martes, 30 de diciembre de 2014

Pasan los días



Pasan los días y noto como si las idas y venidas desde mi casa al trabajo y viceversa fuera lo que envuelve el paso de las horas, enfrascado en obligaciones laborales que con buen gusto se soportan, se sobrellevan, se realizan, y con esa pincelada de una más que cierta prisa sin la que la realidad parece que ya no se entiende. Pasan los días y el único momento de sosiego durante el que saciar en parte mis ganas de leer lo encuentro por la noche, entrada la madrugada, o por la mañana si me levanto muy temprano, cosa que no es probable que suceda. Pasan los días, tres o cuatro en un suspiro, casi una semana, la eternidad, y escribir se convierte en otra urgencia, en otro amparo necesario, en otro refugio alimenticio, en otra forma de salir de paseo, de oxigenar los pulmones con palabras que se imaginan el aire con el que ahora casi se hiela Sevilla, en otra manera de estar vivo, en un modo de mirar en el interior de las cosas con la intención de que se graben en las retinas, esas cosas que más le gustan a uno y de las que podrá acordarse cuando no esté delante de ellas, como ahora cuando escribo. El placer de los dedos sobre el teclado es comparable al arrobo con el que durante estos días estoy leyendo La vida privada de Mona Lisa, de Pierre La Mure; me valdría cualquier sitio para hacerlo, para leer incansablemente y desear continuar leyendo esta magnífica novela, para visitar las calles de la Florencia del siglo XV y aprender sobre ellas las costumbres de sus gentes, la historia de sus nombres, de sus gremios y de su banca, para dejarme unos cuantos florines en la taberna Los tres caracoles. Cuando uno se sumerge en una lectura siente un estado de felicidad y de no querer cambiarse por nadie, una sensación de libertad, comparable a la que se tiene mientras se está llevando a cabo un trabajo con mucho gusto, con la más sincera de las aficiones, con esa plenitud proporcionada por lo que nos atrapa de tal manera que acaba dándole sentido a nuestra existencia, concentrándose ellas, la existencia y la lectura, en un universo propio e intransferible, impermeable, único, motor del mundo interior, sano y satisfecho, inquieto, aventurero, libre. Pasan los días y a punto está de acabarse el año en medio de un cúmulo de lecturas inacabadas, de inconclusas escrituras, de futuros próximos y lejanos. Pasan los días.

lunes, 29 de diciembre de 2014

Ir al cine




Uno de los placeres accesibles del presente/de la vida para cualquiera que goce de una mínima estabilidad, cosa de la que uno a veces no sabe su real importancia, es ir libremente al cine, ponerse cómodo en una butaca y dejarse llevar por la historia que nos va a ser contada con imágenes y con diálogos, con fotogramas, con colores y composiciones a base de objetos de la vida misma, de esta vida en la que estamos y en la que cada cual campea el temporal lo mejor que puede, de la que formamos parte y de la que tan contentos y hastiados al mismo tiempo acabamos encontrándonos. Viene así el cine a recordarnos la fertilidad de la realidad, la multitud de pormenores y acciones que llevamos a cabo tanto de manera espontánea como premeditada, las causas y consecuencias de cada pensamiento, las diferencias entre las diversas culturas y todo lo que las une bajo la tensión del fino hilo de la humanidad/sociedad. No siempre, por razones de agenda o de programación, se va al cine con la intención y la certeza de ver algo que se tiene muchas ganas de ver, sino que en ocasiones hay que comprar una entrada sin saber qué será lo que nos tiene guardado el inminente futuro de una proyección a cerca de la que ni siquiera hemos leído una reseña, con la posibilidad añadida de la agradable sorpresa que de otra manera no hubiera sido posible a no ser por lo fortuito del encuentro, por el no haber tenido otra cosa mejor que hacer. En el cine uno campa a sus anchas por el universo de las condolencias y las celebraciones, por situaciones límite y por múltiples atrocidades que ponen los pelos de punta y hacen ponerse en el pellejo de quienes no han tenido tanta suerte; en el cine uno visita ciudades, habla con sus amigos sin éstos estar presentes, aprende el cómo y el por qué de otras épocas, come palomitas y reza para que nadie se haya olvidado de silenciar su teléfono móvil; en el cine se puede escuchar buena música, puede uno emocionarse y dejar que las lágrimas empapen sus ojos. Me gusta asistir al cine durante las noches de invierno, al final de una jornada de descanso plagada de lecturas y de paseos, poniéndole así la guinda al pastel de la aventura. Cuando entro en un cine siempre me siento como a salvo, como refugiado de lo que sucede en el exterior, en el acalle, en el abismo de la velocidad con resultado incierto.

