viernes, 27 de febrero de 2015

Sangre renovada


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Sevilla es una de esas ciudades que necesitan de muy poco para sentirse alegres. Baste decir que algunos, muchos, de sus rincones son como perpetuas fuentes de luz, aún en días nublados, y que la desenvoltura de sus gentes juega ese papel con el que una escena se llena de la dinámica necesaria para sentir el constante fluir de la vida. Aquí dura poco el invierno, a penas un par de meses algunas de cuyas semanas gozan del privilegio de la templanza. Aquí el otoño es una tregua que concede el verano y la primavera el asunto propio con el que el despliegue de aromas entroniza a la diosa de los perfumes urbanos. De madrugada, si uno pasea por cualquiera de sus calles siente la suerte de disponer de ellas para una abstraída contemplación que lo transporta a tiempos pasados envuelto y acompañado por el silencio de sus edificios. Pasear a las tantas de la noche por la calle San Eloy, por la Campana, por Sierpes o Velázquez, por la calle Tetuán hasta Plaza Nueva, o por la avenida de la Constitución, en la que mientras descansa el tranvía la catedral se presenta incólume, bella y callada, iluminada y monumental, hermosamente solitaria y magnánima, es uno de los lujos accesibles de la vida. Ahora que las tardes comienzan a ser más largas, ahora que el sol otorga a cada objeto la belleza interior que no merece pasar desapercibida, es habitual ver a algunos paseantes con prendas del brazo, como queriendo desprenderse de los hábitos del frío, como ansiando que llegue lo antes posible el rescate de esa libertad proporcionada por la ligereza de equipaje de sus indumentarias. Se acerca la Semana Santa y todo adquiere el matiz de presunción con el que los grandes acontecimientos incitan al deseo anticipado y a la preparación de los rituales con los que todo se envolverá en ese velo prometedor de una gloria emanada del pueblo: el sabor a una tradición enraizada en lo más profundo de las costumbres, el orgullo de una comunidad fragmentada que apenas va a misa pero que constantemente reza y jura y promete, el colofón de una contradicción, de la excepción que cumple la regla, una forma de ser y de vivir contagiosa y contagiada a quienes echaron anclas en este hospitalario puerto. De la misma manera que ya se intuye la llegada de la primavera, cuando aún es más que probable que nos sorprenda algún que otro chaparrón y que la bajada de temperaturas nos pille por sorpresa, se está pensando ya en la feria, con lo que todavía queda, porque una de las cosas que más fácilmente se ejerce en Sevilla es pensar más en lo que se va a hacer pasado mañana que en la planificación del día siguiente. Cuestión de idiosincrasia, de un sobre la marcha marca de la casa. Da gusto entrar en estas fechas y notar cómo la sangre se renueva tan solo con clavar los ojos en cualquiera de los lugares por los que uno pasa.

