viernes, 31 de mayo de 2019

La mañana







La mañana pasa por el cielo y los tejados
como una centrípeta ave adivina que canta
la estrenada claridad de un milagroso vocablo,
insinuándose mediante una luz difuminada,
ambivalente y tenue cabello de ángel filtrado
por las ventanas atravesando las tazas de azul
e iluminando de ocre los duermevelas del pasado,
poblando las mesas de una efervescente inquietud
con el atrevimiento de colmarlas de fuego moderado. 

La mañana pasa por la ducha, las legañas y el espejo,
por las zapatillas, los bostezos y los cigarrillos templados,
por las tostadas y el reflejo del aceite y los apuntes,
por las sábanas revueltas sobre la mermelada de la agenda,
por los lápices que le sacan punta al envite del diario, 
por el día que de resurrección se viste por costumbre
a la par que se retoma la aérea línea de los hábitos.

La mañana pasa por el presente, el minuto y el pañuelo,
por el efímero tatuaje de la almohada sobre el rostro,
por el faro y por la playa y por el puerto de los atracados
barcos en el muelle de una buena y retomada esperanza,
por las boyas que en el mar de la memoria dejaron su señuelo.

La mañana es ese mundo recién esculpido y decorado
en el que quisiera uno volver a mejor reconocerse,
esa continuación de la aurora con cereales sin traslados,
ese álbum de barruntados incipientes pensamientos,
el instintivo acercamiento a las ascuas del ayer cercano,
el borrador sobre el que conseguir los planes que no fueron.

La mañana peina las canas, perfuma y reconstruye los cabellos,
activa la cafetera, pone en marcha, abre los botes de geles de baño,
estira los brazos, desentumece los huesos, desayuna, tose y estornuda,
engendra promesas mezcladas con tirabuzones de emisoras de radio.

La mañana va de la cama al reencuentro, del lavabo al armario,
del pasillo al noticiario, de la puerta de la calle a los tantos por ciento,
de la interrupción del sueño al manido y sempiterno enfrentamiento
con el reino de las voces tantas veces frecuentado de ordinario.

La mañana es el comienzo de un encolado lienzo retomado
sobre los aprendidos ensayos de luces y sombras y contrastes,
en ese traslúcido dibujo latente detrás de lo a penas esbozado.
La mañana mejora con violines y proyectos de buenas intenciones
haciendo parada entonces en los jardines de las canciones de la calma.

La mañana es un suspiro y un sollozo que dura lo que dura un vistazo,
el ramillete de unas cuantas horas, un escorzo con el mediodía al rebufo,
la intempestiva sucesión al fondo de las prisas maniatadas del antojo,
la cita que no deja de insinuarse de reojo en las manecillas del reloj.

La mañana es un pedazo de sol aclarando las dudas y las sombras,
una pincelada de nítido blanco que de sonoridad bautiza al silencio,
el sendero del más pegadizo y sano recorrido de columpios y trapecios.

La mañana arropa en su ternura de proyecto, de salida y de rosario,
en su desmedida cara de un nada acontecido ni dado por supuesto,
en su contagiosa atmósfera de un manifiesto y pulcro todo por delante,
en su talante para afrontar la página en blanco colándose en sus huecos.


