martes, 30 de abril de 2013

Salir del armario.





No salgo de mi asombro al comprobar que una de las noticias que aparece en todos los telediarios es la pública declaración de Jason Collins, jugador en activo de la NBA, haciéndole saber a todo el mundo, a bombo y platillo, que él es homosexual, como si semejante situación fuera equiparable al descubrimiento de una medicina que definitivamente acabara con la amenaza del SIDA o a la resolución de una ecuación económica que resolviera de un plumazo el hambre de África entera; como si declararse gay en el siglo XXI fuese alcanzar la transparencia jamás mostrada por nadie, lo nunca visto o un grandioso destello de originalidad con el que contribuir a que esta jaula de locos se vuelva algo cuerda; como si a partir de hoy y gracias a sus palabras pudiéramos saber que le es lícito a un hombre enamorarse de otro hombre porque ya se está consiguiendo en la todopoderosa América del norte, despertando con dicho suceso del letargo moral al resto de continentes para los que todo lo ocurrido en los EEUU es digno de alabanza y un claro ejemplo de las más nobles aspiraciones de la civilización.
De verdad, quedo boquiabierto, perplejo, casi no puedo creer que semejante hecho se transforme en una de las sensaciones de la actualidad. Sinceramente, pienso que si eso es actualidad pura y dura, lo más destacado, sobre lo que hay que poner todos los ojos y oídos, es porque ahora resulta que el país que continuamente se dirige al resto del mundo vendiéndole insignias de superación y libertad, de crecimiento e igualdad, cultura, progreso, ciencia y bienestar, solidaridad e ideología de Estado, mucha ideología de Estado, tiene escondidos en el armario de su deficiente democracia a un montón de ciudadanos que se consideran raras avis a partir del momento en el que destapan el secreto que no habían tenido el valor de contar desde los días de su infancia, pubertad o juventud, en los que tuvieron claro cuál era su tendencia sexual. O sea que algo que resulta ser normal y corriente en un lugar tan holgazán, retrasado, taurino, pintorescamente gracioso, chabacano e inculto, y difícil de localizar en un mapamundi, según muchos yakees, como España, que debido a los buenos precios de sus ofertas hoteleras y a la reconfortante cualidad de su clima, así como al afán hospitalario, humilde y servicial de sus gentes, es elegido por millones de turistas americanos para pasar aquí los mejores días de lo que da de sí la existencia de un año de producción, reprimendas, condenas a penas de muerte, hamburguesas, perritos calientes y prensa amarilla, parece no ser imaginable en la sociedad más avanzada del planeta. Ya decía yo que no me cuadraban algunas cosas de las que veía en las películas; la cosa está más dura y menos clara de lo que nos la venden.

lunes, 29 de abril de 2013

Sí se puede.





Raro es el día en el que por un motivo u otro no se escucha en cualquier medio eso de "Si se puede". Ese lema con el que se trata de romper las barreras de la desigualdad, con el que se intenta atenuar el drama de los problemas que acarrea la laberíntica composición de la burocracia y las consecuencias de la falaz interpretación de las leyes que siempre favorecen en el mismo sentido: siempre a los mismos y nunca  a quienes parecen haber nacido con el estigma de ser eternamente ignorados. Lo malo de tanta repetición es que acabamos acostumbrándonos de tal manera a los lemas, todos ellos cargados de un vital espíritu de justicia cuya expansión se presenta imprescindible si la ciudadanía pretende aspirar a ser tal, que se corre nuevamente el riesgo de que conceptos tan solidarios, y uniones de esfuerzos con visos tan esperanzadores, acaben por resultar tan familIares que su aparición sea meramente representativa, cosa de la que se aprovecha el sistema para hacer creer que existe libertad de expresión, contentando a los súbditos con salir en el periódico, en radio o en televisión, pero cruelmente desatendiendo sus peticiones ; por ello es conveniente que la lucha continúe, pero usando toda la inteligencia disponible, por parte de aquellos que más cerca se encuentran de los supuestos representantes del pueblo, para que las escusas que esgrimen los cargos políticos, a los que se les pide ayuda y cuentas,  no ronden en torno a temas tan deslucidos, cínicos y  poco congruentes como saltarse a la torera los términos históricos comparando una protesta con el régimen Nazi, o aludiendo al concepto de democracia justo cuando nos encontramos sometidos por quienes están sentando las bases de todo lo contrario de la misma.

