sábado, 31 de marzo de 2012

Basura.








Puestos a calcular nos asustaríamos si supiésemos la cantidad de comida que acaba en el cubo de la basura. Y no hablo de mondas de naranja ni de cáscaras de gambas; no me refiero a las espinas del pescado ni al despojo de una chuleta. No estoy hablando de vainas de guisantes ni de mocos de pavo, ni de conchas de almejas, ni de huesos de aceituna. Me refiero a alimentos, algunos de ellos sin tocar, que ni siquiera llegan a la boca de nadie, que se arrojan directamente a un mugriento bidón porque supuestamente ya no valen, porque su fecha de caducidad era tan efímera que no llegó al primer asalto por culpa de unas motas, como los no sé cuantos miles o millones de manzanas con las que se hizo lo propio, sin ir más lejos a lo largo del año pasado, en Alemania, sin contar los pepinos; así, sin miramientos, con la osadía propia de la analfabeta y bochornosa ostentación de occidente cada vez que se mira en el espejo del imperio yanqui haciendo zapping y asimilando costumbres que nos ponen donde estamos. Y mientras tanto, no creo que haga falta contarles milongas, a buen entendedor con media palabra basta.Y en los restaurantes ídem de lo mismo. Desde la cantidad de producto que por h o por b no ha sido dado por bueno de cara a la galería, y después ha sido utilizado para fines internos como la comida del personal, gracias al cual muchas veces sale estupenda, porque gozando de la suficiente salud para que lleven a cabo sus funciones nutritivas no es cuestión de darle la espalda, ha sido tratado como uno más de los residuos, como pura y dura morralla no merecedora de ser exhibida y sí de ser puesta en un depósito, todo junto, bulto sobre bulto, como un montón de escombros; que para eso también estamos preparados, poco comprometidos y nada solidarios.

 Con bárbara facilidad nos deshacemos de lo que hace que rebose la nevera para darle paso a algo más de moda y recién comprado, algo apetecible por la pinta de su etiqueta y por el seguimiento de un absurdo anuncio en el que se vende una nueva tendencia; otra más de las maneras de obtener la juventud eterna, como si un paquete con un elaborado a base de soja fuese el elixir que por fin han encontrado los alquimistas de la nutrición; otro artículo con el que ponerle definitivo freno a los temores de las arrugas sacudiéndonos el bolsillo a base de bien, quedando convencidos y a la espera de un efecto placebo que resucite nuestra decadencia.
En cuanto a los recipientes y embalajes en sí, no hay nada más que echar una ojeada a cualquiera de los contenedores de las inmediaciones de un restaurante: decenas de serigrafiadas bolsas para las que no se encontró una alternativa, cajas de plástico o cartón con manchados nombres de grasa procedentes de fruterías, carnicerías o pescaderías que también tendrán lo suyo allá donde se encuentren; masacrados cartones a base de pisotones construyendo le deformidad de una torre que al menos no apesta, amasijos de plásticos que parecen un desguace, vidrios mezclados con otro tipo de envases a pesar de las no !@#$%^&* recomendaciones y lo que sigue.
No hace mucho escuché que una planta de reciclaje no daba abasto a consecuencia del excedente acumulado; esa es otra. Puede que dentro de poco no haya sitio para nosotros, que no quepamos. Tal vez entonces nos de por pensar en lo que es realmente útil.

viernes, 30 de marzo de 2012

Locutorio.




Dentro del conjunto de rincones, santos de mi devoción para pasar un buen rato junto a mi bien acompañada soledad, basado en escribir parte de estas lineas, beber de otras y ver cómo andan los resultados de las ofertas de trabajo a las que me he inscrito, se encuentra un locutorio, situado en la calle San Fernando de Sevilla, en el que brota la vida de una manera especial. Gentes de diferentes nacionalidades vienen aquí para ponerse en contacto con sus familias mediante el uso del teléfono , el correo electrónico o el maravilloso mecanismo que facilita verse las caras en la pantalla del ordenador y disfrutar de la presencia del familiar o amigo en cuestión con la certeza de que la dimensión de sus ojeras no es mayor que lo era ayer.

El lugar es una sala en la que no cesa la actividad de sus seis cabinas telefónicas y sus treinta computadoras. Aquí, una vez que te encuentras en faena, es posible salir del paso de casi cualquier imprevisto y, a excepción de tabaco, desde una botella de agua a la urgente recarga de la tarjeta de móvil, junto con la eficiente colaboración de sus empleados, que en un abrir y cerrar de ojos resuelven las cibernéticas dudas de los usuarios, puedes encontrar de todo. El ambiente es propicio para sentirte como en la redacción de un periódico en el que el cosmopolitismo es la nota dominante y todos transitan por sus mundos internos buscando información a cerca de algo que los aproxime a la actualidad con la que no verse exiliados del fluir de la vida moderna.

Todo tipo de acentos y fonéticas propias de lenguas que distan mucho entre sí. Desde África a los países del este, desde el cono sur a las regiones del norte de España, desde Filipinas a Brasil pasando por Oriente Medio. Expresiones de llanto y alegría, de encono, decepción e impotencia. Prisas, impaciencias de quienes no soportan ni un segundo más sin saber de los suyos, allá en otras tierras en las que existen los pobres de verdad. Manos que se frotan, estudiantes con aspecto de becarios, entrados en años que tratan de encontrar pareja mediante una web, ejecutivos que aprovechan para poner al día una serie de informes, dedos que danzan sobre el teclado poblando del ruido propio de las teclas una atmósfera en la que se perciben las ansias por comunicarse con alguien que estimule el presente con noticias que no den la guerra por perdida.

A este lugar vengo a diario a saber de las aguas de Blimunda y de los andurriales de Ridao, del gofio con miel de Gloria y de la voz debida de Mery, del siempre generoso comentario de Amoristad y  de todo cuanto me acerque a la templanza de escabullirme por las letras como el quijote que en ellas encuentra la receta para que sus fantasía puedan llegar a hacerse realidad. Aquí me detengo por unas horas para hacer parada en la estación del aprendizaje que me brinda la ocasión de tener cerca a ese puñado de bloggeros que salpican de inteligencia y compromiso lo que se encuentra en vías de extinción: la percepción de la realidad que nos negamos a ver con argumentos que la hacen más dura si cabe pero que gracias a gente como ellos se convierte en la esperanza de toparse con la lucidez por muchos kilómetros de distancia que nos separen.



jueves, 29 de marzo de 2012

El feo y el guapo.