jueves, 25 de diciembre de 2014

Es de agradecer



Es de agradecer, en un día como el de hoy, 25 de diciembre, en el que casi todos los establecimientos se encuentran cerrados, fundamentalmente los situados en zonas de poco tránsito, aquellos cuyo día a día se nutre de una concurrencia vecina que vive en las proximidades, en la misma calle, en el barrio, en cambio haya otros, los menos, que accedan a abrir sus puertas y darnos la oportunidad de tomar en ellos un café, de comprar una revista o de echarle una hojeada al universo de la red, como es el caso del locutorio desde el que escribo estas líneas, el de la calle San Fernando, el locutorio en el que, como otras veces he contado, se escuchan mezclados todos los acentos del Este, todas las risas y los llantos con sabor a lejanía, todos los murmullos indecisos cada vez que la imagen del otro no aparece en la pantalla.
Para un ser de soledad acompañada, como yo/como la mía, es muy importante contar con este tipo de detalles, con estas ventajas que ofrece la vida en el momento menos pensado en el que lo más probable es que te den con todas las puertas en las narices. Por eso poder contar con esta manera de compartir el mismo aire con personas a las que uno no conoce de nada, el aire de las ofertas de la comodidad de los pobres, como quien en una estación de autobuses comparte un banco mientras espera a que llegue la hora de salida, o como quienes sin rubor comparten los pormenores más íntimos de sus vidas durante una conversación iniciada en el compartimento de un vagón a sabiendas de que probablemente no volverán, aunque nunca se sabe, a verse nunca más, es una formidable manera de acercarse a lo que hay detrás de lo que no vemos, lo otro/los otros.
Ayer leí un artículo firmado por una mente lúcida de la que ahora no recuerdo el nombre, en el Correo de Andalucía, diciendo que no estaría mal sentar a un rico a nuestra mesa durante la cena de noche buena, para que accediese a lo que no sabe que existe, que sucede, que ocurre un año tras otro, para que viese a lo que sabe una cena cuyos lujos residen en una botella de vino que no está mal pero que ni con mucho llega a la calidad de una escueta primera marca, para que comprobase la melodía resultante de la autarquía proporcionada por el instrumento de una botella de anís, la mítica zambomba y la pandereta rota de un año para el otro, para que el tacto de la cuchara con la que llevarse un postre casero a la boca le aportase una idea del calor de la subsistencia, de la fuerza que hay que tener para no perder la cabeza viendo tan cerca a los culpables de la masacre, a los caníbales que tanto se parecen a ese monstruo que aparece en la parte final del anuncio de la lotería de este año. Para todos aquellos que hoy nos han abierto sus puertas, y para todos los que forman parte del pelotón de los pobres: GRACIAS.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Hoy no




Pronto llegará la cuesta de Enero, ese tortuoso camino, esa metafórica ascensión que todos los años hay que llevar a cabo después de los excesos de la Navidad. He escrito exceso cuando ya es una palabra que cuesta trabajo usar, por su desuso precisamente, por el desuso del exceso por parte de la gente/ de la clase trabajadora. Pero este año parece como si nadie se acordara ni de una cosa ni de la otra, ni de los lujos que el cuerpo pueda darse ni de la famosa cuesta que ya es un mal que acapara al año entero. El primer síntoma latente, hoy, de que las cosas han cambiado, y de que lo harán hasta acabar con todos los aspectos que configuraban la realidad de un pasado no muy lejano, a penas el ayer, ha sido la ausencia total en la calle del soniquete de los niños de San Ildefonso dándole al día ese inconfundible aire de jornada misteriosa y emocionante que mezcla la ilusión con las obligaciones diarias, con la virtud de no cambiar las cosas pero hacerlas más llevaderas, más compartidas, más humanas si se me permite. Antes, ayer como digo, este día de la lotería era celebrado por todos, tocara o no tocara; es más a todo el mundo le resultaba agradable ver las imágenes de esos pocos afortunados, pobres a ser posible, que salían emitiendo sus llantos y gemidos de alegría, la culminación de una ilusión, de la ilusión robada por los comerciantes de los esfuerzos ajenos, y el resto, los honrados no agraciados, se conformaba con comprobar que el premio había ido a parar a lugares y a seres humanos realmente necesitados. Además en todos sitios en los que uno paraba, o por los que pasaba esa mañana de camino al trabajo, se oía la voz de esos chavales repitiendo la misma cantidad una y otra vez, el sonido del enorme bombo en el que se encuentran todas la bolas, los locutores narrando los pormenores del sorteo, el camarero que se sabía cuales habían sido los números premiados hasta ese momento, los que faltaban por salir, los lugares afortunados, las anécdotas del día; todo se envolvía un poco de eso, que sin ser un consuelo ni de muchos ni de pocos ni de tontos no estaba mal y no era poco visto desde la actual panorámica, desde esta certeza de que cada cual va a lo suyo y ya nadie se fía de nadie. Hoy no, hoy, mientras pasaba por la plaza del Duque de Sevilla, y tras haber atravesado varias calles del casco antiguo, después de haber pasado por la puerta de varias cafeterías y de diversos comercios, incluso por delante de un mercado, el rumor, las conversaciones, las miradas, los gestos, la vida iba por otro lado, cada cual con su historia a cuestas, ausente del significado del evento pasado de moda, y lo único que se escuchaba eran las canciones que salían de los altavoces del Corte Inglés que lo poblaban todo de un aura de mediocridad comercial apta para lelos, para borregos compradores de lo que sea, de objetos inútiles envueltos en papel de regalo que carecerán de agradecimiento alguno por parte de los cavernícolas del otro lado del presente. Nadie rumoreaba nada, aunque fuera manido el comentario, lo de siempre, lo recurrente, lo del gordo y el reintegro y la pedrea y por ahí. Nada. Hoy todos íbamos a lo nuestro que bastante teníamos ya con eso. 