Aquellos que rebuscan en su bolsillo para que los céntimos de los que disponen les posibiliten comprar el pan del día, y comprueban que la primera frontera con la que se encuentran es la del hoy mismo; aquellos que ven cómo en cuestión de minutos un grupo de policías nacionales vendrá a expulsarlos de sus casas, porque la entidad bancaria en la que siempre depositaron su confianza prefiere tener miles de viviendas vacías en lugar de ser comprensible con quienes puntualmente contribuían, mes a mes, año tras año, con el ingreso de su nómina; aquellos que ven como sus costillas quedan marcadas por un estacazo, o sus ojos morados por un puñetazo, o cualquier parte de su cuerpo hinchada por un pelotazo a discreción, todo ello proporcionado por las fuerzas de seguridad que desfogan el desencanto de su profesión, a las puertas de las Cortes, rodeando entre varios de ellos a un sólo e indefenso manifestante para sacudirlo y golpearlo sin piedad; aquellos que acuden a los bancos de alimentos y se juran y perjuran que a partir del momento en el que salgan de esta triste situación verán el mundo con otros ojos; aquellos que asisten a la cola del paro para renovar su prestación y se conocen de memoria los rincones de esa oficina y cada una de las caras con las que coinciden como el preso que va a recoger su bandeja de comida; todos ellos gritan SÍ SE PUEDE.

Aquellos a cuya mesa se agrega algún amigo, familiar, conocido o vecino haciendo valer la máxima que donde comen cuatro comen cinco o comen seis; aquellos cuya salud depende de una serie de medicinas de prescriptiva y rigurosa necesidad para continuar viviendo y no saben de dónde sacar el euro por receta que se les exige; aquellos que llevan sin empleo más de cuatro años y pasan de los cincuenta sintiendo la pesada cruz de la improbabilidad de volver a encontrar una dedicación remunerada; aquellos diputados de partidos minoritarios que asisten al Congreso y comprueban cómo delante de sus narices se aprueban leyes que van en contra de toda lógica y de todos los principios humanos, aplicada por quienes abusan de la mayoría absoluta haciendo de ella el instrumento de su poder; aquellos que asisten a un aula en la que, por la aglomeración de alumnos, difícilmente pueden ver resueltas sus dudas, a los que se les impide un espacio en el que llevar a cabo la tarea del estudio y la investigación; aquellos que ya no se fían de lo que les diga el doctor porque éste puede que sea uno de los que se encuentra incentivado por el uso que se haga de los recortes en los centros sanitarios; todos ellos gritan SÍ SE PUEDE.
Aquellos que debido a su edad se resignan a que pasen los años sin que a ningún líder ni mandatario se le haya pasado por la cabeza unir esfuerzos, dejando a un lado los colores, a favor de los millones de ciudadanos que les concedieron la posibilidad de ostentar el cargo con el que honradamente hacer uso de la voluntad popular, en contra de tener como primer objetivo enriquecerse ellos y todo su entorno; aquellos que no tienen familia, que viven en una residencia en la que pacíficamente discurren sus últimos días de contemplación, lecturas y juegos de cartas, que son anunciados del inminente desalojo de sus habitaciones porque el establecimiento en el que se encuentran no puede continuar prestándoles el servicio que hasta ahora suponía sus cuatro paredes, el último reino antes de decir adiós; aquellos que no cesan de salir de su asombro al confirmarse la sospecha de que literalmente se está llevando a cabo Justo lo contrario de lo prometido en el programa electoral presentado para ganar unas elecciones; aquellos que escuchan a la plana principal de los ministros encargados de la estabilidad del empleo decir que no les sorprende que el número de desempleados no baje en lo que resta de legislatura; todos ellos gritan SÍ SE PUEDE.
Aquellos que miran por la barandilla, porque no pueden más, porque ya no se acuerdan de su padre ni de su madre, ni de sus hijos ni de su mujer ni de su marido, porque les puede la situación y deciden tirarse al vacío, aunque en última instancia afortunadamente se reprimen; aquellos a los que se les niega la comparecencia en directo del presidente del gobierno, y se han de conformar con verlo a través de una pantalla de plasma; aquellos que fueron despojados de sus hijos en operaciones de contrabando humano perpetradas por miembros de la iglesia, como una monja de terrible rostro, malas intenciones y dudosa muerte; aquellos que no consiguen hacerse con la custodia de sus hijos porque un juez decide lo contrario de lo que cae por su peso, dejando que esos menores sufran las consecuencias de una injusta resolución sin precedentes; aquellos que después de varios años de protesta, en busca de explicaciones y justicia, debido a la pérdida de sus familiares en el mayor accidente de metro de la historia de España, 43 muertos en la estación de Jesús de Valencia en Julio de 2006, y solo encuentran intentos de soborno, silencio, carpetazos y tráfico de influencias judiciales; aquellos a los que se les niega lo imprescindible al tiempo que se les vuelve a subir los impuestos mientras ven como se han levantado faraónicos proyectos, subvencionados con dinero público, muchos de los cuales no se han terminado de construir y los que lo han hecho revisten numerosas deficiencias que impiden que sean  inaugurados; aquellos a los que todavía les quede aliento para alentar a los demás, para que después no se manipule lo conseguido esgrimiendo razones capciosas atribuyendo la escasez de derechos a que no se protestó en su debido momento; todos sabemos que si queremos que el aire sople a favor del natural transcurso de la vida, con todas las bocas alimentadas, con todos los sueños bajo techo, con todos los pies calzados y los cuerpos vestidos, ahora más que nunca hay que gritar SÍ SE PUEDE.
   

