parar náufragos de todas las calañas; todo esto junto con el paseo desde mi casa, en el que me voy dando cuenta de que cada vez son más los héroes de la acera alistados al batallón de los nacidos para perder, hacen de la leve caminata un vagón propenso a que se vayan fraguando a fuego lento muchas de las ideas que después serán escritas en la pantalla. Todo esto hace que uno se sienta, como decía, un privilegiado, aunque no desaparezca dentro de mi el sentimiento de inutilidad que tengan estas palabras, como las de tantos otros bloggers que andan desparramando sus opiniones por el espacio cibernético, sus reclamaciones e indignaciones, su derecho al pataleo y sus reivindicaciones, quejas y lamentos e incluso inteligentísimas propuestas para salir del atolladero. Bueno, cada cual hace y escribe lo que puede, todo suma, sobre todo la buena voluntad y el empeño en no dejar de insistir en que ha de llegar en día en el que nos dejen de tomar por lelos.
Vive uno entre continuas contradicciones, entre una amalgama de soberbia política y sucesivos embustes que desbarajan la baraja y esparcen las cartas de la esperanza por el suelo, por debajo de la mesa. Vivimos en el siglo XXI; ya se nos supone una cierta pacífica pericia en los pormenores diplomáticos y en la consideración de la individualidad. A veces, cuando me tomo un par de cañas con alguno de esos amigos a los que no les aburre hablar de la cosa sin remordimientos de conciencia ni presentimientos de pérdida de tiempo, salgo reconfortado de la reunión, como si me hubieran inyectado algo con lo que ir tirando, con la sensación de no sentirme solo; y es que, aunque no consigamos arreglar el mundo con nuestros comentarios y discursos cargados de un idealismo sinceramente infantil, del que tristemente sabemos que jamás tendremos constancia, al menos nos expresamos con libertad, decimos lo que pensamos, discutimos, nos interrogamos y debatimos, incluso cambiamos de postura, aprendemos a rectificar, echamos un rato de pláticas que bien merecidos se lo tienen el cuerpo y el cerebro; aunque nunca se sabe, ya que en ocasiones tiene uno la sospecha de que las paredes hablan, en pleno siglo XXI.
Con esta panorámica, en la que no se deja de tener la mosca detrás de la oreja, el enojo máximo puede ser alcanzado al escuchar en la radio una noticia en la que se cuenta la severa restricción comunicativa existente en los países de Oriente Medio; entonces, por poco que sirva lo que uno escribe no tengo más remedio que sentirme un privilegiado. En Arabia Saudi está terminantemente prohibido cualquier ejercicio de manifestación o protesta. En las últimas semanas siete personas han sido condenadas a consecuencia del contenido de sus portales en Facebook. Las restricciones en Sky, Wasap y otro tipo de vías telefónicas son estrictas sin compasión, ni piedad. La libertad de expresión, en el país del petróleo, es un ejercicio de riesgo en el que un ciudadano se la juega arriesgándose a pasar unos años en la cárcel después de haber recibido la inquina de la tortura. Hace unos días, en Arabia Saudí, un blogger fue condenado a cinco años de prisión y a recibir seiscientos latigazos, además de la posibilidad de que una vez cumplida la condena se le impida salir del país por un buen número de años, por hacer uso de su blog para decir lo que piensa, para conectar con el mundo que hay más allá de las fronteras de aquel reino de la mentira que sale a borbotones por los dorados grifos de los yates. Nueve millones de mujeres, y otros tantos de turistas, viven con el el alma en vilo debido al terror que provoca semejante cerco a la capacidad de raciocinio. Incluso los abogados defensores de estas personas están siendo atacados viéndose, ante las amenazas, obligados a salir del país para tal vez no volver. Me he referido a Arabia Saudí, pero podría haberlo hecho con Túnez, China, Egipto e Irán, por poner otros claros ejemplos de naciones cuya población ve cómo a nadie más allá de sus fronteras le importa un bledo su situación, cuyos derechos están siendo pisoteados mientras desde las Naciones Unidas parece que tampoco sienta del todo mal eso de que unos cuantos millones de humanos no sepan más de la cuenta. No deja uno de sentirse un privilegiado dejando deslizar los dedos por el teclado a pesar de que resulte baladí el esfuerzo.