lunes, 20 de mayo de 2019

La ciudad imaginada


Resultado de imagen de imaginación


 Una ciudad imaginada es como un sueño deslizado sobre la acera de un monólogo, ese suelo extraño y conocido, tatuado a golpe de cincel en las sienes de la andarina memoria poética, en el lago de los cisnes del deseo, viéndonos allá sobre el paisaje presente del lugar que aún no habitamos como en esa casa dibujada por el niño que somos gracias al que fuimos, armados con inermes pensamientos, queriendo emprender el viaje lo antes posible. Visitar una ciudad por primera vez es un acto de reverencia al asombro. Montarse en un tren con la emoción anticipada de la novedad, e ir recibiendo la onda que desde tan lejos se acerca por las vías respiratorias de los kilómetros que han de recorrerse con las mismas ganas de llegar al destino que de disfrutar del paisaje, se parece mucho a la futurible tranquilidad tantas veces negada por el monotema de lo repetitivo, por la abnegación de la rutina, con la misma pena por lo dejado atrás que la poderosa alegría de volver a celebrarlo de una vez por todas. Visitar una ciudad por Internet es meterse en las cosas que a bote pronto nos interesan, o dejarse llevar por lo más destacado de la red en torno a ella, como en una predominante secundaria atención que acaparara lo que hemos acabado descubriendo sin pretenderlo; pero eso es como si le diésemos demasiadas pistas a aquello que, en todo caso, dependerá de la fortuita curiosidad de lo espontáneamente investigado. Imaginar es un acto instintivo, y su gratuidad es genuina como la coherencia de los sentidos que desean ponerse de acuerdo para llevar a cabo un acto de reminiscencia presente sobre el decorado de lo desconocido. El olfato es el órgano de la memoria, y los aromas recaudados en el paladar mental son como afluentes del río del recuerdo deseando ser desbordados por las renovadas aguas de un nuevo acontecer. Imaginar una ciudad nos sumerge en el feliz e indolente idealismo de la indulgencia, ese sitio al que querer llegar para hacer lo que a uno más le gusta de la manera más razonable, sin hacerle daño a nadie, sin pedirle cuentas a nadie, dejando que reinen las leyes de la Naturaleza. Una ciudad es imaginada como lo  son una aventura o un viaje, como una celebración o un sepelio, como una tormenta o un tropiezo, como una angustia o un golpe de suerte, como los novelescos sucesos con los que los escritores esgrimen sus historias. La ciudad imaginada es la que nos traslada a lo aún no acontecido, y por eso nos permitimos licencias que en la vida real son imposibles, en esa incertidumbre del antes del comienzo, como cuando nos revolotean en el estómago las mariposas del enamoramiento por la mera presencia del ser inconscientemente amado. Ese deseo por viajar de un lado a otro, esa cuerda floja de la constancia territorial que busca un paso al frente, ese querer coser cuatro flecos con lo que la fabulación agradece de aire fresco, es lo que  evoca el imaginario viajero que se figura a Paul Theroux atravesando un país desde el sol abrasador a las montañas nevadas, desde la lejanía del horizonte a la impronta del cartel del destino recién estrenado. Hay que dar muchas vueltas para volver al mismo sitio, a ese lugar en el que se encuentra la ciudad imaginada.