Nos quejamos con frecuencia de la falta de personas que sienten devoción por las artes del servicio. Tratamos de salir de ese callejón, cercano a la ausencia de salida pero sin dar la guerra por perdida, solicitando la colaboración de las escuelas de hostelería o contratando temporalmente a seres a los que les enseñamos las bases y todo es cuestión de empezar. Lo del gusanillo, miren ustedes, habrá unos que sí, habrá otros que no. En ocasiones tienes la fortuna de encontrar a alguien a quien además de querer ganarse unas pelillas le va la cuerda camarera, y entonces, pues de maravilla. Preciosidades aparte.Todo no se puede pedir, en eso estamos de acuerdo, lo sabemos y creo que somos conscientes.

 Siempre partimos de la base de que siendo buena gente se puede llegar muy lejos. Evidentemente son imprescindibles unos requisitos mínimos de higiene, amabilidad, concentración y respeto hacia las normas básicas de convivencia, con omisión de la pasión, que sería ideal pero no exigible, entre otras cosas porque sentir pasión por esto, por ser un buen camarero, jefe de sala o sommelier que entienda el oficio como algo vinculado al arte de vivir, de la manera que está montado el circo de nuestra civilización, es cuestión de cuatro colgados que se pasean por el mundo pensando que contribuyen de alguna manera a que no caiga una bomba atómica sobre el planeta, y que de vez en cuando despiertan y descubren que la mejor manera de seguir viviendo es continuar soñando. Una postura muy calderoniana y altamente recomendable para los que se niegan a pensar que la vida es un valle de lágrimas y que aquí hemos venido a sufrir. 
Pero a lo que voy, que se haya puesto de moda que uno de los parámetros importantes, a la hora de fichar gente, sea el atractivo físico, y que ante la disyuntiva, en igualdad de condiciones o no tanto, de elegir a un feo o a un guapo, la balanza se decante por el segundo sin tener en cuenta otra serie de cuestiones realmente sustanciales que con frecuencia nos pasamos por el arco del triunfo porque la monería tira mucho, me parece un bochorno con pinceladas discriminatorias que pone las cosas donde se merecen. Quillo, esque ya no hay pofezionale. Y esto está pasando. Y puede que uno de los perjudicados sea un padre de familia que realmente necesita el trabajo y que injustamente es desbancado por un guaperas que en cuestiones de dignidad y eficiencia no le llega a la suela del zapato. Y luego nos quejamos. "Paso de la falsa belleza igual que el sabio que no cambia París por su aldea..."
De tanto en tanto tengo la posibilidad de leer el contenido de un currículo, y confesando que tiendo a pensar que las cosas nos irían mejor si todo fuese diferente, no le presto demasiada atención a la fotografía en la que se presenta la jeta del individuo en cuestión solicitando un hueco. Sinceramente, me la trae al pairo. Veo, releo, observo y hago mis cábalas. Me figuro los escenarios en los que ha ejercido. Reflexiono sobre lo que puede o no entender a cerca de lo que nos traemos entre manos, y si me resulta interesante comienzo a pensar en las preguntas que me gustaría hacerle al sujeto cuya encanto fotografiado en busto tengo delante, si entrar en cánones de hermosura porque no tengo derecho a eso, ¿ me entienden ?
Una vez en la entrevista trato de recaudar datos sobre la honradez y la involucración, el gusto, el tacto y la modestia de la buena educación, y si civilizadamente llegamos al entendimiento y acabamos trabajando juntos, entonces si que hablaremos de la auténtica belleza: del reparto de felicidad.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Cumpleaños de seda.




Tal día como hoy, 29 de Marzo, hace unos cuantos años, durante los que le ha dado tiempo a la belleza a desatar sus cinceles y esculpir una figura de seda, una serie de seres humanos decidieron que había llegado la hora de formar parte de este mundo. Algunos de ellos incluso en el mismo, precioso y preciso instante. Imaginio el momento en el que, en Honolulu y Copenhague, en Lisboa y Estambúl, en Marrakech y Buenos Aires, en Viena y en Cantabria era coincidente el acontecimiento y, todas esas almas, decididas a decir con un primerizo llanto esta boca es mía por estas tierras, clavaron la curiosidad de su mirada en esta vida.

!@#$%^&* años es algo que va formando parte del oficio de vivir, que va agrandando el curriculo con experiencias, idas y venidas,  olvidos y recuerdos,  malos tragos e inigualables sensaciones de dicha y bienestar. Y por esos caminos por los que las semanas y los meses van tachando números, y deshojando su margarita, hoja a hoja, los tacos de almanaque, hay un hueco reservado para el privilegio de los encuentros que sellan con su azúcar parte de la existencia.

Decir felicidades a mil kilómetros de distancia sabe a poco pero es algo con lo que uno se puede proporcionar un desayuno, con brindis incluido, haciendo como que se siente acompañado. Siempre tenemos los pobres a mano el mecanismo de la fabulación, que es un recurso sin el que nuestras vidas serían un desastre, para ir tirando y apreciar que el aire lo regalan y que las vibraciones poseen una fuerza de atracción con la que, lucidamente utilizada, se podrían arreglar muchos de los males del planeta.

Decir felicidades es alegrarse la vida, es salud-dar de todas las posibles maneras con las que el deseo sueña, a pierna suelta, con que cunda el ejemplo del tipo de personas que nos hacen placentero el paseo por el barrio y dejan su huella inscrita en la miel, el merengue y las fresas con nata sobre los cuencos de las manos de un abrazo.

Amoristad, FELICIDADES.

martes, 27 de marzo de 2012

La prisa mata.