sábado, 27 de abril de 2013

El tercer espejo.





Escucho en la radio que un niño de dos años que nunca se haya mirado en un espejo, en el momento de verse por primera vez en una fotografía no sabrá reconocerse, ni tampoco en ese mismo espejo si así fuera. A partir de esa primera ocasión, en la que tenemos constancia de nuestra apariencia, todo son fases de reconocimiento, sea donde sea el lugar en el que nos veamos reflejados, hasta llegar al casi enfermizo hábito de mirarse en los escaparates, en los retrovisores del primer vehículo que nos pille a mano, en las sombras, en cualquier resquicio en el que podamos adivinar nuestra presencia, aunque sea de refilón y casi imaginándola. 
A parte de la tiranía a la que nos pueda someter un espejo, dando por hecho que tal autocracia existe, no podemos negar que necesitamos de ese instantáneo vistazo para darnos la aprobación antes de salir a la calle. Una arruga, el pelo no todo lo liso o rizado que quisiéramos, la ropa en conjunto, el brillo de los zapatos y el contraste que éstos puedan hacer con el resto de la indumentaria, lo corto, lo largo, lo estrecho o lo ancho, existen muchos matices para que el presumido y el no tanto, a la hora de emperifollarse o sencillamente arreglarse un poco, se den un sí definitivo que les permita un aire de solvencia y libertad que sin ese asentimiento hubiera sido imposible conseguir. Esos son los espejos reales/materiales, cuya misión es el puro y duro reflejo de nosotros mismos. Pero hay otra refracción, que viene dada de los referentes personales, de los gestos y ejemplos y actos, de la sabiduría y la destreza, de las habilidades e inteligencia de otras personas, ese alguien en el que mirarnos, que puede ser un espejo en el encontrar rasgos que tienen mucho más que ver con nuestra personalidad que los hallados en los estrictamente materiales, que se limitan a examinarnos de arriba a abajo en nuestro aspecto exterior y de cuya relación con los cuales podemos acabar acaparando una idea de nosotros mismos, tan banal, que nada tenga que ver con lo que objetivamente somos. Dichas referencias pueden ser llamadas segundos espejos o primeras instancias del tercer espejo o espejo interior al que luego nos referiremos. Tales son, y las siguientes, mis cábalas al respecto de lo que estamos tratando.