jueves, 1 de agosto de 2013

Y mientras tanto






Acabo de escuchar algunas de las intervenciones que con motivo de la a regañadientes sesión extraordinaria que se está llevando cabo en el Senado han realizado algunos de los líderes de los principales grupos parlamentarios de la oposición. He escuchado a Cayo Lara, a Rosa Díez y a Alfredo Pérez Rubalcaba. Todos coinciden en algo fundamental, en una de las bases de los valores democráticos: el deseable ejercicio de la transparencia y la circulación de toda la información concerniente a los movimientos de los gobernantes que puedan tener repercusiones sobre el Estado, sobre el pueblo que los eligió y que paga sus impuestos no para que quienes dirigen el cotarro, y otros tantos que andan agazapados a la espera de comisiones, sobres y beneficios a costa de un galopante tráfico de influencias, se vayan de rositas y llegado el caso elijan cuándo y cómo tienen que dar o no dar explicaciones, como es el vergonzoso ejemplo que está dando el señor Rajoy, a quien no le ha temblado el pulso para atreverse incluso a insinuar que se negaba a comparecer después de haberse descubierto que forma parte de la mayor trama de corrupción de la historia de la democracia en España, sino para que cuadren las cuentas y se nos deje de tomar por mulas que aguantan carros y carretas con el miedo siempre metido en el cuerpo. Somos un pueblo acomplejado, cobarde, indefenso, sin instinto de pensamiento propio; somos sectarios y gregarios de las más deplorables demagogias, porque aún no nos hemos quitado de la cabeza el favoritismo, el qué dirán, la chulería de los caciques y los tópicos sin los que cualquiera que no entre por el aro es visto como un reaccionario bicho raro, y el ejemplo más palmario lo estamos tomando de la clase política dentro de cuyos desarrollos internos no es tan fecundo el ejercicio de la democracia como se atreven a exigir desde la oposición, desde la barrera.

Hasta aquí más de lo mismo, el típico tira y afloja que no deja contento a nadie pero con el que convivimos en el más cruel de los letargos. La ciudadanía española lleva muchos años sospechando que ningún político le merece la pena, y a las pruebas me remito cuando a todos los que se encuentran en activo les cubre el velo del suspenso y del muy deficiente en la mayoría de los casos,  cosa que es lamentablemente así. Pero una cosa son las encuestas y otra mirar por encima del hombro a un compañero de oficina porque ha sido el único en asistir a la última huelga general. Es muy triste que una masa de millones de personas acaten que voten a quien voten las cosas no cambiarán salvo en lo que al cambio de posición del poder se refiere: millones de personas ven restringido su ejercicio democrático al gesto de deslizar una papeleta en el interior de una urna cada cuatro años; dóciles como borregos, satisfechos con su acción, celebrando la victoria del partido al que han votado y al que muy pronto no le importará un pimiento lo que suceda en la calle. Llevamos una doble vida, la de la protesta desde el sillón y las encuestas, y la de no tener valor para cuestionarnos los retrógrados e insanos hábitos con los que ejercemos a la perfección el papel de víboras, eso sí a la espalda, unos contra otros desapareciendo la urgentemente necesaria capacidad de unión para casos como la actual situación de un país derrotado por la ineficiencia y el bandolerismo de su clase política.
Acaba uno pensando que con los esfuerzos que han sido necesarios para llegar a donde nos encontramos, o a donde nos encontrábamos hasta hace poco, con todo lo que han luchado quienes anduvieron en la briega antes que nosotros, con todo lo que ha habido que mover y que sufrir y que aguantar y acatar y esperar, con todo lo que ha habido que atar a una esperanza que es lo último que se pierde, al final es como si nadie se tomara en serio que con lo que se está jugando es con fuego; porque se está jugando con la mentira y con las medias verdades que hacen tanto o más daño que la mentira; se está jugando con la confusión y con el desinterés hacia los cimientos de quienes dentro de veinte años verán desplegado delante de sus ojos un desierto al que no sabrán ni cómo meterle mano; se está jugando con la ignorancia de una ciudadanía adormilada por los sorteos del Euromillón y por los goles de Messi y Ronaldo; se está jugando tanto con todo que aunque yo me vea aquí escribiendo esto sé que a nadie se le caerá la cara de vergüenza, pudiendo continuar hasta mañana escribiendo lo que ya se sabe, lo que parece que nunca va a cambiar, a lo que nos hemos acostumbrado, lo que forma parte de nuestra vida tanto como poner una lavadora o tender la ropa. De este modo llegamos a eso a lo que José Luis Sampedro se refería cuando decía que el sistema es muy listo a la hora de aparentar que existe libertad de expresión : ustedes hablen, escriban, manifiéstense, protesten, que nosotros haremos lo que nos dé la gana. Todo lo que tiene aspecto de poder, o de pretensiones de obtenerlo, se resume en un hoy por ti y mañana por mi que abarca la inmensa tela de araña de la política internacional. Y entre todo ese galimatías de incongruencias, sobornos, miradas para otro lado, chanchullos y desequilibrios del encefalograma de la decencia política, se encuentra una sociedad corrompida por el adoctrinamiento de una falaz montaña de ideas tras las que se encuentra el más pueril de los deterioros de la civilización. Y mientras tanto éstos dándoselas de legales en el Senado. 