viernes, 19 de diciembre de 2014

Escribiendo




Uno escribe por afición, por devoción, por querer decir y por pasárselo bien mientras se lleva a cabo esto de escribir; también por haber aprendido que es una de las cosas que más le gustan a uno después de otras tantas tentativas en dispares asuntos que la vida se ha ido encargando de poner por medio, que nada tienen que ver, ya sea montar en bicicleta o armar réplicas perfectas de barcos famosos en miniatura, o haberse obcecado más de la cuenta con las artes del oficio que eligió, de las que finalmente no ha salido muy bien parado, oficio sobre el que siempre anda uno a regañadientes pidiendo un poco de consideración, de la consideración que nunca llega. Uno escribe por querer contar lo que ve, lo que le depara el día a día, las luchas contra viento y marea del presente, de ese presente del que se acaba convenciendo ser lo único que le interesa una vez que piensa pasar en él el resto de su vida; y todo hay que decirlo, uno escribe por vocación. Uno, que ha perdido ya el tiempo en una tontería detrás de otra, escribe para calmarse, para sentirse más seguro, para mediante la expresión de lo escrito dejar constancia del latido que le mantiene en pie, vivo y coleando/copleando en esta colmena de abejas y en esta cesta de víboras, en este nido de buitres y en este rebaño de ovejas luceras. Uno escribe porque desde que sale de su casa, mientras pasea, ya lo va haciendo mentalmente, ya le va dando perico al tormo de la letra imaginada, a la rima ensimismada, al pensamiento caminado como diría Nietzsche. Da gusto sentirse así, para lo bueno y para lo malo. 
 Seguramente a nadie se le pueda enseñar a escribir, eso es algo que cada cual ha de forjarse a base de lecturas, de intuiciones e investigaciones, de intentos y de simulacros, de emulaciones que instalan la voz del escritor admirado en lo que va quedando plasmado en la pantalla o en el papel del cuaderno. Uno también escribe para dejar constancia de su paso por la realidad que le toca en cada momento, para analizar las circunstancias y para evadirse de las acechantes malas energías que amenazan con quedarse a vivir en una de las habitaciones del alma, y por eso cuando uno tiene claro que escribir es la mejor manera que se le ocurre para deshacerse de todo eso salen a relucir muchas cosas que  ni siquiera uno se hubiera imaginado que pudieran ocurrírsele, de sopetón, inesperadamente, quién lo diría. Escribiendo, aunque siempre se escriba y no deje uno de escribir sobre lo mismo, sobre uno mismo, salen a flote los fantasmas y las fatigas, las tormentas y los relámpagos de la tristeza, sale el rencor y la ironía, la sorna y el respeto, sale todo lo que uno lleva dentro. Escribiendo. 

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Diciembre Diciembre




Dice/decía Francisco Umbral, en Un ser de lejanías, que cada mes es la mentira del siguiente, y leyendo esto me acuerdo de que aún/todavía no he escrito nada sobre diciembre en este mes de diciembre, mes en el que no faltándome de momento las ganas de escribir ni el aire con el que hacerlo me dispongo a bautizar una entrada, esta, con su nombre, con el nombre del mes último del año que tan cargado de turrones y alfajores viene debajo del brazo; el mes de la guirnalda y el portal de Belén y de las multitudinarias reuniones de bombillas con las que se alumbran las calles; el mes del humo de la chimenea y del carro de combate del asador de castañas, el mes de la lotería y de las notas del primer trimestre del curso, el mes en el que ensayábamos un teatro de pastores y reyes magos y vírgenes y San Josés y niños Jesús calentados por el vaho de unos bueyes mientras una estrella señalaba la dirección de un Oriente de fábula y de niebla empapada de azúcar; el mes de los ocres y los marrones del otoño entrado en invierno que se viste de rojo para darle la bienvenida a la navidad, el mes de las Pascuas y de la Noche buena y de los niños de San Ildefonso cantando la retahíla de números y de idénticas cantidades de pesetas hasta que saltaba la liebre en la bola menos pensada; el mes del recuerdo de los vendedores de los puestos del mercado de mi pueblo compartiendo un trozo de besugo al horno con patatas sobre un pedazo de papel de estraza en la mañana de la ilusión lotera pasada por agua nieve pisada con botas katiuscas y entusiasmo, con un porrón de vino blanco con gaseosa y un carajillo de coñá, esa era la mañana en la que nos dejaban llevar juguetes y caramelos al colegio/escuela. Diciembre, siempre nos arropa con su nombre porque bajo la fonética de su pronunciación aparece el halo del misterio del calor de las mantas, el edredón imaginado o dado por supuesto, la nostalgia de los pensamientos atemperados por el brasero y la sensación térmica de un hogar caliente que huele a puchero y a pavo asado, a frutos secos garrapiñados y a gachas, a mazapán y a churros con chocolate, a tortas y pasteles y roscones con dibujos animados, y esa imagen de la infancia, como casi todas, es indeleble pasando a formar parte del repertorio no ya de lo imborrable sino de lo imprescindible en el recuerdo, en el buen olvido y la maravillosa memoria de los niños. A mi con diciembre me pasa algo parecido a lo que decía García Márquez que le sucedía con su vida cuando afirmaba que de los nueve años en adelante no le había ocurrido nada importante; para mi diciembre se ha quedado enquistado como un tatuaje en la piel de mi alma y siempre viene a rescatarme, siempre me sienta bien, nunca se me atraganta aunque me pille en mitad de un desierto. Diciembre.