Las avenidas son el símbolo del rugido, del bramido de los tubos de escape soltando el humo de los carburantes que tiñen el firmamento de un representativo gris que sirve de fondo para la acuarela sobre la que malvive el cielo. Las ruedas pisan el asfalto atropellando a su paso todo resquicio de calma que permita la inmovilidad de un papel. Los semáforos dictan en un tricolor lenguaje internacional las órdenes que los transeuntes acatan y, como si de la parrilla de salida de un circuito de velocidad se tratara, en grupos parecidos a rebaños atraviesan hasta alcanzar el lado opuesto en el que cada cual decidirá su camino. Los cláxones maltratan la virtud del decibelio, le aportan matices de furia e impaciencia con la que se alimentan las ansias de no saber a dónde no llegar tarde. Una frenada es apurada y por los pelos no da al traste con el espectáculo de la dinámica brutal y veloz sobre la que se desarrolla la descarga de adrenalina que, antes de entrar en la trinchera desde la que abriremos el fuego con el que gastar las balas que nos aporten el sustento, nos dé la falsa sensación de seguridad y valentia propia del subdesarrollo de las partes sensibles del cerebro con las que queda comprobado la laguna en la que, adobados en un opio de telebasura y publicidades, con las que se deterioran las reglas del juego de las aspiraciones del alma encerradas en un callejón sin salida, nos sumergimos y buceamos lanzándonos, unos a otros, arpones que alcanzan incluso a aquellos que eligen las profundidades de la superficie para caminar a su antojo viéndose sorprendidos por el alarido de una sirena.

La prisa mata y entorpece al intelecto en todo aquello que no tenga que ver con la guerra del kilómetro por hora y el metro por segundo gracias a la cual hemos convertido parte del planeta en una pelea de sabuesos. La prisa aflora en el pensamiento, se ha instalado en nuestras vidas para encargarse de hacerlas más cortas, menos vidas al fin y al cabo, y más parecidas al frenético infierno de indeseados puntos de destino en los que se ha convertido esto. La emoción anda mal despachada porque apesta a alquitranes que pisan el cuello para abrirse camino a base de infundadas excusas aborrecidas por el juicio del silencio. La prisa me ha dicho que me espera esta noche en el bar de la esquina y he decidido no quedar con ella prefiriendo no mandarla a la mierda porque bastante peste tenemos ya con el ruido del stress autoritario que al más guapo le da cara de enfermo.

Casi sin palabras.




Ternopol es la ciudad soviética, cercana a Kiev, en la que Odessia vió su primera luz de este mundo. Conocí a esta señora hace casi cinco años. Juntos nos batiamos el  mañanero cobre de la limpieza de la sala de un pequeño restaurante marbellí en el que, gracias a la pulcritud con la que ella ejercía su dedicación por sacar brillo, literalmente se podía comer en el suelo. La manera con la que agradecía cada uno de aquellos cafés, con los que se animaban nuestras fuerzas para dejarlo todo como una patena, era de tal sinceridad que uno se sentía, en cierta manera, culpable de que existiesen personas que, habiendo venido en busca del pan que en su país se les negaba y habiendo dejado allí a casí toda su familia - su marido no le pudo acompañar porque eso significaría perder lo único con lo que podían permitirse el lujo de comer el resto de la parentela - se encontrasen naufragando de tal manera , siendo tan buena gente, y corriendo el más que probable riesgo, además del suplicio de la lejanía, de haber venido a parar a un lugar en el que  les trataban de regatear todos sus derechos laborales por el mero hecho de no hablar ni una palabra en nuestra lengua, razón esta última utilizada hasta el abuso por parte de la mayoría de empresarios para sacarles lo máximo a cambio de insultantes ingresos y condiciones, como era el caso de casi todos sus paisanos. Ella lloraba, en ocasiones de alegría por encontrarse entre nosotros, un par de bohemios que formábamos el resto del equipo, y casi siempre de una contagiosa y profunda tristeza a consecuencia de la distancia, y de saberse carne de cañón en el momento menos pensado.

Cada mediodía, al sentarnos a comer, bendecía la mesa, en una lengua que a mí, por la sencilla razón de serme completamente desconocida, me resultaba de una maravillosa fonética, y sonreía mirando al techo para después pedirme, mientras dábamos cuenta de un suculento salmorejo, que le continuase enseñando alguna palabra en español. Luego, gajes del oficio, el sitio cerró y cada uno hubo de buscarse las habichuelas por caminos diferentes quedándonos la sensación de haber coincidido en lo que a fe humana se refiere y a sentirnos poseedores de la magia del entendimiento con pocos vocablos, con los que necesitan los que van al grano con los gestos, el lenguaje que comparten desterrados y desertores por razones de indignación.

Siempre, al recordarla, me invadía la impresión de que Odessia era una paloma blanca que podía ser picoteada por las gaviotas. Ayer, después de que el mundo nos demostrase que es un pañuelo, tuve la fortuna de volver a verle el rostro, pero sembrado de arrugas, y con veinte kilos menos que se habían encargado de devorarle, además de las aves carroñeras, las noches sin dormir y los ucranianos recuerdos. Mantenía su afán por la dignidad de su presencia, por cuidarse el cabello que ya no es tan ondulado, por llevar el bolso como lo llevan las jovencitas que son esperadas por un galán en la próxima esquina. Mantenía la cabeza alta a pesar de una joroba acentuada por tener que haber soportado mucho peso durante estos años, y con lágrimas en los ojos volvimos a entendérnoslo todo. Con un abrazo, casi sin palabras.

lunes, 26 de marzo de 2012

El tiempo es vida.




La pasada madrugada, acurrucado entre los primeros rayos de luna del sueño y las tertulianas voces que emanaban de la radio, mientras escuchaba uno de esos programas que se ha convertido en un clásico, uno de esos espacios en los que el alma se encuentra más a gusto de lo que lo puede estar enterándose de la cantidad de atrocidades que a cada instante se cometen, con la consecuente carga de impotencia para lo poco de dignidad que nos va quedando, sálvese el que pueda, Juan Luis Cebrián comentó algo sobre José Luis Sampedro que, como todo lo que se refiera a semejente ejemplo de elegancia intelectual, me atrajo, por supuesto, de inmediato, y me salvó un poco del espanto de volver a dormir pensando en el inapelable peligro de extinción de los espíritus reflexivos, a pesar de que, en este género, los que abunden sean los octogenarios o nonagenarios convertidos en faros y referentes de la excasez de miembros de la misma estirpe, sin la que esto acabará por hundirse, pertenecientes a la clase más joven de la que aspira a formar parte el pobre diablo que suscribe estas lineas.

