domingo, 29 de junio de 2014

Escrito en un instante






Escribir a diario, y de la manera que lo ha hecho Muñoz Molina en su blog Escrito en un instante, dice él que se parece a tocar en directo. Qué envidia, qué maestría, qué admiración. Ponerse delante del teclado y comenzar a describir, en unos cuantos minutos, un paisaje, una situación, una impresión, un detalle, un algo relevante con el que mantener viva la atención del lector, es lo que hasta hace unos días hacía cinco o seis veces por semana Antonio, hasta que dejó dicho que, debido a la absoluta dedicación sobre una nueva novela, en la que lleva trabajando algo más de un año, y a que ha detectado que en ese espacio suyo se ha infiltrado la misma toxicidad política que lo inunda todo, ha decidido hacer un alto en el camino. Después de haber leído eso siente uno la emoción anticipada, las ansias por que llegue el momento de tener una nueva obra suya entre las manos, aunque no sin haber pasado por el trámite de unos segundos de pensativo silencio después de sus declaraciones en torno a que nunca se discute de nada que sea de verdad importante, y a su cuestionamiento sobre quién sale de verdad ganando en toda esa confusión, en ese torrente de insatisfacciones marcadas por el signo de la indignación, en esa montaña de blogs o de charlas que se enredan en la cosa, en el asunto, en el tema o cómo queramos llamarlo. Siente uno también el aliento de la inteligencia, la lección del maestro que sabe cuando hay que parar de la misma manera que dónde poner o quitar una palabra; siente uno la fuerza de la nota más difícil de tocar, el latido de la devoción por el saber que las cosas podrían ir mejor, y la esperanza de que después del verano aparecerá en Escrito en un instante, o en otro espacio similar, un párrafo con el que se inaugure una nueva etapa de escritura fresca y recién exprimida con la que se nos vaya alimentando el espíritu literario de quienes tenemos el vicio de tenerle en cuenta cuanto escribe. Mientras tanto nos quedan sus magníficos artículos, los de la tercera de Babelia, con los que cada sábado recibe uno a la mañana acompañada con un regalo debajo del brazo junto al desayuno, momentos en los que siempre me acuerdo de su atracción por el olor de los periódicos. Mientras tanto nos queda ir imaginando los nombres de los nuevos personajes, intuir la trama de esa novela en ciernes, o dejarse llevar por otros derroteros literarios y verse sorprendido el día en el que se entere de que ha llegado el momento de volver a disfrutar de esa incomparable sensación de bienestar que supone empaparse hasta los huesos con lo que va sucediendo en cada una de sus páginas, levantando de tanto en tanto la mirada asombrado por ese destello de lucidez, sonriendo y apuntando en un cuaderno algo que no puede quedarse ahí, y viéndose reflejado y comprendido por alguien que sabe mejor que nadie echarle un cable a la inquietud de quienes vemos y pensamos las cosas pero no sabemos que las hemos visto o las hemos pensado hasta que, como un relámpago o una descarga eléctrica, Muñoz Molina viene a ponérnoslas delante de los ojos.

sábado, 28 de junio de 2014

Una salida






Echarse al hombro una mochila cargada de libros y un cuaderno es un placer para quienes gustan de pasear y pararse de vez en cuando a contemplar su paisaje interior en función de lo que les depara la realidad. Meter en una bolsa un bocadillo y la indumentaria del trabajo es un gesto que se convierte en ordinario, en habitual, en pura rutina para quienes pasan tantas horas fuera de casa que no pueden gozar de un breve descanso, entre turno y turno, en su hogar. Coger una carpeta llena de facturas y de albaranes, de direcciones y de pedidos, de papeles en los que se desarrollan tareas, es frecuente para el comercial que recorre las calles, día tras día, en busca de clientes. Cada carga lleva implícita un recorrido, un destino. Pero decidir cambiar de domicilio, con todo lo que ello conlleva, es una decisión a la que no a todo el mundo le resulta fácil ponerle buena cara, máxime cuando esto supone cambiar no sólo de vecinos y de tiendas a las que ir a comprar la comida, de bibliotecas en las que reciclar las lecturas, de esquinas y de aires, sino de país y con toda la familia en el saco del futuro a cuestas. Hay que ser valiente para tomar una decisión de este tipo, hay que tenerlo muy claro y hay que tener mucha ganas de vivir y de descubrir, de progresar y de no caer en el siempre recurrente hábito del estado de confort, que en ocasiones nos lleva a acomodarnos en exceso. Alabo la decisión de aquellos que han decidido poner tierra de por medio y se han marchado en busca de otras cosas a otra tierra, de otras sensaciones y experiencias con las que después nos enriquecerán a la hora de contárnoslo. Alabo el gusto por la aventura y por las ansias de conocimiento porque detrás de ellos se encuentra la piedra de toque de la dialéctica con propiedad en sus palabras. Escribo sobre esto porque hoy se ha podido ver la imagen de una madre con sus dos hijos en el aeropuerto de Málaga, pensativos y algo nerviosos, mirando desde uno de los ventanales de la terminal a ese cielo por el que iban volando los aviones recién despegados con los que ya se iban figurando lo que en breve les esperaba: el viaje, el trayecto a otro lugar, a un lugar desconocido en el que a partir de ahora fluirá la vida de Blimunda, Siete Soles, Andrés y Juan. A estas horas gozarán ya del acento alemán de sus nuevos conciudadanos y del plano urbanístico y la pintoresca arquitectura de los edificios de su nueva ciudad; de otros contrastes de temperatura y de otros aromas que hasta ahora correspondían a la imaginación de quienes leen una novela inspirada en aquel país. Y mañana, al despertar, sabrán a lo que sabe la alegría de la vida de tenerlo todo por delante, como el pintor que acaba de enfrentarse a un lienzo en blanco con la clara sensación de que acabará siendo una obra maestra.

