domingo, 30 de julio de 2017

Ordeno y mando


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El mundo está loco. El sentido de la estética en el trabajo anda por los suelos. La rueda de la producción no cesa y esto se está convirtiendo en una merienda de lobos hambrientos atizados por las ansias de posicionarse a costa de lo que sea; pero cada vez queda menos sitio para todos, para tantos jefes, y consecuentemente sale mal parada la escala de valores. El organigrama actual de los planes de producción es un castillo en el aire, una bomba de relojería, un nec ocium sin más pies ni cabeza que los dictámenes de la ruleta rusa de lo efímero, un polvorín de insatisfacciones y de traumas, de perturbaciones y frustraciones para quienes quieren hacer bien lo que hacen e irse a dormir tranquilos. Cada vez con más insistencia se necesita de la presencia de mercenarios, de máquinas que no piensen, de sicarios laborales que arramplen con el ánimo y las intenciones de aquellos otros que sueñan con la libertad dentro de lo laboral. El cometido de cada cual se convierte en una esperanza de promoción, de ganar más dinero, y no en la creación de un entorno que favorezca la creatividad. El esfuerzo no se valora, lo que se valora es la forma de hallar el hueco por el que colarse a través del cual encontrar más comodidad a mejor precio. Los referentes actuales son aquellos que se han doctorado en lograr que la admiración se centre en lo superfluo y banal. Hablamos de proyectos y se nos llena la boca, pero ignoramos que la base de la pirámide de cualquier plan empresarial es la fuerza motriz tras la que deviene la cimentación, la solidez, el ímpetu y el respaldo necesarios para que el conjunto salga beneficiado no ya solo por los resultados sino por la satisfacción humana de lo realizado con coherencia y con amor, con gusto, con ganas, con la sencilla y simple idea de ser hormigas, pero hormigas felices. Se les acabó el cuento a las hormigas felices y hacendosas. Desatendemos el principio básico de que para hacer algo necesitamos de los demás y de su motivación. Se nos caen los anillos pensando que cogiendo una escoba devaluaremos nuestra posición, nuestro status. La primera vez que escuché esa palabra, status, me quedó tan claro su significado, estaba tan bien contextualizada, que de inmediato sentí una especie de rechazo viniendo a decirme que se trataba de un algo parecido a posar para la galería, algo que le resta autenticidad a esa dulce aspiración a ojalá llegar a ser lo que somos. Qué gracia, con la de sinvergüenzas que hay y la vergüenza que ejercen ante la más mínima posibilidad de tener que hacer uso de un trapo o una bayeta, de tener que ayudar a alguien que se encuentre por debajo en ese infiel reflejo de la dignidad representado por la odiosa jerarquía. La cadena de montaje de los equipos de trabajo está alcanzando tales grados de frialdad que da náuseas escuchar frecuentemente aquello de eso no es mi trabajo, eso no es mi problema, eso no es mi asunto, porque nos estamos especializando en mirar para otro lado dirigiendo cada vez con más insistencia la mirada hacia nuestro ombligo. Y luego el miedo, la inseguridad, la amenaza de perder el chusco. Y luego la falta de recursos dialécticos por parte de los directivos para no saber ampararse nada más que en la cuenta de resultados desinteresándose de todo lo que tenga que ver con la cultura, con la expresión, con la filosofía de verdad y no con esa serie de sospechosas estrategias que se encuentran en los manuales de coaching que le vienen como anillo al dedo a los tiempos que corren. Con lo que da de sí el trabajo, con la de posibilidades que tenemos de no convertirlo en una tortura, y lo bajo que hemos caído con el ordeno y mando. Qué pesadilla.