El maestro Sampedro, catedrático de estructura económica, del que bendito sea el Monte Sinaí que le devolvió el aliento para seguir compartiendo con nosotros sus lúcidas meditaciones, alude a la importancia de la pasión, al significativo hecho de sentirnos apasionados con lo que hacemos, con lo que respiramos, con lo que queremos, porque, nos afirma, el tiempo no es oro, el tiempo es vida. Así pues, según él, habiendo sido educados para ser productores y consumidores, nos han dado muchas posibilidades para encerrarnos en el laberinto de la infelicidad provocada por un cúmulo de insatisfacciones basadas en lo material y en inventadas necesidades con el fin de convertirlo todo en mercancia.

 Y es que, hace ya tiempo, hasta el alma se ha convertido en mercadería, hasta el silencio se vende. La situación nos arrastra hacia un no sé qué al que nos dirigimos con los ojos tapados, como borregos eclipsados, y lo peor de todo es que habiendo razones e inteligencia suficientes para criticar la situación y para poder afirmar que, a ciencia cierta, lo que nos espera es el infierno que nosotros mismos estamos construyendo, a todos nos dé por pensar que el que venga detrás que arré y que nos dé exactamente igual que al día siguiente de irnos al otro barrio se funda la tierra. Mientras tanto continuaremos gozando del descanso espiritual que nos aporta la luz de semejentes meditaciones en las que encontrar un halo de esperanza para que al menos nuestro entorno no acabe oliendo a estiercol de compra y venta.

domingo, 25 de marzo de 2012

Control de alcoholemia.





Con esa sensación con la que uno afronta cualquier circunstancia a sabiendas o casi con la seguridad de estar sumergido en una inapelable realidad, durante el trayecto de vuelta a casa después de haber gozado de una buena cena, en uno de esos sitios dotados de una nada desdeñable carta de vinos, aparecieron, ante la perspectiva que era capaz de tener en ese instante, unas luces echándonos el alto. Se trataba de las autoridades de tráfico de aquel lugar realizando un concienzudo y minucioso control de alcoholemia y registro de pertenencia de intranquilizantes. Mi mujer, dada a los impulsos del dramatismo y el sentimiento de culpabilidad en estos casos, dio por descontado que me cazarían y no dejó de lamentar lo cabezón que me puse cuando insistí en ser yo quien condujese el coche aquella noche. Por mi parte opté por adoptar la postura de tranquilidad con la que solía actuar el señor Mearsault de Albert Camus en “El extranjero” respondiendo con un si o un no a las preguntas que los agentes me hacían, porque total para que engañarnos, a lo hecho pecho; te lías, te lías, y entre que uno tiene el morro fino y el somelier ponía cada vez más a tiro los caramelos, pues a vivir que son dos días.

La situación no era ninguna tontería. Había más de un punto de inspección preparado en la zona, de manera que pude comprobar cómo examinaban a varios conductores al tiempo que hacían lo propio conmigo. Después del siempre emocionante trámite de los papeles, en el que te das cuenta de que las facturas del cambio de aceite y el manual del automóvil no valen para nada, o al menos de que eso no es lo que te están pidiendo, vino la parte contratante de la segunda parte en la que el que parte y comparte en el restaurante no siempre se lleva la mejor parte, o si.

Sin saber cómo me vi con un complejo y moderno aparato en los labios ante el que se me solicitaba soplar durante unos instantes. Al momento, después de haber bufado como no lo hacía desde que dejé de ser aquel párvulo corneta de la banda del pueblo, en una pequeña pantalla digital aparecieron los nombres de los caldos que habíamos disfrutado un rato antes: un Cava III Lustros de Gramona, un blanco Ram´s Hill 2009 sauvignon blanc de Marlborough (Nueva Zelanda), y un Burdeos Sociando Mallet del 98. No faltó ni un dato en aquel monitor, añadas y procedencias incluidas. ¡Vaya con el aparatito!, me dije mientras mi señora susurraba: ¡aparatito y medio te voy a dar yo a ti, ahora siéntate y llora!

Tras un exhaustivo examen de la información procedente de aquella joya de la tecnología, el guardia asintió en silencio, varias veces, incluso atisbándosele una leve humedad en los labios. Acto seguido me pidió que aparcase unos metros más adelante para decirme:- Señor, reciba usted nuestra más sincera enhorabuena. Le hemos de alabar el gusto por sus elecciones y felicitarle por la bien desarrollada parte de sibarita que usted tiene. Solamente por el tinto, por ese Burdeos, le daremos tres puntos y uno más por cada uno de los otros dos caldos. Le repito, enhorabuena -. No corrió la misma suerte un joven al que le habían detectado una desproporcionada cantidad de gaseosa en su calimocho y tuvo que apechugar las consecuencias con una preventiva retirada de carnet. Al despertar tuve la sensación de habérmelo pasado estupendamente y mi mujer no dejó de recordarme que menos mal que fue ella quien trajo el coche aquella noche.

sábado, 24 de marzo de 2012

La vida oculta.




Para lectores del tipo que yo me considero, necesitados con frecuencia de muletas para guiar nuestros pasos sobre los párrafos, siempre resulta reconfortante la caída en sus manos de un libro a cerca de los pormenores y vericuetos de la literatura desde el punto de vista del escritor. No sé si a esto se le puede llamar metaliteratura, término que utilizo con la cautela propia del inexperto que no desea dar un patinazo, pero lo que si tengo claro, una vez terminada la lectura de La vida oculta, de Soledad Puértolas, es de que a esto se le puede llamar bello manual de iniciación y motivación para que el leyente encuentre las suficientes semillas con las que sembrar los campos de la imaginación de su tiempo libre con el inigualable placer de las excplicaciones bien dadas sobre los mundos que se encierran en los caminos de la creación y la intensidad de las sensaciones del creador.