martes, 30 de julio de 2013

Nocturno en Do sostenido menor







Un día de finales de Noviembre de 1944 Wladyslaw Szpilman es sorprendido por un oficial alemán de la SS en el edificio en el que se encontraba escondido; escondido en el hueco de un ático desde el que se podía ver la material ciénaga de llamas y escombros a la que había quedado reducida Varsovia. Szpilman llevaba cuatro años huyendo de la guadaña del ejercito alemán yendo de un lado a otro del gueto judío de esta ciudad, con la muerte en los talones. Se había quedado literalmente solo en una capital en la que unos meses antes vivía un millón y medio de personas. Hacía más de tres años que estaba conociendo el pánico, el hambre, la miseria, la destrucción, el mal, el demoniaco espíritu del hombre, la sinrazón; escenas tan escalofriantes como la subida de adrenalina que supone que doce personas consigan esconderse en un hueco en el que físicamente no caben más de siete; cuerpo a cuerpo muy cerca de la asfixia. Primero la familia, siempre unida, hubo de cambiar de piso, de calle, una y otra vez, con la sempiterna amenaza de ver cómo el cerco del gueto cada día se reducía un poco más. Las primeras desgracias personales para Szpilman vinieron tras la desaparición de algún amigo, más tarde fue su familia al completo la que dejó de aparecer delante de sus ojos, tras uno de aquellos recuentos en los que se aglomeraba a millares de judíos en la umschlagplatz, en la plaza con explanada hasta la que llegaban trenes hediendo a cloro con el propósito de ser cargados de judíos para mandarlos al viaje sin retorno de los hornos crematorios o los fusilamientos en masa. Su última comida juntos fue un caramelo de nata dividido en seis porciones. 
Parecía mentira que este hombre estuviera pudiendo convivir con y resistir tanto sufrimiento, tanto desasosiego a lo largo de tantos meses cada uno de cuyos días era una nueva prueba de fuego. No había nada seguro, se había corrompido hasta la confianza entre los vecinos, gente asustada que temía ser exterminada y que no se fiaba de nadie. El miedo se apoderó de la voluntad de muchos ciudadanos e hizo que algunos de ellos se convirtieran en colaboradores de la causa Nazi, todo a cambio de unos cuantos días más de vida. Varsovia era una más de las crueles incongruencias de la maquinaria bélica sin sentido ejecutada por los Nazis. La cuestión era no dejar títere con cabeza. Todo lo que fuera susceptible de estar relacionado con los judíos tenía que ser exterminado. Ancianos, mujeres, jóvenes, niños, daba igual, la cuestión se codificaba en voladuras de cabeza y montones de cadáveres, en campos de concentración y cámaras de gas, en amenazas, decretos cada vez más duros e injustificadas torturas. Vosotros a la derecha, vosotros a la izquierda; unos morían y otros conseguían una tregua momentánea, la que le había sido otorgada por esa especie de sorteo de lotería en el que se convertía aquella selección de un grupo en dos bandos.
El oficial alemán que encontró a Wladyslaw Szpilman, el pianista cuya historia más tarde Roman Polanski llevaría a la pantalla, se llamaba Wilm Hosenfeld. Hosenfeld fue uno de esos hombres que no estaba a gusto en el sitio que le había tocado, una de esas personas con las que la historia se equivoca y le pone los pies sobre un tiempo y una tierra que no le corresponden. El capitán Hosenfeld no sólo no dijo a nadie que había visto a un judío escondido, agazapado como un perro rabioso y tatuado con esas indelebles secuelas que sellan el pánico en el rostro de quien incluso ha ideado el suicidio en caso de que la SS estuviera a punto de echarle el guante; Hosenfeld le llevó comida, le sugirió a Spzliman un lugar más seguro para no ser capturado y le dio un abrigo, le visitó varias veces, la última el 12 de Diciemebre de ese mismo año, y le deseo fuerza y ánimo, le pidió que resistiera. Pero antes de esto Hosenfeld había ayudado a muchos otros judíos, había discutido con compañeros del ejercito por las atrocidades que se estaban cometiendo, se había interpuesto entre el cañón de un revólver y el cuerpo de un niño judío a punto de ser asesinado. Hosenfeld apartó del calvario a muchos inocentes cuyo destino parecía estar grabado en la nómina del exterminio, les buscó empleo cerca de él y actuó de emisario del ángel de la guarda de personas cuyo pecado consistía en llevar un brazalete blanco con una estrella de David en el brazo.
Cuando el capitán Hosenfeld encontró a Spzpilman le preguntó que cómo se ganaba la vida; el judío contestó que era pianista, entonces Hosenfeld le llevó hasta una habitación de aquel edificio en la que había un piano, lleno de polvo y desafinado pero un piano al fin y al cabo, y le pidió que tocara algo. Szpilman entonó el Nocturno en Do sostenido menor de Chopin, con sus mugrientos y entumecidos dedos, entablando esa mágica conversación que convierte el alma de los artistas en etérea y deslizante materia sobre los algodones de la sensualidad y el placer. Szpilman recordaba un extenso corpus de obras gracias a que, para contrarrestar la amenaza de una posible locura, cada día hacía ejercicios de memoria, como si se encontrara tocando en el Café Nowoczesna o en la Radio oficial polaca. Terminó la guerra y a lo largo de ese proceso de reconstrucción Spzpilman llegó a ser director musical de Radio Varsovia, compositor y concertista; pero Hosenfeld no pudo resistir el vía crucis de los campos de prisioneros y murió en la más absoluta demencia, desposeído de todo rasgo que pueda ser encontrado en la voluntad de un hombre.
Años después fue hallado el diario de Hosenfeld; parte de ese testimonio puede ser encontrado hoy en día junto a El pianista del gueto de Varsovia de Wladyslaw Szpilman en edición de Turpial Amaranto. No hay declaración que tenga desperdicio. Todo parece atado bajo las cuerdas de un continuo ataque de sinceridad, como si esas palabras trataran de encontrar una redención imposibilitada por la barbarie humana bajo la tutela de la que se encontraba el capitán Hosenfeld que una y otra vez se preguntaba: ¿Por qué ha tenido que ocurrir esta guerra?¿Puede salir bien esto?¿Por qué permite Dios este terrible guerra con sus espantosos sacrificios humanos?¿Qué piensa la gente que todavía habla de victoria?¿Por qué?¿Por qué?


