sábado, 31 de mayo de 2014

Anticipos de un verano




Hay que ver con qué anticipación llega el verano a Sevilla. A penas han pasado unas cuantas semanas desde que comenzó la primavera y ya parece que se haya esfumado esa agradable templanza con la que a uno nunca le dan ganas de dejar de pasear hasta entrada la madrugada, cuando los callejones del casco antiguo reposan en una calma de monumentalidad en la que es fácil adentrarse en la imaginación de cuanto por aquí sucedió a lo largo de los siglos.  En esta ciudad, como en todas, se habla del tiempo a todas horas, solo que aquí el ciudadano es consciente de que le aguardan unos cuantos  meses de calina que desde ahora, a excepción de los leves intervalos en forma de algún que otro chaparrón llamado tormenta de verano, cuyo sofoco tardará horas en desaparecer de las emanaciones de calor que emite el asfalto, llegará hasta pasado el mes de Septiembre. A partir de ya casi nadie se acuerda de las prendas que no sean una camiseta o una camisa de manga corta. La comodidad en los cuellos es condición indispensable de los atuendos que cubren los torsos. Las telas penden sueltas y ligeras de los cuerpos. Los mocasines a penas alcanzan a pesar unos cuantos gramos, las piernas relucen sus tobillos sin calcetines, y los diferentes modelos de chanclas  llenan los escaparates de las zapaterías de barrio. Las calles se pueblan de cabezas con sombrero, que a mi me recuerdan a las postales de la Belle Époque o a los jardines a los que iba Marcel Proust tan bien pintados al óleo por Seurat. Las orillas del río grande, del Guadalquivir, sobre todo la más cercana al Paseo de Colón, es un mosaico de jóvenes tendidos, leyendo, charlando, fumando, dándole un repaso a sus apuntes o sencillamente holgazaneando y disfrutando del sol, viendo pasar la vida mientras escuchan la música procedente del barco turístico en el que es posible dar un paseo fluvial. En esta época las tardes resultan de un sopor tal que nos avisa de que en breve los termómetros alcanzarán con facilidad los cuarenta grados a la sombra. Para los turistas y para los viajeros de paso resulta casi imprescindible el acompañamiento de un abanico. Los bares sacan sus terrazas y en las plazas se escucha el jolgorio de los niños como si de un remolino de pajarillos se tratara, unos detrás de otros corriendo y saltando y haciéndole a uno sentir que aún es posible aquello de jugar en la calle. Las tardes se alargan hasta pasadas las nueve y los amaneceres traen debajo del brazo esa tregua en forma de los frescores de un tímido rocío. La luz lo inunda todo a su paso de un brillo especial, de la sensación de estar en una ciudad habitada por los duendes de la hospitalidad. Ahora ya sólo queda estar decidido para vivir otro verano que nos hará recordar todos los pasados, que nos hará volver a decir que hace un calor que no se puede aguantar, con esa característica exageración andaluza que parece que lo abarca todo. Hay que ir, pues,  preparándose para vivir a fondo otro verano.

jueves, 29 de mayo de 2014

Qué hartura



Qué hartura, de verdad. Qué cansancio y qué aburrimiento. Siempre lo mismo. De un tiempo a esta parte parece como si nos hubieran puesto un petardo en el culo, que es como se decía cuando yo era un niño para querer decir que se iba muy deprisa a cualquier lado. La modernidad de los adelantos informáticos, más que habernos ayudado a lo esencial, a incrementar nuestras posibilidades para solucionar problemas, para mejor comunicarnos, para salvar vidas, para estar más y mejor informados, para tener acceso a textos y a diccionarios, a enciclopedias y a buenas películas, por poner unos cuantos ejemplos, parece que se está encargando de contagiarnos con el absurdo virus de lo inmediato; virus que se extiende como una epidemia sobre los comportamientos cotidianos, sobre los hábitos que de otra manera resultarían placenteros y nos acercarían al presente haciéndonos tener verdadera constancia del significado de la vida. Parece como si nada tuviera el vigor de sostenerse por su propio peso más allá de lo efímero, y parece también que esa cualidad de brevedad empieza a ganarle la batalla a la solidez de lo constante, a lo bien cimentado y duradero. Una noticia deja de ser primicia a penas unos minutos después de haberse publicado, porque hay otra que inmediatamente viene a sustituirla y a tratar de suscitar más interés; y en medio de todo eso hay un halo de banalidad en lo publicado, un hedor a mercadería barata que ya no hay quien lo aguante. Y del mismo modo vamos a un bar y cambiamos dos o tres veces de opinión si no nos es servida al instante aquella bebida que hemos pedido hace un par de minutos, porque dentro del virus de las prisas se encuentra el mal mayor de la inseguridad, del no saber qué es lo que se quiere en cada momento, el apabullamiento de una oferta inundando los cerebros de modas y de ridículas tendencias que ponen los nervios de punta. En las colas de los supermercados no hay tregua que valga; ya cualquiera se hace el tonto antes que dejar pasar a un anciano que a duras penas puede sobrellevar el peso de su escueta compra. Los pasos de cebra son auténticas parrillas de salida cuya señalización la mayoría de las veces no se respeta. No sé a dónde vamos a llegar, pero esto se está volviendo poco a poco en una casa de locos el más cuerdo de los cuales es ese bicho raro que se contenta con su turno, pide disculpas y ruega que nadie se preocupe de su supuesta pasividad. El caso es que si la vida fuera una Marathon, a mi me gustaría llegar de los últimos a la meta. Qué hartura, de verdad.