Después de haber oído a los contertulios, lo que más me ha llamado la atención ha sido ese último aspecto de los espejos humanos con los que poder mirarnos a nosotros mismos - que he decidido bautizar como tercer espejo-, y llego a la conclusión de que es tan cambiante, tan moldeable con el tiempo y las circunstancias, tan frágil, que las probabilidades de fracaso son muy altas debido a la enorme influencia a la que se ha visto sometido por el reflejo de muchos segundos espejos, a pesar de no negar que es incuestionable la necesidad de ampararnos en patrones y en deseos de pisar las huellas que otros dejan marcadas en el camino como si del rastro de la buena voluntad se trataran. Quiero decir que está bien, de hecho un niño tiene como primer ejemplo a su padre y a partir de él se forjará en una serie de hábitos porque se ve plasmado en la sombra que proyecta esa primera luz, pero más tarde cobra especial importancia la capacidad de selección de la que disponga el individuo para quedarse o despojarse de alguna característica que otra, aunque cueste una guerra interna muchas veces difícil de ganar, deduciendo que es a partir de ese momento cuando cada cual puede encontrar un espejo dentro de si mismo, que vendría a ser el tercer espejo al que aludimos, forjado en la capacidad de análisis de tantos cuantos espejos se haya atrevido a enfrentar con anterioridad.
El tercer espejo debe ser algo parecido a la conciencia, al otro yo más representativo, el más libertario y dictador, el inquisidor y permisivo, ese que no se acuerda de las batallas que tiene que librar para que le quede todo lo bien que quiere la ropa con la que tanto discute frente al espejo material, y se ocupa más de los aspectos éticos que marcan nuestra conducta estableciendo los cimientos del edificio de los valores y las ideas a partir de las que llegaremos a ser lo que sea; y para pulir ese ego nada mejor que mirarse al tercer espejo. Podemos encontrar fructíferos diálogos con terceros espejos en la escucha y en la lectura, en todas las artes, en la humildad, en saber decir que no, en la protesta justificada con argumentos que dispongan del suficiente peso como para que solidariamente salga con una pancarta la mejor parte de nuestro orgullo y se una a la manifestación; Así pues los terceros espejos, y el continuo diálogo con los mismo, son un referente ineludible, que con la ayuda de los otros debidamente seleccionados modelos humanos, nos pueden acercar a la máxima de Píndaro según la cual tenemos que tratar de llegar a ser quienes somos. Para ello es imprescindible que ese tercer espejo nos diga la verdad, y ahí el asunto comienza a tener los indeseables y truculentos tintes que desmejoran la imagen de la reacción en cadena.
Si el poder corrompe o no ya no lo vamos a discutir, amen de las aspiraciones que esté dispuesta a proponerse la, de momento, incivilización; de modo  que nos encontramos en una mal formada sociedad desde el embrión, ya que la mayoría de los arquetipos a los que anhelamos parecernos pertenecen, en su mayoría, a una caterva de corruptos que no es fácil detectar con rapidez, sobre todo si el embelesamiento está debidamente regado con la manipulación de los medios y una detestable imposición de aburridos entretenimientos, que forman parte de la dieta de la cadena de montaje de la factoría de los pasos del cangrejo. Afortunadamente no a todos nos sucede lo mismo, y con las migajas de esa lucha van saliendo, por aquí y por allá, algunos que otros Quijotes, que sin querer salvar el mundo se imponen la soberana voluntad interior, emanada de sus terceros espejos, de no darle más hilo a la cometa de los altos vuelos de la mediocre pereza intelectual, que a cada instante se nos trata de inyectar en la vena del cerebro. Dicho lo cual, aunque en apariencia observemos que muchos espejos se encuentran rotos, hechos trizas, puede que nos llevemos una grata sorpresa, siempre y cuando estemos dispuestos a enfrentarnos con nosotros mismos, y comprobemos que con la sola reparación de uno de ellos habría mas posibilidades de que nos cantase otro gallo y menos ocasiones de quejarnos por la gazmoñería encerrada en la falsa materialidad. 

viernes, 26 de abril de 2013

Juegos de azar.