sábado, 27 de julio de 2013

Doce deseos de felicidad





Estimados lectores, les voy a contar una noticia de la que seguramente no tengan constancia, de la que seguramente no haya llegado nada a sus oídos, una noticia de la que no tienen ni idea. Me he frotado un par de veces la cara, me he pellizcado insistentemente en los brazos para ver si era cierto o si se trataba de un sueño, de una alucinación, pero les aseguro que lo que me dispongo a contarles a continuación es completamente cierto. Me podrán llamar chalado, me da igual. Podrán sugerir que estoy loco, zumbado, miren ustedes, por un oído me entra y por otro me sale porque doy fe de lo ocurrido. No salgo de mi asombro. Aún siento una ligera conmoción que me viene acompañando desde el momento en el que tuvo lugar el maravilloso suceso. He vuelto varias veces al lugar de los hechos para asegurarme, para ratificar la magnitud del acontecimiento, para convencerme definitivamente de que he sido un elegido, un privilegiado, un hombre que ha contado durante unos minutos con la extraordinaria fortuna de lo nunca visto. Increíble, inaudito, alucinante, descomunal, como un hechizo, pero cierto.

La historia ha sucedido de la siguiente manera. Iba yo esta mañana paseando por las calles de Huelva que más poesía me sugieren, a lo mio, a mi aire, mirándolo todo, fijándome en las cosas, relajado, como siempre, como suele decirse: a mi bola, aunque había algo que me rondaba continuamente la cabeza. El día era plácido, luminoso, templado, ideal. Todo parecía más o menos normal: la gente, los coches y autobuses, las fachadas y balcones, los ruidos típicos del barrio, pero a mediada que me iba deleitando con el paseo iba notando una sensación agradablemente extraña. Notaba como esa corazonada que se tiene cuando presentimos que nos vamos a encontrar con alguien a quien hace mucho tiempo que no vemos, y al doblar una esquina lo primero que me ha venido a los ojos ha sido el resplandor de un objeto brillante, más que brillante, resplandeciente, siendo tal el brillo que no he tenido más remedio que ir acercándome poco a poco, cada vez con más atención. Aquello se encontraba en un pequeño rincón que tenia la pinta de estar reservado para el acontecimiento. No he dudado ni un instante en agacharme para comprobar de qué se trataba.