martes, 27 de mayo de 2014

Hacerse otra pregunta




Gratifica sobremanera conversar a la vera de una cerveza y un cigarrillo, en compañía de personas que acaba uno de conocer mediante el camarero del bar al que ha ido a caer como atraído por el magnetismo de un imán, ese anfitrión entre cuyo ramillete de virtudes se encuentra saber darle a cada uno su sitio, y su lugar, y su voz y su voto depende a qué hora y en qué circunstancias. Da gusto arrimarse a la sombra del árbol de cualquiera de esos que no pasarían desapercibidos en una planta del Corte Inglés, aunque dudo que se atrevan a pisarla alguna vez. La flora y la fauna humana, humanista, es una especie consolidada que habita entre nosotros pero a la que hay que saber atisbar porque suele parecer otra cosa distinta a lo que realmente es: poesía, lírica, conocimiento, arte, educación y principios, maneras de vivir, observación, etimología, maestros a la hora de interpretar la nota más difícil de tocar que es el silencio. Existe mucho pensamiento caminado con ganas de ser compartido, pero no siempre se encuentra el momento idóneo para hacerlo. Hay mucho trotamundos con pinta de estar de vuelta de todo pero que mantienen firmemente su esencia socrática: saber que no saben nada, el perpetuo convencimiento de  ser unos pardillos, unos novatos, unos simples alumnos en las ilustres aulas de la vida de la calle y del mostrador, de la acera y de la parada de metro, del sillón de la biblioteca y del mueble bar en el que reposan volúmenes y no precisamente para adornar el comedor. Seres que conocen lo inabarcable del conocimiento, lo difícil que es tener algo claro en un mundo tan cambiante y tan siniestro. Estas personas, estos bohemios, estos maestros están ahí, en el lugar menos pensado, fumando pacientemente y escuchando, acodados en las barras de las tabernas, amenizando las tertulias con comentarios que son auténticas lecciones; y uno, que ha atravesado algún que otro desierto, siente un impulso de agradecimiento hacia todos aquellos que hacen posible compartir ese tipo de ratos en los que si los alcoholes se suben a la cabeza es para seguir investigando, o para hacerse otra pregunta. Salud.

lunes, 26 de mayo de 2014

Quienes menos necesitan



No hay alegría comparable al conformismo de los pobres a la hora de organizar una fiesta. Con unas cuantas cervezas y unas tapas puede sentirse uno el ser más dichoso del mundo en compañía de sus amigos. Juntando unos cuantos euros puede ser organizada una comida en el campo, al aire libre, o en tu misma casa sin necesidad de ir a ningún restaurante. Un bocadillo de mortadela es el caviar de Riofrío con el que se reponen las fuerzas del operario de la carretilla o del andamio. Un café y una gotas de brandy son el elixir que rejuvenece a los que a diario trabajan duro en medio de esas nubes de polvo y calor en las que se envuelven las tareas de muchos hombres vestidos con monos, cuyas manchas son los tatuajes de un vaivén repleto de esfuerzo. Con una bolsa de palomitas recién sacadas del microondas uno se pone delante de la pantalla dispuesto a ver una película con el mismo gozo que si lo hiciera en una sala acondicionada con los últimos adelantos de sonido, porque la manera en la que la humildad se acomoda a las circunstancias hace que todo sepa al algo más auténtico. Lo sencillo aspira en cierta manera, y muchas veces lo consigue, a tocar el presente con las manos, a vivir la realidad en todas sus dimensiones, porque es el encanto de la normalidad lo que lo presenta todo en el cúmulo de posibilidades que existen sin tener que calentarse demasiado la cabeza en pérdidas de tiempo ni del dinero del que no se dispone. La sensación de riqueza que se tiene cuando uno es consciente de que podrá hacer uso de todos los libros que colman los estantes de una biblioteca pública es la de quien se siente un privilegiado a pesar de no poder tener en su cuarto esas ingentes colecciones de pensamiento escrito. Al asalariado de a pie que a duras penas llega a fin de mes le saben a gloria cada una de las latas de sardinas con las que se prepara un aperitivo antes de ver el fútbol. Los abrazos y las felicitaciones de los días del santo o el cumpleaños son el trofeo con el que el alma se sabe recompensada por sus seres cercanos, y cada uno de los gestos con los que se desenvuelve el paquete para descubrir un regalo va siempre acompañado de la inocencia de una sonrisa conservada desde la infancia. Ese es el signo de los pobres, la riqueza que los mantiene en pie; esa es la facultad de hacer de algunos momentos obras de arte con mucha más ilusión, funcionalidad y creatividad que todas las salas de arte contemporáneo juntas habidas y por haber. Esa es la grandeza de la gente humilde, la de la riqueza de quienes menos necesitan.