sábado, 18 de mayo de 2019

La ciudad sin nombre

Resultado de imagen de ciudad

La ciudad sin nombre es el lugar buscado por los peregrinos durante la soledad de los trámites que agonizan en el traslado; ese lugar del que uno desconoce sus perfumes, sus causas y consecuencias, sus creencias y disparates, sus combates a pie de calle, sus repetidos sonidos por la inercia de la costumbre. Esa ciudad tiene un antes y un después, una milla verde, un preliminar infructuoso recorrido que se va alejando de un destino por años conquistado sin pretenderlo ni saberlo, sin más herramientas que las del hilo de la intuición esperanzada en una racha de aire fresco, abordando los señuelos de las nuevas proposiciones, de los himnos y canciones de un enredo de profesiones y comercios, en fin lo que da de sí ese tropel de movimientos solapados a la velocidad de la luz del día y de la noche. La ciudad sin nombre es la lejanía cercana, el verso del anhelo, el recobrado aroma de un asfalto tan plagado de semáforos como de versos y crueldades, el directo testigo de la continuación, la resurrección de entre los escombros de la somnolencia perdida de vista por aburrimiento, el paso de cebra al frente en el que ya no importa nada más que lo que pasará a partir de ahora. La ciudad sin  nombre es el destello valiente dentro de la incertidumbre de los pies en el suelo y del grito en el cielo de quienes solo tienen claro ser alérgicos a la pólvora, al terror, a la mala leche, a la insana competencia de los odiosos tantos por ciento, al desperfecto de esqueletos repartidos por los acantilados de la renuncia y el desgaste. Las ciudades sin nombre gozan de la confianza de la ensoñación, porque sobre sus nubes vuela la humedad sellada en las sábanas de la pasión de otros tiempos reconquistada ahora por la emoción de lo desconocido, de lo que en un santiamén se convierte en oro molido gracias a la capacidad de asombro. Anda uno buscando una ciudad como quien busca un planeta aparte en el que refugiarse del sopor de los cafres que campan a sus anchas haciéndole el descanso imposible a los vecinos. Quien encuentra una ciudad encuentra un tesoro, un género literario, un torrente inspirador, un óleo muy trabajado a la vez que inacabado. Vamos pasando por la vida de un sitio a otro, de ciudad en ciudad, atribuyéndonos hazañas que nunca sucedieron, falseando el pasado con el cuento de irás y no volverás y en ese plan, recurriendo a la fantasía por la vital responsabilidad de la existencia, por instinto de supervivencia y de protección, por necesidad de contar las cosas como nos hubiera gustado que fueran, y a lo largo de ese camino pisamos ciudades con el riesgo de olvidarnos de ellas, cuando lo que le ha de importar a un hombre errante es eso, lo que pasa en las ciudades, en sus ciudades, lo que se vive en ellas para verse reflejado en las aguas de sus estanques. Las ciudades son los gráficos mas cercanos del deterioro de la convivencia, por eso conviene acercarse a ellas con el suficiente recelo y distancia de seguridad como para que no nos dañen las sacudidas de su brutalidad, cosa a la que se llega cuando de la poesía pasamos a la praxis del deterioro ciudadano, a la perversión del tiempo libre de los paisanos convertidos en irreverentes y esquizofrénicos sonámbulos. Una ciudad es un templo de la contemplación diaria, una película que siempre se está rodando, un montón de detalles que no se pueden recordar de un plumazo, una montaña rusa en la calma del torbellino de las mejores mayonesas. Las ciudades sin nombre siempre han sido el destino de los grandes soñadores.

jueves, 16 de mayo de 2019

Las nociones de la inteligencia




Resultado de imagen de arquitectura

A Norman Foster todo lo que veía le inspiraba una forma susceptible de ser transformada en un lugar habitable, incluso el sonido de los esquíes sobre la nieve le sugería un trazo en consonancia con la amplitud que se le imponía como horizonte, como si el ruido que iba escuchando se encargase de trazar las líneas mentales de un inverosímil edificio sobre el punto de fuga de la blanca lejanía. Las formas y el sonido, los ecos trocados en materiales onomatopeyas cargadas de verticalidad y profundidad, las ondulaciones de la imaginación en ese juego mental de quien inventa mientras las imágenes y resonancias del paseo le sugieren estructuras diseñadas a imagen y semejanza de la divina inspiración de lo creíble; la relación entre el anárquico orden del jazz y las sombras de los árboles, la libertad de las siluetas que más allá de una amorfa amalgama son la razón de ser de la funcional creatividad de los genios que encuentran el soplo de sus musas en lo sencillo, la centrípeta fuerza de la arquitectura como forma de vida; eso era lo que Norman Foster sentía que vivía, una continuación de su pensamiento en todo cuanto sucedía a su alrededor para moldear sus reflexiones con las líneas del provocativo pragmatismo del ingenio. Para un artista llegar a la conclusión de que todo es inspirador es vivir y lo demás es una milonga, un intento de supervivencia en el que acaban salvando el alma aquellos que le encuentran sentido a todas las circunstancias habidas y por haber haciéndolas convivir con el sentimiento de su estética vital. Soñé con ser arquitecto, tal vez en otra vida lo sea. Esa suerte de savia la tienen quienes apuestan por los cinco sentidos, por la ética del gusto por el trabajo bien hecho, por imaginarse en las manchas de las paredes siluetas que resuelven la ecuación de una fortuita metáfora. Me pregunto qué sucedería, en qué mundo viviríamos si todos hiciésemos de nuestra dedicación un intento por mejorar nuestro entorno; sería como si todos, al fin y al cabo, fuésemos arquitectos de nuestros pensamientos en beneficio de una trascendente belleza a la costumbre, insinuando permanentemente la mejora de lo cotidiano, y, quién sabe, a lo mejor sería un mundo peor, no lo sé, seguro que diferente, y eso sí más dado a todas las nociones de la inteligencia.