El objeto en sí tenía una forma parecida a la de las teteras en las que preparamos las infusiones, pero más esbelta, con un aire de cosa bonita, especialmente bella. El estampido, el big bang, el milagro, lo absolutamente mágico ha sucedido cuando me he atrevido a tratar de acariciarla...............Insisto, me pueden decir que estoy como una regadera, que no sé lo que digo, que se me ha ido la cabeza como a Don Quijote, pero, perdonen, estoy a punto de quedarme sin palabras. En ese momento ha comenzado a salir un leve humo del interior de esa especie de tetera, muy suave y muy aromático, embriagador. Ha sido una mezcla de humo y vapor que me ha hecho pensar que me encontraba en otro planeta, y acto seguido he escuchado una voz. Esa voz era claramente la de un sabio, como la de los oráculos, una voz deliciosa, y entonces esa mezcla de humo y vapor se ha convertido en un cuerpo casi transparente suspendido en el aire; y ese cuerpo, y, prepárense, todo eso que estaban viendo mis ojos, se ha transformado en la fantástica aparición de un... cómo decirlo... de un.... de un Genio. O sea, que me encontraba delante de una lámpara maravillosa... yo, quién me lo iba a decir, delante de una lámpara maravillosa. Acto seguido todo ha transcurrido en la más absoluta confianza. Ese Genio y yo hemos estado charlando un rato que, disculpen por la emoción, ha sido más o menos como a continuación voy a tratar de explicarles.