sábado, 24 de mayo de 2014

Próxima apertura



La frecuencia con la que se van cerrando locales comerciales, negocios, asusta. Muchos de los pequeños empresarios que hasta hace muy poco se ganaban la vida con su propia pequeña empresa se han visto obligados a cerrarla después del traumático trance de ir despidiendo uno a uno a todos sus empleados, hasta quedarse ellos solos al frente del establecimiento y terminar claudicando ante la actual situación económica. Las consecuencias de la crisis son patentes: donde antes trabajaban cinco personas ahora lo hacen tres, o dos a lo sumo; donde antes los objetos, la decoración y el mobiliario, la música, el ambiente, la recepción, el todo en el que se envolvía una tienda cualquiera o un restaurante, un almacén o una librería, despedía un cierto aroma a seguridad en la oferta que se mostraba, pasando en muchas ocasiones, debido a la vorágine mercantil, desapercibido el fraudulento envoltorio de algunas propuestas; en cambio  ahora se aprecia la tristeza de lo que ha perdido el brillo, la nostalgia de un tiempo pasado, la sombra de lo que fue, la incertidumbre, lo que el viento se llevó. Hay escaparates en los que parece que ha ido desapareciendo cuanto en ellos se exhibía a medida que el género se ha ido vendiendo, como si ellos mismos constituyesen el inventario de lo disponible para la venta. En otros los objetos reposan en un estado de anacrónica quietud que desprende cierta incitación a la conmiseración, a la pena que da ver que le vayan así de mal las cosas a quienes durante muchos años se mantuvieron en la brecha, siendo referentes de su sector, clásicos, lugares de toda la vida a los que uno iba con la convicción de salir de ellos exactamente con lo que había ido a buscar. Los letreros que anuncian que se vende, que se alquila o se traspasa, acompañados de un número de teléfono perteneciente a una agencia inmobiliaria o a un particular con los que ponerse en contacto, contrastan con unas puertas abiertas en busca de una llamada a la última esperanza, con otro rótulo que deja patente la posibilidad que siempre ofrecen los bajos precios por liquidación. 
En la otra parte se encuentran aquellos que aspiran a comenzar de cero, con toda la ilusión del mundo; aquellos que deciden arriesgare e invertir lo poco que tienen en uno de esos locales recién cerrados a los que habrá que lavarles la cara y proveer de mobiliario lo suficientemente impactante, con esa mezcla de lujoso mal gusto e imitaciones con visos de franquicia, como para que se vea que la cosa va en serio, a pesar de que cada vez con más frecuencia se divise a la legua la impronta de Ikea. Martillos, taladros, latas de pintura. Tornillos, llaves inglesas y escaleras. Papeles, cintas aislantes, sueños. No hay en el centro de la ciudad esquina en la que no se vea un nuevo intento de nec ocium, y uno se pregunta si habrá para todos, si sabe la gente lo que hace, si esperan unos la caída de los otros; y uno se pregunta que si no hay dinero para préstamos destinados a viviendas, de dónde sale el que se invierte en esta ruleta de la fortuna de las próximas aperturas. ¿ es acaso otra ratonera bancaria la de la facilidad para invertir en inauguraciones?

