lunes, 31 de diciembre de 2012

Ruidos y nueces.




Sucede en ocasiones que uno se siente asaltado por un ruido procedente de la vivienda de al lado, en esos momentos en los que reina la calma sobre una lectura, o sobre una cabezada a media tarde, o sobre la contemplación del paisaje urbano a través de la ventana, persiguiendo el parsimonioso revoloteo de las aves que sobrevuelan los tejados, y se para a pensar que habitamos tanto en compañía del silencio como del murmullo y los sonidos que se siembran a nuestro alrededor. Mediante estas señales se puede uno imaginar lo que estará sucediendo en el piso de arriba, o más allá de las paredes en las que se cobijan los sueños con su pelo y con su lana. A menudo son frecuentes los mismos síntomas a las mismas horas, la rutinaria exhibición de latidos mundanos y ordinarios de los trajines de la vida; músicas determinadas, ollas a presión, lavadoras, broncas más o menos argumentadas con ecos de voces a las que les suponemos un significado, llantos de bebés, portazos, tacones indiscretos, sillas que chirrían sus patas sobre el terrazo, mesas que son movidas sin miramientos ni duda alguna, alarmas de despertadores que despiertan o avisan o !@#$%^&* con el minuto exacto para el que fueron programadas , o timbres que suenan en busca de un inquilino al que acabamos de saludar en la escalera y del que a penas sabemos el nombre una vez que lo hemos indagado en los buzones comunitarios de la entrada.

Como en la caverna de Platón pueden ser imaginados los rostros y los motivos, las razones por las que a estas horas se enciende una luz que ilumina parte del patio y resplandece sobre la calma que atesora el vecindario las tardes de algunos días de la semana. Si se vive en un bloque de pisos en el que es frecuente el cruce de los allí residentes, en el hueco del portal o en la siempre comprometida prueba de fuego del ascensor, más tarde, cuando se escuchan esos movimientos de los hogares cercanos, les ponemos caras a sus personajes y nos impacientamos o no le damos la mayor importancia, en función del prefigurado retrato, ejemplar cargado de prejuicios, que le hemos dado a esas personas que respiran y duermen, que se duchan y cocinan, que hacen el amor y discuten, que entran y salen de sus moradas como nosotros pero sobre los que ahora se centra nuestra atención y se nos desvía el pensamiento por unos instantes, en esa novelesca fabulación con la que intuimos acontecimientos cercanos de los que a penas nos separan los centímetros de anchura de un ladrillo, como es mi caso cada vez que a las siete de la tarde suena una alarma a la que aún no le he encontrado motivo que no sea propio de una historía a lo Scott Fitzgerald y que de momento ha dado pie a que me ponga a escribir estas líneas.

Aprendemos a vivir con ello, con los ruidos y  los sonidos de las moradas de al lado, igual que con nuestros achaques y nuestros vicios, con naturalidad. De hecho, si no acontece alguno de esos golpes a la hora que le es presupuesta, parece que algo nos falta, que echamos de menos el tintín o el tictac de turno, y pasa a ser diferente el rato de la mañana sin el simpático estruendo que hoy no ha hecho acto de presencia y que en ocasiones puede llegar a ser el inicio de una preocupación. Todo lo que atesore vida ha de ser bien recibido, siempre y cuando no intervenga de negativa manera en el dulce transcurrir propio del civismo, y nada mejor para darle la bienvenida al nuevo año haciendo ruido con risas y bailes, con compases de burbujas y cantares, con un poco de esa alegría de la que van quedando solo los vestigios de épocas memorables, y rejuvenecer el afán por encomendarnos a la tarea de emitir todos los sonidos posibles a favor de semejante participación en la algarabía de la fiesta. Esta noche serán descorchadas botellas, rozadas copas, mojados labios, humedecidos ojos, llenados estómagos y entonados himnos familiares con los que pasar de un año a otro en a penas un momento, todo ello con un amable soniquete de benevolencia que nos hará felices por un rato en el que todos pondremos un granito de arena en que el ruido y las nueces se encuentren por fin compensados como nos gustaría que lo estarán el resto de ruidos que nos acompañan, de una u otra forma. Por lo tanto, tengan ustedes una Feliz entrada de año, compañeros, y espero que el alboroto sepa a gloria durante mucho tiempo. 

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Hipocresías aparte.





desde la niñez he mantenido una especial predileción por la Navidad. Llegar a esta época del año haciendo recuento de lo encontrado en los meses anteriores, como recapitulando lo que el futuro me tenía reservado en esta píldora de trescientos sesenta y cinco días, es una inequívoca señal de que uno sigue vivo y contando los ciclos por navidades, como bien podría hacerlo por primaveras, que es otra buena manera siempre y cuando ese contar no resuma en demasía lo que merecedor de la pena del recuerdo tiene el inventario. La tonalidad de los atardeceres, que se vislumbra desde comienzos de Noviembre, aporta serenidad a cualquiera de los objetos de la calle convirtiéndolos en transeúntes forjados por la sigilosa espera, en pacientes testigos de las compras de regalos, en observadores de las hojas caídas, en benefactores de la inofensiva humedad del invierno. No sé si por tradición personal, debido a la felicidad acontecida en los Diciembres de mi infancia, pero el caso es que aun no se ha visto atenuada mi tendencia a sentirme especialmente bien una vez que han sido alcanzados los primeros susurros de finales de Noviembre. No entiendo eso que para mí se ha convertido en una especie de tendencia, lo de calificar de tristes a las fiestas navideñas, cuando, salvo que uno se sienta completamente afectado por el síndrome del consumismo atroz, habiéndolo convertido en motivo irrevocable de su existencia y ahora haya aterrizado el tío Paco con sus rebajas en la explanada de su vida, todo tiene una pinta de monótona dulzura y alegre nostalgia, creencias e hipocresías aparte, que pocas veces es conseguida en otras épocas del año. Pero claro, esto es tan subjetivo como la apreciación de los diferentes aromas de un vino. Si algo me pone triste es saber que existen miles de personas que no tienen ni con quien ni donde pasar estos momentos que tradicionalmente suelen vivirse en buena compañía.

Si separamos el grano de la paja y abrimos los ojos, si dejamos de mirar a los escaparates y a la tele, si salimos a la calle a llenarnos los pulmones con el aire del invierno turronero, a pasear por la nieve imaginada y por la arropada comodidad de la bufanda, dedicándonos a echarle una ojeada al panorama con una tendencia algo más modesta y al mismo tiempo vitalista, es fácil comprobar que las reminiscencias de los años de la niñez son capaces de recuperarle el aliento al desconsuelo generalizado, y que la poesía es saludable cuando se es consciente de la importancia que supone el mero hecho de estar vivo y coleando. Además son fechas muy indicadas para sacar un poco los pies del plato, aunque haya que sustituir el brut nature de antaño por un más modesto trago con el que calentarnos, y actuando con la debida cautela, ya que siempre se corre el riesgo de que todo lo eche a perder la maldita resaca, existen un par de cogorzas a las que parece que no se les pone peros; y si no es el caso podemos hacer como un poeta amigo mío que, una  vez retirado de manera radical de la bebida, imaginaba que la cerveza sin alcohol que bebía era procedente del particular lúpulo de un país asiático en el que era elaborada semejante maravilla de líquido. Siempre la imaginación, y la parte más importante de nosotros que se encuentra en la infancia, obedece al corazón con razones de peso para salir a flote, e instalarse por un momento en la almendra garrapiñada y en el caramelo de miel de la pascua no deja de ser un buen remedio para desvelar la parte humana que no nos ha abandonado y con la que se puede ver reforzadas nuestras defensas ante la mas que probable amenaza de huelga de sensibilidades, que anda al acecho y a la que hay que esquivar con elegancia. Por lo tanto, compañeros, ánimo y fuerzas, buenas voluntades y esperanzas, grandes apetitos y bellezas, y por supuesto feliz Navidad.


domingo, 23 de diciembre de 2012

Huracán Ojeda.






- Muy buenas tardes, queridos telespectadores, les saludamos desde el Lagartija's Dream Arena de Las Navas de Tolosa D.F. en el que a partir de unos instantes tendrá lugar uno de los acontecimientos deportivos más esperados del año, el All Star que cada temporada reune a la flor y nata del baloncesto navero y por el que han pasado los mejores representantes de nuestra selección. Como cada navidad los especialistas en el siempre difícil lance de uno de los más bellos movimientos del baloncesto, el mate, se han dado cita en este patiolacio de los deportes cuyas gradas presentan un inmejorable aspecto. Las baldosas han sido enceradas una a una, el equipo técnico se ha encargado de soldar el aro que dejó literalmente hecho trizas uno de los favoritos durante los ensayos con los que ha ido dando muestras de su habilidad a lo largo de todo el año, y justo ayer fue retirado un cargamento de troncos de encina de uno de los laterales de la pista para que en este momento la cancha se encuentre en perfectas condiciones. Como pueden comprobar han sido colocados asientos supletorios y el lleno será absoluto, en unos minutos no cabrá ni un alfiler. La emoción está asegurada, así que no se muevan de su asiento porque volvemos en unos instantes después de la publicidad...

En estos momentos se encuentran calentando los competidores, de entre los que cabe destacar al siempre esperado Andrés Ojeda, popularmente conocido como el Huracán, con el que recientemente mantuvimos una entrevista en la que nos confesó ser un incondicional seguidor del americano Vince Carter, y en la que nos ha hecho mucha gracia una referencia a un tío suyo del que comenta que seguro que hoy estará empujando y animando allá donde se encuentre para que todo salga bien y el trofeo vaya a parar a sus manos. También hemos tenido la oportunidad de charlar con sus padres y con su hermano Juan, que en todo momento han manifestado su alegría, afirmando, en tono jocoso, que después de los sobresalientes en sus calificaciones les llena igualmente de orgullo la dedicación de su hijo al baloncesto, recordando una y otra vez las anécdotas referidas a los días de entrenamiento en las que, el joven aspirante a la corona de este maravilloso espectáculo, Huracán no pensaba en otra cosa. Pero ha merecido la pena la espera y la paciencia porque hoy contamos con uno de los más consumados especialistas que continuamente nos deleita con sus exhibiciones...(...)