Genio: Tranquilo, no te pongas nervioso que no me como a nadie. Llevo toda la mañana detrás de ti y hay que ver lo difícil que me lo has puesto, hay que ver por qué calles te metes. Mira, Charlie, sé lo que estás pensando, estás pensando que mañana es el cumpleaños de Juan.
Charlie: ¿Y tú cómo sabes eso?¿ y cómo sabes mi nombre?
Genio: Pero qué tonto eres, parece mentira. Pues porque soy un Genio, o es que acaso tengo pinta de mecánico o de carpintero o, como tú, de camarero que todavía no sabe ni lo que es un Genio.
Charlie: Bueno, disculpa, no pretendía molestarte.
Genio: Escucha, he venido porque también sé que estás pensando en qué podrías regalarle. Lo sé todo. También sé que lo que más te gustaría es desearle muchas cosas buenas, toda la felicidad del mundo, pero comprenderás que aunque soy un Genio, y no un camarero que por mucho que vaya a la biblioteca parece ser que todavía no sabe ni lo que es un Genio, pues tengo una serie de normas, y la más importante de todas esas normas es que cuando se trata de un cumpleaños concedo un deseo por año cumplido, de modo que cuando quieras puedes empezar a decirme cuáles son tus deseos para Juan, para ese chaval que ha inventado el BalónJohnnie, el Jaque Polea, el Jaque Robótico y uno derivado de éste llamado Jaque Eléctrico, además de haber sido la persona que mejor ha definido tu manera de roncar.
Charlie: pero ¿Qué me dices?
Genio: Venga hombre, vamos a lo que vamos, o es que quieres que te recuerde que cuando roncas pareces un martillo hidráulico. Pero qué te has creído, por quién me has tomado, ya te he dicho que lo sé todo. Y para sacarte de dudas te recordaré que eres tan ingenuo que has llegado a dar lugar a que Juan te tuviera que explicar que el Ratoncito Pérez es un invento; desde luego hay que ver. Venga, díme ya de una vez cuáles son los deseos que quieres pedir para Juan.
Charlie: A ver, apunta, puede que sean más de doce, a lo mejor alguno más.
Genio: Madre mía, qué pesadito te pones, no me extraña que Juan estuviera hasta el gorro de que le llamaras Gormiti; vamos hombre, que todavía tengo que atender otros cumpleaños, pero espero que no sean tan pesados como tú. Desde luego, y por lo que estoy comprobando, Juan, además de ser un estudiante sobresaliente tiene mucha paciencia contigo. Venga ya de una vez.
Charlie: Mira, lo que deseo para Juan es que siga conservando ese espíritu de investigación, ese gusto por el estudio, esa afición por la lectura. Le deseo que siempre continúe escribiendo poemas con el mismo gusto que lo ha hecho hasta ahora, y cada vez mejor. Le deseo que esa manera suya de ser cuidadoso le acompañe a todas partes, que cuide de sus padres y de su hermano, y de toda su familia, con el mismo mimo y entusiasmo que lo hace con todo lo que le gusta. Le deseo que crezca fuerte y sano, que haga deporte para divertirse y que no se enfade cuando le gano al ajedrez..
Genio: Disculpa que te interrumpa. Vamos a ver, yo entiendo que tú le hayas enseñado a jugar al ajedrez, pero lo que no puedo comprender es que no se te ocurra darle vidilla de vez en cuando. Claro que a este paso la próxima vez que lo veas y juegues con él te vas a enterar de lo que vale un peine. ya puedes seguir cuando quieras.
Charlie: Llevas razón, como se haya inventado otro tipo de Jaque me va a ser muy difícil. por cierto, ¿por qué deseo me había quedado?
Genio: Uuuffffff, que tío más pesado, eres un pesado de ida y vuelta, un pesado a las finas hierbas, un pesado....
Charlie: Ah, vale, vale, ya me acuerdo, sigue apuntando. También le deseo que viaje mucho, que disfrute del mundo, que algún día conozca París, Londres, Nueva York, Tokio, Roma, Lisboa, Viena, Berlín, y todas las ciudades más bonitas e interesantes del planeta. Le deseo que aprenda idiomas y disfrute de la comunicación con personas de otros países. Le deseo que sepa tomar decisiones inteligentes para que todo le vaya muy bien. Le deseo que pueda elegir si le apetece tocar algún instrumento, o pintar algún cuadro, o esculpir una estatua, o cualquier cosa que tenga que ver con el arte, aunque sea como entretenimiento. Le deseo que cuando vaya al instituto disfrute del cambio, y luego en la universidad. Le deseo las novias más guapas que puedan ser imaginadas, las mejores personas, las chicas más lindas. Le deseo que algún día pueda tener un taller en el que desmontar, pieza a pieza, toda clase de máquinas, como por ejemplo una lavadora.....
Genio: para, para, para un momento. Esta misma mañana me ha llegado un e-mail de una señora que dice que tiene una lavadora guardada para él. Se trata de una señora que conoció en el hospital cuando se estaba recuperando de una lesión en el codo. Si quieres la llamo ahora mismo y que nos la traiga. Total, con lo pesado que eres podemos estar aquí hasta mañana, de modo que esa señora dispondrá de tiempo de sobra.
Charlie: Vale, por mi estupendo, ya verás qué contento se pone cuando la vea.
Genio: Vamos, no te pares, continúa diciéndome..... espera, que voy a coger otro folio... ahora, venga.
Charlie: Le deseo que sepa rodearse de buenos amigos, de buena gente con la que poder gozar, con la que poder llegar a ser una gran persona y a compartir lo que tiene. Le deseo que encuentre el tesoro de la amistad y que sea muy, muy feliz. Le deseo que no se tome algunas cosas tan a pecho, que no se enfade nada más que cuando sea necesario, porque es una chaval que se merece disfrutar de todas las cosas con ese talento suyo tan gracioso, cariñoso y simpático. Le deseo que en la celebración de su cumpleaños todos sus amigos se sientan orgullosos de él y él de sus amigos, que se lo pase pipa, que se ría mucho. Le deseo...
Genio: Oye, Oye, parece, con lo que me estás diciendo, que se está confirmando toda la información que yo tenía. Te prometo que haré todo lo posible por que estos deseos se cumplan que, teniendo en cuenta cómo es Juan, casi que podríamos asegurar que le espera un futuro muy feliz; pero, como te digo, yo haré todo lo posible para que así sea...Y ahora te quería proponer una cosa, viendo ya la hora que es, y teniendo en cuenta que la señora de la lavadora no llega, vamos a hacer un trato. Yo me voy volando a otro sitio en el que me están esperando para hacer otra lista de deseos, y en lugar de llevarte la lavadora te llevas mi lámpara. Así la podrás usar en otro momento. ¿Qué te parece el cambio?
Charlie: Me parece genial.
Genio: jajajajajaja...jajajajajajaj... qué gracioso. Bueno, parece que te has quedado contento. Espero que todo vaya bien por El sueño de la lagartija. Para cualquier cosa, para cualquier duda, tienes mi teléfono apuntado debajo de la lámpara...... Aaaaaaaddddddiiiiiiioooooooosssssss...............

He cogido la lámpara y he caminado hasta mi casa con ella en las manos. Me he creído el tío más afortunado del mundo. Aún siento los beneficios del contacto con ella, y el dulce recuerdo de mi charla con el Genio. Al llegar a mi apartamento he puesto la lámpara sobre la mesa y he ido a preparar un café, y al volver he visto como de ella salía un montón de letras voladoras que han ido a posarse sobre todas y cada una de las paredes formando idénticas expresiones que decían:
FELICIDADES, CAMPEÓN, FELICIDADES, CRACK, FELICIDADES, JUAN ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ 