miércoles, 25 de febrero de 2015

Apuntes


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Se dice de James Joyce que lo apuntaba todo, que su minuciosidad a la hora de recaudar datos era el método que le servía de tiralíneas cual arquitecto de las letras para  después exponer con detalle cada uno de los rincones por los que transcurren las vivencias de sus personajes; todos los nombres, todos los gestos y movimientos, todos los aromas e indicios, todas las frases que sugieren ese tipo de descubrimientos que hacen que la literatura se ciña a la vida. Se dice de Juan Carlos Onetti que el perfecto desorden que habitaba en sus bolsillos llenos de retales de papel, desde un trozo de periódico hasta la servilleta de una confitería, eran el almacén del que más tarde habrían de surgir las andanzas de los Larsen y compañía, por esos muelles y suburbios, por esos bares nocturnos y calles estrechas, por ese mundo de Santa María del que no es difícil que uno salga impregnado de una pegajosa sensación como de entre humo de tabaco y resacosa humedad de licores apócrifos. Para José Luis Sampedro era inconcebible ponerse a escribir una historia sin antes haber diseñado el plano completo del relato, incluso la biografía de cada uno de sus personajes, aún con datos que tal vez luego no utilizara, tan solo por creer que conociéndolos mejor sabría cómo hacerles desempeñar un papel u otro en cada una de las decisiones que éstos tuvieran que tomar durante el transcurso de unos sucesos plagados de una ejemplar erudición ambiental que convierte al lector en uno más de los habitantes de la época que se esté tratando. Miguel Delibes afirmaba no ponerse a escribir hasta que no tenía la novela armada en su cabeza, fuera cual fuera el tiempo que necesitara, siendo a partir de ese momento cuando, como se suele decir, los personajes adquieren cierta autonomía convirtiendo así al escritor en una especie de médium que se deja llevar, hasta el punto de que ese relativo automatismo se topa con situaciones no premeditadas y con nuevos argumentos para cambiar  el desenlace planeado sin reparos sino más bien con una inusitada emoción de energía renovada, por las ansías de saber en qué acabará todo una vez que la pluma, las manos, hacen uso como de una especie de memoria inventiva convertida en artífice de la obra. Voy pensando en todo esto, durante el paseo que me ha llevado hasta el teclado, mientras oigo y escucho, mientras observo el paisaje urbano e intuyo en cada una de las caras con las que me cruzo la posibilidad de una historia, mientras atisbo las diferencias entre las maneras de los vagabundos, las terrazas de los bares, los vestidos de las señoras, la forma en la que cada cual hace suyo un hueco de sol o de sombra, mientras la vida fluye adhiriéndose al pensamiento caminado que goza de los cinco sentidos para ponerlos al servicio de una imaginación cuya tabla de salvación se encuentra en cada instante.

martes, 24 de febrero de 2015

Las cosas

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Para Mario Benedetti la perfección era un cúmulo de pulidos errores, como para cualquiera de nosotros acaba siendo nuestro propósito de hacer las cosas como queremos, lo mejor que podemos. En esa búsqueda errante y fatigosa a veces se halla el misterio de la existencia, el ordinario trajín de lo cotidiano, la respuesta a ese cuento de nunca acabar en el que las dificultades se mezclan con los caramelos en los labios que no nos dejan de ofrecer la desidia y el malentendido de lo arbitrario, de lo que no tiene por qué ser lo mejor pero a lo que acabamos por sucumbir en épocas, en tiempos, en etapas, en días que se convierten en semanas y en meses de flaqueza. La creatividad es un universo que puede encontrar su punto de partida en lo primero en lo que se clavan los ojos, y esa agudeza observadora nos puede ayudar a combatir la duda perpetua de si seguir o no por el mismo camino. Todo cobra vida a poco que uno preste un poco de atención. Admiro a Henry Matisse, al pintor con tijeras, y lo recuerdo, cada vez que contemplando una de las manchas que habitan las paredes del apartamento en el que vivo adivino la silueta de un Quijote o de una nube, de un coche o de unos ojos, de una motocicleta o de las almenas de un castillo medieval, procedentes de las secuelas que la humedad ha generado en forma de tatuajes sobre los muros encalados y recubiertos por la patina de vivencias de los que anduvieron por aquí antes que yo, en esa espontaneidad de un diseño como de fantasmas. Del mismo modo me viene a la cabeza el nombre, el hombre, el ser humano, la perseverancia en la surrealista y onírica obra emanada de un mundo propio, del mundo propio de René Magritte, al que le dedico cada una de las piezas de fruta y utensilios comunes que desperdigo por las salas del restaurante en el que trabajo cada vez que me propongo encontrarles un sitio dentro de la realidad moldeada por los humanos, en la que cada objeto cobra vida propia, mundo propio y paralelo, y dispone de un hueco dentro del caos generado por la inconmensurable amalgama de cachivaches y futilidades en forma de credo con auspicios de sabiduría engreída sin más fundamento que el del estatus, en lo que hay y por ahí todo lo que sigue hasta el final. Las cosas viven y nos miran y nos hablan, solo se trata de pararse a escucharlas y a entender el lugar que quieren ocupar. A veces, del mismo modo que en el jazz el silencio es la nota más difícil de tocar, un vacío cubre la inmensidad y por un pequeño agujero se cuela el rayo de luz que precisa el ente más común para sentirse en el lugar que le corresponde. Siento que aún teniendo muchas, demasiadas cosas, hablamos poco con ellas, razón por la cual nos da por súbitamente tirarlas a la basura o no dudar un instante en comprar otras al ver un folleto en el que una fotografía reproduce cualquier cacharro con posibilidades de sustituir aquello con lo que no sabemos que hacer.