En dicha obra se ofrece un repaso, en forma de ensayo, de los suburbios de la crítica, el método, la intuición, la modestia, la experiencia de escribir para vivir y viceversa, los referentes de la autora, las fuentes de su inspiración, los lugares de sus relatos y la soledad con la que se lleva a cabo el oficio de las letras. Se trata de una recreación, de principio a fín, de todo cuanto uno se pregunta cada vez que, con las dificultades propias del aficionado que sencillamente aspira a ser entendido mediante el desahogo que le supone la mínima dedicación, trata de disfrazarse de poeta e imaginar la consistencia de una vida dedicada al asunto. Desde luego que con obras como ésta a uno se le abren los pulmones, la mente y el grifo de la energía para no decaer en el intento y valorar profundamente la importancia del entretenimiento en el que se sume cada vez que necesita de algo que sólo lo aporta el retiro acompañado del pensamiento más profundo.

Me entenderán quienes sienten la sensación de no querer que se acabe el libro que tienen entre las manos o que, a mitad de camino, piensan que es una pena que sea tan corto, o que, una vez cerrado el ejemplar por la última de sus páginas, siente profundas ganas de investigar  a cerca de la segunda parte de la obra, a pesar de saberlo imposible, y hacer de ello el objeto del deseo de ese instante. Nunca pude imaginar que conocería a la señora puértolas gracias a Paco, el librero de la acera de la Gran Plaza sevillana, cosa que ha hecho más emotivo el encuentro, y desde luego que me ha llevado a pensar más intensamente sobre el destino de las cosas y el desprecio al que sometemos a muchas obras de arte por la sencilla razón de nuestro desconocido desconocimiento.



Diario de un camarero.





Martes: Lo de todos los martes. Lázaro, levántate y anda. Ha costado arrancar, todavía me acompaña la resaca del domingo. Veremos a ver como viene la semana. La primitiva ni la he mirado, siempre se me olvida, lo mismo hasta soy rico y ni lo sé, al fin y al cabo y después de todo aún me excita mi oficio. Estaría bien ponerle a mi vida un poco del orden que tengo en el trabajo. Me niego a ir al psicólogo, no me fio del negocio, creo que seré capaz de hacerlo yo solo. Por algo dicen que somos muy buenos ojeadores, que calamos a la primera. No les falta razón a quienes lo afirman pero con frecuencia nos olvidamos de mirar dentro de nosotros mismos.

Miércoles: Lo nuestro es la monda. Esto no hay quien lo entienda; no esperábamos nada y se llenó hasta la bandera. Parecía que se habían puesto todos de acuerdo para venir a la misma hora. He vuelto a dejar de fumar un par de veces; pero quién no se pone un cigarrillo en la boca después de lo que nos ha caído, o una copita. Esto ya no es lo que era. Antes los del gremio trasnochábamos más, no parábamos, igual daba un martes que un viernes, y ahora que vamos camino de ser viejos rockeros siempre hay una excusa para no poder juntar a la mitad de la banda. A este paso acabaremos siendo dinosaurios.

Jueves: He echado cuentas y llevo en esto más de la mitad de mi vida. A veces pienso a qué me podría dedicar si tuviera que hacer otra cosa y lo primero que se me viene a la cabeza es un circo, o un teatro. Me suenan todas las caras y todos los nombres, todos los gestos. En los años de profesión he aprendido tanto sobre quinésica que a veces tengo la sensación de hablar con los clientes sin mediar palabra. La verdad es que en una sala se pueden hacer muchas cosas sin hablar, entre otras el amor. Por cierto, hoy no he cesado, he estado a punto de no poder con tanto, ha sido genial.

Viernes: Frecuentemente me pregunto si todas esas personas a las que les damos nuestros cuidados se enterarán de algo, si captarán nuestro mensaje o si ni siquiera repararán en el asunto que nos traemos entre manos. Hoy he tenido la sensación de sentirme solo en medio de un montón de gente y me ha entristecido mucho. Me ha delatado mi parte chunga, qué le vamos a hacer. Debe ser cosa de los tiempos que corren. Bueno, siempre nos queda el mañana, nunca se sabe. Esto es como el arroz, jamás sale igual.

Sábado: Ya queda menos.

Domingo: El último asalto me ha dejado el buen sabor de boca del hermoso suspiro que ha dado el resto en el intento y ha salido beneficiado con su esfuerzo. Siempre fueron los medios días del domingo santo de mi devoción. El ambiente es tan diferente, sobretodo entre nosotros, que bien podría ser así continuamente. Hay que ver cómo cambia el cuento, no hay color. Me he armado de valor y esta noche me he saltado la juerga, y por lo bien que me lo he hecho he abierto una botella de champán para cenar.

Lunes: Esto es vida. A mí que me digan misa si quieren, pero no tener que trabajar y cultivar la pereza a base de lecturas, sorbos, bocados y contemplaciones del paisaje es una maravilla. La nevera está llena y las facturas pagadas, la casa recogida y las camisas limpias y planchadas. Gozo de buena salud y buen humor. Me siento rico.

viernes, 23 de marzo de 2012

Repartir felicidad.




Repartir felicidad significa olvidarte de que por esto te sueltan unas perras con las que ir tirando y dedicarte a disfrutar de todo lo que se te pone por delante. Asumir que son muchas horas, pero que tras ellas se encuentran las posibilidades del abanico de las sensaciones, es algo que hay que tener claro para que la representación goce del brillo vital deseado, para que la escena se contamine de esa mezcla de humildad, ironía y empatía tras la que se encuentra el fruto del acercamiento y el acuerdo, de la decencia y la armonía, del civismo y la responsabilidad ciudadana de tratar de hacernos la vida más vivible, aspecto éste último de vital importancia para entender la metafísica de lo que nos traemos entre manos.

La academia del trato con humanos es un aula de la que siempre sale uno con la sensación de saber bien poco, cosa que la hace grande y con la que el actor debe saber compaginar su existencia para darse cuenta de que cada vez sabe menos, para disfrutar del encuentro con cada mínimo descubrimiento como si se celebrase el bautizo del planeta. Repartir felicidad implica poner, constantemente, granitos de arena con los que formar la montaña mágica de los microclimas y las atmósferas aderezados con las virtudes del mimo y del tacto. Con sonreir no vale. De entrada va muy bien, pero no es suficiente. Hay que mirar a los ojos, investigar, amoldarse, dejarse llevar hasta tomar las riendas, inmiscuirse en los pensamientos, adivinar, presentir, anticiparse, crear y creer en lo que se hace. Observarlo todo hasta empaparte, ponerte en la piel del otro y convencerlo para que no cometa un atropello, para que recoja un ejemplo de una de las muchas maneras que existen de sentirse vivo sin necesidad de tener que apretar un gatillo, sencillamente siendo camarero.