sábado, 29 de julio de 2017

El tiempo pasa


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Cada noche, cuando me dispongo a rellenar el hueco correspondiente a la fecha del parte de pedido de los vinos que necesitaremos al día siguiente en el restaurante, reparo en el paso del tiempo, en su fugacidad, en su lívida esencia a la chita callando. Levanto la mirada y me digo que parece que fue ayer la mañana de hace ahora casi tres años en la que por primera vez me anudé la corbata y me ajusté los tirantes frente al espejo del vestuario. Me resulta tan cercano el recuerdo de escribir un dos o un cuatro en el casillero del mes en curso, ahora que escribo un siete que pronto se convertirá en un nueve a la vuelta de la esquina de las vacaciones, que siento como si se me estuviese yendo de las manos el año, como si mi clepsidra mental  no hubiese tenido un respiro entre el ajetreo y el vaivén de sensaciones que se acumulan en el ramillete de canas que cada vez con más frondosidad decora mi flequillo. Escribo la palabra pronto y me doy cuenta del endémico contagio que me lleva en volandas borrando del mapa de la existencia sin retorno las semanas de un plumazo. Son muchas las cosas, las circunstancias, las situaciones, los concatenados sucesos cargados de responsabilidad y de intenciones diarias, que ayudan a eso y que hacen que fuese como si todo lo que vamos viviendo, escribiendo, bebiendo, soñando, dejando en el tintero con la más que probable posibilidad de que cualquier plan desemboque en algo diferente, que es como si la vida estuviera envuelta por un incontrolable y demoledor velo de inercia mediante el cual se anestesiara nuestra parte más contemplativa, quedando a merced de un no darnos cuenta lo que nos atraviesa y nos consume como a una vela por medio del influjo de la oxidación a consecuencia de la simple y sencilla respiración: el tiempo; quién le puso medidas al tiempo que se llama tiempo desde que de alguna manera había que llamar a esa angustiosa división que de tan bien ordenada se presenta sospechosa. Joder con el tiempo. No me da tiempo, no tengo tiempo, cuando bien mirado se trata de lo único que tenemos. Aunque no lo creamos, o no seamos capaces de percibirlo, cada día somos distintos; cada día hay algo en nuestro cuerpo que se ha transformado: un cabello, una minúscula partícula de piel, una gota de sangre, una uña, una vértebra, un tendón, un cartílago, una idea, un en definitiva no ser lo que eramos ayer, una pizca de sal sustituida por azúcar o viceversa, una por momentos confusión entre lo que se evoluciona y se deja atrás. Pero por otro lado nos encontramos con la relativa cualidad del tiempo, con esa sensación de ralentización, con ese pasar despacio el dibujo de las sombras proyectadas por la luz del día cuando a penas faltan cuarenta y ocho horas para empezar las vacaciones, con esas mariposas que nos revolotean en el estómago cuando quedan unos cuantos minutos para que aparezca la persona amada, con ese halo de incertidumbre y de emoción que nos atrapa cuando estamos muy cerca de conseguir lo que desde hace mucho tiempo venimos anhelando. Estamos hechos de experiencias, de memoria, de recuerdos, de futuro, pasado y presente; estamos hechos a base de los retales de la sustancia de todo aquello que se nos ha ido clavando en los sesos y en la piel, de prisas y cautelas, de paciencias e impertinencias, de arrebatos de locura y de mágicas templanzas, y de todo ello se encarga la poderosa maquinaria del tiempo.