viernes, 27 de junio de 2014

Gramática parda




De la misma forma que hay personas tristemente calladas, como alejadas de la realidad que les circunda, un poco idas como no queriendo mirar al frente, ensimismadas en su melancolía, existen otras que aún estando calladas parecen muy satisfechas de las prendas recién adquiridas en una de esas tiendas de precios insultantes, orgullosas del coche que conducen como si éste se tratara de una medalla al mérito civil, sonrientes, felices y altaneras por cada una de las tonterías que dicen, de las que a mi me toca a diario escuchar unas cuantas, y de un estado de bienestar al que han llegado mediante la usurpación de las ideas y del esfuerzo de otros tantos que no han tenido más remedio que pasar por el aro: por el aro de la pura y dura necesidad de tener que aguantar, por el aro del resignarse una y otra vez a tener que decir que si cuando piensan que no, por el aro del que depende el pan de sus hijos y la hipoteca del piso en el que maldita sea la hora en la que fueron a meterse mal aconsejados por una de esas víboras bancarias que reciben comisiones a doquier. En fin, a lo que vamos, que de vez en cuando me acuerdo de mi vecino Pablo, que es un señor jubilado que vive solo y de alquiler en una escueta habitación del mismo edificio en el que yo descanso, un señor harto de haber trabajado en balde para toda esta caterva de secuaces de la inculta arrogancia a los que me refiero, un señor que, cada vez que me cruzo con él en el zaguán y cariñosamente le saludo llamándole maestro, me dice que esto, la cosa, antes o después, tarde o temprano, va a reventar. Él no le da más de tres años de vida a esta irrespirable inestabilidad plagada de carteles de compra y venta, a este comercio de baratijas a precio de oro, y a su manera, y sin haber leído un libro en su vida, con esa expresividad propia de quienes saben de lo que hablan proporcionada por una gramática parda curtida en muchos años de vida sin dejar de observar lo que sucede, viene a concluir que, debido a la falta de preparación de la mayoría y al interés por parte de quienes mandan de que así sea, nos veremos en la tesitura de resolverlo todo a palos, aunque no será a él al que le dé por comenzar. Lo dice y se queda tan ancho; me mira en silencio y me da una palmada en la espalda aconsejándome que siga leyendo, añadiendo que eso no le hace mal a nadie; luego suelta una enorme carcajada que acaba por hacerle toser al mismo tiempo que hurga en el bolsillo de su camisa en busca de uno de esos cigarrillos que son de plástico y huelen a menta, y termina por despedirse de mi levantando su mano para tocar levemente su sombrero con aire de intelectual. Después, como si lo viera, se encierra en su cuarto, enciende la tele o conecta la radio, se tumba en el sofá a disfrutar del sosiego que nunca tuvo y que ahora no permite que nadie le quite, y antes de las once estará ya soñando en un día de mañana más coherente y sensato; porque suele pasar que este tipo de personas como Pablo acompasan su sabiduría con un gran corazón, con el corazón de los invencibles en las artes del sentido común.  