Cada día acontece un cúmulo de cosas que aparentemente nada tienen que ver entre sí, pero que por alguna curiosa razón acaban relacionándose y haciéndonos partícipes de la intriga de la casualidad; situaciones que parecen estar conectadas por un misterioso mecanismo, escapando a nuestro entendimiento el cómo y el por qué de las razones que las mueven, si es que las hay, y les han hecho llegar a ese mismo punto, a la meta de la mera coincidencia. Parece que todo se corresponde utilizando un lenguaje que trasciende al conocimiento humano, que las fuerzas del mundo son dirigidas por cada uno de los actos que llevamos a cabo, y que en esa maraña de diferentes voluntades pasa lo que pasa sin que se encuentre una aparente lógica explicación que lo demuestre. Me refiero a las carambolas de los actos, a esas situaciones en las que somos sorprendidos por hechos que nos conectan, que nos someten al cordón umbilical de un enigma cuyo punto de encuentro se encuentra en unas determinadas coordenadas de espacio y tiempo que como testigos cuentan con nosotros. A veces son insignificancias, situaciones que no albergan la mayor importancia para el normal transcurrir de nuestra estabilidad doméstica, como cuando pensando en una persona acto seguido suena el teléfono y se trata de una llamada de ésta; o como cuando despertamos en mitad de la madrugada y al mirar la hora que refleja el despertador coincide exactamente con la que suponíamos que era. Quién no ha salido a la calle sabiendo que iba a encontrarse con alguien y así ha sido; quién no ha visto como la cantidad de monedas que llevaba en el bolsillo sumaban lo justo y necesario, ni un céntimo arriba ni abajo, para pagar la compra que acababa de hacer en el supermercado; quién no se ha dirigido a un estante de la biblioteca y con el primer libro que se ha topado ha sido con ese a cerca del cual acaba de mantener una conversación. El azar es tan caprichoso como la vida misma, que en buena medida se sustenta de los movimientos de este habitante de las circunstancias, enriqueciéndola, aportándole la emoción que muchas veces nos resistimos a darle por nuestra propia cuenta, riesgo y voluntad.

Ayer por la tarde, sin ir más lejos, mientras escribía a cerca de un salmantino limpiabotas que conocí en Madrid, un pajarillo aprovechó el resquicio de una de las puertas principales y se introdujo en la biblioteca haciendo esbozar una sonrisa a cuantos allí estábamos, y precisamente en ese momento me estaba acordando del lugar en el que solía ejercer Cristóbal el limpiabotas: el café de Oriente de Madrid, lugar que por entonces se caracterizaba por tener en su interior, desde hacía un inexplicablemete relativo largo tiempo, a otro pajarillo revoloteando por entre las mesas y los divanes de su cafetería. Puede que a partir de ese momento continuara escribiendo con más alegría si cabe, porque he de reconocer que me sentí doblemente afortunado, en primer lugar por el goce de escribir y en segundo término por esa coincidencia que aterrizó sobre mi teclado como un regalo caído del cielo en una de cuyas nubes a buen seguro se encuentra Cristóbal.
Me sucedió también en Madrid, una madrugada de hace bastantes años, catorce o quince, en esa edad en la que parecía que los relojes suponían un mero adorno para la muñeca, que al salir del barrio de las letras, concretamente de las inmediaciones de la plaza de Santa Ana, zona en la que hay una serie de bares en los que se suele dar cita la crema de la beoda intelectualidad de la capital, que al haciendo eses dirigirme paseando, carrera de San Jerónimo arriba, hacía algún lugar que me indicase que me encontraba no muy lejos de mi casa, orientándome por esa especie de deslizante e instintiva brújula que se instala en el cerebro, una vez se ha perdido la cuenta de los whiskies, y uno se deja llevar con una sola seguridad: que tarde o temprano llegará al portal del que salió hace casi un día, portal cuyo último reto antes de dar con los huesos sobre el colchón se define en un batirse en duelo con la cerradura; y a lo gustosamente perjudicado que iba no solo se le sumó la acomodaticia y dulce sensación de disponer de una de las calles principales de la ciudad para caminar a mis anchas sobre ella, sino que desde la otra acera me llegó una voz que resultó ser la de el Chino, un antiguo compañero de instituto que nunca había salido de nuestro pueblo, y aquella madrugada decidió por sí misma que entre cuarenta y cinco millones de personas fuéramos nosotros dos, el Chino y yo, quienes nos abrazásemos muy cerca del Congreso de los Diputados a cual más borrachos.