lunes, 24 de julio de 2017

Be someone


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La música nos acerca al contenido de los sueños, a los pensamientos que se entrelazan con la sustancia de la imaginación, a ese ser uno mismo en mitad de la calle, a la cobertura de chocolate del instante en el que no nos sentimos nadie, libres, hijos del devenir que depende de nuestras decisiones. A veces se nos mete una canción en la cabeza y nos habita tanto como el aire que respiramos, y vamos dándole vueltas a las cosas con ese telón de fondo en forma de banda sonora que acompaña todo lo que barruntamos. Cuántas veces nos hace felices una canción por la mañana, una melodía, un punteo de guitarra o un solo de trompeta, una serie de frases cantadas que quisiéramos haber escrito nosotros, un estribillo que se nos pega al cuerpo y a la ropa, a la mirada y al cabello, a la cadencia de los pasos y a los gestos de una inusual paciencia que nos ha sido posible gracias a la medicina de la música. Hay canciones que son como himnos que nos fuesen acompañando a lo largo de la vida, resúmenes de las ideas que queremos ordenar y no sabemos cómo. Un paseo en bicicleta o en coche o a pie, un viaje en tren o en autobús, siempre salen beneficiados si la música hace acto de presencia participando del guión de lo que se va escribiendo de memoria, como si las palabras se fuesen poniendo de acuerdo con el ritmo de los instrumentos algunos de los cuales creemos estar tocando como uno más de los integrantes de la orquesta. Una película muchas veces es mejor por el sonido sobre el que se amoldan los gestos de sus protagonistas, por ese paréntesis en el que aparece el tema que viene a resolver la ecuación de la cuadratura del círculo dándole sentido al sentimiento que quiere ser expresado. Es por todo esto por lo que la música es imprescindible, por lo que sería inimaginable una existencia con su ausencia, partiendo de la base de que nuestra voz y la articulación de cuanto los sonidos que generamos emiten es la prueba de que resulta imposible un mundo sin notas, sin acordes, sin partituras vocales emanadas de la fuente diatónica de nuestra garganta. Escribo esto mientras escucho a Tracy Chapman, mientras te echo de menos y trato de arroparme en lo que voy aprendiendo de ti, mientras un verso me resulta de tal contundencia que acapara la razón de ser de lo que aspiramos a ser: be someone, be someone; ahí es nada. Hay música en los latidos del corazón y en el roce de las puertas que se dilatan debido al calor, en el bombo dando vueltas de la lavadora al centrifugar, en el subir y bajar de las nubes de las cortinas y las persianas, en el movimiento de la toalla con la que nos secamos la espalda, en los cubitos de hielo que estimulan los sorbos del trago largo, en el cepillo de dientes balanceado por entre lo que de nosotros sabemos de oídas por sus cerdas, en el tictac del reloj de pared de nuestra infancia y en los maullidos de los gatos; hay música en el pasar  de las páginas y en la punta del lápiz que subraya, en el dedo con el que nos hurgamos la nariz y las orejas, en el descorche de una botella de champán, en la trayectoria de la bayeta que recorre la superficie de los estantes de una biblioteca y en el tacto con el que las pomadas se extienden por la piel; hay música en los clics del ratón y en su cortar y pegar y copiar imagen y demás, en el deslizarse del bolígrafo que anota un fotograma sobre la servilleta de una confitería. Esa es la similitud entre la música y la poesía: que están por todas partes.


 

martes, 18 de julio de 2017

Lo que tenga que ser


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Se pone uno a escribir con la seguridad/inseguridad de quien no sabe aún lo que saldrá de sus pensamientos impulsado como por una de esas tendencias parecidas a un vicio. Se pone uno a escribir por entrar en conversación con Doña Necesidad, por escuchar el soniquete de las teclas, por el gusto de darle forma a las visiones callejeras y a los pensamientos caminados que han ido dejando su rastro en la Moleskine roja de mis nunca imaginados días en contacto con eso a lo que no sé cómo nombrar, esa libreta en la que una dedicatoria es el sello con el que se inaugura la premonición de que, por hache o por be, serán rellenadas todas sus hojas con destellos de puño y letra, con tangos de adoquín y flor de asfalto, con sustancias líquidas y sólidas del germen del infarto de La Ciudad. A lo largo de los últimos años he ido acumulando cuadernos algunos de ellos apenas estrenados con unas cuantas frases, con ese tipo de anotaciones que representan el diagnóstico de un instante, la anatomía de una disertación, el lívido aire de un verso. Es curioso comprobar cómo en mitad de un día gris el hecho de disponerse al acto de la escritura hace que se despoje la ropa del tufo del fracaso, que la ansiedad lo sea menos, que momentáneamente se exilie uno a los cielos menos negros que el tizón del suelo de la realidad. La república feliz del cuarto propio de Virginia Woolf es el rincón del mundo bajo cuyo techo se cobijan aquellos que tienen la manía de no querer despertar del sueño de llamarse Peter Pan, Robinson, Dorian Grey. Insisto, siempre escribe uno sobre lo mismo, y tal vez sea de esa perseverancia de la que salen a relucir, mediante algo muy parecido a la escritura automática, las más diversas opiniones y fragmentos escondidos en el subconsciente una vez que han pasado por el tamiz de la ignorancia antes de desembocar en la contemplación sobre el papel. Cada huella del presente, ya sea la quemadura que, fruto del despiste, acaba de hacer un cigarrillo sobre la madera, ya sea lo que le viene a uno a la cabeza mientras tiende la ropa, ya sea lo que se piensa y se le olvida y se recupera como por el arte de la magia de los cajones mentales de Murakami, acaba formando parte de la familia de lo escrito, y todo ello junto se me antoja que es como la punta del iceberg de lo desconocido sobre lo que uno es y aún no ha declarado, escrito, transformado en prosa o en verso o en un escueto artículo sin más pretensiones que las de escribir, repito, por vicio y con la esperanza puesta en que alguien, además de ese yo que tantas veces anda sin mí, lo lea, a la buena de dios/Dios por estos mundos de calzones roídos y de agujereadas camisetas por las polillas de las metáforas que nunca se me ocurren. En esta tarde que no arde, en este martes que anda dando lástima por los rincones, no hay nada como dejarse llevar por el instinto de la voz interior al amparo de lo que dé de sí el canto del ruiseñor que le empuja a uno, sin saber ni cómo ni a dónde ni por qué, a seguir en la brecha de lo que venga, de lo que tenga que ser.