jueves, 26 de junio de 2014

Un mensaje




Sabe ya, como decía José Saramago, todo un poco a comida recalentada cada vez que uno se pone a hablar de la cosa, del tema, de la situación. En ese fluir diario, en el que cuanto acontece parece que no va ni para atrás ni para adelante, hay un quietismo con el que a lo sumo aspiramos a que la virgencita nos deje como estamos, y por más que uno quiera salir del atolladero dialéctico, en el que se ve entrometido a las primeras de cambio, resulta difícil acceder al pasillo de la tranquilidad. La tan necesaria calma para que la realidad fluya sin sumergirse en el derrotismo es estorbada por la falta de aspiraciones personales, por la envidia y por los siempre macabros y bajos mecanismos de la venganza, por el rencor sin pies ni cabeza. A veces conviene quitarse de en medio cuando la atmósfera es casi irrespirable, y abrirse camino hacia horizontes que no necesariamente han de ser lejanos: basta con un poco de humildad y sabiduría del alma, con saber lo que uno no quiere, con tener claro lo que le hace daño, para decirle adiós a esa situación que se vuelve insoportable. Eso mismo es lo que estoy tratando de hacer: apartarme de lo que me molesta, de lo que me aburre y me cansa, de lo que me estorba y no me deja ver la claridad del día. Por eso a veces me cuesta tanto escribir a diario, por eso me refugio en la soledad acompañada de los libros que me regalan para ir tirando del hilo de la esperanza, de ese conducto con parada en las más hermosas avenidas del paseo. Digo esto porque veo a mucha gente cabizbaja, molesta, silenciosamente enojada; gente que se calla sus motivos y que mira de reojo, que desconfía hasta de su sombra, y eso no se lo merece nadie que disponga de la valía humana de la transigencia, nadie que odie la premeditación y la alevosía de la que se enfrascan las relaciones laborales. En un mundo con tantos necios es muy difícil pretender tener razón por cualquier cosa porque siempre va a salir alguno injustificadamente diciendo lo contrario, pero esa imbecilidad ha de ser combatida con el tesón de quienes aún pretendemos sacarle un verso a cada equina; de modo que envío desde aquí todo mi apoyo y admiración a quienes estén dispuestos a ganarle la batalla a la abnegación de los que se vanaglorian de su falta de respeto hacia lo que no conocen, porque solamente sin ellos, o con ellos transformados en personas más comprensivas, colaboradoras y decentes, podremos hacerle frente a la siguiente batalla que consiste en saborear el noble intento de alcanzar la libertad sin utilizar las armas.

lunes, 16 de junio de 2014

Una tarde de domingo






Me encuentro en una zona conocida como la plaza chica de la sevillana Alameda de Hércules, tomando una cerveza en esta calurosa tarde de domingo que huele a desamparada siesta de frescor entrando por una de sus ventanas, a rutinario paseo de turistas buscando un velador cubierto, de esos en los que se espolvorea agua para atenuar los síntomas de la fatiga propinada por el bochorno. Veo a un señor dispuesto a comprar una entrada para una sesión en una de las salas de cine que milagrosamente resisten las embestidas de la crisis gracias a ciudadanos como éste, con su libro debajo del brazo en el interior de cuyas hojas se atisba la colocación de una especie de cartón con el que se las arregla para ir marcando la página en la que dejó su lectura, la página en la que dejó esa historia, el alma de cada uno de los personajes ficticios alojados en el remoto lugar de la imaginación de un escritor, ese comentario cargado de conocimiento, ese ir y venir de una isla a otra por el archipiélago de la sabiduría; casi se adivinan en él las ganas y el gusto por el subrayado, por la caza de ese tipo de fragmentos que no puede uno dejar pasar desapercibidos leyéndolos una sola vez, esa frase lúcida que da en el clavo y acaba siendo pasada a un cuaderno como estas líneas sobre el mío compartiendo sitio con las recogidas del Libro del desasosiego de Bernardo Souares, digamos que Pessoa. Veo a una serie de suizos celebrando un gol, medio beodos y satisfechos por el resultado de su equipo, reclinados en las sillas de la terraza en la que están disfrutando de la alegría y de la permisividad con la que se sirven en España las bebidas alcohólicas. Veo a un vagabundo con pinta de sonámbulo que a duras penas va arrastrando sus pies entre las mesas, rogando que se le dé una moneda para poder comer, instantes tras los que siempre aparece el desafortunado comentario del listo de turno que viene a decir que se lo acabará gastando todo en vino, ese desgraciado al que el resto nos encargamos de pisarle el orgullo, de apuntalar su dignidad a base de unos cuantos céntimos que parecen pesarnos demasiado o incomodarnos a la hora de sacar los billetes de la cartera. Veo a un par de camareros que aprovechan un momento para fumar en la esquina, dándole largas caladas a sus cigarrillos, atiborrando sus pulmones de un humo negro con cuya ingesta parecen sentir el alivio del descanso del guerrero. Veo a una joven y guapa muchacha que entona Hotel California con desenvoltura y fragilidad sostenida de terciopelo, con la suavidad de quien disfruta con un instrumento en sus manos como si de un ser vivo se tratara, tocando su guitarra como si mantuviera a un bebé en los brazos, haciendo de ella que se transforme en ese pozo del que emana, como decía Juan Ramón, música en vez de agua. Justo cuando acaba la bella joven abstraída por los Eagles, y mientras pasa un sombrero de fieltro entre quienes se encuentran en la terraza del Realito, un hombre con aspecto de gitano, moreno, desaliñado y corpulento, dicen que un húngaro, otros que un rumano, toca su acordeón improvisando melodías que hacen que pasen los minutos y esa música no se acabe. Lo que si se acaba es esta tarde de domingo que no pasó de melancólica visión del mundo, encerrada en una larga noche en la que se despertará uno empapado en sudor y con ganas de que llegue la mañana para verle la luz a un nuevo día con más presencia de un realismo transparente y no agotado en la nostalgia, en los susurros de los versos menos dados al colorismo. Perdón por la tristeza. Mañana será otro día. 