Otro más.




Iba paseando, esta tarde de pegajoso bochorno sevillano que ya empieza a hacer de las suyas, cuando un joven, de cuyas manos afloraba un ramillete de papeles en los que aparecía la foto de un individuo, parece ser que convencido de saber cómo hacer y no hacer las cosas para que los índices de desempleo y cobertura de necesidades básicas corran mejor suerte de la que están teniendo hasta el momento, junto a una desconocidas siglas, me ha preguntado, muy educadamente, que si sabía yo de la existencia de don fulano de copas y del circo que se ha montado con otros cuantos amiguetes y con las ideas parece ser que muy claras. En la foto del aspirante, en cuya leve sonrisa se detecta el borboteo del cinismo, y de toda la trupe que se ha querido subir al carro del desfalco, la ratería y la malversación, aparecen unas siglas que dan fe de lo poco tratado que ha sido el asunto del bautizo porque, imagino, el tiempo es oro y al fin y al cabo de lo que se habia hablado era de la estrategia para alimentar el narcisismo fundando un partido. Otro partido que con motivo de las elecciones al parlamento de Andalucía presenta su candidatura, con toda la carga de buenas intenciones que conlleva la trama, que no se diga, la cosa es extrenarse como está mandado, con la indecencia propia de quien sabe a ciencia cierta que es inmoral lo que hace, que viéndose incapacitado para reprimir sus ansias se decide al abordaje, como el irreductible cleptómano al que hay que echarle de comer a parte, y mintiendo mucho, sumándose a la lista de trepas que van a ver de que manera sacan tajada de donde ya no se puede porque no hay, porque se lo están puliendo todo, lo que no se ganan y lo que hurtan de los bolsillos del barrendero y de la señora de la limpieza, del camarero y del recepcionista, de la cuadrilla de lelos que le debemos parecer los ciudadanos de a pie a toda esta gentuza, los que llevan toda su vida mamando y los que se quieren poner de moda pretendiendo robar hasta en la cárcel, manchando el expediente de la civilización de tal manera que no nos podremos ni limpiar el culo con él.

miércoles, 21 de marzo de 2012

El bar de la Chica más Almodovar.




La noche dispone de lugares secretos para livar el mosto de los dioses de la madrugada, para darle rienda suelta a la poesia de los tragos y charlar sobre cualquier cosa que no nos martirice con las venenosas razones de la sinrazón, que tan de moda se han puesto, para conocer a maestros y a expertos bebedores de los zumos del neón. La noche aparca el coche en doble fila, si hace falta, para tomar unos sorbos en el bar de la chica más Almodovar de sevilla, en la calle, qué buen nombre, Cristo de la Sed. Allí se encuentra el misterio de las huellas dactilares de una más que noctámbula experiencia, toda una vida, que rezuma gramática parda por los cuatro costados y humanidad al más puro y cinematográfico estilo que, prescindiendo de oscars, incorpora desde el rojo al amarillo la sensación de glamour a sus paredes ; el espíritu de un soldado de un cuartel de Salamanca que tuvo un novio en el País Vasco del que nunca podrá olvidarse, con cuya historia se le deshacen los peces de hielo a los vasos de los que siempre andamos descalzos; el ada madrina que cada finales de Agosto echa al vuelo las campanadas de un año nuevo y contribuye a que la concurrencia se olvide de la desesperación y del sueldo arrastrado para recordarnos la gran fortuna que supone disponer de la vida para celebrarlo.

La noche se llama Carlos, se llama ron con Coca Cola y botellín a buen precio hasta las once. La noche se rie del día cuando se cierra la puerta y ya solo entramos los socios; los que, sedientos, aporreamos la puerta tras la que una voz nos alivia del trauma de vernos en la calle, tirados, sin un duro y con ganas de que alguien nos escuche. Aquí se despacha todo lo necesario para que salgan a flote los barcos cargados de preguntas que el alma no responde. Aquí se suavizan las palizas que nos brinda la jornada plagada de jefes que saben más que nadie, que cobran más que nadie, y rien , y maman y explotan y abusan más que nadie. Aquí uno se siente uno, borracho, pero uno al fin y al cabo, con su pelo y con su lana y con su beodo bostezo a las seis de la mañana, cuando un abrazo dice ciao, nos vemos doble.

Versos de barra escritos sobre reversos de ahumados albaranes. Gominolas que traslucen la bondad de la infancia. Horas de vuelo que conducen al diplomado vampiro por los entuertos de la madrugada, cuyo faro se encuentra en esta esquina, y de la que, al despertar, al menos le queda a la resaca el consuelo de haber, una vez más, apostado por la sencilla y honrada bohemia.

Libertario catedrático





Con un muy parecido aspecto a Jesucristo, pero con el pelo blanco y con un bulto en su pómulo izquierdo, reminiscencia de una artritis, artrosis o cúmulo de vivencias, se nos presenta  cada mediodía, como caído del cielo, tirando de su carrito de la compra repleto de ejemplares que serán ofrecidos entre uno y tres euros, en función del grosor, un ser humano llamado Paco que luce semblante de buena gente, refrescado litro de cerveza por el sol y pitillo rubio entre sus dedos cuyo humo barnizan los flecos de su destartalado bigote con unas mechas en las que la nicotina juega al arte de la estética del cabello queriendo gustarse entre ocres y amarillos.

El ritual con el que coloca una  tela sobre el suelo, junto al kiosko de prensa tras el que se encuentra seguro y afirma no ser visto por la policía, sobre la que irá disponiendo libros y objetos, que en muchas ocasiones presentan el aspecto propio de lo que ha deambulado de mano en mano durante décadas, es la viva imagen de quien se muestra tan seguro de lo que hace que tan solo necesita que lo dejen en paz con su historia y su misterio, con su aire de libertario catedrático de la paciencia, hijo predilecto del fracaso a mucha honra y doctor honoris causa por la facultad de ciencias de la calle, ejerciendo ahora como vendedor de libros sobre unos cuantos metros cuadrados de la Gran Plaza sevillana en los que se puede encontrar desde un manual del kama sutra hasta una selección de artículos de Larra, en función del día, además de una pipa de fumar con mucho rodaje, unas gafas sin cristales para ver de lejos, y mucha decencia en el trato y la camaradería hacia los aficionados por la letra impresa.