miércoles, 21 de mayo de 2014

Lo mejor del día



Lo mejor del día es la hora que le dedico a la lectura antes de dormir. Cada noche, a eso de las dos de la madrugada, repliego la almohada sobre mi espalda y me acomodo en mi cama como un niño impaciente en busca de una nueva aventura de Tom Sawyer o del capitán Nemo a bordo del Nautilus, buceando por las páginas de un libro que me espera sobre la mesita de noche como si estuviera preparado para el rescate ordinario que me concede su encuentro. Tengo un compañero de trabajo, un señor de cincuenta años, un camarero de toda la vida, de ese tipo de hombres que se casó muy joven y a quien una de las únicas cosas que le ha dado tiempo a hacer en la vida ha sido trabajar constantemente en lo mismo; un señor sin estudios que pronto tuvo un par de hijos y la apremiante obligación de mantener a una familia a base del poco gratificante oficio del servicio en bares atestados de clientes impacientes y muchas veces muy mal agradecidos, un señor que frecuentemente me recuerda lo que hay que luchar, lo que hay que aguantar, lo que hay que tragar, la de veces que al cabo del día le dan a uno ganas de mandar a freír espárragos a mas de un listillo y el temple que hay que tener para no cesar en el intento de mantener la compostura y los pies en el suelo. Y este señor, que jamás leyó un libro, representa para mi el más heroico ejemplo de lucha, entrega y tesón, de estoicismo y de paciente espera, de honradez en su posición ante una vida que yo no sabría por dónde coger de no ser por el rato que a diario le dedico a la lectura, porque si no existieran esas historias del interior de los libros a mi se me haría literalmente inaguantable la supervivencia. Este compañero al que me refiero también se dirige a mi de vez en cuando para recordarme, en tono de broma, que no somos nadie, que somos meros números, y después de reírnos asentimos mutuamente nuestro convencimiento y volvemos a la brecha, al tajo, a las torres de platos y las comandas, a la poesía de las recomendaciones, a los frenazos en seco para no tropezar con un compañero que acaba de abrir una puerta; y al llegar a casa, como cada noche, comienzo a sentir que soy alguien distinto a ese otro yo perteneciente a la cadena de producción, un yo que vaga a sus anchas por los senderos de la imaginación de esos virtuosos seres gracias a cuya generosidad literaria uno tiene acceso a más vidas, a otras vidas dentro de esta, a la existencia del buen rato y de lo feliz que uno se encuentra leyendo en la cama.

lunes, 19 de mayo de 2014

Por motivos ajenos




Por motivos ajenos a la voluntad de quienes se encuentran trabajando en la biblioteca Alberto Lista de Sevilla, ese coqueto rincón de la calle Feria en el que uno siente los privilegios de tener a su disposición un lugar en el que pasar las tardes de los días de descanso sumergido en la calma de la lectura, ésta se encontrará cerrada durante cinco días en su horario vespertino. No es la primera vez que me pasa con este sitio, ni la segunda. Me lo llegaron a explicar en una ocasión, en la que después de toparme varias veces con la puerta en las narices llegué con la presunción de que sería sancionado y no poder hacer uso del habitual sistema de préstamo, aunque no fue así gracias a la comprensión de quienes allí trabajan. Mire usted, me dijeron, si no es por una cosa es por otra, si no es la Semana Santa es la Feria, si no es esto es lo otro, los horarios, las vacaciones, lo que sea, pero el caso es que no hay personal suficiente para cubrir todo el cuadrante, de modo que nos vemos obligados a no poder atender como quisiéramos y por eso hay días en los que la biblioteca cierra por las tardes. 
Cada vez que me sucede esto doy media vuelta y emprendo el camino de retorno, con mis libros debajo del brazo, con mi cara de camarero disfrazado de estudiante, pensando en lo mismo. Hay que ver con que facilidad se ataca siempre a los más débiles con la crueldad de la indiferencia; qué poca importancia se le da a las cosas fundamentales; cuánto silencio en torno a lo concerniente a la administración de lo que es de los ciudadanos; qué pena que nadie diga nada y si te atreves a decir algo nadie sepa de lo que hablas; hay que ver cómo se fomenta la indulgencia mediante la perversión de los entretenimientos prescritos para aborregar a la masa; hay que joderse. 
Las bibliotecas, como las salas de estudio de los centros culturales, gozan de esa rara fama de lugares propensos al aburrimiento o a los que solo se accede cuando uno no tiene más remedio que encontrar la comodidad de la que no dispone en su casa para estudiarse un exuberante taco de folios con el que poder superar el angustioso trámite de un examen. En cambio no se reconocen sus virtudes terapéuticas contra los males del alma, el apaciguamiento de los nervios resultante de una buena dosis de la armonía recibida en ellos, la ofensiva contra el estrés que supone dejarse llevar entre sus estantes en busca de un libro cualquiera sobre el que se tenga la noble intención de aprender algo, de curiosear entreteniéndose en el siempre dulce trámite que supone ir de una duda a otra a la par que algunas preguntas van encontrando su respuesta. Pero no corren buenos tiempos para la lírica, ni para el compás de la reflexión alejada de los entresijos del comercio; no corren tiempos propensos al bienestar a la manera en la que Ortega y Gasset basaba sus argumentaciones en torno al saber vivir. Hemos llegado al siglo XXI con mucho más de lo que nadie jamás hubiera imaginado, con mucho bueno al alcance de la mano, con innumerables posibilidades, pero sin la conciencia histórica que supone todo agradecimiento hacia los que estuvieron batiéndose el cobre antes que nosotros para que ahora lo tengamos todo, y sin la capacidad desarrollada de darnos cuenta de lo que tenemos delante de los ojos por la viciada tendencia de ir demasiado deprisa sin saber a dónde vamos. Y lo peor de todo: la aquiescencia, el consentimiento, el como si no pasara nada.  