domingo, 15 de junio de 2014

Otra despedida



Esta mañana he recibido el mensaje de una amiga en el que me comunicaba que hoy volvería a ser un día difícil para ella, un día en el que se vería de nuevo en el trance de la despedida de un compañero que por hache o por be ha decidido marchar. En el ámbito laboral que me ocupa, el de la hostelería, es frecuente que se creen vínculos muy estrechos en torno a algo más que a lo meramente profesional, porque entre unas cosas y otras, acaba uno viviendo cada jornada como si de un plato de arroz se tratara: nunca sale igual. A las espaldas de lo que significa un servicio, en la puesta a punto de todo lo necesario, concentración incluida, en esas zonas oscuras en las que está el misterio de hacerlo bien o mal, lo que no se ve, hay mucho esfuerzo, muchos enfados y pérdidas de nervios, mucho que tragar de parte de jefes cuyos oídos parecen taponados con silicona; hay mucho orgullo alimentado por revistas y por reportajes periodísticos, por cadenas de televisión que crean a personajes fascinantes de carne y hueso que se venden al mejor postor, y todo eso acaba siendo sostenido por la entrega de un montón de humildes hormigas que no cesan en su empeño de hacerlo lo mejor que pueden, a sabiendas de que la recompensa con la que se encontrarán será la de un sueldo a final de mes amparado por un convenio de trabajo de pésimas condiciones. Conozco lo suficientemente bien a mi amiga y a mi oficio como para pararme a pensar en lo importante de este día en ese restaurante en el que ejercí poniendo los cinco sentidos para que la maquinaria de su sala se pareciera lo más posible a un teatro en que el reparto de felicidad nos hiciera olvidar lo poco que le importábamos al mundo a no ser por el nombre del chef que nos representaba. Conozco lo suficientemente bien a lo que saben las lágrimas de la impotencia, y también las de la satisfacción, como para escribir todo esto de un tirón sin pararme a pensar nada más que en lo que ya traía escrito en la cabeza, porque, como decía Albert Camus, he tenido mucho tiempo para pensar y casi me sé de memoria todo esto, y mucho más, que por mucho que uno lo intente no acaba de salir de mi pensamiento, y de vez en cuando se instala en uno de mis sueños haciéndome imaginar que vuelvo a estar trabajando en directo con muchos de aquellos que honran la dignidad del oficio, con personas que estimulan el encanto de la limpieza con la sonrisa del compañerismo, con gente que sabe que detrás de ese orden al que nos sometemos para que la representación acabe siendo perfecta hay un halo de bienestar originado no en la vanidad sino en el orgullo de hacer bien nuestro trabajo, como es el caso de mi amiga Carmen y el de ese otro compañero al que hoy le ha llegado el momento de la despedida, de otra despedida que dejará un hueco indeleble, pero ante la que sólo nos cabe desear el mejor de los futuros que se merece toda buena persona.

sábado, 14 de junio de 2014

El gran mecanismo




Siempre he creído que hacer bien el trabajo que uno sabe es una, sino la única, de las maneras de mantener a flote el barco del alma ante las intempestivas de la realidad. El cobijo en el que uno se acurruca y se concentra mientras hace lo que tiene que hacer cada día para ganarse la vida, el oficio al que llegó y en el que parece que quedó instalado para los restos, tiene forma de guarida decorada con posters, de habitación del espíritu, y en ella se escucha la música que a cada momento nos va pidiendo el cuerpo a medida que colocamos los cubos del rompecabezas del pensamiento que nos conduzcan hacia la culminación de las buenas intenciones. Ese es el lugar de la soledad que cada cual lleva a cuestas lo mejor que puede mientras todo sucede a su alrededor. 
No es fácil mantenerse firme en el propósito y no cesar en el intento de actuar con corrección, sin bajar la guardia, sabiendo que además del beneficio que se le reporta a los demás somos nosotros mismos los primeros en recibir el beneplácito de disponer de buena cara. Ese es el punto de partida del efecto dominó tras el que viene el resto y que puede comenzar con un buenos días, o con el sencillo gesto de hacerle desinteresadamente un favor a alguien: nuestra relación con los otros, con los que se encuentran ahí, cada cual a lo suyo, haciendo algo igual de importante y que de una u otra manera repercute en la función que nosotros llevamos a cabo, como las piezas de un gran mecanismo que se llama sociedad. Así de aparentemente sencillo se muestra el trato ordinario, el intercambio de esfuerzos, cada tuerca en su sitio, cada responsabilidad en el lado que le corresponde, cada intento con la gratificación que se merece. Así sería coser y cantar, otro gallo nos cantaría. Pero para eso necesitaríamos del agradecimiento recíproco, de la aprobación de un consenso que pusiera a todos los trabajos en igualdad de condiciones para que nadie se creyera más que nadie y desaparecieran de una vez las estúpidas disputas por cualquier tontería, por no hablar de la arrogancia y de las subidas de tono acompañadas de humo, de mucho humo, de la falta de comprensión a la que se someten quienes barren las calles o penden de un rascacielos abrillantando cristales. Claro que después se nos llena la boca y todavía hay quien se atreve a decir que viven muy bien éstos o aquéllos, que ganan un pastón, y nuestro interés se centra en saber cómo hacer para que eso nos ocurra a nosotros, sin reparar nada más que en el dinero con el que poder atiborrar nuestras vidas de tratos inútiles, consiguiendo que la reflexión sufra el trance del trauma de la obsolescencia programada como si de un tostador o una batidora se tratara. 
Hay qué ver cuanta ignorancia y que poco dispuestos estamos a bajarnos de la burra. Hay qué ver de qué manera tan ramplona nos acomodamos sobre certezas que no pasan de eufemismos y a las que les acabamos dando justamente el nombre contrario a lo que son. Y todo por no ser capaces de pensar por nosotros mismos que cada una de la mayoría de las prendas que compramos, por ejemplo, esta contaminada por el injusto esfuerzo de un niño cosiendo en un sótano, o que para conseguir que nuestra moto ruja como un demonio tengamos que quemar unos cuantos centímetros cúbicos de aire limpio y hacer que retumben los tímpanos del vecino. Y mientras, en esa distracción tan prometedora para aplacar los nervios, se nos va olvidando que si cada uno de nosotros es importante lo es ante todo para que cuadre la ecuación de la convivencia, y para que el juez se sienta orgulloso del fontanero que vive tres casas más abajo, aunque esto último resulte casi imposible y diga bastante de lo que pretendo explicar.