martes, 16 de diciembre de 2014

Haciendo cábalas




Se acaba el año y va sintiendo uno la tentación, la reincidencia del empuje, de encomendarse a ese tipo de promesas en forma de planes sobre los que nunca se tuvo demasiada constancia, o ninguna. Para mí escribir un diario, o el borrador de una historia que pueda ser novelada, o ponerme al día con las nuevas tecnologías que ya no lo son tanto, pueden ser algunas de las cosas a las que más vueltas le doy con el fin de encontrar el punto de partida a partir del cual comenzar una nueva andadura investigando en lo desconocido, en el crecimiento de la puesta al día, en la cimentación de una confianza antes no existente al respecto y que con la aportación de nuevos cometidos y trabajos vaya surtiendo el beneficio de un cierto efecto, una de esas salidas con las que comienza la renovación, la reinvención de uno mismo en este mundo loco y despavorido que se conforma con tan poco a cambio de tanta insensatez. Parece como si con la llegada de una fecha señalada fuera más fácil decidirse a emprender proyectos, como cuando llega el día del santo o del cumpleaños, o cada final de mes, o el día después de cada fin de semana, o el mítico día de año nuevo a partir del cual parece, según mis estadísticas, que resulta más prometedor afrontar cualquier reto, entre los que a nivel mundial se lleva la palma el de dejar de fumar. Si me paro a pensar tal vez haya otros retos, otras metas, mucho más sugerentes y relevantes, y no tan aparentemente importantes como todo lo que encierra un ápice de modernidad y compromiso con el comercio. Me refiero a que no estaría mal proponerse no enfadarse ni perder los nervios, e intentar soportar, con estoicismo si es preciso, a los leguleyos del borreguismo como el buen sacerdote que sin llegar a sermonear apacigua las ganas de hacer el imbécil de sus parroquianos; en fin intentar poner un granito de arena para que reine la paz y conseguir que nadie transfiera la barrera del sonido de la calma interior que uno desea llevar perpetuamente dentro. Yo me hago estas cábalas y llego a creérmelo, lo veo claro, y me digo que por ahí se empieza, luego todo será cuestión de subir y bajar la ladera de Sísifo hasta encontrarle solución y un cierto encanto al eterno retorno, a la posibilidad de que en una de esas ocasiones todo suceda de la mejor de las maneras posibles. 

lunes, 15 de diciembre de 2014

De otra manera





Acabo de borrar parte de una entrada que iba dirigida a los sinsabores cotidianos, a la frecuencia con la que tenemos que soportar el cinismo de los compañeros de trabajo en su manera de comportarse con los jefes; una entrada que iba destinada, que casi estaba terminada y corregida, a punto para salir, a los engaños de las almas pobres, a la maldad desparramada por los pasillos de los vestuarios, a las falsas excusas y objeciones sin sentido que los cobardes e indefensos reptiles con pinta de homo ponen ante si como barrera entre ellos y la verdad de la realidad que les aplasta cuando sus malintencionados planes no salen a flote. Por ahí iba la cosa pero he frenado, en seco, y lo he borrado todo. Luego he pensado que tal vez ponerme a escribir sobre lo que me acababa de pasar podría ser una manera de hacerlo sobre algo, como Ortega con el cuadro, y ya llevo unas líneas. Qué difícil es desprenderse, o a mí me lo resulta, de los sinsabores de la vida cotidiana, propinados por la bajeza de quienes tiene uno tan cerca durante bastantes horas al día; qué hartura y qué aburrimiento. Con lo necesitados que andamos de calma, de sentido común y de conocimiento del medio, con la falta que nos hacen unas buenas lecturas y unas clases de gramática y de vocabulario, con lo incultos que somos y lo chulos que nos ponemos, con lo lejos que nos queda todavía la racionalización de la mayoría de los aspectos y conceptos importantes de la vida hasta sintetizarlos en algo válido, con lo cafres que somos, pero no hay manera, no paramos de hacer el burro y el idiota, de entretenernos en las poco nobles artes de la envidia y la desconsideración a los demás. No tenemos arreglo. Hace tiempo que no discuto con nadie, desde que decidí decirle todo lo que pienso, a solas y a parte, a la persona a la que se lo tenga que decir; pero uno no es de piedra, y cuando veo cómo los compañeros hablan y murmuran cosas los unos de los otros me da una pena terrible, me siento tan solo que a veces pienso que se trata de un mal endémico, de una perspectiva desde la que las cosas se ven de otra manera.  Y entonces, ¿ cómo lo hacemos?

