sábado, 18 de mayo de 2019

La ciudad sin nombre

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La ciudad sin nombre es el lugar buscado por los peregrinos durante la soledad de los trámites que agonizan en el traslado; ese lugar del que uno desconoce sus perfumes, sus causas y consecuencias, sus creencias y disparates, sus combates a pie de calle, sus repetidos sonidos por la inercia de la costumbre. Esa ciudad tiene un antes y un después, una milla verde, un preliminar infructuoso recorrido que se va alejando de un destino por años conquistado sin pretenderlo ni saberlo, sin más herramientas que las del hilo de la intuición esperanzada en una racha de aire fresco, abordando los señuelos de las nuevas proposiciones, de los himnos y canciones de un enredo de profesiones y comercios, en fin lo que da de sí ese tropel de movimientos solapados a la velocidad de la luz del día y de la noche. La ciudad sin nombre es la lejanía cercana, el verso del anhelo, el recobrado aroma de un asfalto tan plagado de semáforos como de versos y crueldades, el directo testigo de la continuación, la resurrección de entre los escombros de la somnolencia perdida de vista por aburrimiento, el paso de cebra al frente en el que ya no importa nada más que lo que pasará a partir de ahora. La ciudad sin  nombre es el destello valiente dentro de la incertidumbre de los pies en el suelo y del grito en el cielo de quienes solo tienen claro ser alérgicos a la pólvora, al terror, a la mala leche, a la insana competencia de los odiosos tantos por ciento, al desperfecto de esqueletos repartidos por los acantilados de la renuncia y el desgaste. Las ciudades sin nombre gozan de la confianza de la ensoñación, porque sobre sus nubes vuela la humedad sellada en las sábanas de la pasión de otros tiempos reconquistada ahora por la emoción de lo desconocido, de lo que en un santiamén se convierte en oro molido gracias a la capacidad de asombro. Anda uno buscando una ciudad como quien busca un planeta aparte en el que refugiarse del sopor de los cafres que campan a sus anchas haciéndole el descanso imposible a los vecinos. Quien encuentra una ciudad encuentra un tesoro, un género literario, un torrente inspirador, un óleo muy trabajado a la vez que inacabado. Vamos pasando por la vida de un sitio a otro, de ciudad en ciudad, atribuyéndonos hazañas que nunca sucedieron, falseando el pasado con el cuento de irás y no volverás y en ese plan, recurriendo a la fantasía por la vital responsabilidad de la existencia, por instinto de supervivencia y de protección, por necesidad de contar las cosas como nos hubiera gustado que fueran, y a lo largo de ese camino pisamos ciudades con el riesgo de olvidarnos de ellas, cuando lo que le ha de importar a un hombre errante es eso, lo que pasa en las ciudades, en sus ciudades, lo que se vive en ellas para verse reflejado en las aguas de sus estanques. Las ciudades son los gráficos mas cercanos del deterioro de la convivencia, por eso conviene acercarse a ellas con el suficiente recelo y distancia de seguridad como para que no nos dañen las sacudidas de su brutalidad, cosa a la que se llega cuando de la poesía pasamos a la praxis del deterioro ciudadano, a la perversión del tiempo libre de los paisanos convertidos en irreverentes y esquizofrénicos sonámbulos. Una ciudad es un templo de la contemplación diaria, una película que siempre se está rodando, un montón de detalles que no se pueden recordar de un plumazo, una montaña rusa en la calma del torbellino de las mejores mayonesas. Las ciudades sin nombre siempre han sido el destino de los grandes soñadores.

2 comentarios:

  1. La ciudad sin nombre es como una especia de Ítaca: soñada, idealizada, odiada, envidiada. Queremos llegar pero no queremos que se acabe el camino porque quizás pensemos que nos decepcionará.
    Salu2, Clochard.

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