jueves, 12 de junio de 2014

Apatía endémica




De un tiempo a esta parte noto una cierta apatía, y digo cierta, en la forma de desarrollar el trabajo de quienes se dedican a lo que yo hago. Ser camarero implica acorazarse de paciencia e ir tirando del hilo de la buena voluntad, del tener claro que el desagradecimiento forma parte irremediable de muchos de los malos hábitos cotidianos; y por eso lo comprendo, por eso alcanzo a entender que hay que estar muy bien formado y ser de una pasta especial para soportar el cúmulo de contradicciones a las que uno se ve sometido a diario por parte de los que acaban haciendo posible que se vea cumplimentado el mensual ingreso de la nómina en la cuenta bancaria. Creerse muy bien el papel que uno representa, el de repartidor de felicidad, para no caer en la tentación del pasotismo y de la desgana, del dejarse llevar por los tópicos que le dan a todo un aire de despersonalización que no conduce a nada, tan solo a una lamentable y continúa queja sobre el presente y sobre la realidad que nos ocupa y de la que pretendemos escapar como un pez que prefiere sentirse confundido en medio de un banco de morralla, no es tarea fácil a pesar de aparentemente parecer que lo único que hacemos es llevar platos de un lado a otro, y de vergonzosamente estar casi consensuado que tendríamos que estar tan felices por tratarse la nuestra de una labor que no necesita de la responsabilidad de tener que decidir si se aprieta o no un botón o de si se suben o bajan los impuestos. Pero ahí, como en la mayoría de los oficios, que quede claro, es donde radica el problema: en la falta de consideración, en pensar que el otro no tiene ni idea de la suerte que tiene, en saber ver sólo la dificultad mirándonos el ombligo, en no respetar el esfuerzo que a cada cual le supone lo que hace para que la maquinaria de esta sociedad se levante cada mañana y siga funcionando. Y fruto de esa desgana por la contribución sobre el bien común, fruto de ese esperpento de asimetrías, de esa falta de empatía, tenemos lo que tenemos y los unos contra los otros nos lo tenemos que comer.