viernes, 12 de diciembre de 2014

Mi otro yo



Dice Jorge Onetti, en el inicio de Confesiones de un lector de Juan Carlos Onetti, que los lectores de esos indigestos ladrillos literarios llamados prólogos han de rondar el cero siete por ciento, según sus sarcásticos e irónicos cálculos; leo esto mientras paseo por el patio de la universidad de Sevilla, a la que vengo de vez en cuando para darme el gusto de meterme en ella y disfrutar del frescor de las gruesas paredes de la antigua fábrica de tabacos, para confundirme con los estudiantes mucho más jóvenes que yo que entran y salen con sus mochilas cargadas de libros, con sus caras de exploradores del abismo; vengo aquí para soñar despierto y para acercarme a la ventanilla de secretaría y preguntar si es posible asistir como oyente a alguna de las clases que se imparten en cualquiera de sus facultades. La verdad es que me da lo mismo de lo que hablen, lo que se explique, la época a la que el profesor se refiera, ya que lo único que deseo es escuchar las palabras de una mente lúcida en las que se desarrollen ideas de lecciones sobre gramática o geografía, sobre sintaxis o semántica, sobre etimología o análisis del lenguaje, comentarios de texto o lo que toque, me da igual. Llevo del brazo parte del inventario de poemas de Mario Benedetti, y esto me ayuda, hace las veces de luz de guía de mi simulacro, de mi otro yo en este mundo, de mis andares por los humos del arrepentimiento, de mi intento por reconquistar la condición perdida de la regular asistencia a las aulas. Me quedo embobado en las listas en las que aparecen las calificaciones, con sus nombres y apellidos, con los decimales que ponen el nivel en el sitio adecuado según el corrector de turno; veo esos papeles colgados en el interior de unas verticales urnas de cristal adosadas a la pared y me acuerdo de lo mal que lo pasaba cada vez que me veía obligado a ver mis notas en la facultad, en aquellos indecisos y torpes años cargados de noches alcohólicas y mañanas con resaca que hedían amargamente a agrio y que volvían a reponerse con unas inconscientes y confusas caladas de hachís marroquí para el desayuno. Echa uno la vista atrás y empieza  a darse cuenta de lo familiar que ahora resulta ver muy cercano lo que pasó hace veinte años, lo nítidos que permanecen algunos recuerdos por más que a uno le pesen. La memoria, siempre incierta y muy poco fiel a los hechos, es selectiva de la misma manera que la adaptación de las especies al medio en el que viven, y la realidad muchas veces se alimenta de ficciones rescatadas de los mismos recuerdos con los que aderezar la ensalada de la fortaleza personal: nos resulta necesario mentirnos piadosamente para sobrevivir, y por eso a mi me gusta ejercer la edad que me da la gana cada vez que puedo, por ejemplo haciéndome pasar por un estudiante.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Nada de ESTE mundo