lunes, 17 de julio de 2017

Hogar, dulce hogar


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Llevas toda tu vida estudiando, leyendo manuales y novelas, ensayos sobre los laberintos del alma, acumulando lecturas, depositando libros al lado de la cama; llevas toda tu vida persiguiendo el conocimiento, moviendo la cabeza, indagando en los comportamientos de las personas, atendiendo a las circunstancias de cada cual sin dejar de ponerte en el pellejo y en el papel de la poliédrica condición humana; llevas toda tu vida aprendiendo a decir que no o que si con esa franqueza de quienes dan por sentado que no existen fronteras para la libertad de expresión, defensora de la descarga de malestar que supone el sano hábito de sacar lo que nos quema por dentro, diciendo muchas veces lo que no se quiere escuchar, escuchando muchas veces lo que no se quiere decir, asistiendo al retrato que de la realidad hacen los que parece que no encuentran una salida para el aluvión de sinsabores anudados al día a día. Llevas toda tu vida sembrando la posibilidad de la autonomía, huyendo de las malas sombras, arropándote en el claroscuro de una habitación con las pupilas clavadas en una página a esas horas en las que el cuerpo se pone de acuerdo con la cabeza después de una larga jornada de trabajo bien hecho, tachando tareas de una agenda que en los últimos meses ha sido el mapa sobre el que se han ido dibujando las curvas de una Marathon que hoy ha cruzado su meta. Te levantas después de haber dormido a penas cuatro horas con la ilusión de una niña; haces una llamada telefónica que conecta los primeros movimientos de un camión de mudanzas con tu próximo destino; sales de casa con los aparejos de limpieza que te ha dado tiempo a coger sobre la marcha, se te olvidan hasta las llaves, no piensas en otra cosa, la emoción hace días que te invade y que recorre tu pensamiento ordenando cachivaches en ese organigrama mental con el que se le va dando forma al cuadro al óleo de los sueños, y al cerrar la puerta se nota que hay en ti un halo de creación y seguridad, una predisposición a ir hacia delante, que lo posiciona a uno en la importancia de la voluntad. Qué sería de nosotros sin esos arrebatos de cordura que nos empujan hacia la acción, a no dejar en manos del minué del azar lo que nos suceda o acabe por no ocurrirnos, no permitiendo que eso que llaman destino nos acabe por taladrar la cabeza y agarrotarnos tanto los músculos del cerebro como los del corazón; qué sería de nosotros sin esa pizca de sal que las ganas de actuar le ponen a la jornada que se presenta tan difícil. Son personas muy afortunadas aquellas que tienen un proyecto que se extiende por la explanada de la existencia concatenando tareas de otro proyecto global de lo que van siendo hasta alcanzar a ser lo que son, aspirando a ser lo que son, queriendo ser lo que son, averiguándolo en el curso de la senda del autoconocimiento, sorteando dudas y curvas peligrosas, arremetiendo contra las injusticias, indagando en los diccionarios de las soluciones más prácticas e imaginativas, poniéndose a prueba ante las adversidades que parecen haber llegado en el peor de los momentos; no hay lugar para el aburrimiento y las horas de calma se saborean bajo el influjo de la meditación, de la reflexión tras la que aparece otra idea que venga a completar el boceto original. Hoy abres las puertas de tu nueva casa, acaricias la textura de sus paredes recién pintadas, pasas la mano sobre las maderas que han sido restauradas, vas poniéndole de memoria color a las cortinas y a ese mueble que ocupará el hueco del rincón en el que ahora pones tu mirada; saboreas la cercanía de dormir aquí, de trabajar aquí, de despertarte aquí, de mirar a través de una de las ventanas el bello semblante de La Giralda. Abrir la puerta de un nuevo hogar se parece mucho a visitar un país al que tenía uno muchas ganas de viajar, introduciéndose en un mundo en el que todo está por hacer, por descubrir, por moldear al son del paso de los días con esa sensación de bienestar que proporciona disponer de un sitio en el que escribir los capítulos de un presente con habitación propia, con el azúcar moreno de un hogar, dulce hogar.