miércoles, 11 de junio de 2014

Leer la prensa




Nada más abrir un periódico siente uno la emoción de la inmensidad al ver tanta información junta, sobre todo cuando se hace a primeras horas de la mañana, justo después de haber puesto los pies en la calle dispuesto a regalarse la gloria de un dolce far niente que tenga que ver con responsabilidad laboral alguna, en esos días de descanso en los que como por arte de una magia extraída de la realidad se presentan radiantes los nobles y humildes proyectos que carecen de imperiosas necesidades de dirigirse a ninguna parte, en los que se goza más y mejor que nunca del tiempo que se tiene por delante, cuando uno sale de casa con el firme propósito de dedicarse al arte de andorrear, del tabaco y la lectura, de la cerveza, la novela, el ensayo y el sosiego que a través de las gafas posa su mirada en una página escrita, reclinado sobre uno de los divanes que aún conservan algunas cafeterías; del almuerzo a base de un menú del día con gazpacho, vagando de un lado a otro dejándose llevar por lo que le vaya pidiendo el cuerpo. Esas sensaciones tienen su punto de partida en la lectura del diario que toco como tocaba las barras de pan recién salidas del horno que mi madre me mandaba ir a comprar muy temprano, justo antes de ir al colegio, cuando tenía que entrar por la puerta de atrás de la panadería de Benito porque el despacho aún no se encontraba abierto, en cuya esquina olía a tortas, a magdalenas y a bollos de leche igual que huele a tinta recién salida de la rotativa el periódico que acaricio esta sevillana mañana de Junio. 
El olor a café y a tostadas del bar Las Columnas es ya por si mismo una premonición de que bajo el estímulo de ese aroma uno podrá permanecer un buen rato abstraído por las diferentes noticias, por el paso de una página a otra, por el raudo vistazo a un titular y por la parada en seco sobre un epígrafe que nos dejó desconcertados, pensativos, meditabundos y solitarios en esos instantes de fría reflexión en los que parece que se acaba de descubrir la pista de un crimen; por la lectura al completo de algunos artículos de los que siempre se sale mojado de realidad por dentro mientras se observa que en el exterior parece que las cosas no cambian demasiado a pesar de la insatisfacción ciudadana, del abuso y del engaño de una clase política que no deja de contradecirse. 
Leo detenidamente los titulares de la portada e inmediatamente después giro el ejemplar para ver qué hay en la contraportada, leyendo en un rapto de impaciencia la columna que un alma lúcida pone a nuestro servicio cada día. A veces pienso en quienes se encargan de que este milagro se encuentre a nuestra disposición diariamente; en quienes se responsabilizan de configurar correctamente todas las secciones de un periódico para que el conjunto guarde un orden; en los que a vuela pluma escriben en un instante una noticia y se ven obligados a enviarla urgentemente; en los que se encuentran de corresponsales a miles de kilómetros de distancia y tratan de hacernos ver de la manera más objetiva posible cuanto sucede, con el tamiz de por medio de la diferencias entre culturas que en ocasiones hacen que las cosas no se entiendan o que se saquen las conclusiones que más conviene en cada momento. Qué difícil es informar bien y qué gusto da ser informado por profesionales con sentido de la orientación imparcial, con perspectiva del presente, con inclinación hacia hacer bien su trabajo, independientemente y por mucho que se hable de la tendencia política que de una u otra manera pueda influir sobre el grupo editorial para el que trabajen. Leer la prensa es otro más de los placeres reservados para quienes mantienen a la orden de su día a día el gusto por abrir un agujero a través del cual observar el mundo. 

martes, 10 de junio de 2014

Tomar notas en San Lorenzo






Cada vez que paso por la plaza de San Lorenzo de Sevilla me acuerdo de Phillipe Roth y de esos cuantos metros cuadrados de su infancia en los que se encuentra todo lo que ha escrito. Y es que en este trocito de ciudad hay tanta vida, se pueden contar tantas historias, se puede uno imaginar tantas cosas, que bastaría con tener la paciencia del fotógrafo para ir diseminando cada instante a base de palabras con las que describir cuanto se ve. Una instantánea de cualquiera de los gestos de quienes por aquí frecuentan es tan enriquecedora para darse cuenta de cómo está la situación, la cosa, de cómo va la vida, de qué es lo que es eso, que por momentos siento la inquietud de ponerme a escribir aquí mismo, en lugar de limitarme a tomar una serie de notas con las que después a  penas esbozo algo parecido a lo que me hubiera gustado publicar en el espacio de estos Peces de hielo. Dice Muñoz Molina que uno escribe lo que puede y no lo que quiere. 
Tomar notas, ir escribiendo en un cuaderno aquello que después sirva de muletilla y de antídoto contra el olvido, es uno de los placeres reservados a quienes dedican su tiempo libre a ir de un lado a otro tratando de descubrir lo que se les había resistido de la aparente normalidad en la que se descifran los códigos de lo cotidiano. Dice Ramón Masats que él descubrió la fotografía en la mili, por aburrimiento, y que a partir de ahí fue siendo consciente de lo ilimitado de cada instante, del significado que pueden encerrar determinados momentos. Algo así sucede en la plaza de San Lorenzo, que cada instante es ilimitado, eterno, fuente de diversos argumentos, manantial accesible a la imaginación para hacerse sus cábalas e ir tejiendo la tela de araña del cuento de nunca acabar.
Hay palomas picoteando las migajas que los niños le van dejando sobre el suelo; hay pelotas que ruedan y padres que disfrutan mientras contemplan jugar a sus hijos; hay un vagabundo y un loco de atar, otro que anda clamando justicia y cagándose en todo; siempre hay clientes en la terraza del bar Sardinero, y en la puerta del bar San Lorenzo, en la cantera del Quintero, como algunos lo llaman. Hay un acento para todo, para la tristeza y para la alegría, para el jolgorio y para la paz, para el entusiasmo y para el sosiego de la meditación amparada por la religiosa cercanía del Gran Poder y por la brisa que acompasa el balanceo del ramaje de los árboles de la plaza. Hay una iglesia y una capilla, un besamanos cada dos por tres, una cola de devotos que parecen llegar aquí con la admiración del peregrino que culmina su trayecto en la plaza del Obradoiro de Santiago. Y contrastes: hay un restaurante de cocina de mercado cuyos platos son pura arquitectura, y unos metros más allá hay una tasca que casi se cae a pedazos; hay un estanco y justo al lado hay una farmacia; pegado a uno de los templos cristianos que más creyentes atrae se encuentra una administración de lotería; algunos clientes que esperan su turno para ocupar una de las mesas del Eslava lo hacen en la terraza del Postureo; al mismo tiempo que se ve cómo se descorcha una botella de buen Rioja en uno de estos paraísos gastronómicos un clochard bebe a morro de su cartón de vino sobre la acera; mientras el calor sin tregua de las cuatro de la tarde hace imposible respirar en la calle, en el interior de las cafeterías se sufre un frío de nevera; y para colmo, esta misma mañana, charlaba con un vecino sobre el absurdo hábito del tabaco y justo al despedirnos me he percatado de que nos encontrábamos en la puerta de la casa en la que durante unos años vivió Gustavo Adolfo Bécquer, empedernido fumador que murió a causa de una infección pulmonar. Notas, pistas, vestigios, puntas de iceberg, lanzaderas, datos, de todo un poco de cuanto la vida bulle por aquí.

