domingo, 21 de septiembre de 2014

Volver a empezar





A veces queda uno contaminado por la inapetencia, por la irregularidad trastornada del fracaso, esquivando hábitos que tanto bien y falta le hacen. Hay épocas en las que el cuerpo se amodorra y los pensamientos no dan pie con bola; los veranos se hacen insoportables y las primaveras carecen de aroma, por lo poco preparados y dispuestos que andan los instintos a dejarse sorprender, no sólo a causa de la pura y dura pereza sino por la enfermedad de la desidia y el barniz de desamparo con el que la desgana lo embadurna todo. Entonces no hay más remedio que pararse a pensar firmemente qué es lo que le conviene a uno, y después de haberlo pensado muchas veces casi nunca se llega a una solución tan certera como la siguiente: leer y escribir, dejarse llevar por los mecanismos de la literatura que también está en los paseos por la ciudad, en cada esquina, en cada sombra, incluso en el dibujo de la crema del café en el que las pupilas imaginan una figura con la facilidad con la que se adivinan en las nubes tantas cosas gracias a su algodonosa transformación. Siempre que acaba el verano me vienen a la mente recuerdos de etapas de resurgimiento, de esplendor, de inicio de curso, de ilusión, y aprovecho la ocasión para resucitar en la imagen del estudiante que añoraba su cuarto ordenado y lleno de libros y de apuntes con buena letra y de buenas intenciones realizadas. Ya iba siendo hora, después del letargo veraniego, de la lucha por salir a flote en la que no siempre se gana, de las borracheras y el insomnio, de las madrugadas empapadas en el sudor del desengaño, de regalarse el lujo de los placeres accesibles de la vida y echar a rodar esa piedra que tapaba la salida y no dejaba ver la luz.