(...) Bueno, bueno, señoras y señores, más emoción imposible, nunca habíamos asistido a una final tan reñida; los jueces no dan crédito a lo que ven, la competitividad está alcanzando cotas que eran difíciles de prever antes de que comenzará el concurso, pero lo cierto y verdad es que Huracán tendrá que hacer velar todas sus armas para poder conseguir el ansiado premio por todos los jugadores que se han dado cita en este Lagartija's Dream Arena que en estos momentos es un auténtico hervidero; el nivel mostrado por los competidores roza la perfección y la imaginación con la que han presentado sus actuaciones está poniendo el listón muy alto y difícil de superar en sucesivas ocasiones. Asistimos a momentos de gran concentración por parte de Huracán, que se dispone a realizar su último y definitivo intento y para el que solo le vale la máxima puntuación, es decir cincuenta puntos, diez por cada uno de los jueces.... Se hace el silencio en el patiolacio de los deportes... ahora el público comienza a corear el nombre de Huracán... rujen las palmas, Huracán incita a que el público anime con más insistencia, bota el balón, parece que se dispone, un paso, otro mas... vuelve atrás... calcula bien las distancias, tiene claro lo que va a hacer, se arranca, ahí va..., toma carrera..., enfrenta el tablero..., vuela sobre la zona..., se encuentra en el aire... este hombre vuela, señoras y señores, este hombre vuela... dios mío, dios mío, quién da más, Huracán acaba de realizar lo inverosímil, lo impensable, lo propio de un hombre de otra galaxia, el patiolacio se pone en pie, esto es una fiesta, esto es la fiesta del baloncesto gracias a jugadores como Huracán Ojeda, los jueces no salen de su asombro y empiezan a puntuar, a alzar sus calificaciones, ahí va un diez, y otro, y otro más yyyy....... lo imposible se vuelve realidad, la ficción acaba de ser superada, señoras y señores, si, si, si.. eso es, vemos bien, no se froten los ojos, no soñamos, vemos bien, damos fe, si, si....., cincuenta puntos y el graderío enarbolando en estos momentos una parcanta gigante en la que aparece el nombre de su ídolo junto a la palabra FELICIDADES y coreando un CUMPLEAÑOS FELIZ que se escucha desde Huelva.

FELICIDAES, HURACÁN.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Mundos paralelos.





La compañía de los libros solventa cualquier tipo de espera por incómoda que pueda resultar ésta, como es el caso de la acontecida sobre una butaca junto a la puerta de la consulta del médico, en ese ambiente apto para fotografiar el panorama social en una instantánea cuyos variopintos matices reflejan las consecuencias de los índices de audiencia radiofónica y televisiva, al menos los vislumbran o los dejan entrever, en los comentarios que se hacen en estos lugares para matar el tiempo antes de que la abnegación nos mate a nosotros. Con un ejemplar en las manos, sea de la obra que sea, da igual el género, uno puede campar a sus anchas por el mundo que se encierra más allá de las pastas y dejar de tener constancia de que lo que le espera es un diagnóstico  o una receta, a los que se les va curando en la incertidumbre de la salud con el siempre saludable hábito de la lectura y con el premio anticipado de no tener que sentirse comprometido a asentir a ningún disparate o trance de dramatismo cutre e impertinente bajo el que subyace una capa de alcanfor hediendo a falso testimonio.

En los momentos en los que se lee en desinteresada y desconocida compañía, como en esos fortuitos encuentros que el azar nos regala en cualquier rincón del mundo, parece como si los oídos mantuviesen alerta su sensibilidad para acomodarla al transcurso de las lineas junto con el de los comentarios con los que se adereza la atmósfera, ya sea la del metro, la del tren o el autobús, o la de la siempre lúgubre sala de espera de un ambulatorio. Puede suceder que en mitad de la lectura se recuerde a determinado autor o a una de cuyas obras no estaría mal disponer en este momento en el que parece que el cuerpo pide dosis de otro tipo de fragmentos diferentes a los del capitulo de la novela en el que la dedicación se centra ahora, o puede, por el contrario, que lo que más se deseé en el mundo sea parar el tiempo o querer ser el último en ser atendido por el doctor, o esperar la posibilidad de un retraso en el horario del trayecto, para que el enfrascamiento mental en el que nos encontramos, por culpa de un personaje o detalle de acción, no cese o lo haga lo más tarde posible.

Lo cierto es que en compañía de un libro uno nunca se encuentra solo, por no decir que en ocasiones la comitiva de personajes es una imaginaria familia con la que se vive en otro mundo paralelo al que pisamos, compareciendo de esta forma en otra vida, fuera de esta que respiramos, gracias a la cual las penas son menos penas y las ilusiones parecen más fáciles de conseguir. Es importante, hoy en día que el individualismo se encuentra al acecho de cualquier sospechosa maniobra y la deshumanización está alcanzando cotas preocupantes, encontrar arrobo en la voz escrita de cuantos autores nos brindan su obra en los estantes de las bibliotecas y las librerías, y dejarse llevar por el mar de esa experiencia resultante de la asistencia a clases de múltiples materias de la mano de la sencilla comparecencia de un libro entre nuestras manos y el ejercicio de las facultades mentales al servicio de esa entrega. Además de no sentirse solo, de esta manera, uno aspira a otras cosas más nobles que a luchar por luchar sin saber el cómo, el para ni el  porqué, y la flora y la fauna humana que acontece ante nuestros ojos nos puede conceder el beneficio de ser mirones, seres contemplativos que no dejan de asombrarse, perpetuos perplejos, asombrados espectadores del mundo que se ve más nítido cuanto más se visiten los universos que se encuentran en cualquier libro.

martes, 4 de diciembre de 2012

Más de lo mismo.





De la situación actual se están sacando muchas conclusiones; que si hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, que si no hemos sido lo suficientemente ahorradores, que si no hemos sabido valorar lo que teníamos, que si esto o lo otro, pero todo marcado y manchado por el tinte del cinismo que nadie mejor que los empresarios sabe poner de manifiesto. Ahora te contratan por cuatro perras, argumentando que los tiempos que corren no son buenos, y cuando menos te lo esperas se les escapa, a esos mismos que te entrevistaron, algún que otro comentario que viene a significar que no van tan mal las cosas, para ellos, sacando pecho por el progreso realizado, pero cuando se avecina la hora de la verdad en las conversaciones que giran en torno a la economía reculan poniendo cara de sufridores por miedo a que les pidas un aumento de sueldo, que bien mirado no sería tal sino más bien una equitativa adaptación de la remuneración con respecto al trabajo desarrollado.

Hace tiempo compartí escenario durante algo más de un año con un mundialmente conocido chef que se jactaba de haber sido el primero en obtener el máximo galardón de la restauración en Cataluña. Era una época de bonanza en la que los equipos de trabajo estaban formados por gente joven con espíritu de superación y con mucha afición por el oficio. Pues ni entonces se tenía la humildad necesaria para saber hasta donde se puede apretar a la hora de cerrarle el grifo a los derechos de los trabajadores. La respuesta de el susodicho chef, cada vez que alguno de nosotros insinuaba que iba siendo hora de buscar otros derroteros, era que no le importaba porque había cien esperando en la puerta deseando entrar; cosa que dejaba muy claro el grado de agradecimiento que sentía por lo que estábamos dando a cambio de un contrato de media jornada ejecutado en doce horas diarias, y eran tiempos de un más o menos esplendor económico.

Por lo tanto cabe añadir que el problema va a seguir siendo el mismo, solo que durante algún tiempo se puede atenuar porque el índice de paro sea menor, pero las injusticias y los descabellados planes de acción de los que quieren llevarse el gato al agua a base de explotar a sus trabajadores, de una u otra forma, véase los tipos de contratos y las condiciones de los mismos como representación de la más deleznable tiranía contra el obrero, continúan estando ahí, en una Europa que se las da de madre pero que no sabe actuar sin látigo, sin imponer el miedo, sin americanizarse, sin encubrir la miseria de sus pueblos. Si a ello le añadimos la poca conciencia social reinante, como si todo lo hubieran puesto para nosotros por nuestra cara bonita, y la poca capacidad de empatizar, de ponernos en la piel de los demás, el coctel resultante es un reguero de sangre provocado por la ruptura de la arteria de la evolución que, saturada de tanta grasa de motor y mantequilla, ha reventado salpicando a los de siempre, a los que no tienen con que taparse porque no suelen esconderse de nada: a la gente del pueblo.

lunes, 26 de noviembre de 2012

El cobijo de la ignorancia.







En mi trayecto ordinario hacía el lugar en el que ejerzo, dos veces al día seis días por semana, atravieso en diagonal la plaza de las monjas de Huelva. En ella, en función de la hora en la que se visite, se ven desde transeúntes cabizbajos hasta niños jugando a la pelota. Hay un burguer instalado en una caseta, una sala de juegos, varias entidades bancarias que protagonizaron el objeto de la ira de los manifestantes durante la jornada de la pasada huelga general, un quiosco preparado para la banda municipal no actué casi nunca, algún sitio en el que echar un trago y una estatua de Cristóbal Colón señalando con el dedo hacía el puerto. En esta misma plaza, en la que las palomas se encargan de meditar el presente con susurros de celo, cada mañana pueden ser encontrados, desde hace un par de meses, un padre y un hijo sujetando con sus brazos un cartel en el que exponen su crítica situación de total desamparo y pobreza. A sus espaldas pende otra proclama de penas que ponen los pelos de punta. El estoicismo de estos dos ciudadanos es escalofriante. Llueva o truene, venga la niebla por un lado o por otro, haga un sol de justicia o hiele ellos siguen ahí, impertérritos ante la mirada de cuantos pasamos junto a ellos en nuestro deambular mas o menos incierto.

Cada vez que me aproximo, incluso antes de doblar la esquina, voy sintiendo el efecto de la vergüenza de pertenecer a este rebaño de ovejas malcriadas que consumen telebasura y aburren a las cabras no parándose de quejar a todas horas sobre cualquier nimiedad tipo las arrugas que quedan selladas en los pantalones cuando no se tienden bien o idioteces que no vienen al caso y de las que se encargan las pocas neuronas que nos van dejando sanas las dietas del aburrimiento y la abnegación. Como digo, se me cae la cara de verg¨uenza y el abatimiento es absoluto. Ya no la tristeza, sino la impotencia de no saber qué decirles, cómo consolarlos o poder ayudarles. Entonces se me ocurre que si le propongo a mi jefe que uno de ellos, a lo mejor el jovenzuelo con cara de no haber !@#$%^&* los veinte, nos podría auxiliar en alguna labor con la que ganarse unos euros, automaticamente después me veo de nuevo, en mi imaginación, tan fuera de lugar como cada vez que cuento un chiste con segundo plano del que se suele sacar la conclusión de no andar en mis cabales.