sábado, 21 de febrero de 2015

A un buen lugar


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Esta mañana el preludio de un día frío y húmedo parecía ineludible después de una madrugada en la que el soniquete cantarín de algunas gotas de lluvia se escuchaba desde la cama al repiquetear sobre los cristales. A eso del medio día el color del cielo se ha ido clareando dando paso a esa sustanciosa propiedad de vida plena que la luz tiene en Sevilla. Mientras yo trabajaba la gente salía de su casa para aprovechar la mejoría dando un paseo por el centro de la ciudad. Por la tarde una multitudinaria reunión de sudamericanos se ha dado cita en la Plaza Nueva para la conmemoración de algo que desconozco, que he tratado de imaginar viendo a esas personas de tez morena y gorros como hongos bailar, sonreír y entonar alguna de las populares cantinelas de aquellas tierras que dejaron atrás. Cuando uno ve a alguien que viene desde muy lejos y se queda a vivir aquí siente la curiosidad de saber cómo nos verá, con cuántas complicaciones se habrá encontrado, qué soñará, cuánto tiempo hace que no visita a sus familiares, si le irá bien o mal o si se atreverá a ponerle las peras al cuarto a uno de esos que confunden patriotismo con nacionalismo. En las ciudades cosmopolitas no deja de existir una gasa de costumbres adquiridas que lo envuelve todo. Parece como si la ciudad por sí misma impusiera sus reglas para que el transcurso de la convivencia no dejara de ser de una determinada manera. Hay cascos antiguos que tienen un carácter tan fuerte que parece que en los muros de sus edificios se encontrara escrito el código deontológico que es necesario ejercer para pasear por ellos. El barrio de Santa Cruz impregna al visitante de un sosiego sin el cual sería inconcebible el ritmo de la lenta caminata entre sus estrechos callejones. En la Alfalfa hay algo de pequeño pueblo al que acaban yendo a parar vecinos de todas las procedencias, sobre todo españoles, que pronto se encuentran con el bar de la esquina, con la tienda de abajo, con el quiosco de la plaza, con el estanco y el reglamentario supermercado, con las cosas comunes de la vida lo suficientemente a mano como para que les de tiempo a salir al balcón a echar un cigarrillo y comprobar a lo que sabe la dulce monotonía a la que se refería Antonio Machado. Esta mañana yo trabajaba e imaginaba lo que sucedía afuera por la cara con la que al restaurante iban llegando los clientes, y por el reflejo del sol en los tejados y las paredes de los bloques más cercanos que se ven desde el comedor. Hoy he tenido la sensación de que no hay nada como compartir lo que no se ha disfrutado pero se está dispuesto a descubrir en el bienestar de quienes lo acaban de gozar, como quien se sube a un tren en marcha con destino a un buen lugar.