Una de las cosas que peor llevo es no poder acceder al préstamo de todos los libros de la biblioteca que quisiera tener conmigo. Siempre esa tendencia a lo exagerado, al desorden, al descontrol, al tener por tener libros aunque sólo sea para hojearlos, para mirar los dibujos o las fotografías que llevan dentro, para leer el comienzo o el prólogo o el epílogo y luego dejarlos aparcados o sumergirme como un buzo en las aguas de sus párrafos, nunca se sabe; no deja de ser una manera de expresar la ansiedad de la que bendito sea aquel que logre salvarse, y benditos los caminos menos dados al fatalismo en dicha propensión hacia los límites de la estabilidad que tan fácilmente se tambalea en los tiempos que corren. Mejor leer. Todo cupo tiene un límite y el exigido por las bibliotecas públicas oscila entre los tres y los ocho, desconozco si más, en función del número de ejemplares de los que disponga el centro en el que se soliciten. Esta mañana he estado mirando con atención en las estanterías de una de mis bibliotecas preferidas, la de la calle Feria de Sevilla, que a pesar de no contar con un extenso catálogo de títulos ostenta, siempre me ha dado esa impresión, ese tipo de silenciosa magia que en parte satisface las necesidades de todo lector: lo a gusto que uno se encuentra en cualquiera de sus salas de estudio, y particularmente en la de lectura de la planta baja a la que acuden jubilados y parados para leer el periódico, para echar un rato y para olvidarse del farragoso orden de los asuntos laborales.
Entra uno en una biblioteca y el tiempo se detiene. Después de una ducha y un buen desayuno, una vez que el cuerpo y el alma se encuentran recién estimulados por los chorros de aceite de oliva y el café, cuando la lectura del periódico es ya el preludio del rato de gozo que a uno le espera, hay pocas cosas comparables en mis días libres a la entrada en ese mundo del que saldré con la sesera refrescada y empapada de poemas y de cuentos, de fragmentos de relatos que unas horas antes soñaba con encontrar en los libros y que en unos minutos olvidaré para probablemente no acordarme de ellos nunca más, o tal vez en ese lúcido instante en el que se ralacionan las ideas obtenidas con los fotogramas del paseo. Pasan delante de mis ojos los nombres de Chejov y de Cortázar, los de Nabokov y Onetti y Chesterton, incluso los de algunos autores que siempre me llaman pero a los que de momento aún no he atendido, por miedo a no estar preparado, por esa cautela con la que uno se adentra en los mundos interiores de un autor desconocido hasta subir el peldaño a partir del cual todo resulta más sencillo, como con Margaret Aswood o con Orhan Pamuk, a los que instintivamente sigo la pista desde hace días como movido por uno de esos misterios que hace que uno vaya detrás de algo sin saber qué razones le llevan a hacerlo, por puro vicio de buscar en lo desconocido que tanta confianza me inspira, por las ansias de tener libros entre las manos aún a sabiendas de que no dispondré del tiempo libre necesario para poder leerlos disfrutándolos como se merecen, por querer perderme en la soledad de las páginas acompañado de los personajes de cada historia haciéndome uno más de la familia, por no importarme leer uno o dos o medio capítulo de cada uno de ellos hasta que en el libro menos esperado me quedo, inconscientemente, a vivir durante unos días en los que no desaprovecho ni uno solo de los minutos a mi alcance para perderme y abstraerme en él, no queriendo saber nada de ESTE mundo. 

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Frío trufado




Hoy, al pedir mi primer café de la mañana, he sentido la profunda liberación de poder decir que me acababa de levantar sin tener el más mínimo reparo en hacerlo, sin que ello me causara el más leve malestar propinado por la mala conciencia. Era más del medio día. Hacía meses que no tenía esa sensación e iba ya casi convirtiéndose en una necesidad. Quedarse leyendo hasta las tantas, hasta muy tarde, es uno de los placeres accesibles para quienes gozamos de la fortuna de disponer de una moderada libertad proporcionada por una irrefrenable tendencia al más auténtico y desbordante de los desdenes en lo que al rutinario hábito de las obligaciones burocráticas  se refiere; habilidad no exenta de los consecuentes riesgos de sorpresa en forma de carta anunciando la demora de un pago con su correspondiente recargo, o las habituales prisas tras el retraso en la presentación de un documento, o el más que presumible apremio en la gestión de la renovación de una póliza cuando tan sólo quedan un par de días para poder hacerlo. Siempre así, siempre con la soga al cuello en el último momento, cuando parece que no dará tiempo, cuando habrá que rezarle a los santos que más a mano tenga uno para que se enderecen los entuertos del despiste y la desgana. Nunca me desprendo de la amenaza de la desidia que me provocan todos esos asuntos tan sospechosos de trama clandestina global con los que el dinero circula de un lado a otro como por arte de magia. 
Más allá de la dedicación a mi oficio, y de tres o cuatro cosas secundarias con las que aparentemente mantener en orden mi estado sin que salten las alarmas, no hay nada que me guste más que mirar la vida pasar desde el balcón de mis paseos y la ventana de mis ensoñaciones, sin prestarle atención al torrente de dificultades provocadas por esa estúpida tendencia humana a crearse complicaciones innecesarias que abigarran la vida de postizos tales como números, marcas, firmas, timbres, recibos y llamadas publicitarias, sobres, sellos, códigos de barras y precios, catálogos, etiquetas, pins y puks y la madre que los parió secretos, identificaciones, cosas que tener en la cabeza para que ruede la noria del desvarío y la locura ordinaria de la que no hay quien ande a salvo si no quiere parecer un perdido, un indefenso o literalmente nadie. 
Salgo a la calle y veo como ha crecido el cambio de decorado de la Alameda de Hércules, la mitad de la cual por estas fechas empieza a parecerse a una feria, plagada de atracciones para niños, de animales en cierta manera exóticos, como los ponis o los camellos y dromedarios a los que uno puede subirse para dar un paseo a cambio de cinco euros, como en la playa de Matalascañas; hay puestos en los que desde artesanías se venden hasta caramelos y típicos dulces navideños; a casi todas horas hay churros con chocolate; hay un trajín de gente en este lunes vestido de domingo y hay también, no deja de haber, ese silencio en los semblantes de muchos de los que tienen cara de ser ese tipo de buenos mercenarios que no hacen preguntas; hay bufandas y chaquetones con las solapas levantadas hasta el cuello, niños que juegan con coloridos globos cargados de gas helio viendo como se les escapan y acaban perdidos en la lejanía del cielo a la que llegan esos ojos soñadores. El frío trufado de sol ofrece un panorama idóneo para la contemplación bajo el templado velo del bienestar térmico de este invierno con visos de otoño en el que yo prefiero exiliarme de la obscenidad de las obligaciones diarias; y me dejo llevar.