Luego me paro a pensar qué pasará de continuo por esas dos cabezas; por la de un padre desgastado por las arrugas de la insuficiencia cercana al agotamiento de recursos para si quiera respirar, y por la del chaval que soporta la postura de la complicidad por una causa a las claras expuesta. También pienso que puede que se trate de un buen estudiante, éste último, y que ostente la seguridad de estar invirtiendo su tiempo en algo de lo que recogerá sus frutos a lo largo de la vida. Algunos les piden permiso para ser fotografiados, otros se paran a dedicarles unas palabras, y en breve seré yo quien les entreviste brevemente para saciar mi curiosidad en torno a un caso que me hace bajar la cabeza cada vez con más sensación de culpabilidad. Se me pasa por la sesera aquella escena de la película Amelie en la que un vagabundo con apariencia de encontrarse pidiendo en el metro de París rechaza una limosna alegando que en ese momento no se encuentra trabajando; pocas veces he visto fotogramas que salpiquen tanta inteligencia moral como en este caso.

Sé que son miles, en España casi cuarenta mil, las personas que no tienen techo, que literalmente viven en la calle, pero el caso al que me refiero junto con toda la miseria que seamos capaces de imaginar da pie a ponerle calificación de muy deficiente al puerto al que han ido a parar las ansias de la civilización  dando como resultado miradas marmóreas camufladas bajo un velo de Cristian Dior que les hace oler a marmotas de medio pelo, a pijos sedientos de gomina que no saben hacer la o con un canuto, a banqueros trasladados a otros pueblos para que no caigan en la piedad con sus vecinos, a futbolistas enriquecidos prematuramente y roídos por la incultura; y lo más peligroso y detestable del asunto: la capacidad adquirida por la mayoría, y sálvese quien pueda, para cobijarnos en la ignorancia como si con ello apaciguasemos la destemplanza de nuestro fracaso.

lunes, 19 de noviembre de 2012

No se puede vivir con un franco.







Dedicar la vida a hacer reír a los demás, a conseguir transformar años de pesadilla social en pasajeros resquicios negros del destino por los que hacer pasar la luz a base de tardes de humor, es una virtud poco usual por no decir imposible. El tesón necesario para luchar contra la injusticia que sufre el ciudadano de a pie en tiempos de negrura y superstición, para rescatar de la tristeza acurrucada en un sofá de skay en el que las familias de los setenta veían con admiración el programa de la tele en el que sabían que iban a encontrar un poco de aire limpio propio de la inocencia de la infancia de manos de unos adultos locos e ingeniosos, es una habilidad y un tesoro del que disponen muy pocos privilegiados. Los payasos de la tele encendían la hoguera del hogar, la carcajada de los niños y de los padres, y la de los abuelos, y las enaguas del brasero se convertían en la patria de las tardes de un invierno fatuo en las aceras de la calle por las que todavía transitaban los grises. El circo cabía en una habitación doméstica en la que se hacía de todo, en la que las madres planchaban y tejían jerseys de lana para sus hijos, en las que se cosía y se leía, en las que se recibía al practicante para que le pusiese la vacuna al enfermo, en las que se mezclaban los cabezazos de las siestas de diez minutos sobre las sillas de la sobremesa con los aromas del café de puchero mientras los niños iban pensando en hacer los deberes. La pantalla en blanco y negro se llenaba de color gracias a la imaginación contagiada por una familia de expertos en poner patas arriba con sus disparates plagados de cordura al vecindario.

Nunca he tomado a mal que me llamasen payaso por fuego que llevara el dardo que quisiera matarme con ese calificativo, si alguna vez fue disparado de tal forma, cosa de la que no me acuerdo, ni jamás empleé dicho apelativo con desdén despectivo seguramente por simpatía hacia los que ejercen una de las más importantes funciones sociales: el reparto de felicidad a través de la ironía y la sencillez del disparate en clave de humor. De hecho me hubiera gustado ser payaso, como Gaby, Miliki, Fofo, Fofito, Milikito o Chaly Rivel; o Como Jordi Poltrona, de la mano del cual he tenido el gusto de visitar las instalaciones de su propio circo y acercarme a las familias que en él viven de esa tan peculiar ambulante manera. Recuerdo a este último en uno de sus más brillantes números, con las gradas hasta la bandera, en Figueras, para el que solo necesitaba de una silla y el supuesto ruido que hace una mosca emitido por sus propios labios para hacer que aquella cúpula casi se viniera abajo; recuerdo un sombrero y unos zapatos, una nariz y una peluca y una canción improvisada, recuerdo una rulot y un camión escuela, un comedor bajo una lona y un trapecista entrenando a cuatro bajo cero. Y hoy, mientras desayunaba y la radio me informaba de lo sucedido, he recordado muchas cosas juntas y sobre todo una de ellas, una imagen, que hace no mucho tiempo ha quedado sellada en mi mente.

Esa imagen a la que me refiero tiene algo de gallina Turureta y del coche de papá, algo de Don Pepito y de Don José, algo de feliz en tu día y de historia consumada, algo que se parece a la satisfacción que debe sentir cualquier persona realizada cuando se dirige al respetable contando en tres frases los trances más importantes de su vida y los secretos de las dificultades de la misma. Me refiero a la última escena de Pájaros de papel, película protagonizada por Inmanol Arias y Lluís Homar junto al niño Roger Príncep, basada en la vida de unos artistas del final de la guerra incivil española y el epílogo de la misma, en la que Emilio Aragón, Miliki, representa la estampa de la consumación humana moderna, el summum de la consagración de la buena gente, y después de haber dicho esas palabras en las que aludía a su niñez, a lo que fue y lo que ha sido, destapa el tarro de la emoción cantando No se puede vivir con un franco hasta sacarle las lágrimas a todo ser que se precie de no ser huérfano de sentidos. Esta mañana, en honor de Miliki he entonado los versos que recordaba de esa canción, cuyo simpático estribillo rinde honor al equívoco y la cordura del vodevil como representación artístico musical, en memoria de Emilio Aragón y no he podido resistirme a enviarle un beso al aire por si me estaba escuchando.


lunes, 12 de noviembre de 2012

Bla, bla, bla.







Corren tiempos en los que todos sabemos mucho de todo, entendiendo este mucho como que se sabe de todo pero no se sabe de nada, vamos que no se tiene ni idea de las bases y fundamentos de practicamente la mitad de las cosas que nos ponemos entre los labios pero a cerca de las cuales hablamos como si no nos cupiesen las palabras en la boca. Es propicio el terreno actual para que florezcan los bocazas y los listillos de turno que amparan su conocimiento en los chascarrillos pasados de moda, ahí se les ve el plumero a los centralistas muertos de miedo y a los que sostienen un amuleto por temor a quemarse en las llamas, y en los típicos y tópicos complejos y prejuicios sin los que no tendría ni sal ni pimienta el asunto de la bocanería. Es un vicio que se convierte en algo que engancha como la más letal de las drogas, sobre todo si ves que no te va mal el negocio, como es el caso de los políticos y de los banqueros, a los que no les tiembla el pulso para efectuar desahucios y decir digo donde dijeron Diego y tal y tal pascual tararí que te vi. El patio se encharca de charlatanería cutre y desmedida.

En mi oficio es curioso observar como algunos de los que se sientan a la mesa y piden que les sea descorchado un gran vino, atraídos por el precio que de barato tiene poco, uno de esos caldos que se caracterizan por poseer un terciario aroma a especias del que me confieso devoto hasta los huesos, que posiblemente conozcan de oídas, y nada más, bebiendo etiquetas, pero que les atrae para fardar y dárselas de entendidos delante de otros cuantos que se dejan llevar por la gula, a los que estoy muy agradecido ya que sin su contribución no cobraríamos, no entienden ni jota de lo que les comentas al respecto de lo que se encontrarán en la copa pero ponen cara como de saber más que tú; porque siempre ha tenido la clase pudiente ese punto de no poder consentirse permanecer a la altura de un camarero, ni durante el preciso instante en el que lo inteligente sería dejarse llevar un poco para guiar su paladar hacía el abanico del placer que aparece detrás de la paleta de fragancias del morapio, y un ápice de sibarita aburrido gastándose los cuartos en algo de lo que ni siquiera se extrae la parte lúdica yendo de ese palo "cortado"; y el tema de los vinos es algo que se ha puesto de moda entre los que gozan de la desgracia de adornarse determinadas partes del cuerpo. Palabras mas o menos, muchas tonterías juntas se escuchan a diario, y yo sacacorchos y tastevin en mano con mi poesía de mesa en mesa, entre la Monastrell, la Colombard y la Zalema, mirando para otro lado como quien le quita importancia al asunto porque en un rincón de la sala me espera una copa rebosante de aromas ante los que no me puedo permitir el lujo de la desconcentración.

Si me pongo a escuchar la radio me encuentro con que determinados invitados a colaborar en una tertulia parece que hablan como si no pudiesen resistir permanecer callados, por no insistir en lo ya comentado aquí con respecto a los televisivos programas en los que no se escatima en insultos, siempre por la espalda, invadiendo el vocerío un plató de resquemor aplacado con el uso de artimañas de baja estirpe. He ahí una viva imagen y semejanza de lo que más tarde se convierte en el referente de la forma de actuar para la masa televisiva carente de autocrítica y creación de criterio propio, y el consecuente efecto dominó que prosigue en la educación de los vástagos que a la mañana siguiente reciben la primera lección en forma de imitación de gestos desprovistos de delicadeza y lucidez. Una manera de no tener que pensar, esta claro, si lo dicen esos es que está bien, esta claro, caiga quien caiga y salga el sol por Antequera.