En ocasiones algún vecino se deshace allí, sin resignación, de volúmenes de enciclopedias que !@#$%^&* muy bién el papel de rellenar los estantes de esos emblemáticos muebles sin los que sería impensable el decorado de los cuartos de estar de la transición, y a cambio de nada hace posible que el arsenal de Paco aumente al tiempo que las posibilidades de quienes hacía años buscaban el tomo F del Diccionario de los animales de la jungla. Entonces me apodero de La Vida Oculta de Soledad Puértolas, del que el susodicho vecino me asegura haber sido propietario en alguna ocasión, con la que Paco, debido a la buena pinta de la adquisición, me ahugura y desea pasar un buen rato y con el que yo me marcho tranquilo por seguir teniendo la certeza de que la poesia sigue viva en este rincón del planeta.

La calle San fernando.





La calle San Fernando de Sevilla, otrora vaivén de taxis y autobuses entre el prado de San Sebastián y la Puerta de Jerez, aparece hoy como un sosegado segmento de ciudad que ha sabido guardarse lo mejor de su anterior aspecto de avenida. Las terrazas, en las que las jarras de cerveza y los montaditos se encuentran arropados por el murmullo de las conversaciones de jovenes alumnos de la universidad, pueblan la atmósfera de la sonoridad de lo humano y dan fe de que, en esta ciudad, convivir en la calle es una más de las señas de identidad por las que el visitante o el esporádico hijo adoptado se dejan llevar dándole de paso la razón a aquellos que afirman que un poco de sol aporta una especial fuente de vitaminas.

Entre sorbo y sorbo pasa el tranvía que, como diría Gómez de la Serna, acaba de aprovechar la curva de la Avenida de la Constitución para expresarle su queja a la empresa mediante un chirrido, y siendo sorteado por algún que otro ciclista transcurre su viaje, silencioso ya en la recta en la que pavonea de morro emitiendo leves campanadas con las que llamar la atención, y le da un aire de civilización al ambiente que hubiera sido impensable cuando los frenazos de una Vespino al mando de un mensajero se apuraban por no llegar tarde al hotel Alfonso XIII, cuando esta zona era un hervidero de caucho y carburante con el que la fachada de la catedral aparecía cada vez más ennegrecida.

Lo que ahora se palpa es una desbordante alegría de carpetas y mochilas, de intercambio de apuntes y pletórica juventud gozando del privilegio de encontrar las aulas de su facultad aquí mismo, en esta irresistible tentación de primavera llamada paseo a sol y sombra. La vitalidad con la que estos jóvenes perfuman estas calles debe ser la recompensa con la que el tiempo ha querido premiar la belleza de estos lares a los que parece haberles sentado muy bien la terapia contra el cáncer de pulmón sufrido durante décadas. No hay nada mejor que vestirse de estudiante y dejarse purificar por el intento de, al menos por un rato, pensar que la vida es un sueño del que uno no quisiera licenciarse.

martes, 20 de marzo de 2012

Eternamente en paz.






Si hay algo hacia lo que siento una irrefrenable tendencia es a la afición por, mochila al hombro, rodar por las calles de cualquiera de las ciudades que hasta el momento les han tocado en suerte a mi existencia y perderme con la sensación de que lo más importante que tengo que hacer es nada. Mirar, observar cómo cada cual, cada uno de los ciudadanos que coinciden en mi paseo, dirige sus pasos e investigar en las miradas lo que éstas estarán pensando. Inventar el inmediato pasado de los seres con los que me cruzo y suponerles un inminente futuro cargado de sentimientos novelescos. Es tanto lo que se descubre al suponer que las palabras de un inevitable monólogo interior se van ordenando, como si de un rompecabezas que se propusiese darle sentido a la realidad se tratara, para acabar formando, con el debido respeto que unas a otras se ofrecen, una frase con la que resumir que por más que a uno le pese lloran las aceras y piden limosna los tejados.

Esa es la sensación que, en la travesia de Pages del Corro, me ha acechado esta tarde al ser testigo del susurro de una mujer cuya cara plagada de arrugas lo decia todo entonando una cancioncilla triste y desesperada que le ha puesto los pelos de punta a los remangados bajos de mi pantalón. El impacto del encuentro se me incrusta en las sienes aclarándole a este pobre diablo que llevo dentro que bien puede ser ese el final de cualquiera de nosotros. La debilidad, la de todo aquel que tenga los pies puestos sobre el kiosko, es tal que ni el más pintado se salva a pesar de que la fanfarronería nos llene la boca de suspiros y mojigangas, de idioteces, gazmoñerias y expresiones propias de lo poco cultivado que anda el estilo de ponerse en la piel de los otros, de los demás.

Luego contemplo a mi alrededor. Semáforos, coches, farolas, aguas corrientes y luces a deshoras. Garitos, farmacias, supermercados, abundancia. Sirenas, manchas de aceite, zapaterías, escaparates, riqueza por doquier. Quién da más. Vengan, acérquense que esa mujer sin nombre les dirá lo que tienen y no tienen que hacer para no sentirse solos y desalmados. Ella les contará la fórmula secreta que no tuvo el valor de poner en práctica; ella les expondrá que con el mero hecho de haber pasado por los aros del circo de esta merienda de negros otro gallo le cantaría, pero sin la seguridad de sentirse convencida de descansar eternamente en paz.

Entre las manos.