lunes, 8 de diciembre de 2014

A la sombra




Llega un momento en el que le da a uno por pensar en lo que, más allá de resultar un tópico, es realmente importante; en lo que de verdad vale y resulta útil para uno mismo y para la convivencia con los demás. Llega un momento en el que a uno le da por pensar en el fruto que toda dedicación debería llevar dentro como fin en si misma, aquello que aparece después de largos periodos de esfuerzo y corrección, de idas y venidas y subidas y bajadas: lo bueno como el pan bien hecho que huele a gloria, a base de agua, sal, harina y levadura, todo correctamente fermentado y amasado con el cariño de unas manos que dejaron en él el empeño de la buena fe, el pan que con su tiempo, su reposo y su estabilización acaba siendo el manjar de reyes con el que todo el planeta se alimenta y tira para adelante sin discordia ni encono ni envidias ni malhumorados sobresaltos, a pesar de las piedras que nos vayamos encontrado por el camino, de las dificultades, los escollos y las torpezas cometidas con las que aprender a rectificar a tiempo en otra ocasión.
Cuando hablo de lo bueno me refiero al desarrollo personal. Tenemos tanto, si no fijamos un poco, de potenciales artesanos de nuestras propias cualidades, de hombres y mujeres con la posibilidad de pulir sus dones a base de tesón y constancia e ir descubriendo en ese recorrido otras aptitudes que nos parecían imposibles o ni siquiera pensadas, tal vez observadas en otros y nunca en nosotros, que, y por desgracia, para la mayoría pasa inadvertida esa reflexión pareciéndonos más urgente la necesidad de no calentarnos demasiado la cabeza con pensamientos más propios de colgados y pirados e idos y locos perdidos: filósofos de pacotilla al fin y al cabo, gente que lee y piensa demasiado en cosas poco lucrativas, más bien sin fuste.
Uno de los peores males que nos invade hoy en día es el de poner el dinero por encima de todo. Parece como si no valorásemos lo que tenemos, el tesoro de la salud y la fortuna, en algunos casos, de la Democracia. Parece como si todo aquello que nos pertenece viniera incluido en una especie de fabricación en serie del ser humano desdeñando con frecuencia el esfuerzo que tantos hicieron durante tantos siglos antes que nosotros. Ahí comienza una de nuestras mayores pérdidas: la de conciencia; ahí comienza también nuestro anquilosamiento: en las aficiones y los devaneos con los que sólo conseguimos ser cada vez más borregos, cínicos, hipócritas y carentes del conocimiento del medio en el que a duras penas nos desenvolvemos , , por el simple hecho de tener miedo a poner en duda ciertos aspectos; como si desprestigiáramos aquello del querer es poder, como si no le diéramos la menor importancia al manantial de posibilidades que surgen de la fuente del pensamiento y que nos podrían ayudar a vivir mejor; y todo por no cuestionarnos que lo que nos han puesto delante puede que tan sólo sea la sombra de la maravilla que podría llegar a ser con el esfuerzo de todos. La inteligencia y la capacidad de discernimiento, el razonamiento y la capacidad de adaptación y de comunicación; el uso del lenguaje y las facultades que nos permiten poder crear e inventar; la imaginación y la resolución de problemas; la memoria y el buen olvido que fundamentalmente sirva para desterrar la idea del rencor. Y todo, si nos paramos a pensarlo, todo está en nosotros.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Naturaleza