Podríamos continuar exponiendo ejemplos en los que se muestra muy a las claras que la incapacidad para reflexionar, escuchar y decirnos feos al espejo, llegado el caso del milagro de la cura de humildad, es patente del hoy en día, junto con la prepotencia que nos aporta saber un par de cosas de entre millones, con las que ya nos damos por satisfechos para saciar nuestro apetito intelectual y salir a la calle con cara de gente preparada. Por si acaso me voy a callar que a lo mejor estoy mas guapo, pero no me bajo del burro y repito lo ya dicho en otra entrada: existe vida inteligente en otros planetas, no lo duden, la más firme prueba se encuentra en que aun no han venido a visitarnos, y si lo han hecho ha sido con el debido silencio para no molestar demasiado.

lunes, 5 de noviembre de 2012

No se lo piensen dos veces.





Llueve y se nos nubla la visión, crece el número de desahucios y las deudas del estado para con sus ciudadanos. Crece el descaro de los presupuestos de financiación de los partidos políticos, la incultura de los diputados, el libre albedrío en el que se mueven los cánones y las modas, crece sobre mojado. Llueve en casa de todos, en la de algunos más que en la de otros, pero igualmente llueve, por dentro, siendo esta una lluvia de las que empapa el alma y acabará, aunque sea más que dudable, haciendo justicia cuando todos los tiranos y malechores del capital vomiten sus crímenes y sus incestos, sus furias y sus desgracias forradas de dólares. Las nubes tornan las tonalidades de su blanco hacia un gris oscuro de camarote del padrino. Las gotas colman el vaso del interés te quiero Andrés hasta instalarse en los huesos con un reúma bien diseñado en los laboratorios del desfalco. El charco de la necesidad inventada y contagiosa rebosa por las aceras del orden público, la venta de artilugios cuya utilidad no llega al par de días crece como la peste, como el virus de aquellos seres que quedaban infectados por la mirada en Ensayo sobre la ceguera, y corroe las tripas del intelecto dejándolo en polvo, en nada habitable para las neuronas dispuestas a la resurrección del raciocinio.

 Pero basta ya, no hago nada más que quejarme, escupir, morirme en vida echándole la culpa a unos cuantos vándalos, llorar, mientras el sol pasa por mi lado sin darme a penas cuenta del milagro de mi sombra. pero basta ya, hombre, sea usted tan amable de venir un rato, aquí será feliz, estará tranquilo, y no hablamos de una secta; aquí dispondrá de todo lo que necesita para sentirse en paz consigo mismo, para llenar sus pulmones de aire fresco, para cantar con Don Mclean o con J.J. Cale, para no necesitar pastillas para no soñar ni tener que cortarse de un tajo las venas, aquí y no en la piltra ni en el manicomio ni en el infierno, aquí y no en la hambruna ni en el desasosiego, aquí en el mundo normal y corriente y moliente y sencillo y sano y salvo y sabio por naturaleza. Aquí en la suerte de estar vivos y con los órganos a nuestra disposición, y con pan que llevarnos a la boca y con ilusiones que colorear de témpera, aquí en la vida de toda la vida que estos hijos de satanás quieren convertir en burbuja del averno, del haber no.

Me callo para no envenenarme si me muerdo la lengua, y paso página en este día nublado y maravilloso, que contemplo desde el balcón de la austeridad no impuesta por los ingenieros del descalabro, desde el ventanal de los bolsillos vacíos en el que todo se ve con la nitidez de la ligereza de equipaje que hace posible la enmienda del error sin mayores problemas de conciencia que los propios de la clase obrera, de la que en breve, si no lo han hecho ya, se avergonzarán los que parecía que se iban a comer el mundo hace treinta años. Vengan, sean bienvenidos al mundo de la mesa y el mantel, al tendedero de cuerdas que cruzan un patio, al sofá en el que se echan las cabezadas mas reconfortantes de la historia, a las zapatillas de paño y el batín a cuadros, a la esterilla en la que se secan los zapatos, a la cortina y la persiana que resguarda del frío junto con el tronco de encina, al taller de chapa y pintura del universo del hogar, a la carpintería del bocadillo de mortadela, al capricho concedido a mucha honra, a la nevera en la que se enfrian las cervezas del partido de esta noche, a la cesta de la compra con huevos y fruta y lentejas, a la cama que millones no tienen por no hablar de techo; vengan, acomódense que están en su casa, tómense lo que les apetezca, el agua del grifo es muy buena, mejor que algunas mineralesnaturalesembotelladas; vengan al mundo de la normalidad y dejen de ser artificiales, no se lo piensen dos veces, extra, extra, extra, descubierta una nueva forma de no ser atacado por el mal del consumismo, extra, extra, extra, solo son necesarios unos días de reflexión pero el éxito estará asegurado para el resto de su vida, extra, extra, y no lo han inventado los Yanquies, atrévase a comprobar a lo que sabe la dicha de lo sencillamente humilde: el aroma de la salud que nos permite estar vivos y coleando sin tener que agachar la mirada al cruzarnos con cualquiera ni tener porqué encontrar una cobarde escusa para incumplir el tácito pacto sin firma de los actos más sencillos. Sean ustedes bienvenidos y convénzanse de que se lo merecen.


lunes, 29 de octubre de 2012

Sostenidos y bemoles.







El mimo de la calle Asunción sigue ahí, en su sitio, en el mismo sitio, junto a las oxidadas rejas de unos clausurados antiguos almacenes, como cada día, en dos turnos de no sé cuantas horas. Su mirada va dirigida a los pies de la gente que pasa cerca, al mosaico del embaldosado, al infinito del vistazo perdido, al espacio de un trozo de tierra encerrado en esos ojos más allá de los cuales se presiente un concentrado pensamiento recubierto de abundancia y de la paciente espera de algo que se adivina sosegado. El mimo siente y sufre, pero en silencio, en calma consigo mismo ejercitando la reflexión conectada con el directo del viandante camuflado con ropajes de precios insultantes; y no desespera ni distorsiona, no ríe si no es a los niños que se quedan embobados mirándole como a algo que hubiera sido sacado de un museo, del museo de la imaginación instalada en el pacifismo perpetuo de su serenidad de estatua de carne y hueso.

Su bombín de fieltro, con trazas de haber sido diseñado en una habitación de quién sabe qué calle de esta ciudad, en un hueco en el que además de descansar sus huesos de la escena callejera efectúan sus manos movimientos de rehabilitación para que sus entumecidos nudillos regresen al tacto del pomo y el jabón, en una buhardilla en la que yacen libros dedicados al cine y a la pintura sobre cuyas páginas cada noche trata de encontrar la pose con el nombre de mañana, encaja ajustándose a la cabeza como el compañero de fatigas que lo consiente todo; el frío y el calor, la primavera y el diluvio de sangre alborotada, el otoño caído y acurrucado en la nostalgia, la vida misma bajo la perspectiva de los atentos puntos de fuga del iris y la retina que no dejan escapar nada que tenga sustancia y sabor a comedia humana.

El leve contorno negro sobre sus ojos y la postiza palidez de su cara amordazan el llanto, no lo dejan escapar, lo distraen en una maniobra de tregua pactada para no ceder en la lucha de la recaudación de unas cuantas monedas con las que hacer música en los bolsillos. La filarmónica de los céntimos perdidos en el fondo de una caja de cartón no llega ni para una barra de pan que bien podrá ser sustituida por un trago, y llevan al recuerdo a posarse sobre aquellos tiempos en los que la escena era de tablas y con telón de fondo y claroscuros de guiones y muecas, de tamizados gestos de irritación y furia con los que el público se desgañitaba en las butacas y el camerino esperaba y era frecuente desearse mucha mierda. En el contraste entre sus zapatos y el resto de la indumentaria se percibe el savoir faire de quienes gustan de unos minutos para poner a tono el atuendo con el mensaje. Sus suelas hablan de kilómetros, de liebres y tortugas, de gatos y perros, de blancos y negros y de incandescentes binomios grabados en el alma de las venas, pero ante todo hablan de sabiduría, de entrega y desgaste, de pulsos y pulmones, de soles, de luces, de riqueza interior. La música corre a cargo de las arrugas de su frente, con las que ha sido creado el pentagrama que sirve de mapamundi a una partitura en la que son distribuidos los sostenidos y bemoles de las escalas del sigilo y la templanza bajo la batuta de los latidos de su corazón.

lunes, 22 de octubre de 2012

Alborada reflexión.





El día ha amanecido magnífico, esplendoroso, con una luz que me recuerda buenos tiempos y alguna de aquellas etapas en las que parecía que todo fuese Jauja, que no había que detenerse a pensar demasiado sobre nada, en las que todo aparecía bastante claro y las fuerzas estaban casi sin ser estrenadas. Hoy ya no todo es Jauja, para mí, en el sentido de que las obligaciones impuestas por la propia vida, para poder comer y consecuentemente mantener los ojos abiertos, y la mínima autodisciplina a la que uno se ajusta para abarcar algo de lo que más le gusta, todo lo cual necesita de un relativo buen estado de forma para disfrutar al máximo de las sensaciones, hacen que, además de los pensamientos existencialistas de los que creo que nadie se libra, siempre y cuando se le dedique algún esfuerzo al contemplativo acto de ver las cosas lo más claras que a cada cual le sea posible, uno se detenga al menos un segundo y porqué no un minuto a admirar la naturaleza de las cosas como no lo hacía, en mi caso, cuando tenía dieciocho años y parecía que el pie no cesaba de acelerar.Tengamos en cuenta que el ser que firma estas lineas es la imagen ideal de la perfecta vagancia reprimida cuyo sueño consiste en no hacer absolutamente nada después de estar harto de darle su esfuerzo a una eterna insatisfecha prole de empresarios que mienten más que cagan.