jueves, 13 de julio de 2017

Existe


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Existe una cosquilleante sensación de risa tonta en los renaceres del alma cada vez que, cada vez que. Existe una mental cuartilla en la que se esboza el sabroso diario de lo transcurrido, un portal en el que al llegar percibe uno que reina la alegría, un desterrarse la melancolía de los detalles del insomnio, una mariposa que convirtiéndolo con su aleteo perfuma el presente en tangible, un recipiente en el que se envasa la espuma del edén, una cercanía que sin adulterarnos nos ampara sin menospreciarnos, una Rara Avis situación, un algo con lo que uno, ninguno de nosotros, no contaba; una almohada en la terminal del próximo avión con dirección a los confines del sueño sobre las sábanas de la atracción, una táctil vocación a flor de piel, un con el de la sin crueldad sinceridad soniquete cascabel, un pastel que no se ha partido por la mitad. Existe un concierto en el auditorio del séptimo cielo, un vaso con tres cubitos de hielo y un whisky a través de los surcos sanguíneos de la conversación, un tino nombrado doctor Honoris Causa por la universidad de los confines de la tez, un papel en el que un escueto mensaje es una declaración de amor, una ensalada con pulpa de tomate rebozada en aguacate, un combate a labio partido y a sollozos confundidos con gemidos, un libro abierto por la página que no existe pero que nos acabamos por inventar a nuestro libérrimo antojo con tal de ser felices, cuerdos y locos de atar por excelencia, por lícita tenencia de esperanza, por tendencia a explorar los campos de la sustancia de la física y la química. Existe un pétalo de rosa en cada poro, en cada uno de los polos de los hemisferios del placer, un campo fértil repleto de amapolas sobre fabulaciones holandesas, una eterna duda y una certeza y una cena con cerezas y una cerveza y una copa de vino y así todo seguido hasta que los pelos se ponen de punta, hasta que deteniendo el reloj los cinco sentidos se arraciman; un abecedario en el que se descifran los vocablos de los besos de tornillo y un mar soñoliento y tranquilo, sigiloso como los gatos sobre los tejados de zinc de la belleza admirada y dilatada en las pupilas de unos dientes que al despertar perfeccionan el milagro de la sonrisa. Existe la infusión de la que se abastece nuestro intelecto, nuestra curiosidad por querer saber más, el principio del fin de la tristeza, el rompecabezas del autoconocimiento, las prisas que no matan, las costumbres que se moldean, la influencia directa del roce, del afán, del cariño, de lo no dado por supuesto transformado en lo que nos va sucediendo, pasándonos, viviéndonos como un ente que se encargara de auscultarnos las arterías midiéndonos la tensión de las emociones. Existen dos cuerpos a cuatro manos esculpidos, cuatro pies entrelazados, unos cabellos rizados, un despeinado flequillo al despertar, la soledad acompañada por las imágenes que van apareciendo en los rincones a los que llega el deseo; existe una rosa dentro de un libro y una diminuta lámpara que ilumina la lectura, una cobertura de chocolate endulzada con stevia, y un impulso a dejarse llevar durante el místico trance de la posición horizontal camino del hogar de una indolencia sembrada de latidos. Existe, al menos por momentos, la certeza de la Felicidad y la Libertad, del bienestar y de la querencia a dejarnos llevar sin más equipaje que lo mucho que somos y lo poco que tenemos.