domingo, 18 de mayo de 2014

De lo providencial





Hay que ver lo resolutivos que son algunos encuentros, lo que en ellos nos espera de inadvertido y de completamente improvisado desenlace, lo que de misterioso tiene el azar por mucho que me quieran hablar del destino. No sabemos lo que nos puede estar esperando a la vuelta de una esquina, o justo en el instante en el que acabamos de colgar el teléfono. No sabemos lo que hay tras las puertas que aún no hemos abierto, ni de los libros que todavía no hemos leído, ni de las ciudades por cuyas calles no hemos tenido la posibilidad de pasear hasta el momento. Sale uno de su casa dispuesto a cualquier cosa sin ser consciente de lo que ocurrirá minutos más tarde. A veces siento que poseo muy poca cosa más allá de las decisiones que hacen que mi cerebro le vaya indicando a mis piernas el sucesivo movimiento que hace posible que me desplace, porque del resto, de todo lo que ocurre en las afueras de la carcasa de mi pensamiento y de mi cuerpo, se ocupan un cúmulo de casualidades y de ritmos alternos encargados de conjugar los verbos de la vida. Alguna veces, cuando he estado en algún apuro, he pensado lo bien que me vendría un poco de suerte, de salida, de la mano de uno de esos sucesos a partir de los cuales parece como que a uno le dieran alas, o al menos una bombona de oxigeno. En otras he mantenido mis ojos y mis oídos, mis cinco sentidos, alerta para detectar lo antes posible los mínimos indicios que me ofreciesen la posibilidad del deseado cambio de rumbo; pero casi siempre han sido hechos accesorios los que se han ido encargando de darle forma a la dirección del nuevo sendero. No tiene uno nunca la seguridad de si será o no acertada la decisión que acaba de tomar. Para bien y para mal ahí se encuentra el azar. 
El otro día, mientras saludaba a un colega del oficio que ahora regenta un restaurante en Sevilla, se topó con nosotros Abraham, un ex-compañero de fatigas que conocí en uno de esos sitios que hacen uso de la costumbre de pagar mal y tarde a sus empleados o de directamente no pagarles. Al verlo aprecié de inmediato que se encontraba anímicamente tocado; su gesto delataba problemas, sus ojeras se extendían a sus anchas por su rostro como las de quien llevan muchos días durmiendo mal o sin hacerlo. Iba dando un paseo acompañado por su mujer y su hijo, para matar el rato, para no pensar tanto en el principal de sus problemas, para olvidarse de las veces que le han dicho que no necesitan a nadie en las empresas por las que ha ido dejando su currículo a lo largo del las últimas cinco semanas, para no tirar la toalla y salir a la calle a verle la luz al día, venciéndose así mismo y no quedándose en la cama tumbado y mirando al techo. Al cabo de un par de minutos de conversación, y tras haberse presentado, Juan Manuel y Abraham quedaron para verse al día siguiente. Cuarenta y ocho horas después estaban trabajando juntos. Hoy he sido invitado a cenar en casa de esa humilde familia de tres miembros que no dejan de recordarme que aquel encuentro fue providencial para ellos. Para mí es un honor tan grande que acabo pensando que de una u otra manera debe existir, dentro de esos ritmos marcados por el azar, una especie de ley de la compensación que nos va cosiendo un traje a medida. Mientras la tierra gire y nade un pez, hay vida todavía. Hoy podemos celebrar algo. 