jueves, 25 de julio de 2013

Aferrarse al azar






La fragilidad de las cosas que nos acompañan es tal que ante el ajetreo de nuestros proyectos y rutinas pasa desapercibida. Nosotros mismos somos tan frágiles, tan poca cosa como esos pensamientos, sueños o suposiciones que nos alimentan la vida. Uno se tiende en el sofá a releer un libro de artículos de uno de esos autores que siempre le hacen compañía a la manera de bote salvavidas. Uno recorre una página en la que Antonio Muñoz Molina cuenta cómo contempla el paisaje desde el interior de un tren que transita por Centroeuropa; uno se mete de lleno en la forma de un puente bajo el que pasa un río del que el autor no se quedó con el nombre, en esa estación desconocida en la que de pasada se clavan los ojos del escritor que ven en cualquier rincón el hueco exacto para alcanzar la panorámica de una suposición; otras gentes, otras arquitecturas, otros contornos, otras palabras para designar las mismas cosas, las mismas cantinas y vestíbulos, los mismos andenes y entradas de pasajeros, los mismos habitáculos en los que se dividen las estaciones de ferrocarril para que fluya el tráfico de maletas y de cuerpos y de acentos y de asombros y perplejidades. Uno atiende con devoción cómo tres pasajeros del mismo compartimento van leyendo obras maestras. Uno se imagina viajando en uno de esos trenes que le dieron tantas tardes pensativas de domingo atravesando Andalucia, o alguna de aquellas madrugadas en dirección a Barcelona desde Linares Baeza; noches que terminaban con despedidas en el bar del tren tras haber conocido a uno de esos héroes del raíl que naufragan por el mundo con una maleta y una guitarra. Uno se identifica de lleno con lo que lee y quisiera que no terminara nunca ese artículo, como tantos otros en los que se narra el caminar y la amena visualización de un trayecto por parajes desconocidos. Uno siente que bien podría darse el gusto de coger un tren para hacer su próximo viaje, y rememorar esos momentos de felicidad en los que se intercalaban ojeadas al exterior y ratos de lectura, en los que abundaban los detalles literarios cada vez que una parada hacía que unos subieran y otros bajaran. Uno quisiera recobrar esas sensaciones de conocer a un desconocido que le acaba confesando sus pesadillas, sus gustos y manías, su oficio secreto: esa confidencialidad que intercambian quienes saben que será muy raro que vuelvan a verse. Uno decide hacer un descanso, encender un pitillo ante la eterna promesa de desintoxicarse de la nicotina. Uno conecta la radio para escuchar esas misteriosas voces que parece que lo están esperando para contarle cosas, sucesos, acontecimientos, declaraciones, noticias, opiniones con las que sopesar este día a día refugiado en la lectura. Uno conserva le emoción de lo que acaba de leer, esa fabulación en la que se vuelve a ver recibido por un pariente en el lugar de destino, y calcula con devoción infantil los preparativos. Uno se imagina trenes cargados de veraneantes y de ilusiones; parejas que volverán a verse; paquetes de regalos que están a punto de ser desenvueltos; bienvenidas después de mucho tiempo; merecidos descansos. Uno quisiera pensar, clavarse las uñas, tirarse de los pelos, que alguien se lo cuente, salir de dudas, no creérselo. Uno quisiera que ese veinte convertido en treinta y luego en cuarenta y después en un más de cincuenta cargado del suspense de los puntos suspensivos no existiera, que ni siquiera fuera obra de la inventiva de un cruel relato. Uno acaba abatido y reconociendo la fragilidad de los mismos dedos que pulsan el teclado en estos momentos. Uno se va a dormir con una esperanza, preguntándose cómo ha sido posible. Uno se frota los ojos y se palpa la cara para tener constancia de que se encuentra tumbado y mirando al techo. Uno se siente frágil e impotente imaginando el desenlace de un catastrófico estruendo que ha dado al traste, en a penas un par de minutos, con muchas cosechas meticulosamete regadas durante todo un año. Uno repara en la cantidad de cruces de caminos y circunstancias y, de la misma manera que se agarra a un libro, siente que casi no le queda más remedio que aferrarse al azar, tal vez ahora con más fuerza que nunca.


martes, 23 de julio de 2013

Los jardines del tiempo estrafalario






Pasan los días por las uñas de las idílicas abejas
como vespertinos gorriones sonoros que aletean
instaurando humo, nieve sobre el globo terráqueo,
pretendiendo guarnecer los quejidos con esmeraldas.
Pero siempre hubo clavicordios en los desayunos,
truenos bajo una neblina como de escamas de salmón.

