lunes, 21 de agosto de 2017

Mi calle


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Mi calle es uno de los fieles retratos/reflejos de la profundidad de La Ciudad; es un mosaico de adoquines pisados por los costaleros de El Gran Poder, una vía láctea en la órbita de la cera de la Semana Santa, un conjunto de viviendas capitaneado por la casa en la que nació Bécquer; todas las mañanas me encuentro con ese regalo. Mi calle es una línea recta en la que hay sitio para las curvas del vistazo, para la esquina en la que se pone a prueba la destreza de los pilotos, ese cruce de caminos en el que casi siempre tienen que hacer maniobra los vehículos de cuatro ruedas con intención de meterse en otra de las calles cuya historia suena y resuena en su silencio, me refiero a la calle en la que se encuentra La Academia. En mi calle hay lugar para las parejas que se abrazan y se besan al sol por mucho que caliente el verano, para las acompañadas bicicletas del soniquete de su candado, para los monopatines de los jóvenes que regresan de haberse dado una vuelta por los confines de la tarde y de la noche, de la madrugada, para las furgonetas que se suben a la acera y encienden sus parpadeantes luces de emergencia. Mi calle es un trayecto abierto al curso del paseo nocturno hasta el bar de al lado, un paisaje con figuras dispares y bohemias, románticas y calculadoras, ebrias y más frescas que una lechuga. Me gusta llegar en taxi a mi calle porque a medida que el coche se introduce en el dédalo del casco antiguo parece como si lo introdujese a uno en un cuarto situado en el fondo de una gran vivienda, allá donde no llegan los gritos de nadie ni los bramidos del camión de la basura. La calle, mi calle, esta calle, une una plaza a la que le han sido talados tres o cuatro árboles, moribundos gigantes vegetales desahuciados del cuidado del ayuntamiento, con la vía con nombre de emperador que desemboca en esa arboleda poco frondosa que en otros tiempos acogiera el rastro de los domingos, plagada de transeúntes con fular y chanclas y mochilas al hombro de la distancia entre la libertad y el agobio. La sustancia de las calles es el aire que corre a través de ellas transportando el pensamiento de sus vecinos, haciendo que los ojos se claven en las ventanas y balcones, que los oídos adivinen la llegada de lo memorizado, que el tacto evite levantar una gota de la sangre de las nubes de los charcos. Mi calle es soñolienta y vivaz, alegre y desesperada, anfitriona de los recién llegados a este barrio de San Lorenzo, plagada de siluetas sobre las manchas de las paredes, enrejada y encofrada; mi calle es de piedra y mármol, de cal y arena, de tiempo y espacio sacudidos por el vaivén de la historia. Una calle, así como una ciudad, es un mundo si amamos a uno de sus habitantes.

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