viernes, 16 de mayo de 2014

Perversión



Que haya que ganarse la vida trabajando es un asunto de suma decencia y de provecho personal siempre y cuando esto se haga en beneficio no solo de los ingresos sino del desarrollo y el estímulo que provoca en todo individuo cualquier actividad en la que se sienta realizado. Que hoy en día sea frecuente decir, alcanzando la categoría de máxima, que quien trabaja en algo que le gusta es un afortunado, debido a lo poco frecuente de este aspecto, es de una tristeza mayúscula. Que una vez que tenemos acceso a un empleo entremos a formar parte de la voraz e insana competitividad entre los miembros de un equipo de trabajo es algo que da mucho que pensar y mucho que ganar a los patrones que lo consienten y para los que dicho comportamiento es requisito indispensable dentro de su empresa. Que la falta de discernimiento por parte de las personas que siguen a rajatabla los dictámenes marcados por sus superiores para llevar a cabo el papel que representan dentro de una entidad, cebados por primas y por cláusulas que apuntan  a determinados objetivos remunerados con dinero, ni siquiera con tiempo libre, es una de las nefastas consecuencias de la perversión en la que nos sumerge el trabajo. El tiempo es oro, bien es sabido, pero siempre y cuando se aproveche para fines que dispongan de la nobleza del estudio o el descanso, del goce y disfrute de tanto bueno como tenemos; pero que el tiempo acabe siendo el más cotizado de los metales para que la maquinaria no deje de funcionar es una sobresaliente muestra de lo poco que consideramos el aire que respiramos. Y lo malo, lo peor, es que aunque cuando nos paramos a pensar y a charlar sobre ello casi todos estamos de acuerdo en que andamos muy pillados, hipotecados, las conversaciones en torno a este tema en lugar de declinarse hacia interesantes propuestas para tratar de vencer a semejante amenaza sobre la pura existencia acaban siendo rezados credos al unísono de una complaciente resignación amparada en el hecho de que al menos se tiene trabajo, como si se tratara, en palabras de Beethoven, de a pesar de ser una triste palabra el único refugio que nos queda, el de la resignación, y... y que no falte. Decía Honoré Balzac que la resignación es un suicidio cotidiano, y de la fuente de ese suicidio beben las conversaciones cuando no se quieren aceptar las consecuencias del mal de la perversión provocada por la mera búsqueda del sustento. Una pena como otra cualquiera, solo que ésta va camino de devorarnos a todos cada vez con bocados más grandes, hasta que sean inapreciables los que de momento nos vamos dando los unos a los otros, cosa que ya está empezando a suceder. Entonces nos convertiremos en esos seres ciegos de la ficción de Saramago, pero sin el perdón que supone disponer de la vista y no usarla nada más que para prestarle atención a los números. 

martes, 13 de mayo de 2014

Un náufrago con mucha dignidad




Le debemos mucho, tanto, al talento de Mario Benedetti, a su intuición sobre la sencillez de las cosas, a su cercanía de hombre bueno que se gana el pan con un oficio cualquiera, a su acercamiento a la realidad mediante el amor sobre todo aquello que despida un cierto aroma de ese tipo de bondad que saben saborear las almas puras y ausentes de malas ideas, como la suya. Le debemos la humildad con la que se cuecen los pucheros de la pobreza que se conforma con sentirse buena gente; el hábito de la tolerancia sin ambigüedades, la certeza de que esta tierra que pisamos debería estar mejor repartida; le debemos una bombona de oxigeno por cada uno de esos versos en los que nos toca el corazón haciéndonos cómplices y participes de la naturalidad de los objetos, de la vida que éstos encierran, y del misterio que cada presunta insignificancia atesora. Le debemos, en definitiva, ese perenne contagio sobre la certidumbre de que hoy puede ser un gran día para que suene la flauta, para que detrás de una de esas esquinas en las que silba el viento nos encontremos con un tesoro caído del cielo: esa eterna manera de ser optimista con los recursos de los cinco sentidos a merced de la existencia. Le debemos, también, sus lecciones sobre equidad y justicia, el inconformismo bien informado, la cautela sobre cada cosa que dice, el desparpajo de una sólida ironía fundada en no saberse más que nadie; ese aire de hombre pensativo sentado en un autobús urbano, mirando hacia no se sabe dónde con los ojos clavados en un pensamiento que utiliza la poesía en defensa propia y de toda la humanidad. 
Cuando leo a Benedetti me siento acompañado por una voz que se instala con facilidad en los pensamientos que hacía mucho tiempo que uno andaba soñando expresar de tan sencilla manera. Cada una de sus licencias, como la de escribir en minúscula los nombres propios o la de prescindir de los signos de puntuación, es un ejercicio de libertad con el que el poema aparece en sí mismo como una vía de expresión que trasciende a la formalidad de las palabras y lo sitúa al frente de todas las ideas que subyacen de los versos. Su forma de desear desechando el encono y la avaricia, su orgullo de hombre humilde y sabio siempre acompañado por una carpeta en la que va guardando cuentos, fragmentos, diarios, pequeños relatos o estrofas dulces y desgarradas. Todo eso le debemos y más a Mario Benedetti: la suerte de haberlo tenido junto a nosotros durante buena parte de los años en los que fue creciendo el despropósito positivista de encefalograma plano en el que consiste la obra de arte de los aburguesados e irresponsables tecnócratas de la actualidad. Le debemos tanto que, en un mundo cada vez más propenso a la extranjería ordinaria del alma con respecto al cuerpo en el que habita, la lectura de sus versos hace que uno no se sienta nunca extranjero en ningún lugar; eso si un tanto náufrago, pero con mucha dignidad. Chau.