Hoy, esta mañana, igualmente mientras amanecía he identificado la progresiva claridad de este albor, con la que la madrugada iba quedando atrás difuminando entre cobaltos y celestes el firmamento, con la de otro amanecer muy diferente al de los años del júbilo puro y duro, sin hielo ni agua que lo rebajase, de otro tiempo de extrema dificultad, con la de una ventana de un techo prestado en la que junto a mí yacía una guitarra y un cenicero con chustas de canutos formando una montaña, con la de un colchón en el que el tatuaje de los besos sin amor se confundía con los excesos de la ginebra y otras cosas, con la de un periodo de consciencia/inconsciencia en el que lo mejor que se podía hacer era continuar atravesando aquel túnel sin mirar atrás y no detenerse a lamentar nada, porque urgía salir de allí y sobrevivir. Esta mañana me he acordado, por culpa de una idéntica luz, de una misma tonalidad en los rayos del sol, de que casi sin haberme dado cuenta peino canas y paseo fotografiando desapercibidos sucesos, todos los cuales bien reunidos conforman una realista panorámica de la que casi no nos extraña nada, por desgracia; y por fortuna para mí conservo el hábito no sé ya si de la sorpresa pero si de quererme sorprender, y una de las cosas de las que extraigo mayor estupefacción es la de ver como a medida que trato de sensibilizarme con el entorno no paran de mostrárseme ejemplos de disfraces, de pieles de cebolla, máscaras, escondites y zulos en los que las almas se secuestran a sí mismas para no transparentarse por miedo a caer en la moderna insensatez de quedarse sin ases en la manga con los que poder seguir jugando al despiste.
Esta mañana, recapitulando, he hecho el inventario de las veces que a lo largo de mi vida me dio por estar deseando despertar para ver amanecer, y tras darme cuenta de que me encontraba en otra de esas fases que gustan de semejantes placeres, después de haberle sacudido el polvo a los rincones del alma y presentarme más que predispuesto para decir lo que pienso, me ha dado por caer en la tentación de entrar en el siempre conflictivo pensamiento interno de encontrarle solución a la enfermedad que sufre mi coraza cada vez que se resquebraja por culpa de sentirse débil ante el abuso de hipocresía, ante el toma y daca de tonterías que hay que aguantar a diario, por parte de todos como enredados en una madeja dialéctica confundida con lo que lo más brillante de la objetividad nos ofrece y que parece que preferimos convertir en sucedáneo, en desecho, en basura, estiércol, polvo, cuando de lo que se trata es del más preciado de los tesoros: el mismo transcurrir del tiempo en el que vivimos y de cuya percepción nos separa el telón de acero del materialismo despilfarrado en injusticias y barbaridades tales como querer ser cualquier otro menos nosotros mismos. Y antes de que echase humo mi cabeza he encendido un Samson, liado con la ambidiestra habilidad que no ha decaído a pesar de la ausencia de aliño, y con las volutas de sus nubecillas me ha dado por volver a refugiarme en el páramo de la nostalgia acercándolo a las posibilidades que la sencilla vida ofrece, tales como respirar y caminar con la sensación de que el espectáculo del mundo merece ser contemplado.


lunes, 15 de octubre de 2012

Visiones callejeras.






A lo largo del paseo, por las calles peatonales que conforman el puzzle urbanístico del centro de la ciudad en la que me encuentro, observo con atención innumerables locales, todos ellos ofertando algo: relojes, ropa, golosinas, gafas, alquileres, coches, maquinaria, catálogos, sillas, puertas, cosas que vender, cosas que comprar, y al son de este panorama se presenta la imagen de los cabizbajos ciudadanos que parecen haber perdido la brújula, el norte, las ganas, la motivación, la sonrisa, el ánimo, el código de barras de la normalidad, de lo que se necesita para estar tranquilo, ni más ni menos rico ni pobre que nadie, tan solo tranquilo; pero no sé si es que, creo tener la certeza, nos han tratado de enseñar un catecismo con cepo incluido en el que los dictámenes se encaminan a encauzar al rebaño hacia la travesía de la boca del lobo, recorrido en el que abundan las aduanas fronterizas de la desigualdad con cuya recaudación se llenan los bolsillos los arquitectos del proyecto en cuestión, y ahora a la vista de que todo es una pantomima da la sensación de que al tiempo perdido se le añaden la escasez de recursos y de ingresos y si te he visto no me acuerdo... Tranqui colega, la sociedad es la culpable, podría decirse saliendo por la tangente para dar respuesta al cúmulo de despropósitos acontecidos en este sistema tan aparentemente bien calculado y vigilado al que han llamado, al que han tenido la cara dura de denominar sociedad del bienestar, al que han vestido de democracia comercial y velado por leyes puestas en marcha por quienes vieron el hueco por el que se escurre la trampa, y entonces me pregunto yo, ingenuo camarero ¿y al vigilante quién lo vigila?

Hago repaso de los carteles anunciadores de cualquiera de las ofertas y, además de encontrar una infinidad de desaparecidos acentos, como por arte de magia, manía muy nuestra como la de decir que las mayúsculas no se acentúan para ahorrarnos tener que recordar tres reglas, me paro a pensar en la cantidad de inutilidades que supuestamente se necesitan para cubrir necesidades inventadas, ficticias, creadas para que no pare la rueda, para que la bola de nieve sea cada vez más grande, para que los bosques se vayan a pique, para que el cielo se tiña de gris, para que los mares lloren manchas de aceite y los pantanos acaben sacudidos por el cloro, y los campos sembrados de bolsas de plástico que tardarán siglos en desintegrarse; y prefiero parar de pensar en esto. Retrato el instante, lo que sucede. Veo obras inacabadas, paradas, grúas que ahí quedaron hasta que alguien se disponga a volver a moverlas, andamios oxidados, idílicos letreros en los que son expertas la inmobiliarias. Veo a una señora haciendo mimo vestida de Charlot, y junto a sus pies una caja de zapatos, vacía, en la que aspira encontrar algunas monedas después de no haber pestañeado durante casi una hora. Me cruzo con dos damas que discuten porque una no le ha cedido el paso a la otra en mitad de una pequeña cola, generada en la puerta de una administración de lotería, todo un dato del sueño dorado, y se gritan barbaridades que bien valdrían un fotograma. Un vagabundo sonríe haciendo de su guiño un gesto de superioridad, de pacífica declaración de intenciones y poema al saco roto de la memoria. La presencia de dos agentes de policía, sus gafas de sol y el peliculero plagio de sus andares, me hacen ponerme en el pellejo de otro país. Las aceras me acompañan, me hablan. Las fachadas me refuerzan la mirada, me arropan en este caminar en el que cada vez es más frecuente ver la inspección de un contenedor de basura, sea la hora que sea, por parte de cualquiera que podría ser yo mismo. El cielo no se permite una nube de mas, ni el sol un rayo que ilumine la ceguera, sencillamente se trata de visiones callejeras.

miércoles, 10 de octubre de 2012

A la vera de los años.




A la vera de los treinta y diez uno se siente sonriente por haber llegado mas o menos sano y salvo a estas alturas del camino; no del todo ileso, ni mucho menos, ya que han sido bastantes las tonterías y atropellos cometidos, los sinsabores provocados por la falta de comedimiento, los tropezones sin remiendo inminente, los descalabros de los que no queda mejor salida que la lección mejor aprendida, pero con ganas de continuar dando guerra sin acordarme demasiado de las amarguras, de los tatuajes con tinta china en el corazón, de la temperatura de los polos, de los infiernos del desierto en el que acabó lloviendo, todo ello aderezado con el indispensable condimento de la emoción de andar siempre sin un duro en el bolsillo, de haber superado mis guerras internas olvidándome del dinero y apostando por la salud de las retinas, por la vida que hay en cada gesto, en cada rasgo de la realidad merecedor de ser atendido, no creyendo en nada que no sea lo que nos ofrece el día a día ni asintiendo como una marioneta a los cuentos de quienes los cuentan, pasando por taquilla, por supuesto, pero no perdiendo el tiempo en dar parabienes que huelen a cobardía.

 Contemplo a los pájaros y a las estrellas, a las nubes, al agua cuando cae a cántaros y al sol cuando brilla a través de los agujeros de las persianas, a la gente que anda por la calle, a los vagabundos y a los banqueros almidonados, a las señoras que tiran de un carro de la compra y a la joven que limpia el portal, a todos con el mismo pasmo del que no sabe nada de nada, de quien no se ha enterado de la misa la media, del que anda en busca de algo que no alcanza a explicar lo que es, con la curiosidad propia de quien quiere inventarse una historia para cada una de las cosas que admira; esa sensación de aturdimiento que uno siente cuando le da por imaginarlo todo de otra manera, barruntando que es posible pero no lo es; lo miro todo como asombrado, con la constante sensación de estar perdiéndome algo, queriendo cogerlo sin saber por donde empezar, y debe ser por ello por lo que no ceso de darme de frente contra las paredes de la cima de lo material.

Confieso vivir en un sueño continuo, tener el hábito de pensar lo que me sucede como si estuviera ocurriendo en una novela, desvinculándome de este mundo para refugiarme en el que llevo a cuestas desde que era un niño; ese universo que todos nos creamos y que a mí me ha durado hasta ahora, no intacto pero si duradero, con las evoluciones concernientes al paso de las estaciones, con el complemento de las canas, con la compañía de un montón de papeles cada vez más grande, con la comunidad de las borracheras que no consiguieron acabar con mis neuronas, con las musas del tabaco, con los callos y las rozaduras en el alma y en los pies de mi oficio, con los cruces de sinuosos caminos que se enderezaron, con atisbos de milagros porque si no sería imposible estar aquí contándolo, con tantas y tantas cosas como para hallarme bien acompañado cuando estoy solo.

Hoy y mañana brindaré por vosotros.
 

jueves, 4 de octubre de 2012

Siete Soles.