Dentro de la aparente monotonía se encierra la resolución de los dilemas de la vida, el significado del devenir de las cosas, el sentido de la acción o la no reacción, los argumentos del paroxismo o de la falta de énfasis. Todo se encuentra ahí, delante de nosotros, bastaría con descifrar los códigos internos de cada uno de los pequeños actos que llevamos a cabo para darnos cuenta de la inmensidad intrínseca en cada uno de los movimientos muchos de los cuales inconscientemente realizamos guiados por el instinto de no hacerlos de otra manera, por no plantearnos siquiera el por qué de cada uno de esos gestos que configuran la dialéctica del día a día, desde la singularidad de lo más simple a la ecuación de segundo grado de lo más complejo. A veces me paro a pensar en lo diferente que sería nuestra existencia si cambiáramos un par o tres de hábitos, y me pregunto cómo hemos llegado a dar por hecho y a tener tan asumido el dictamen de ciertas costumbres profundamente intrincadas en nuestra manera de comportarnos, aún a sabiendas de que con ellas podemos propiciar el mal. De la misma manera que si viviésemos una centésima de segundo antes que nuestro vecino nunca lograríamos coincidir con él, así de curioso resulta pensar qué sucedería si sólo uno de los más característicos rasgos de nuestra conducta fuera de otra índole a la que es: cambiaría el curso de vidas enteras, se multiplicaría la diversidad de desconocidas circunstancias en miles de biografías contaminadas por el aburrimiento, qué sé yo. Eso por un lado, y por otro el irrefutable hecho de que cada persona es un mundo, un universo, una selva virgen, una novela, un cuadro que a medida que por él va pasando el tiempo aparece representado de diferente manera a consecuencia de la evolución.
La naturaleza humana muestra unas flaquezas tan evidentes que nos asustaríamos si supiésemos lo que cada uno de nosotros sería capaz de hacer en depende qué momento. Somos tan parecidos y tan desiguales, tan cercanos y tan alejados los unos de los otros; estamos aparentemente cortados con un mismo patrón pero somos diametralmente opuestos. Las apariencias engañan o quieren decirnos otras cosas que no son las que interpretamos; a pesar de disponer de los mismos sentidos los usamos con muy diferentes grados de sensibilidad; tenemos ojos y pupilas y córneas e iris pero, como diría Campoamor, vemos el panorama en función del color del cristal a través del que miramos; olemos fragancias, perfumes y aromas que nos invocan distintos recuerdos y emociones basadas en diferentes pasados, tantos y tan particulares como cada cada uno de nosotros; tocamos para pulsar, para agarrar un arma o para empujar una puerta, para hacer caricias o para aguantar el peso de un objeto que se nos viene encima; oímos prestando o no atención a lo escuchado, por una oreja nos entra y por otra nos sale o se nos queda muy adentro, tan adentro que a veces nos llega al corazón; apreciamos la cualidad, la textura, la temperatura de un líquido en la boca desde que entra en contacto con los labios, pero cada cual le da una interpretación personal a lo sentido, a lo más o menos atisbado en función de lo mejor o peor nutrida de la base de datos de su paladar mental. Estando tan cerca y tan lejos como estamos llega a veces uno a pensar que casi parece un milagro que consigamos ponernos de acuerdo; o es que a caso nos ponemos pero sin saberlo.

martes, 2 de diciembre de 2014

Hacer cosas




Hacer cosas. Siempre me ha llamado la atención esa expresión. Al día siguiente de haber descansado, de no haber tenido la obligación de asistir al trabajo, un compañero se te acerca para preguntarte qué tal, qué hiciste ayer, cómo te fue, y por momentos puedes sentir el pudor, la vergüenza de no saber cómo explicar que literalmente no hiciste nada; pero no hiciste nada porque era precisamente eso lo que te apetecía hacer: nada de nada. El país de las musarañas, estar en babia, la contemplación y la paz, el sigilo y la quietud de los actos, el silencio, la tranquilidad y la inocencia de dormir y desear seguir soñando; la balsa de aceite de un cierto grado de indolencia, el refugio que uno encuentra en el apartarse de las responsabilidades diarias; la calma que puede inundarlo todo como una ciénaga de barro caliente con el que se limpiarán los poros del cuerpo; la maravilla de no tener que dirigirle la palabra a nadie cumpliendo el embarazoso, hipócrita y cínico trámite de tener que quedar bien poniendo buena cara; la nostalgia en la que se va creando durante unos minutos una vida inventada en la que somos otros; el encuentro con la imaginación sin separar los pies del suelo, la otra vida con el otro yo que nos acompaña muy dentro de nosotros y con el que tan poco hablamos de tú a tú; la más absoluta de las dedicaciones a la reflexión y al autoconocimiento; aparcar el alma abandonando la vía de las prisas y del continuo arrebato de contradicciones; ver la vida pasar y dedicarse a la noble tarea de holgazanear como un niño que hace novillos porque prefiere no escuchar a un maestro que se ha ganado la aversión a pulso; a lo sumo tender la ropa; poner una cafetera y disfrutar conscientemente del aroma que inunda toda la casa; escuchar el repiqueteo de la lluvia sobre los cristales; armarse de valor para no seguirle la corriente a ninguna de esas proyecciones televisivas que contaminan las pupilas con imágenes de incierta confianza y con comentarios mal argumentados; estar alerta de lo que nunca estamos: de la sencillez de la nada que lo abarca todo; y escribir como remedio al desencanto y al desencuentro con la triste realidad que nos apabulla, que nos fuerza a comunicarnos mal, a hacernos daño; escribir como antídoto contra las enfermedades de las paredes, los tejados y el asfalto; y leer para sumergirnos en las nubes de otras existencias, de otros mundos y hasta de otros planetas. Hacer cosas.