lunes, 9 de junio de 2014

La vida por delante



A medida que uno va cumpliendo años y va acumulando experiencias, en ocasiones los recuerdos de algunas de ellas se muestran emocionantes. A veces me da por recapitular y hacer inventario de lo vivido, de lo más representativo de cuanto anduve de arriba para abajo, de los cuartos en los que dormí y de las ciudades por las que paseé buscando nada, tan solo recreándome en los detalles de sus calles y de sus gentes. A veces pienso en lo que me llevó a ser lo que soy que a penas es la sombra que proyecta mi cuerpo; otras uno permanece a la espera de una nueva oportunidad, como con el presentimiento de que esto no ha hecho nada más que empezar, y cuando alguien más joven que yo se encuentra a punto de comenzar una de esas fantásticas aventuras que significan tener la vida por delante, la pura alegría del viaje y del descubrimiento, uno siente una cierta nostalgia de aquellos momentos en los que hacer y deshacer una maleta eran sinónimo de nuevas lecciones, de mundos por conocer, de personas con las que iniciar una convivencia que hasta entonces había permanecido como a la espera de nuestra llegada. 
Cada vez que veo a alguien con aspecto de estudiante, merodeando las inmediaciones de una biblioteca o de una facultad, siento la misma envidia sana que me depara la instantánea del viajero preparado para tomar un tren, un avión o un autobús. Muchas veces he quedado embobado ante esa imagen del viajero y he comenzado de inmediato a imaginarle una futura existencia, un próximo destino, y he empezado a ponerle a esa vida que ni siquiera es la mía el decorado de algunas de las anécdotas con las que naufragué y salí a flote en estaciones llenas de gente que mezclaba sus idiomas hasta lograr entenderse. Hay tanta riqueza suelta entre nosotros, tanto que compartir, tanto que aprender los unos de los otros, tanto, que a veces da la sensación de que una sola vida es insuficiente, y tal vez viajar sea uno de los métodos más interesantes para hacerlo, para compartir todo eso: para inmiscuirse en costumbres hasta ahora desconocidas, en hábitos que parecían no concernirnos, en horarios un tanto distintos, en dietas basadas en otro tipo de alimentos, en la diferente distribución del espacio de un hogar, en acentos que se irán instalando en nuestra boca y en nuestros sueños, en palabras con las que iremos dándonos a entender de una manera recién aprendida, en definitiva en un todo sacado del bloque de mármol de la vida de la misma manera que Rafael decía extraer sus esculturas.
Hoy me ha dado por escribir sobre esto porque hay alguien, una ex compañera de trabajo y una de esas personas cuya energía se transmite por la belleza de una mirada limpia y generosa, que está  apunto de abordar la empresa de un viaje al extranjero, concretamente a Gales, con el noble fin de aprender otra lengua y de continuar absorbiendo conocimientos de cuanto le ocurra; y a medida que han ido pasando las líneas me he ido acordando de lo gratificante que resulta cada pequeño paso en la carrera del aprendizaje cuando uno no cede en su empeño de querer poner los cinco sentidos para tocar el presente con las manos, para hacer de muchos momentos de la vida obras de arte, sobre todo aquellos en los que el crecimiento personal es el fin al que se destinan los esfuerzos del ser humano.