lunes, 10 de julio de 2017

Música caminada


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Los campos de la imaginación siempre se encuentran abonados para quienes se disponen a explorar los fotogramas de su entorno; cada cosa, cada gesto o mirada o ademán, cada sombra o tonalidad de luz, cada ruido o destello de incertidumbre durante el paseo, pueden suponer la aparición de imágenes que nos transporten a un idílico mundo con la misma facilidad que a la realidad más cercana. Camuflarme disfrazado de estudiante entre la coreografía de cuerpos del Centro de La Ciudad, con los cascos puestos, escuchando a The Notting Hillbillies, me transborda hacía una especie de ensueño capaz de atar los cabos de cuanto observo con las amarras de las fabulaciones de partida más inexactas. Sucede que cuando va uno por la calle, a oídos descubiertos, no quiere perderse nada, no quiere que pase desapercibido el comentario de la señora que acaba de decirle a su acompañante, al que el instinto inventivo le ha dado ya un papel en la secuencia, que lo que es es y lo que no es no es, y de otro modo no quiere uno perderse los detalles de civismo/incivismo reflejados en lo que pasa mientras suena Your own sweet way; no quiere uno desaprovechar la oportunidad de sentirse formar parte del atolondrado rebaño, recibiendo de pleno y a boca llena el impacto del yonqui y del desvencijado por la carcoma del más cruel de los fracasos, asumiendo la responsabilidad de indefenso e inerme, de indolente y cobarde, de aturdido y soberbio, de reflexivo e incauto, de rígido y pasota que llevo dentro, de ciudadano de este mundo loco a la deriva de un sálvese quien pueda.
El plantel de La Ciudad, con sus escenarios en forma de plazas o de calles por las que siente uno la curiosidad de si pasará o no alguien más que él, con sus recoletos bares tan cargados de la sustancia de la tradición, con sus gritos y su dramatismo de usar y tirar, con sus tórridos meses de Julio, con un cuarteto de fondo, se desangra en la contemplación; La Ciudad es un mundo aparte, un parque de atracciones/abstracciones a la altura de los orgullos reforzados por el amor propio, y en ella se baten el cobre las figuras de barro de lo que ha dado de sí el siglo XX. Todo ese conglomerado de fragmentos la mayoría de ellos inéditos es lo que le ofrece el presente a las retinas, para quien lo quiera ver, para quien se atreva a mirarlo, para quien pase por ahí y le huelan a perros muertos los proyectos de los grandes capitanes que no tienen bastante con lo que tienen, pienso mientras me centro en un solo instrumento con cara de aprendiz de melómano, a lo mio, exiliado del posible aviso del claxon de un taxi o de la inminente aparición de un ciclista a mis espaldas en ese planeta ambulante de la música en mis oídos.
 Recuerdo que cuando tenía quince o dieciseis años una de mis aficiones preferidas era la de escuchar música en otro idioma, siempre en inglés, con uno de aquellos auriculares que tanto se parecen a los que hoy suele ponerse la gente por la calle y cuestan/valen un huevo/huevo; entonces yo imaginaba historias, deseos, diseñaba sueños a mi antojo, al antojo de la inocencia de quienes lo tienen todo tan por delante que no saben por dónde tirar; y es eso lo que me lleva a pensar en la incapacidad que tenía aquel joven de saber lo que le acabaría sucediendo en los próximos años. Parece como si fuésemos nadando en un mar en el que ir sorteando olas no es ya sólo a lo que tiene uno que acostumbrarse, sino que representa la autopista a través de la cual ejercer de exploradores en busca de las claves de nuestro anhelo; y a todo ello ayuda la música caminada.