martes, 14 de mayo de 2019

Un lugar ejemplar



Resultado de imagen de  biblioteca

Cada vez que visito una biblioteca me sorprendo de la cantidad de sabiduría escrita puesta a disposición de los usuarios y a la que un bajo porcentaje de ciudadanos acude, aunque solo sea por la curiosidad de ver lo que allí hay y de paso, quién sabe, a lo mejor pensar que es ese un buen sitio en el que perderse/encontrarse un rato. Libros ahí colocados, incólumes a las circunstancias como pétreos seres dispuestos a aguantar el tipo durante el tiempo que haga falta, parte del pensamiento de la humanidad a nuestro alcance, para que lo primero que aprendamos sea a cuestionarnos a nosotros mismos, para no quedarnos en el abecé de lo que oímos y creemos a pies juntillas y de lo que acabamos haciendo un credo tantas veces irreversible que, por no pensar, da mucho que pensar. Por los libros no pasan los años, sobre todo por los antiguos; en cambio en los libros editados en las dos últimas décadas se palpa a distancia la mala calidad del papel utilizado, el enfermizo amarillo prematuro pasada la inicial etapa en la que aún queda lejos el nacimiento una nueva generación. La sensación de que todo tiene su fecha, su tope, su caducidad y vejez prematura, en el caso de los libros, entristece las palabras leídas por los mejores lectores, porque es como si una obsolescencia programada se estuviese preocupando de recordarnos que los libros solo se leen una vez, que los libros se marchitan a la par que los diseños de sus portadas, y eso, además de ser una aberración, es una injusticia, un despropósito, un impuesto atropello por las necesidades del mercado, como todo lo que se propone mejorarnos la vida encubierto de afán de negocio. A lo que vamos, que cada vez que visito una biblioteca me quedaría a vivir en ella, como un ratón por sus estanterías de madrugada, acurrucado durante el día en un rincón invisible en el que poder contemplar las caras de satisfacción y de sorpresa, el sosiego de quienes encuentran en ella la paz necesaria para evadirse de un mundo tan lejano al suyo, en el que habitan intentando que los acontecimientos no traspasen la frontera de sus principios y valores, en el genuino análisis de sus circunstancias en correspondencia con los escritores que parecen que le han adivinado a uno ese pensamiento que se descubre cuando se lee. Las bibliotecas deberían ser el lugar de culto al que acudir todos los domingos a por un libro, como quien va a misa, o con la acostumbrada frecuencia de quien hace la compra semanal, o de quien cumple con el ritual de completarse a sí mismo en beneficio de la relación con los demás apostando por el desconocido universo en el que se encuentran las explicaciones de lo que somos en función de lo que hemos ido siendo. Una biblioteca es uno de los únicos lugares que conozco en el que son capaces de convivir todas las culturas, todas las lenguas, todas las ideologías y todas las patrias con el preferible requisito, que normalmente se cumple, de hacerlo en silencio.