martes, 17 de febrero de 2015

Ráfagas


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Tarda uno más de la cuenta en contestar algunos correos, algunas llamadas e incluso algunas señales prometedoras de alegría. Estar enfrascado de cavilaciones en torno a cómo hacer o no las cosas, en el caso que a cada cual le ocupa, puede llegar a absorbernos tanto como ese otro tiempo detenido en el interior de las novelas. Cada vez que retomo Madame Bovary es inevitable oler el campo y escuchar el ruido de los carruajes, las espuelas de los caballos, las herraduras rozando contra las piedras del camino, el rugir de las tablas de las escaleras, las conversaciones, el murmullo de quienes gratuitamente opinan a cerca de unos y de otros como tan magistralmente, con el dardo en la palabra, nos muestra Gustave Flaubert, quedándome a vivir allí sin preocuparme del reloj ni del día en el que vivo. Si abro por cualquiera de sus páginas uno de los tomos de En busca del tiempo perdido definitivamente se me va el santo al cielo, porque ahí, en la escritura de Marcel Proust, el tejido literario es de esos que necesitan ser saboreados casi como cuando se lee poesía, con la salvedad de que en esta ocasión el filo del cuchillo del significado es de tan asombrosa lucidez como para merecerse reiteradas lecturas sin salir de la misma página, y además nunca con la sensación de estar leyendo lo mismo, sino ahondando más en el mensaje, en las diferentes perspectivas que engloban el mundo interior del autor, ese mundo que se parece tanto al silencio que uno anhela para poder pensar detenidamente qué y qué no hacer, cómo llegar a la solución, de qué manera abordar un problema, en qué momento decir la expresión adecuada, el calificativo preciso, la subordinada de dicción correcta y fácil de entender. Es esa la ensoñación que nos hace soñar despiertos, ver más allá de lo que hay detrás de cada persona y de cada gesto, pararnos a pensar, ver las cosas, detenernos en el momento adecuado y, como en literatura, ser conscientes de que muchas veces dice uno más por lo que calla. La elipsis, la elusión y la omisión son tres de los mejores colores para pintar una lámina con aspiraciones a ganarle la batalla al despilfarro de charlatanería en el que nos envuelve un presente mentecato y poco dado a dialécticas de cierta profundidad. En eso anda uno perdiendo el tiempo sin contestar llamadas ni mensajes ni correos, ni señales con aspiraciones a gozar de la dicha de un tipo de alegría que aún no conoce pero que presiente como se presiente el desenlace del final de una novela en esa ráfaga intuitiva y poderosa que la imaginación nos emite.

martes, 10 de febrero de 2015

Siempre lo mismo



Si se para uno a pensarlo siempre acaba escribiendo sobre lo mismo. Siempre dándole vueltas a las mismas cosas dichas de diferentes maneras. En cada palabra que uno escribe acaba habiendo un poco de esa insatisfacción que trata de saciar mediante la expresión de ideas, de sus ideas, de razonamientos tejidos en la tela de araña de su particular filosofía. Francisco umbral no dudaba en criticar abiertamente a aquellos escritores o pensadores, a cualquier tipo de artista, que no le gustaban por mucha que fuera la reputación de éstos, y lo hacía con la libertad propia del reino, del único sitio, en el que según él era posible ejercer de veras la libertad: en la literatura. Cuando miro a mi alrededor, en esas confabulaciones que instintivamente vienen a visitarme durante mis paseos, además de acordarme de aquello que según Nietzsche venía a decirnos que los mejores pensamientos son los pensamientos caminados, igualmente recuerdo el ojalá llegues a ser lo que eres de Píndaro. Ser lo que uno es. Cuántas personas,  la mayoría me atrevería a decir, pasan, pasamos por esta vida sin desarrollar nuestro talento, sin desenmascarar las claves de un código de barras que solamente nos pertenece a cada uno de nosotros, lo que nos hace diferentes, lo que somos y nada más. Puntas de iceberg es lo que acabo contemplando, diamantes en bruto, enigmas sin resolver, planos de edificios no levantados, cuadernos plagados de huecas siluetas que pocos se atreven a rellenar de colores. El miedo a lo desconocido junto con la desconfianza de los tiempos modernos acaba por mermar a una sociedad parasitaria y acomodada en el virus de la ramplonería y el rechazo al mérito que lleve implícito algún tipo de sacrificio. El primer paso, el de la valentía necesaria para crearse un mundo propio, es algo que debería enseñarse en los colegios como asignatura con la que fomentar el espíritu crítico de seres que gozan del privilegio de encontrarse con las puertas del mundo abiertas de par en par; en esos comienzos en los que el cerebro es una esponja, en esos inicios en los que la virginidad del cristal no rayado es un campo abonado para el desarrollo de la lucidez, y no como desastrosamente se están encargando de deteriorar y fatalmente condicionar tantas sectas y organizaciones con fines políticos tras los que se encuentra el interés de la destrucción y el clientelismo engañado con la infamia de la promesa de un falso edén. ¿Por dónde empezamos? Seguramente por nosotros mismos indagando en el concepto Libertad, aprendiendo su significado, llevándolo a sus nobles consecuencias, creyéndonos seguros de ser capaces de, además de construir terribles guerras y armas de destrucción masiva, realizar el proyecto de desarrollo personal que potencialmente existe en el interior de cada uno de nosotros. 