viernes, 7 de julio de 2017

Conversar


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Conversar es un ejercicio que requiere paciencia y una buena dosis de reflexión, de entrega en todo lo concerniente a la escucha activa, a eso tan difícil de ejercer durante un diálogo o charla que casi siempre tiene que ver con la empatía, con ponernos en el papel de quienes hablan y que por prejuicio, y por un no descartable complejo de superioridad/inferioridad muy en relación con la soberbia, en ocasiones nos deriva hacia una nefasta versión de nosotros mismos representada en el escenario de los oídos sordos y de las conclusiones a priori sin refutación posible de nuestros presuntos argumentos que dejan muy a las claras, y muy al descubierto por mucho que nos engañemos, nuestras propias lagunas personales como Homos auditivus/escuchantis. Qué lejos andamos de saber lo que pueda rondar en la cabeza de los que nos acompañan mientras hablamos; la distancia entre lo que la palabra emite en forma de voz, de sonido, de sustancia extraída de las profundidades de ese diatónico instrumento conocido como garganta,  y lo que la mente piensa, es lo suficientemente ancha como para verse perturbada, si no anda un poco al quite, por la inminente aparición del detonante de la diatriba que nos ponga en cuestión, pudiendo acontecer en un abrir y cerrar de ojos, cuando menos uno se lo espera, cuando emitir un juicio de valoración es un privilegio que uno se concede una vez que ha asumido que el respeto es el punto de partida de la diversidad.  Hablar por hablar es una cosa, pero hablar pretendiendo que alguien te escuche y escuchar cuando el otro habla es otra, otra cosa que afecta de la misma manera a nuestros interlocutores como a nosotros mismos a partir del momento en el que se detecta la más mínima falta de atención, incluso cuando somos nosotros los que no escuchamos y nos salta esa señal de alarma interior viniéndonos a decir que nos estamos perdiendo. Estamos tan en nuestra coraza, tan en nuestro mundo propio cosido con los pespuntes de nuestros intereses, que no es raro que desatengamos a los demás, como si todo, como si nada, como si no tuvieran importancia las declaraciones que alguien se atreve a realizar después de muchos años pensándoselo, derivándose de esas situaciones los más desagradables malentendidos; de hecho creo que es un milagro que lleguemos a ponernos de acuerdo, y que las cosas vayan más o menos bien, quiero decir que vayan saliendo a flote, a trancas y barrancas, dentro de todo este galimatías tan distorsionado y perturbado por el cúmulo de estímulos que nos destierran a las islas del falso confort de la indolencia restándole mucha importancia a lo que nos dicen. La teoría literaria de Vargas Llosa en torno a los vasos comunicantes y las cajas chinas es una magnífica metáfora para explicar la relación que todo lo que nos rodea tiene con todo lo que hablamos, con lo que hacemos y nos sucede. Mientras escribo esto escucho Alchemy de Dire Straits de fondo, y voy bebiendo a pequeños sorbos un Jack Daniel´s sobre las rocas de las conexiones que me llevan a poner en orden las ideas de lo que trato de explicar. Miro a mi alrededor y encuentro semejanzas, similitudes alineadas en el fino hilo del pasado, desde el nombre de algunos autores hasta el modelo de radio despertador Grundig que tanto te recuerda a aquella época en la que aún quedaba mucho para que nos conociéramos; y ese guión establecido sobre las coordenadas de los objetos conlleva un permanente coloquio con lo que hemos ido siendo hasta llegar aquí, manteniendo un nutritivo diálogo con los enseres que nos definen tanto como las palabras. Conversar es uno de los más lúcidos modelos de aprendizaje que, además de llevar al gimnasio a los músculos del cerebro, nos proporciona la satisfacción del gusto por el análisis. No hay nada como tomarse una cervezas y recibir las lecciones de los catedráticos que sabe uno que se va a encontrar en ese bar de barrio que tiene algo de Academia; hay pocas cosas comparables a la charla de sobremesa que tiene lugar sobre el cómodo sofá de la casa a la que uno ha sido invitado; son esos momentos los que le llevan a uno a pensar que más allá del estudio y de la lectura existe un hábito tan sano e instructivo como éstos llamado conversación, en el que si se mantiene la capacidad de asombro intacta se pueden acabar recogiendo los frutos del aprendizaje más a mano y más humano: el de la comunicación cívica e inteligente.