jueves, 26 de julio de 2018

Una joya del olvido

Resultado de imagen de Miguel Hernández Poemas de Amor


Los libros viajan; algunos se enrolan en la travesía del olvido, en sótanos y armarios, en cuevas y profundidades, hasta que son rescatados por la curiosidad y la casualidad. Los libros vuelan, se sumergen y echan a rodar, se comienzan y se echan a un lado empezando otros, van haciéndose hueco entre los paquetes, se dejan tocar entre las cajas, se acarician junto a una estantería, se nos caen al dormirnos de las manos; los libros huelen a azar/azahar y a hierbabuena, a quinina, clorofila, mosto y adrenalina, a comercio y costumbre, a polen y aire limpio, a compañía y fragancia y hábito y ejercicio, a mar adentro, a recuerdos de épocas de todo tipo, a lo que su impronta nos devuelve de experiencia. Nada como la aparición de un libro para fechar un recuerdo. Los libros nos transportan en el tren de sus lecturas, en la intromisión onírica sobre las ciudades que pisan sus personajes; nos acompañan las vidas que los habitan, los ejemplos, las crónicas, las metáforas, las comparaciones, las ocurrencias y la perspicacia, la moraleja y el mensaje, la verdad de las mentiras, la pura alegría de leer, los lugares donde los leímos, los sitios en los que los compramos, las lecciones que nos proporcionaron y las dudas que nos suscitaron, la admiración por la obra en si, por el valor de escribir un libro, por la soltura expresiva, por la definición del crucigrama a solas de todo lector. Los libros son hermanos, ángeles de la guarda, amuletos, fetiches, miembros de la familia, mascotas, amigos, compañeros, recursos contra el desamparo en los aeropuertos. Los libros disimulan las fatigas, se amontonan, nos hacen más interesantes de lo que somos, nos camuflan detrás de esa barrera a la que solo se asoman los ojos más curiosos. Los libros se regalan por amor, por afecto y simpatía, por inercia y por no saber qué regalar pensando que siempre vendrá bien un libro. En las dedicatorias de los libros regalados con amor fraterno, perdidas de vista en la cercanía de las distancias, se ve al trasluz la radiografía de los trasbordos, de los cambios de turno y de paisaje, de las vueltas que da la vida, como en la del Poemas de amor de Miguel Hernández que Blimunda me regaló en octubre de 2009, encontrada en un camarote del Nautilus atracado en Azufaifa, que hoy se encuentra en Braunschweig. Una joya del olvido.


domingo, 22 de julio de 2018

La puerta de atrás



Resultado de imagen de puerta de colores óleo

Donde había una corsetería han abierto un restaurante en mi calle que irradia gusto desde el inicio de la reforma. Durante las obras el espacio interior se sostenía por la sugerencia anticipada de lo que habría de ir llegando; se hiciese lo que se hiciese se intuía algo calibrado, pensado, colocado, puesto en su sitio, y un guión por escribir sobre la página en blanco de las paredes interiores, un silencio, una nota bien tocada, la descriptiva facilidad de la geometría. Me fijaba cada vez que pasaba por allí y, aunque durante días no apreciase cambio alguno, de buenas a primeras me encontraba frente a un lienzo avanzado, fruto de las obras trazadas desde las matrices de la luz y la funcionalidad, aprovechando los contrastes y las sombras, el cruce de la calle. La elegancia también viste tallas pequeñas. Lo que no se ve es el molde de la escultura que presenciamos. La vista se adapta al orden por instinto de protección, y una vez traspasada esa frontera se interesa por ordenar elementos secundarios o aleatorios en torno al boceto del panorama. Se desestima todo proyecto hostelero que no tenga buena presencia, eso tan difícil de definir que es la imagen, una fachada acorde con la sensibilidad que pueda esperarse adentro; ahora bien, no es frecuente encontrarse con proyectos en los que las entrañas, el conglomerado de movimientos y utensilios y herramientas y muebles y aparatos y superficies y en ese plan hasta llegar a la puerta de atrás, sea la piedra angular de la definición de su operatividad. En la puerta de atrás de los restaurantes se habla latín y se reza en arameo, se fuman cigarrillos raudos como el relámpago que saca los postres de la última mesa; en la puerta de atrás se queda para después y se comparten diferencias, se sostienen las miradas con ojeras, se pide consejo, se cuentan secretos, se mira al cielo, se contempla durante unos minutos la noche, se escuchan los ruidos de La Ciudad como si saliese uno de una cueva, o de un escenario; por la puerta de atrás se saca la basura, se conecta la alarma y se echa la llave; allí se suspira, se sueña, se piensa, se desea, se habla de la lotería, de los cuartos crecientes de la luna, del tiempo que llevamos en esto, de lo que hay que aguantar y de todo eso. Estando ya abierto y sin esperármelo me percaté de la confirmación estética en el proyecto de apertura de ese restaurante: el inusual encanto de su puerta de atrás, tan inesperado como la belleza.