lunes, 9 de febrero de 2015

Varias vidas



Decía Carmen Martín Gaite que la literatura es como un consuelo de esa sed de expresión que a veces la vida nos niega. Anda uno de libro en libro muchas veces más feliz de lo que lo pudiera hacer acompañado de cualquiera de las posibles realidades que la vida nos ofrece, tan manidas algunas, aburridas otras y, como diría Francisco Umbral, por ahí todo seguido hasta el final. En ocasiones el material refugio en los adentros de una novela, en esa maravillosa cueva de los descubrimientos, puede resultar más atractivo que la vivencia del día a día tan cargado de frustraciones como deseoso de buenas nuevas que tengan que ver con el placer de sentirse bien sin tener por qué tener que recurrir al infructuoso hábito de la posesión de inutilidades que enriquezcan nuestra vanidad y nos acompañen hasta el desfiladero de la incongruencia. No se trata de ser maniqueo pero si de ser un tanto crítico, un tanto inconformista en la justa medida con la que poder seguir respirando. Ni me gustan las torres de marfil ni me apasionan las multitudes. Lo cierto es que las circunstancias, la coyuntura, la de ahora y la de antes, la realidad misma en la que actualmente vivimos y de la que otros pusieron las bases, ya que esto no es algo nuevo ni puede pretender uno descubrir a estas alturas el  Mediterráneo, siempre fue un poco así, siempre se sintió el hombre un poco solo, descontento, usado para fines poco nobles, en fin no muy bien tratado, despojado de la esencia del conocimiento, un poco a la deriva en busca de explicaciones que le fueran dando forma a su existencia, y una vez no satisfecha esa curiosidad del todo hubo de comenzar a indagar más y más hasta acabar por inventarse otros mundos, los de la literatura, con los que enriquecer y complementar la vida de la que se dispone. Cada vez que en mi interior se enciende la bombilla que ilumina mis ganas de escribir, de continuar disfrazándome de estudiante, de leer párrafos como quien paladea un Sauternes o uno de esos Güisquis de malta que calientan el estómago y estimulan la conversación, siento la fortuna, casi el premio, de poder disponer de más de una vida dentro de ésta. Es de ahí de donde saco las fuerzas para escuchar las tonterías que haga falta, porque en el fondo de todo se aprende y nunca anda uno a salvo de cometer alguna torpeza de la que se sentía incapaz.

viernes, 6 de febrero de 2015

Presente continuo



Decía Albert Einstein que él no creía en el futuro porque llegaba demasiado pronto. El presente, el presente continuo se convierte así en el objeto de reflexión permanentemente cambiante. En un abrir y cerrar de ojos le pueden pasar a uno tantas cosas como no le habían sucedido a lo largo de meses, o de años. Siempre se ha dicho eso, muy impregnado de filosofía musulmana, de que permanecer atento a las situaciones y hacerlo de buen talante es lo que nos permite poder ver más de cerca aquello que nos favorece, o como solemos decir ver los trenes que pasan. Pararme a escribir, poner los dedos sobre el teclado, es ya una de las cosas con las que mejor se ejercita mi memoria, es el lugar en el que más fácilmente me vienen ideas a cerca de las que poder contar algo, y llegar así a la conclusión de que escribo luego existo. Leo un artículo en el que se cuenta la posible implicación de Primo Levi en la ejecución de dos de sus compañeros del grupo de resistencia al que pertenecía, tras su salida del infierno del campo de concentración de Auschwitz en 1943, y no salgo de mi asombro al constatar que, como nos recuerda Muñoz Molina, es casi más importante disponer de un buen olvido que de una buena memoria. A veces los recuerdos nos pueden traicionar, otras nos ayudan a resolver el enigma que hacía siglos andábamos tratando de resolver, pero nunca nos abandonará esa parte fiel e intrínsecamente afincada en el ser de lo que somos: la memoria. Doy un paseo y no ceso de contemplar, de oler perfumes en esta ciudad ya de por sí perfumada de azahar y empolvada por el polen de todo tipo de flores, perfumada de incienso y de pescado en adobo, perfumada de una espontaneidad vital sin parangón, de un democrático cinismo sobresaliente de hipocresía con la que es capaz de salir del paso de cualquier situación. Paseo y me harto de ver cómo hay cada vez más gente tirada en el suelo junto a un pequeño letrero de cartón en el que ha sido escrito eso de necesito una ayuda, tengo hambre y tantos hijos, estoy parado, busco un trabajo, y me pregunto si ese Reino de Dios que Tolstoi decía estar en nosotros sigue de nuestro lado. Paseo por el centro, no sé cuantas veces habré hecho el mismo recorrido, y siempre encuentro algo nuevo, en esa especie de encantamiento que tiene Sevilla para redescubrirse a cada paso en cualquiera de sus detalles. Busco en las miradas de quienes se cruzan conmigo, me invento sus vidas, busco en las librerías de viejo y en los estantes de las bibliotecas, busco en las manecillas del reloj, en los bolsillos de mi chupa de cuero con la que me disfrazo de estudiante, busco en el diccionario, en el Manuscrito de Jaén de San Juan de la Cruz, en Saul Below y en Francisco Umbral, busco y lo que encuentro es un presente continuo del que emana una mágica energía con  la que se oxigenan mis pupilas.