Erase un hombre, un andrós, un androide o ántropos con nombre de hombre, a las seis  de la mañana. Erase un desayuno de aguacate y pan de centeno junto al de cabeza recuento de la agenda del día, sobre una silla de madera, sobre un mantel a cuadros y de tela servilleta que seca la traicionera gota de leche de soja. Erase ese mismo hombre en bicicleta cruzando un puente que a pie no puede porque le es inaccesible la pisada al caminar que anhela tocar el suelo con las suelas de sus zapatos, ya sea para dar un paseo o para el rutinario cometido de ir en busca del chusco, y cada día recuerda la lucha que no flaquea para que un elevado paso peatonal sea conseguido a favor de la ciudadanía de un mítico poblado con nombre de batalla. Cada día se acuerda, cada día se dice ya queda menos, cada día pedalea de ida y vuelta desde El sueño de la lagartija hacia una factoría plagada de números y de tuercas, de papeles y planos de máquinas con silenciador, de albaranes y gráficos de producción, de controles de calidad y teclas que buscan un respiro.
 Erase este, nuestro hombre, el hombre al que le seguimos la pista, con casco y chaleco reflector entre la niebla y el rocío, bajo el sol y la sombra de las últimas luces del atardecer pilotando el ingenio de dos ruedas con el que refresca sus pulmones del encierro ordinario en la catedral del accesorio automovilístico; y a su espera un par de dos sin par, uno de ellos instalado en la dulzura de la fantasía de la infancia que lo absorbe todo y otro volando en el aire de un patio y soñando que entre hombro y hombro sobre su espalda aparece su nombre grabado en una camiseta de tirantes a la que ahora le da alas un tal Carter. Erase nuestro hombre entre la geometría de troncos de encina apilados para sacudirle los terrores del mercurio al invierno, entre repasos de lecciones y recordatorios de obligaciones, entre flexiones de brazos y asambleas vespertinas, erase este hombre con un clavel en la mano que tomó como testigo en la carrera de relevos que recorren las generaciones con la intención de acercarse a la dignidad del trabajador.   
Erase una dama con la cabeza llena de versos y de prosas, de besos y de estrofas consagradas para la ocasión, al volante mientras se repite de memoria lo que se le acaba de ocurrir en cada semáforo, y contempla el espectáculo del mundo desde la ventanilla del vehículo por la que entra la risueña brisa de la libertad literaria que ofrece la realidad de la que en silencio se empapa justo antes de encomendarse al ritual de la entrega de un par de manjares que degustará, reponiendo sus fuerzas, el hombre objeto de esta historia. De un recipiente sale un bosque de lechuga al que le ha llovido oro líquido y de otro un guiso de gloria bendita en los efluvios de cuyo vapor, al ser destapado, aparece grabada sobre la nitidez del aire de una oficina la palabra FELICIDADES.

FELICIDADES, SIETE SOLES. 

lunes, 1 de octubre de 2012

Por activa y por pasiva.





Es habitual en mi manera de vivir no prestarle atención a la televisión, prescindir de ella, no preguntar si dispone de una el piso en el que me vaya a instalar ni reparar en si se encuentra en el conjunto de enseres que forman parte del inventario del apartamento que me acaban de enseñar. Ha habido ocasiones en las que, aun disponiendo de un ejemplar, lo he escondido debajo de cualquier mueble que lo pudiese albergar o lo he tapado con algún paño que diera buena vibración decorativa. Han pasado etapas en mi vida durante las cuales no he visto nada a través de la pantalla, en las que la radio y los periódicos han sido mi brújula para saber mas o menos que ocurría en el mundo más allá de lo que no presenciaba en la calle, y todo ha ido muy normal, diría más, ha ido mejor debido a la carga de imaginación a la que hay que someter a todo aquello que escuchas en las emisoras o interpretas mediante la lectura de los artículos y crónicas de los diarios.

El aspecto que siempre me ha delatado, antes de declarar en cualquier conversación mi ausencia de hábito televisivo, ha sido mi total desconocimiento de tal o cual anuncio en el que sale esto o aquello que hace no sé qué o no sé quién con lo que te ríes mucho, momento en el que informas de tu desinterés, ante alguna que otra inesperada mirada, y a partir del cual te dices que a lo mejor no estaría mal probar un poco. El caso es que desde hace unas tres semanas vengo ejerciendo, mesuradamente, el acto de haberme convertido en espectador, en ejecutor digital del mando a distancia, de una serie de canales, muchos, que pueden ser vistos en el reproductor de imágenes del que consta el lugar en el que vivo de un tiempo a esta parte. La intención es salir de la cueva,  dejar de ser uno de esos bichos raros que no se someten al cinismo Zen de la caja tonta; la intención es ser uno mas, un tío normal y corriente y moliente, uno como todos que consiga dejar de decir que él no hace eso. Pero no hay manera, es infumable, imbebible, no apto para raciocinios que deseen salvaguardar la salud de sus elucubraciones. Y mira que lo he intentado, por activa y por pasiva, pero el resultado ha sido un total desencanto que me ha llevado a tener un concepto aún peor del que ya tenía de la compra-venta del alma sea cual sea el precio que haya que poner sobre la mesa.

Bien es cierto que no siempre, mediante buenos ejemplos, se puede aprender a cómo hacer las cosas sino que, en ocasiones, hay que ilustrarse de cómo no hacerlas, y para ello nada mejor que la tele. Además del exceso de manipulación mediática, que es una auténtica vergüenza, por otro lado tenemos una serie de enfurecidas tertulias en las que los allí presentes parecen haber sido entrenados para actuar como seres propios de ir con un collar al cuello o remunerados para ladrar constantemente a cerca de una serie de cuestiones que traen en vilo a una sociedad de la que parecen no formar parte porque si no no se sentarían a hacer el ganso de la manera que lo hacen. Luego están las películas, los tiros, las bombas, los descalabros, los expertos en artes marciales y bofetadas, la munición, la guerra, la norteamericana ideología de estado que todavía anda suelta en forma de batallas del Vietnan; y después se encuentran los sorteos, los programas en los que ganar dinero a base de preguntas con las que se te cae el sombrajo y para cuya respuesta se recurre a una llamada que ponga al concursante en contacto con su aburrida suegra o con un primo lejano que se encuentra en casa con el ordenador enchufado por si las moscas. Todo un acercamiento a lo que nos rodea, a lo que nos hace sumergirnos en la irrealidad que nos mastican para que no pensemos que el agujero en el bolsillo cada día es mas grande.

Como en todo hay honrosas excepciones que se encargan de hacer llevadero el calvario, espacios en los que alguna que otra mente lúcida trata de indagar en lo que se esconde detrás de toda la mentira con la que se nos entierra, y por desgracia siente uno un doble desconsuelo: ver que a esa gente lista e inteligente, a esos periodistas que informan con objetividad, se les responde con descaro a cerca de asuntos de vital importancia como lo son la educación y la sanidad, instantes en los que uno no tiene mas remedio que pensar que el pescado está mas que vendido y que efectivamente la televisión es de lo más instructiva del mundo ya que cada vez que la enciendo me dan ganas de irme a leer un libro.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Ropa de entre tiempo.




Se fue el verano y la luz de los inconfundibles medios días del mes de Agosto, y los segundos que cada uno de los días de Septiembre le iba robando al astro rey hasta rematar el cuadro con la perfecta iluminación que el tiempo solicita. Los ventiladores deceleran su ritmo, se preparan las calefacciones, los radiadores, las colchas y las mantas, todos ellos a la espera de su turno, de la continuación de los puntos suspensivos del ciclo de las estaciones. Las hojas harán pronto acto de presencia sobre el suelo de las arboladas avenidas dándole la bienvenida a esa mezcla de marrones sin los que no camparía tan a sus anchas la imaginación de los prólogos del invierno. La poesía tomará del brazo a su abrigo y a su sombrero, y acariciará su cuello con una bufanda de cuadros a penas pasados un par de meses; pero entre tanto el aire se encarga de resguardar los borradores grabados en la retina del pasado estío y lanzará a volar los retratos de las memorias de la playa y la piscina haciéndolos huéspedes del recuerdo más cercano.

El otoño se caracteriza por una mesura que solo es comparable a la de la primavera, solo que mucho más templada en el riego sanguíneo, cosa que hace posible que los huracanes no se estrellen contra la muralla del desenfreno, adormecidos por el vaivén de la brisa que cuando choca en las melenas despierta a los relojes del alma avisando de la nueva etapa. Por eso creo que esta estación es la que reune toda la gama de colores en el blanco y negro que hay detrás de los castaños, pardos y rojizos tonos que acompañan a los fotogramas de los meses de Octubre y Noviembre. Huele a almendra y a miel, a madera bien ensamblada en los aromas del vino, a cobre, a ámbar, a melocotón maduro, a tabaco especiado, a cereales y a albaricoque. Huele a iluminaciones anaranjadas y crepusculares, a amaneceres refrescados, a ropa de entre tiempo, a camisa de manga larga sin camiseta debajo, a chaqueta ligera y mochila con cuaderno recién estrenado. Huele a lectura y a escritura de diario, a violín y a paraguas acostumbrado a la ley de Murphy, a paseo sin calina ni riesgo de catarro por exceso de humedad. Huele a mundo por descubrir y a esa inexorable aproximación de la navidad y el turrón que nos devuelve a la infancia y que por ahora resiste el envite de los años.

La calma con la que actúa el pensamiento, durante estas semanas en las que no hay que preocuparse de los ascensos del mercurio, da pie a contemplar desde la terraza cómo incide en las cosas el reflejo de los atardecederes reflejados en los objetos de la calle. Todo parece a la espera, mantenido en un suspense, como tratando de elegir vestido con el que caminar a lo largo y ancho de lo que queda de año. El cielo, depués de la cena, se pone un poco más serio que de costumbre pero sin llegar al enfado; se ven sobre él los cirros mejor dibujados, las nubes más algodonadas, los estratos de cúmulos formando islas amparadas por el lejano brillo de las estrellas sobre ese mar que ahora pasa a instalarse en las superioridades del campo de visión. Y como un trago de agua fresca nos entran por la garganta de los ojos el olor del otoño, los recuerdos de los instantes del comienzo de cada curso, el venidero cambio de hora que se dibuja en las sombras del momento y la inconfundible sensación de ver pasar los días desde el balcón de esta época anual en la que algo hace que la textura de los minutos tenga el sabor de la fruta escarchada, de las sigilosas gotas del otoño.



miércoles, 19 de septiembre de 2012

Contrastes de hierro y piedra.




Los bordes de las aceras se siembran de roces de neumáticos. Los tubos de escape descargan su tos, contaminando de ruido y humo la atmósfera. Frenadas señaladas en el asfalto como prueba de la existencia de las máquinas. Colas en la entrada de la ciudad, muy de mañana, a eso de las siete y media, a las ocho, a las dos de la tarde, a las seis y media, a las siete. Mucho motor y señales que guían el posible desconcierto; poniendo fácil la maniobra para que no se líe la de dios es Cristo al pasar un semáforo. Locos que andan sueltos creyéndose Fernando Alonso y sus compadres de escudería; la escudería de la calle, de la chapa, la pintura y el faro roto, la Fórmula uno del alerón tuneado y el espanto de las llantas cutres, los Fitipaldi del aloquín en dirección prohibida.

 Casi no caben de tantos como son todos estos cacharros. Los callejones se sienten más estrechos de lo que su naturaleza les concede y andan a la huida del estertor, del maloliente pánico de las bocinas y el caucho. Aparcamientos en doble fila. Luces de emergencia, intermitentes sin tregua indicando sospechas de demoras que se hacen las tontas, camuflando un quiebro. Gorras de agentes con gafas de sol. Lápiz y papel en mano. Multas, denuncias, grúas sin piedad y manos en alto del ciudadano que ha llegado tarde al rescate del vehículo. Cien, doscientos euros del ala.