lunes, 12 de mayo de 2014

Rara avis




Una de las cosas que más me gusta hacer durante mis días de descanso es dejarme engatusar por la complacencia de sentirme libre de las ataduras y calentamientos de cabeza del trabajo. Vago a mis anchas por la calle, escucho lo que dicen quienes se encuentran sentados detrás de mí en una terraza mientras me estimulo con la levedad alcohólica de un trago de cerveza. Miro las cosas y las caras, los gestos y los detalles que conforman la vida, elogiando lo cotidiano, como Tzvetan Todorov. Voy de flor en flor de cuanto depara el paisaje urbano y en cada huella trato de encontrar un verso, un resquicio por el que se cuelan los vestigios de la autenticidad que nos rodea, de todo aquello que pasa vulgarmente desapercibido a causa de los fatales efectos secundarios de la droga inyectada en nuestras venas por el tren del consumo, por el dictamén que presupone la verdad en la inmediatez, por la devaluación de la que es objeto el vuelva usted mañana. Amo los mundos sutiles, como la machadiana canción de Serrat, y en cada esquina es frecuente que uno, a menos que se encuentre calado hasta los huesos por la catalepsia de la falsa diversidad de las etiquetas, hallo el refugio de un pensamiento que no poseo y que me gustaría escuchar. Me gustaría escuchar, que me dijeran y me contaran, que es lo que piensan esos hombres que yacen sobre la acera junto al  cartón en el que han escrito que necesitan una ayuda. Me gustaría hablar con la bibliotecaria que tanto sabe sobre libros de ensayo. Me gustaría ir detrás de ese cuarteto que acaba de interpretar unas magníficas canciones de los Beatles, en plena avenida de la Constitución, para ver dónde descansan y qué es lo que hacen, cómo ensayan y discuten.
Hay algo detrás de cada uno de nosotros, lo desconocido, que es lo que realmente nos identifica, lo que nos hace ser de una u otra manera, lo que somos y compartimos con nosotros mismos o sólo con aquellos que han tenido el atrevimiento de mirar, de acercarse poco a poco como quien contempla una pintura impresionista y en cada trazo descubre una indiscutible pincelada de brillantez confundida en ese todopoderoso conjunto en el que se sumergen las pupilas. Hay algo, sin lo que algunos hombres no soportarían la existencia; algo que se llama curiosidad, inquietud, afán de cuestionarse las cosas, amor por la creatividad, vocación de vivir con intensidad alimentando el alma con las vitaminas de la belleza, con todo aquello que los hombres hacen de bueno. Y así, mirando en el interior, tratando de escarbar hasta remover el instinto conversador, hoy mismo he descubierto que el camarero de un centenario bar, uno de esos sitios en la colocación de cuyos objetos se advierte el paso de más de un siglo, es un amante de Edward Hopper, de la escuela de Flandes y de Mozart, de Mario Benedetti y de Carlos Fuentes, de la música de cámara y de los jazzmen cuyos labios sangraban durante un sólo de trompeta en el Chicago de los cuarenta. No sale uno de su asombro al mismo tiempo que es gratificado con este tipo de descubrimientos, de la misma manera que no deja uno de continuar pensando en qué es lo que habrá en el interior de cada una de las almas con las que solemos cruzarnos por la acera.

domingo, 11 de mayo de 2014

Deplorando la injusticia




Me sucede con Albert camus lo que le ocurría a Borges con Stevenson: que es uno de esos amigos que uno se ha encontrado en la literatura. No deja de asombrarme la cercanía con la que la voz de la dicción se acomoda al transcurso de la lectura, al punto y seguido del ensayo, a la atención que no mengua y se alía con esa descarada sinceridad sin arrogancia de quien en todo momento tuvo muy claro el significado de la palabra hombre. Ha sucedido siempre que la lucidez de algunas personas ha incomodado el estado de arribista bienestar de muchos de los que constantemente se han ido encargando de que en el curso de la historia, sobretodo en la de los últimos doscientos años, no cesara de mantenerse firme la cuerda de la injusticia consentida y amparada en falsas excusas e incumplidas promesas de rectificación. En ese aspecto Camus es uno de los legados más importantes, tal vez que el que más, del pensamiento que inteligentemente desmonta el Mecano de lo acontecido durante la fundamental parte del siglo XX que le tocó vivir, cuya impronta habla por si sola de lo que el ser humano es capaz de conseguir si se propone exterminarse así mismo de la faz de la tierra. 
Dice Muñoz Molina que entender lo que supuso y cómo sucedió todo lo que rodea a la Segunda Guerra Mundial es entender todo el siglo pasado. Sus causas y consecuencias, la aplicación de la irracionalidad consumada, la justificación de los medios a costa de cualquier fin, el separatismo, la dogmatización de los nacionalismos, el sucio negocio de la ruleta rusa del interés jugando con los pueblos como si fueran las fichas del tablero de un enfermizo pasatiempos egoistamente macabro, desechando toda idea de pararse a pensar en la condición humana ni en el desarrollo social, en la aplicación de las normas de una convivencia que aspire a alfabetizar a todos sus miembros, a crear ni más ni menos que ciudadanos libres gracias al criterio de los cuales se hagan los unos a los otros posible el reto de una existencia cívica y consecuente. Todo ello ha ido configurando el desmadejado puzzle resentido por una crónica agonía con la que ya hemos superado más de una década del XXI, hasta el punto de que se nos ha transformando en costumbre todo aquello que se sustente bajo un punto de uniforme crueldad vestida con los paños calientes de la tan bien explicada sociedad de la transparencia por Byung-Chul Han.
No deja de asombrarme, como decía, la cercanía con la que Albert Camus me inspira una confianza que nunca mejor que en tiempos como los de hoy se puede encontrar en los clásicos. Sus Cartas a un amigo alemán son una más de las firmes pruebas que atestiguan la solidez de un espíritu consciente de que en el riesgo que supone decir lo que uno piensa se encuentra la libertad de las almas que persiguen un mundo mejor deplorando la injusticia.