lunes, 2 de febrero de 2015

Aún es de noche



No deja uno de sorprenderse al saber, al verlo con sus propios ojos, que aún hoy en día, cuando aún es de noche sobre algunos aspectos fundamentales de la dignidad de los trabajadores, y tal vez con más persistencia que antes, que existen sitios en los que las condiciones de trabajo no dejan de ser, son, inadmisibles y nada propicias para que un ser humano, un padre de familia pongamos por caso, cuya preocupación por el futuro de sus hijos es permanente, o un joven que quiera comenzar a labrarse un porvenir, dispongan de unos mínimos salariales y de tiempo libre con los que, entre otras cosas y en primer lugar, rendir en su trabajo y consecuentemente hacer que la empresa a la que le dedican su esfuerzo, a cambio de una muchas veces fraudulenta recompensa, sea la primera beneficiada. Nuca he dejado de visitar bares, de todo tipo, y debido a que mi oficio anda dentro del mismo gremio soy propenso a ponerme en la piel de quienes ejercen en cualesquiera que sean las condiciones. Nunca he dejado de aprender de lo que he visto, de los documentos gráficos a los que uno puede asistir, de las lecciones de la vida misma en esos trances. Mi vida, y las razones del azar que han hecho de ella lo que soy, se ha ido desenvolviendo entre salas de restaurantes, comedores de hotel y barras de bar, y desde una novela de Stephen King hasta un relato erótico de Vladimir Nabokov uno ha ido ya siendo testigo de lo suficiente como para pararse a pensar en serio de lo que va la cosa. 
De camino al trabajo, casi cada mañana, frecuentemente desayuno en la misma cafetería en la que se nota cuando no está el jefe, cosa que ya dice bastante. Los que allí trabajan se esfuerzan al máximo, tienen una memoria de elefante que les permite saber qué es lo que va a tomar cada cliente y cómo de largo o de corto o de frío, caliente o templado le gusta el café a partir de, como máximo, la segunda visita, ojo; lo he comprobado; pero insisto, cuando no está el jefe, se nota en sus caras, en su talante y en el desarrollo de su creatividad. Hay otro lugar al que voy con asiduidad, por cercanía a mi casa, por sus recurrente oferta y por que, aunque ellos no lo sepan, siento una confesa admiración por los que allí se baten el cobre. Descansan un día a la semana y sus jornadas oscilan entre las once y las catorce horas; no hay que ser ningún gurú de la estadística para deducir estos datos. A veces la crispación entre ellos, fruto de un abusivo desgaste, es latente y llega hasta los oídos de una concurrencia que parece estar acostumbrada a que de tanto en tanto pasen cosas así entre ellos. Las ojeras que pueblan sus caras son el reflejo de la pesadilla constante, de la impotencia, de esa ratonera mental para quienes piensan que ahí se acaba todo y que tal vez no tengan otro lugar al que ir a parar. Esto último es lo que más me duele, la abnegación y falta de confianza en unos hombres aparaentemente valientes y buenos trabajadores.