Parecerá absurdo pero, en ocasiones, me es suficiente con sentir que las palabras corren delante de mis ojos siendo silenciosamente pronunciadas por mi pensamiento, durante el trayecto de la lectura, sin darme a penas cuenta de que nada sucede, ni dentro ni fuera, de que nada se mueve ni nadie me molesta, cuando solo el mutismo, con el que me amoldo a las curvas del sofá más cercanas a la lámpara, es testigo de lo que ocurre y me conformo con que me sorprenda una idea, de las que se encuentran en el camino de uno de los párrafos, en el momento menos pensado. Entonces despierto. Me pasa. Confieso que, debido seguramente a una falta de adaptación a cualquier disciplina y a un continuo ir y venir tratando de encontrar la libertad en cualquier cosa, pasan a menudo páginas y páginas hasta que me percato de que llevo un rato danzando por la abundancia de la desconcentración, como si me hubiese convertido en un polizón del Franconia, dormido entre las lineas de la vuelta al mundo de un novelista, y me sobrase con la mera presencia de lo escrito para permanecer clavado en lo incomprendido y continuar avanzando sobre el océano de la lección que tengo delante y de la que tan poco recuerdo al instante.

Después retomo el baile con el propósito de enmienda propio del rey de los despistados y comienzo de inmediato a descubrir que la familiaridad con la que ahora las expresiones abundan en su significado me ha venido dada por haber desperezado al relector que todos llevamos dentro, y que tan complicado nos lo pone a veces. Y me pregunto qué clase de opio tienen las letras que hasta en el desierto del acopio de lo escrito hacen que en ellas clavemos la mirada como dejándonos llevar, desplegadas nuestras alas, por el viento de la calma y la serenidad que nos reporta la certeza de tener un tesoro entre las manos.

Jueces y parte.




La gran plaza es ese tipo de lugares en los que se detecta una particular sencillez a la hora de llevar las cosas tal y como vienen; una manera de entender la vida; una peculiar forma y filosofia existencial a la que le basta con una parada de metro y unos cuantos autobuses urbanos para que el resto de la ciudad tenga a mano este rincón del mundo clavado en sus entrañas. Sus vecinos pasean sorteando pasos de cebra con la sensación de disponer de todo lo necesario para que sus vidas no sean alteradas por el corbateo y la gomina. El pan y la fruta, el café y los churros, el cocurucho y la granizada, la peluqueria y el locutorio, un pequeño mercado y la tienda de un chino, bares de tapas, de copas, comercios en los que aun se puede encontrar ropa de toda la vida y en los que uno no se encuentra en la terrible encrucijada de las imposiciones de la moda; espejos en los que se mira un pueblo sencillo y apaleado por la furia del huracán capitalista. Gente corriente que habita un privilegiado lugar para la poesia situado entre dos mundos. Cruce de caminos entre la ostentación y el deterioro del rostro de un yonqui. Centro neurálgico de la incertidumbre entre dos barrios.

Marqués de Pickman abajo, al otro lado de la frontera, a una parada de metálico y rechinante en las curvas gusano subterraneo, se encuentra la desdicha del infortunio que a algunos les ha tocado vivir y con el que resulta dificil imaginarse una existencia digna. Trapicheos y hacinamiento. Carnes de cañon, perros de presa. Melancólicas manchas de colchón enfurecido por el resentimiento de la necesidad. Huellas del día después que nunca es mejor, que poco a poco aumenta la resaca y acentua las caries de estas indefensas aceras a las que le salen ojeras y canas con el miedo y el rechazo que todos sienten por pisarlas. Soledad acompañada del zumbido del ácido. Polvos de talco, chute por la vena. maldita sea.

En dirección opuesta, Eduardo Dato dirección Nervión, la cosa cambia a medida que los pies se deslizan dejándose llevar por la apertura que proporciona una avenida que irradia la luz del engaño comercial cuando se adentra en los aledaños de una bombonera futbolística. El ser humano pulula, orgulloso de sus compras, sembrando de colillas el asfalto y fingiendo risas que enmascaran la silenciosa incomodidad de no tener valor para decir hasta aquí hemos llegado, porque correría el impermisible riesgo de la incomprensión, de rozar la locura por estar cuerdo, y así el !@#$%^&* sapiens permanece fiel a sus principios dejando que le desplumen la cartera en la boutique de turno de las muchas existentes en esta zona. Soberbia de tres al cuarto. Vanidad y pedantería con la que se engordan las cuentas de unos cuantos y aumenta el consumo de tranquilizantes.

Dos mundos tan cercanos y distantes. Tedio y pasión. Blanco y negro. David y Goliat. Tú y yo, jueces y parte sin saber dónde escondernos por sentir que no podemos hacer nada para frenar al tren de la desigualdad mientras éste pasa delante de nuestras narices tratando de vendernos un billete con el que olvidarnos del asunto para no morirnos de hambre.

lunes, 19 de marzo de 2012

Mutis y alarido.





Cruzar el puente de Triana significa abandonar un mundo para meterse en otro dentro de una misma ciudad, y esa sensación de cambio y continuo descubrimiento resulta ideal para reflexionar, al mismo tiempo que se oxigenan los pulmones con este primaveral vientecillo del sur, aun no todo lo caliente que nos espera, y comprobar que la calle se encuentra tan cargada de literatura como las silenciosas gentes que pueblan las aceras lo demuestran con su sigilo entusiasmado en algún sueño del que no desean despertar jamás.

Para un recien llegado como yo, al que todo le sabe a poco y desea ponerse al día lo antes posible acerca de los aromas y los ruidos, la fragancia del azahar, con la que he sido sorprendido y transportado a otros tiempos, encontrada en la esquina de San Jorge con Castilla, le ha otorgado a la ansiada libertad de este pobre viandante la recompensa de la esperanza; la esperanza de que llegue el momento en el que todo esto sobre lo que todos impotentemente nos callamos frene de una vez. El misterio y la prudencia con los que las miradas perdidas encuentran el objeto deseado en su pensamiento es palpable prueba de que todos andamos al tanto de lo que se cuece pero a casi nadie se le ocurre mover un dedo porque eso sería jugársela.

Bueno, no todo es circunspecto. El histórico derecho al pataleo y a la manifestación aún nos pertenecen, a pesar de andar tan debilitados como un sistema inmunológico acostumbrado a los antibióticos, y con una pancarta o con una bandera, con un brazalete o con una gorra cargada de siglas, con llanto en las sienes y con callos en los pies, con números rojos en la cuenta corriente de la dignidad nos enfrentamos a la humilde tarea de lanzarle unas palabras al viento con la esperanza, también, de no llevarnos un palo y la incertidumbre de si servirá para algo el alarido o de si nos encontramos en el purgatorio por haber tenido la paradójica suerte de haber nacido pobres.