El cabello de las plantas sabe a dulce de leche
y las hormigas compaginan arte, su minuciosidad,
con una arquitectura fósil de milímetros cúbicos
coloreada con témperas sobre dulce agua de mar,
sobre leves sueños de mercurio, pobres, afrutados.
El polen de las ciudades es el reverso de la libertad.

Más allá de un puerto atolondrado por la inercia
los bares cuecen cándidas serpientes de cascabel,
subespecies zoológicas que le silban a las moscas
floreciendo llantos en estrambóticos cloroformos
adictos al cruel pleonasmo, carruseles histriónicos
de moda en los jardines del tiempo estrafalario.

Todo se resume en una ir y venir de chamusquina
cuyo túnel es atravesado por la soledad acompañada
de quienes intentan disuadir al frío y al calor y al llanto
con hidrógeno y oxigeno en forma de rocas llorosas.
Hasta las libélulas menos sensatas dan fe del horror
por mucho que se obcequen los sabios en perfumarse.



domingo, 21 de julio de 2013

Así fue mi bautizo hace diez años







A Saturní y Oriol, in memoriam.   


Después de habernos bebido todo el vermú de Girona
en una de esas terrazas con aceitunas toldos cinzano
aprovechando la riqueza por delante de las horas
nos vimos envueltos en conversaciones sin gusanos
de las que entraban y salían la flora  la fauna las cosas
como Juan por su casa y nosotros en mitad de la calle.

Qué hacer a esas horas tan dignas tan borrachos tan a gusto
tan libres de las estúpidas sacudidas de las voces de los jefes
tan felizmente alejados del comercio con el alma de los pobres
aunque sólo sea en esta tarde tan ebria complaciente y generosa
pues habrá que seguir en la brecha de este asunto tan sensato
dios los cría y ellos se juntan y no hay que darle más vueltas.

Yo vivía en una casa de campo con una guitarra y una musa
cuyo único lema era haz el amor el amor nunca hagas la guerra
 las paredes tejían los mapas del tiempo detenido en brochazos
la marihuana crecía a su antojo saltimbanqui de mata sin frenos
los vecinos eran como anillos al dedo exiliada gente extranjera
o sea qué suerte el sol nos daba en la cara y no nos quemaba.

Mis compadres eran dos tipos dos tíos dos hombres
de los que a la legua el corazón no les cabe en el pecho
que andaban por la vida con indómita velocidad de crucero
ganándose el chusco en esto en aquello en lo que iba saliendo
sin prisa sin pausa sin ira con muy buenas maneras costumbres
y lealtad a los principios de acostarse sin un duro en el bolsillo.


Estos primos fulanos de talla tan queridos talentosos atrevidos
eran fieles y a ultranza defensores de los izquierdos humanos
hijos de una patria tan modesta tan sencilla tan sin nombre
barcos en la orilla del deseo de no esperar nada a cambio
tan solo un par de gestos sinceras miradas y alguna farra
adictos a todo tipo de excesos con materiales inflamables

La tarde era nuestra y manifiesta se mostraba la alegría
entonces salieron al quite una serie de temas mujeres
pintura escultura ética mitología que no eran el tiempo
ni el dinero ni esas tonterías que nos sacaban de quicio
sino otras historias de las que el caldo iba inventando
pues a esas alturas la lengua ya era un papel en blanco

El gran Saturní que era poeta me dijo con tono muy serio
que mi nombre no era nombre para andar en las páginas
imagínense por entonces de este blog ni rastro ni idea
valían las servilletas de los bares el reverso de los tiques
 el caso es que a Oriol también le parecía más apropiado
que era preciso un homónimo melodioso en lengua francesa

Jean Pierre Jean Pierre decían con los ojos encendidos
con la baba casi caída y un pitillo detrás de otro y de otro
detrás del güisqui de aquella tarde de un mundo tan justo
en la lúcida frontera del delirium tremens todo por la causa
haciendo de las suyas la nostalgia el carmín de los sueños
las heridas curadas con ron los archipiélagos remotos

Jean Pierre Jean Pierre Jean Pierre Clochard culminó
Oriol que sin querer ser poeta era el más poeta de los tres
y aquel apellido nos fascinó tanto como la genial irrupción
de quien lleva un tesoro en la memoria y lo suelta a la mar
para que pájaros y barcos vean que flota aletea nada
un algo que hace siglos era echado de menos y ahora...

Desde ese día esa tarde aquella beoda madrugada
me sentí con algo que antes no tenía un alma coraza
nada más y nada menos que un nombre caído del cielo
con la espiritual rúbrica de de fatigas dos compañeros
almas enteras de inquisiciones vacías magos calaveras
eternos testigos de todo cuanto con mi nombre
bien saben que en su nombre escribo.