 Lineas amarillas, rojas, azules, blancas. Dispositivos en los que adquirir un tique que demuestre que nos hemos preocupado, que no nos hemos dormido y contribuimos con la causa, como niños buenos. Parabrisas en los que unas manos dejan panfletos que anuncian el alquiler de plazas de garaje, a muy buen precio, aquí mismo, muy cerca, y olvídate del temor y el chasco de ver que se han llevado tu carro. Anotaciones, policía, miedo, dinero, recaudaciones, prisas por no llegar tarde, excusas de que no he encontrado sitio, jefe, de verdad, no es lo que usted piensa, que lo he tenido que dejar en el quinto carajo; pero el transporte urbano no cubre todos los horarios, ni todos los trayectos que mejor me vienen, y ya sabe. Que quiere usted que sepa; lo único que veo es la autopista llena de coches en todos los cuales solo viaja una persona, y cada vez con más frecuencia, y cada vez con menos espacio para peatones y bicicletas, y cada vez más encerrados en la lata de sardinas del contraste entre el hierro y la piedra.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Mangas por hombro.




Resulta incómodo aceptar la serie de condicionantes que se le ponen al usuario, al ciudadano que busca un poco de respiro en la soledad bien acompañada por la lectura en la biblioteca, cada vez que desea hacer uso de las instalaciones de las salas de estudio y de ordenadores del lugar disponible para ello en Huelva. A la entrada se encuentra un agente de seguridad que saluda y dice adelante con la marcialidad propia de quien se siente orgulloso de un uniforme con galones; si lo que se quiere es utilizar una computadora es preciso rellenar una ficha, cada vez que se accede a ello, en la que dejar registrados tu nombre y apellidos así como tu número de afiliado, y decir en qué lugar te pondrás a darle un rato a la tecla. Pasados sesenta minutos, cada hora en punto, se apagan todas las máquinas y hay que esperar a que se reinicien los programas de las mismas para continuar por donde habías dejado la faena, eso si no hay nadie esperando a ocupar tu lugar ya que solo se concede una hora de empleo. O sea, con el agua al cuello para no olvidar que has de ir cerrando ventanas a medida que se aproxima el fatídico momento del apagón.

Pero lo mejor viene cuando has de rellenar otro papel en el que informar de cuál será el lugar, la silla, el sitio, que ocupes en la sala de estudio. No me había ocurrido en la vida. De modo que uno se siente observado, vigilado, acechado por los inquisidores ojos de un montón de empleados, que digo yo que serán funcionarios, la mitad de los cuales hacen bastante poco, que no se olvidan de recordarte que tus datos han de ser registrados. Da gusto ver como leen el periódico, por la mañana, mientras te indican el lugar en el que has de dejar la huella de tu firma. Da gusto ver como bromean y se cuenten chistes; pero la culpa no es suya. La culpa es de quienes no instauran un organizado sistema de trabajo que impida, por ejemplo, que uno de ellos se vuelva loco para encontrar un libro de Bertrand Russell, de Bertrand qué, por el que me siento interesado, porque los estantes se encuentran desordenados, mangas por hombro.

Mostradores, pasillos, escaleras, ascensores, tablones de anuncios en los que paradojicamente aparecen las fotografías en busto de personalidades como las de José Saramago, aquí, en este lugar en el que la censura, que la hay, es evidente cuando no puedo comentar en determinados blogs como es  el caso de Errante Fugacidad, de Dyhego, al que no puedo acceder porque se me indica que su contenido no es apto para menores y que no se encuentra dentro de las finalidades del servicio de la biblioteca dar acceso a determinados lugares tan lúcidos e instructivos como este. Lo nunca visto. Y es que ya desde la entrada da la sensación de que la tristeza, en un lugar tan dado a la alegría intelectual, es patente; y la incultura, desazón y abnegación de muchos de los que por aquí andan se contagia tanto como para pensar que Juan Ramón hizo bien en retirarse a otros paraderos para encontrar la tranquilidad de pensamiento.

Escribo así porque soy un recién llegado a Huelva, porque allá donde me dirijo suelo frecuentar el alimento de las bibliotecas, y no puedo consentir que esté sucediendo algo así en el sitio al que he venido a ganarme la vida y en el que espero estar haciéndolo durante mucho tiempo. Aquí me he sentido muy bien recibido, muy bien hallado, pero la sombra la ocupa el lugar en el que debería estar el acercamiento a la cultura que, de momento y según parece, se encuentra muy lejos de la libertad de expresión.

martes, 11 de septiembre de 2012

Despierta la ciudad.





En la ciudad amanece con prisas, sin la calma necesaria para disfrutar del desayuno, con la certeza de tener muchas cosas que hacer a las que se les ponen por medio los semáforos como obstáculos que salvar para llegar a la meta desde la que preguntarse y ahora qué. La ciudad inunda el asfalto de pisadas de neumáticos y manchas de aceite, humo de dolencias, miradas tristes de los faros, farolas deseando apagarse para no contemplar el espectáculo del mundo, el caos de la sinrazón del apremio. En la ciudad parece que todo es posible y los que en ella viven dicen estar muy contentos porque ahí lo encuentran todo; pero nada que ver con lo que significa, aunque uno trabaje en la ciudad, como es mi caso, despertar en un pueblo y oler todavía a campo, a libertad de café con tostadas, a brisa sana que no hace tan dramático el madrugón.

La ciudad tiene sus ventajas, no lo dudo, pero parece que cada mañana se afana en hacerse más feroz, más rápida y peligrosa, menos sensata, más asesina, y no lo soporto. Me invade una tristeza crepuscular cada vez que pienso que tengo el pan en la ciudad, en medio de todo esa jungla de cadáveres andantes y desviadas miradas que acentúan su arrogancia con corbatas y zapatos color marrón; miradas que sospechan una firma, el comienzo de un trato, de un negocio en cuya cadena alguien tendrá que salir perjudicado y sálvese quien pueda. La ironía de las sonrisas es el tumor detrás del cual se esconde el cáncer, la mortal enfermedad de la hipocresía, el luto de la transparencia, los escombros del rascacielos de la congruencia.

Pero hay que caminar y observar, servirse del circo, de las secuencias que nos regala el día a día sobre el adoquín. Las aceras se pueblan de humanidad cada vez que alguien delata una felicidad inmensa, que los hay, leyendo un libro sobre la mesa de mármol de un antiguo café o sobre el banco de un parque. Hay lugar para ver que cabe la posibilidad de sobrevivir, aunque sea con el poco recomendable plato de la resignación, y acertar a descubrir los misterios que encierran los portales, los callejones y museos, las avenidas enarboladas, por las que la luz campa a sus anchas, y gozar del placer de leer el periódico cada mañana siendo testigo de los acontecimientos y poniendo la lupa en la realidad escondida detrás de la realidad, donde se encierra lo que esconde la ciudad.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Recuerdos de Conil.





 Recuerdo las cañas en el bar Portillo, con sus pescadores ennegrecidos por el sol salado de las faenas del mar. Recuerdo al creador de fundas para encendedores, hechas a mano, que representan rostros femeninos, esculpidos, tallados, deslizándose en sus manos mientras le pone tres sobrecillos de azúcar a un café y se pasa los dedos unidos sobre la frente, y no se explica nada, y se lo explica todo ese hombre abatido por los años y la soledad, por el saco de patatas que lleva en las sienes, por las canas, por la maestría, por las ganas de mandarlo todo al carajo y quedarse con las vueltas.

Recuerdo, en ese mismo bar, al corredor de seguros que todos las noches se había hartado de follar, contando sus hazañas mientras el resto dejaba que desahogara con palabras el equivalente al contrario de sus experiencias e irrumpieran casi en aplauso las afectuosas felicitaciones entre vítores y risas. Y a Blas, el camarero con nombre de camarero de novela, cortando el bacalao y poniendo orden, y cerrando la puerta, a las dos de la madrugada, para decir a boca llena ahora podéis fumar mientras se sirve un whisky con naranja tamaño nodardosviajes. Recuerdo la calle Extramuros y los curiosos nombres de las que se encuentran en el mismo barrio: Dorada, Pargo, Sardina, o Azucena, Clavel...  Pescados y flores entre casas blancas, entre cal y adoquines y escaleras, entre callejones angostos de trazado musulmán.

Recuerdo a Antonio el peluquero, el Cerillito, tan delgado como el papel de fumar, diciendo que lo bueno que él tiene es que cuando engorda unos gramos se le nota bastante y le sienta muy bien, tan afable y sonriente, que aprendió el oficio en el servicio militar porque algo había que hacer, y ahora lleva venticinco años cortándole el pelo, en el mismo sitio, a la ciudadanía conileña que jovialmente le echa en cara no haber sido nunca invitada a un pelado aunque, eso si, no se podrán quejar de los repasos, que cobrar no cobra ninguno, es más: son una buena publicidad.

Recuerdo los ruidos de las madrugadas, retumbando como en el interior de una cueva, emitidos por incívicos y beodos rebaños de trasnochadores poco dados a la poesía, los coches que aceleran en vías estrechas, las motos que relinchan y el olor a gasolina quemada de  una manera tan cruel e incoherente, desviando mis ojos de la dulce monotonía de la lectura junto a la que aterricé sobre más de una mañana. Recuerdo mi blog de notas junto a la cama y la promesa nunca !@#$%^&* de adaptar mi horario al habitual recorrido del sol.

Recuerdo las furgonetas del afilador y el tapicero, como antaño, de pueblo en pueblo pregonando, ahora no a voces ni en bici sino por unos minúsculos altavoces atados con cuerdas sobre el techo de sus vehículos, la variedad y virtudes de su artesanía y el buen precio por el que realizan sus trabajos. También la paradójica venta de turrones navideños en pleno mes de Julio, cada día en la esquina de la calle de la iglesia, calificando de ganga la oferta.

Recuerdo el aroma de la escalera de mi portal cada vez que doña Clotilde hacía tortilla para sus nietos, y el trocito que me llevaba a casa, que como veo que usted se queda hasta tarde, lo mismo en mitad de la noche le da por un bocado, que fría está casi mejor; yo me comprometía a ser quien cerrase la puerta de abajo, cual el guardián del bloque, llegada cierta hora en la que ya era poco probable que entrara nadie, solo el ruido del rebaño por la ventana.