sábado, 10 de mayo de 2014

La divina inspiración de la sencillez




Él sigue ahí, a lo suyo, sabiéndose contemplado como un personaje de Marukami, solitario y acompañado por sus libros sobre el suelo, silencioso y dicharachero cuando lo tercia la ocasión y alguien se le acerca para ofrecerle un cigarillo y preguntarle que cómo está la cosa. Él sigue ahí, en su puesto de vendedor ambulante, en sus pocos metros cuadrados de acera junto a un quiosco de la Gran Plaza sevillana, frente al bar con nombre de taberna que le despacha los cafés cortados con los que quitarse las legañas. Se llama Paco y fue uno de los protagonistas de una de las primeras entradas de este blog hace ahora más de dos años, cuando uno sabía aún menos que ahora cómo se hacía eso de ponerse a escribir con relativa decisión sin caer en la aburrida cotidianidad de la trivialidad de cuanto acontece, cuando uno se encontraba sacudido por las prisas de la prosa y del batiburrillo de palabras con las que darse a entender, cuando uno no sabía que podría pasarse mas de dos meses sin tocar bola, sin sacarle punta al lápiz, sin mirarse a la cara de la página en blanco. Paco me consiguió un ejemplar magnificamente encuadernado en rojo de Crimen y castigo, algunos libros de Miguel Delibes y colecciones de artículos que yo daba por descatalogadas sobre la Barcelona y el Madrid de la transición. Fue también él quien sin quererlo hizo que llegase a mis manos una primera edición de Cien años de soledad que seguramente sea uno de los libros que mayor carga romántica tiene de cuantos poseo. Él sigue ahí dejando pasar la horas, mirando de reojo la aproximación de algún agente de policía que viene a recordarle que no puede hacer lo que él hace, que no puede vender libros a precios de saldo, que no puede recaudar unos cuantos euros de una manera tan noble, que pronto se le acabará el chollo, cuando ellos, los tíos, los maderos, los pitufos, se harten y no encuentren ninguna otra pieza mejor que cazar, cuando en un arrebato de insatisfacción personal y profesional le toque a Paco la china y sea denunciado; mientras tanto él, como digo, sigue ahí.

Hay que ver con que ligereza nos apresuramos a hablar sobre todo aquello que desconocemos, como si supiésemos mucho de cuanto decimos y sin que nos dé vergüenza declararnos dueños del ramillete de supuestas verdades universales que tristemente manejamos. Pasas por una esquina conocida, uno de esos sitios que, a lo sumo hace un par de años, o tal vez menos, tienes en cuenta y por poca que sea tu capacidad de observación intuyes que son muchas las cosas que han cambiado; aún sin haberte dado cuenta de lo sustancial, de lo que realmente importa, de lo que antes era y ya no es, de lo que hace que la gente del lugar se comporte, querámoslo o no, de otra manera, de lo que ha desviado las atenciones del mercado, y tú sigues en tus trece como paseando por un archiconocido parque en el que tratas de darle a conocer a la humanidad tus observaciones, esa clase de monólogo interior y solitario que te acompaña a lo largo de los paseos por la ciudad. Paseas por callejones plagados de fachadas que te recuerdan la felicidad de otros tiempos, el anhelo de que vuelvan a suceder cosas como las de entonces, y caes en la cuenta de que gracias a ciertos gestos que sirven de punto de apoyo la vida puede reinventarse aludiendo a sensaciones, a fragancias de un pasado en el que todo sucedió gracias a la inspiración divina de la sencillez de las cosas. Y ese tipo de inspiración divina es la que siento cada vez que salgo por la boca de metro de la Gran Plaza y me dirijo hacia el lugar en el que Paco vende sus libros, dándome cuenta de lo poco que aún sé de este lugar, de lo afortunado que soy al no haber agotado los recursos de este rincón que pasa tan tristemente desapercibido en una ciudad de un millón de habitantes.