jueves, 5 de junio de 2014

Miedo



Miedo, tiene miedo el trabajador a que lo echen a la calle, a haber superado la edad conveniente para tener un trabajo decente; miedo a que lo desalojen de su apartamento, a que le corten la luz y el agua; miedo a que sus hijos no salgan a flote, a sentirse impotente ante el cúmulo de preguntas que parecen no tener respuesta, miedo a querer y no poder tener nada más que miedo; miedo a verse entre la espada y la pared, miedo convertido en silencio, en no atreverse a decir ni a opinar; miedo confundido con espanto, miedo desagradable que aborrega a una multitud condicionada por la ruleta rusa del si te he visto no me acuerdo, ese miedo tan cruel y tan obsceno hacia la falta de vergüenza, hacia la indiferencia y el cálculo atroz de las cuentas de resultados que nunca cuenta con el lado humano del ser humano; miedo a ser los conejillos de Indias, los que paguen el pato, los elegidos, las víctimas de la injusticia. Tiene miedo el empresario avaricioso de que lo desbanquen de cualquiera de los absurdos escalafones de la red, de que un inspector le haga poner todos los contratos de sus empleados sobre la mesa, de que alguien tire de la manta y se descubra todo, y se desmonte el rompecabezas de su tan bien planeada partida de ajedrez plagada de peones a su servicio. Tiene miedo un hombre al que acabo de ver a que le roben su bicicleta recién amarrada a una farola; miedo mezclado con desconfianza, que es una mezcla letal para los nervios; miedo e inseguridad, miedo y suspense con mucha prisa por coronar la cima de un suspiro. Tiene miedo el turistas a que le quiten la cartera, a que le engañen los taxistas, a que lo conduzcan hacia otro lugar; miedo como el de los pajarillos que el bochorno hace caer de los tejados, miedo indefenso, solo, errante y arbitrario vagando por calles de ciudades desconocidas. Tiene miedo el crupier sobornado a que lo delaten los capos por los que se dejó tentar; tiene miedo la dama de llaves del mafioso, la novia del violento, la querida del magistrado cual esposa del diablo; tenemos todos miedo a que alguien pulse un botón, a que todo salte por los aires; miedo callado a la barbaridad de la catástrofe, a los fines que justifican los medios, miedo que aborrece el silencio de la aquiescencia pero lo consiente y lo embadurna todo de un soporífero malestar que inunda las gargantas de quejidos y de llantos a escondidas. Miedo, miedo atenuado por los puntos suspensivos que nos hacen caer en el olvido para no volvernos locos; miedo que se aloja en el cerebro y en el corazón, en el alma y en el hígado y en el páncreas; miedo aderezado con amenazas, con calumnias y con la falta de respeto del bulo de mal gusto; miedo contaminado por la mala información que se encarga de infundir aún más miedo, más miseria y menos encantos del civismo; miedo que nos confunde y nos lleva a dejar de saber vivir juntos. Miedo, he dicho miedo. Y, como diría Fernando Pessoa, dejo de escribir porque dejo de escribir.

martes, 3 de junio de 2014

En un lugar de Sevilla




Uno de los beneplácitos de los que gozo al vivir en Sevilla es el de hacerlo en el barrio de San Lorenzo. Además del espíritu religioso de sus vecinos, del pagano espíritu religioso que lleva a los ciudadanos de esta ciudad a no pisar una iglesia nada más que en contadas ocasiones a lo largo del año, uno se siente atraído por la fuerza del carácter de lo castizo, por la cotidianeidad con la que los vecinos hacen uso de su sentido de la hospitalidad a base de cálidas bienvenidas y de bromas con referencias chistosas a todo bicho viviente, a cada acontecer y a cada situación tras la que pueda esconderse el más mínimo auspicio de risa basada en una desbordante imaginación que pone la realidad al servicio de la creatividad. Al vivir aquí uno va poco a poco notando que es de aquí o que aspira a serlo. Esta zona, a pesar de encontrarse muy cerca del centro, no forma parte de él según los que han nacido en ella, y por eso cada vez que uno sale para dirigirse a un lugar ubicado tres manzanas más allá, Amor de Dios arriba, dice eso de voy al centro. Cada calle es el reflejo de lo que ha perdurado, cada esquina es sinónimo de autenticidad, cada balcón hace pensar a cerca de la historia de las vidas que se han vivido tras las paredes de un apartamento. Todo el mundo se conoce y los que vamos llegando vamos siendo objeto de comentarios, de aprobaciones y de supuestas vidas anteriores que han hecho que demos con nuestros hueso en la calle Pescadores, por poner un ejemplo. La Alameda de Hércules, que otrora fue refugio de los vampiros del proxenetismo y patria de los agrios licores de la madrugada, es hoy un ejemplo de cosmopolitismo ensamblado entre los destellos y las firmes pruebas de una cultura popular que hunde sus raíces en el flamenco y en la Semana Santa. En esta época del año es un encanto contemplar cualquier rincón a las horas en las que al sol le queda poco para ponerse; todo adquiere la tonalidad de un pastel cuyas sombras incitan al paseo y a la poesía, a la calma y a la tan necesitada templanza que desgraciadamente no es tónica dominante en nuestros días. Escribo esto desde el café Piola, que se encuentra en la parte de la Alameda más cercana a la calle Feria, en el que comencé a leer por primera vez El jinete polaco hace ahora seis años y al que he acudido con la sensación de estar en un sitio en el que literalmente me encuentro como en mi casa, en una de las mesas del fondo, como antes, escuchando algo parecido a un blues del que de vez en cuando parece que despierto cuando levanto la mirada del cuaderno.