Recuerdo a Basilio el pescador, que bien se podría llamar Santiago como el héroe de Hemingway, explicándome las partes en las que se divide un atún, morrillo, mormo, contramormo, ventresca, parpatana, galeno, tarantelo, lomo, solomillo; pero que me van a contar a mi ahora estos ignorantes que no saben ni lo que se comen, anda, chaval, líate un cigarrillo, que en todos los trabajos se fuma. Recuerdo el recorrido entre Zahora, Caños de Meca, Barbate y Zahara de los atunes, y la subida a vejer, y el desplazamiento a Medina Sidonia. Belleza vestida de blanco con aroma a yodo.

Recuerdo la procesión de la virgen del Carmen, sacada por lo marineros sobre un barco, y el gentío celebrando apiñado junto al paso, en su recorrido en tierra por las calles, otro año en el que el carácter del mar acentuado por el levante, el mismo viento que lleva las ropas de un tendedero a la terraza del vecino y revuelve las cabezas, no impidió la salida. Recuerdo muchas zetas juntas y muy pocas eses, palabras que forman parte de la jerga, de un idioma de estos lares. Recuerdo a un payaso llenando una plaza al aire libre repleta de niños con sus padres, y su magia con cuatro pelotas pegadas, y su maleta de retirada a una pensión de la calle Cádiz, y su rastro de melancolía con perfume a subsistencia.

Recuerdo haber vivido aquí las transfusiones políticas, el aumento del paro, la subida del IVA, haber sido campeón del mundo junto a un pueblo entero que soñó con el fútbol poder olvidar las sacudidas del presente, recuerdo haber comenzado de una vez aquí a escribir mi diario, como Ana Frank, como Benedetti, como Delibes o Grass, como ese bolígrafo Bic preferido que se deja llevar y llena unas hojas sin decir demasiado.

Recuerdo la avalancha de turistas sin dinero de este Agosto, la puesta de sol desde mi azotea, la torre de Guzmán, el museo de las raíces del lugar, las exposiciones de fotos, el locutorio de los fines de semana, la inspiración para las entradas que surgieron como salidas del agua de estas olas tan cercanas. Personajes, situaciones, luces y sombras de este rincón de Andalucía de calles estrechas y gente divertida y cerrada como su lengua.

Recuerdo el primer día que visité la biblioteca, tan menuda y tan escasa y al mismo tiempo tan extensa y suficiente para amparar el exilio de quienes preferimos, llegado el casio, refugiarnos de las llamas de la hipocresía laboral en los mares de los párrafos. Aquí pasé tardes enteras y algunas mañanas, aquí escribí cuanto pude sobre estas teclas, aquí descubrí autores que no conocía, aquí fui feliz  disfrazándome de estudiante a pesar de las canas. Aquí, en Conil de la frontera, pasé un verano entre gente sureña.

 

 

sábado, 1 de septiembre de 2012

Tontos por ciento.







A partir de hoy  todo, menos respirar, cuesta un poco más, algo más o mucho más, en función de si el porcentaje aplicado al aumento del IVA  se dirige a uno u otro producto. Números por aquí y por allá. Números rojos. Números basados en datos y estadísticas que la mayoría no entiende. Cifras que se pierden entre las mentiras y los intereses. Tontos por ciento. Balones echados fuera por parte de un gobierno que culpa a sus antecesores, no solo de la situación actual, sino de la aplicación de estas medidas que resultan ser, literalmente dicho en boca del presidente, dolorosas e imprescindibles. Prescindible-imprescindible, una buena relación para acordarse de la utilidad de las cosas y de lo que puede que con su mera ausencia, con su sencilla desaparición de la faz de la tierra, nos beneficie la estancia a los que nos conformamos con menos. Prescindible-imprescindible, le doy vueltas y efectivamente hay asuntos, engaños, camelos, abusos, patrañas y gazmoñerías de las que conviene prescindir, menos de las exquisiteces de la miseria, que son muy honradas, tanto como un plato de garbanzos sin tocino.

Me pregunto si detrás de el desmesurado aumento del impuesto del valor añadido con el que se han visto atacados los asuntos concernientes a la cultura no existe el miedo a que nos despistemos demasiado del camino, a que nos dé por soñar o por el siempre peligroso acto de pensar en el que encuentran una amenaza quienes no entienden que haya algo que vaya más allá de las insultantes obligaciones cargadas de un trasfondo de complejos; esos mismos que deben ver en la cultura, en la música y en el cine, en el teatro y en la lectura, en el alimento del intelecto y en la cívica convivencia del espectáculo que representa la expresión, algo parecido a un artículo de lujo y no se paran a pensar en la fatales consecuencias que acarreará sobre el desarrollo del pueblo al que tanto aseguran querer.

Sube la vida cotidiana, lo mínimo y necesario sube, sube lo que hace que mantengamos nuestras constantes vitales en pie, aportándole al ambiente un matiz de robo de esperanza. Tipos generales y reducidos, tipos de algo que no se entiende cuando se juega con el fuego de la educación, con las bases y los cimientos de la libertad, con las piedras angulares del crecimiento personal de las generaciones que están a punto de tomar el relevo. Pero debe estar todo pensado, también habrá ya en la recámara futuros sustitutos formándose fuera del país, paradojicamente avergonzados de sus sistemas institucionales, todo un revoltijo de incongruencias, toda una serie de estrategias como la que acontecerá el día en el que sea la banca la que tome el timón, que será pasado mañana, después de que se haya hecho todo lo contrario de lo prometido y las pagas vitalicias se encuentren al resguardo de la buchaca.

Hombres y mujeres de un pueblo cegado, perdido, sin rumbo, sedado por la ignorancia, estafados, siempre estafados, pero siempre predispuestos a dar la bienvenida a cualquiera, siempre ayudando a quien lo necesite; eso no se le puede negar a un pueblo acostumbrado a recibir a cientos de inmigrantes que viajan en patera, o de polizones en un barco, e ingresan en la comunidad pasando fatigas pero sin ser detestados como perros piojosos por parte de la ciudadanía, amparados con una manta y una taza de leche caliente en primera instancia, integrándose poco a poco entre los demás, entre trabajadores, entre paisanos de estas tierras, entre médicos que se niegan a aceptar radicales medidas que les impidan proceder en caso de necesidad, que les hagan imposible ejercer a favor de la salud de un ser humano, venga de donde venga, pero la falta de escrúpulos no tiene fin y continua poniendo barreras.

Ahora serán unas 150.000 personas las que dejarán de tener derecho a una tarjeta sanitaria con la que recibir atención gratuita, ahora se liará la de dios es cristo en los mostradores de los hospitales, ahora se va a ver donde se encuentran encerrados los dobermans, los sabuesos, la escoria que no se merece ser mirada a la cara si piensa que está en lo cierto siguiéndole el rollo a las descabellantes proposiciones de las almas impías y aterradoramente crueles. Ahora, estos miles de inmigrantes, tendrán que pagar los gastos que superen las prestaciones mínimas, pero con qué, con qué van a pagar; con mala leche, con indignación, con contribuciones a que esto empiece a ser un infierno, o se quedarán callados, o se morirán, o no serán curados y comiencen una serie de enfermedades a correr el riesgo de ser contagiosas. Crueles, xenófobas e ineficientes medidas que no se aplican de la misma manera a aquellos que viniendo de la más lejana y pobre tierra, siendo cual sea el color de su piel, aterrizan con maletines cargados de billetes y de sobornos. Tontos por ciento.

viernes, 31 de agosto de 2012

Fuego.






Fuego, fuego, fuego. Arde el monte, arde la tierra repleta de rastrojos que no han sido quitados antes del verano, arden las orillas de los cortafuegos amenazando traspasar la frontera de lo imprevisible, en circunstancias normales. Las temperaturas estivales, altas, muy altas, y el dios Eolo se han puesto de acuerdo. Son arrasados la montera, el árbol, la mata, el jardín del bosque talado y quemado, desvestido de verde, enmascarado, traspuesto, disfrazado por la realidad del colorido lejano. ¿Cuándo, cómo, por qué tanta miseria, tanta injusticia con el medio ambiente, tanta desdicha de pensamiento vengativo, tanto pasmo por parte de las autoridades, tanto asesinato al oxígeno, tanta desmesurada axfisia y cobarde?.

Arde el orgullo del hombre en su cobardía, en su insensato acontecimiento, en el bautizo de las llamas por la espalda; desde el Ampordá hasta la sierra madrileña, desde la costa del sol hasta Almería, desde Galicia a León y Cantabria. Arde España entera y pocos acuden al rescate desde el congreso. Las llamadas de alarma son atendidas por miembros de organizaciones que se sienten impotentes. Acuden voluntarios, vecinos, atrevidos y valientes, los que valen, los que quieren ver cesar el espectáculo del mundo envuelto en cenizas, descompuesto en un mar caliente de tristeza. Son desalojados pueblos enteros; señora, vamos, vamos, casi sin que les de tiempo a coger nada.

Arde la atmósfera, la capa de ozono, un planeta perdido en la galaxia que se jacta de haber llegado a Marte mientras se autodestruye, mientras la sangre llega al río de la mano de la injuria y el vandalismo, del chantaje y el odio con el que seres mutilados de alma engendran el terror sobre el campo. Arden las colas de las ardillas, los ladridos de los perros, las amapolas y las rosas, los pájaros, las hormigas y los osos. Arden las cordilleras vestidas de luto. Desaparecen los pinos y las encinas, los alcornoques y las hayas, los robles y abedules. Arde la jungla con sus bárbaridades dentro, consumida en una falla campal, en una hoguera de desconsuelo y desengaño, en la fogata de la oscuridad, sobre la lumbre de los despiadados atentados entre los que nace este infierno.

Arden en la parrilla los funerales de la arboleda, el duelo de la espesura, el llanto del boscaje, la rabia del parque natural, la queja del cerro, el letargo de la sierra, la colina, el pico y la loma; y los malditos recortes aún tiene la cara dura de esgrimir míseros argumentos que encierran el no querer saber nada dejando muy a las claras que estamos indefensos mientras nos gobierne esta cuadrilla de canallas. Fuego, fuego, fuego.