Nos vamos dejando llevar por el paso de las primaveras con menos insistencia sobre lo que nos ocurre de la que sería deseable para darnos cuenta de la riqueza de la vida tal cual, nada más y nada menos, así de sencillo, sin necesitar descubrir la pólvora ni la penicilina ni América ni ser más que nadie. Recuerdo haberme negado a realizar el servicio militar debido a que seguí al pie de la letra los consejos de mi hermano mayor, que siendo yo un niño y él un recluta del ejercito de artillería en Murcia, cada vez que venía de permiso se me acercaba par decirme: Tú no vayas a la mili, no seas tonto. De aquello habían pasado ya casi treinta años, cuando decidí dedicarle un par de tardes de exclusiva atención, en la biblioteca pública del barrio del Carmen de Murcia, a "Ardor guerrero", novela en la que Antonio Muñoz Molina cuenta sus relaciones y peripecias, sus más y sus menos, con el servicio militar que le llevó a vivir situaciones que pasadas por el tamiz de su literatura son francamente irresistibles. Fue tal la emoción que sentí a lo largo de la lectura, dos de cuyos momentos son particularmente conmovedores, que al terminarla salí a la calle con la paradójica sana intención de fumarme un cigarrillo en honor de todos aquellos personajes, de todas las batallas y desavenencias que les acuciaron a lo largo del obligatorio periplo vestidos de caqui, llamándome la atención un fortificado edificio que había justo en frente de la biblioteca. Resolví mi curiosidad preguntándole a un señor que pasaba por allí que qué era aquel edificio, a lo que me contestó: es el antiguo cuartel de artillería. El justo y preciso lugar, situado a cuatrocientos kilómetros de mi pueblo, en el interior de cuyos muros se inspiraban los consejos que me daba mi hermano casi treinta años antes, y que parecían emanar del relato que durante aquellas dos tardes me tuvo absorbido a tan pocos metros de distancia. Fumé varios pitillos seguidos.
No sale uno de su asombro ante semejantes sucesos, con los que se rellenan los saleros de la vida, aportando motivos para que la novela que llevamos a cuestas sea más entretenida y se encuentre mejor escrita. Y hablando de nuevo de libros, una tarde del mes de Diciembre, en la Navidad de hace tres años, me encontraba en la sección de librería del Corte Inglés de Linares, en Jaén. Estaba ensimismado en la idea de que, a parte de los conocidos Muñoz Molina, Manuel Andújar y Juan Pérez Creus, no podía  precisamente presumir de estar muy al tanto de personas nacidas en Jaén cuya pasión por la literatura los hubiera llevado a estar de una u otra manera relacionados con el mundo de los escritores, las editoriales, la cultura y este tipo de ámbitos de las letras, y como quien hace cualquier cosa para distraerse, con cierto desdén y de la manera más aleatoria, fortuita y casual agarré una recopilación de artículos de Arturo Pérez Reverte. Abrí aquel libro por la página, imaginemos, ciento cuarenta y seis, y allí se encontraba escrito todo un artículo en homenaje a todo un personaje de mi pueblo, de La Carolina: el conserje de la editorial con la que este autor suele publicar sus obras, haciendo referencia a su perseverante hábito de leer novelas, a su cariño por todo aquello que tuviera que ver con los libros, contando la anécdota de que en un par de meses de verano, a lo largo de los cuales los autores no pasaron por allí, este señor se leyó todas las obras de Faulkner, que se dice pronto, y otro tipo de detalles que me llevaron a quedarme en aquella posición, gozosamente disfrutando de aquel inesperado y coincidente homenaje con uno de mis más ilustrados y desapercibidos paisanos.
Quién sabe qué estará sucediendo en este preciso instante, ahora que escribo sobre esto, aquí, o bien lejos o a la vera de este lugar tan apartado como cercano del mundo, mientras me acuerdo de pasajes de mi vida que no pasan de ser meros incidentes carentes de interés, con ausencia de repercusión, con los que uno ha llegado hasta donde se encuentra, transportándolos en el equipaje de las vivencias grabadas en la memoria con la fuerza del azúcar que se convierte pegajosa y tarda en salir de la superficie sobre la que se encuentra adherido. Así, en este continuo cúmulo de coincidencias, pasan los días atados a deseos que hay que atreverse a ver, como la convicción de que no resulte casual que de una vez por todas sepamos definitivamente sentirnos libres y no nos resulte trivialmente anecdótico.


jueves, 25 de abril de 2013

Héroes del betún.





Una de las personas con las que suelo cruzarme, casi a diario, es un limpiabotas que va de un bar a otro, por las calles del centro de Huelva, al encuentro de uno de esos románticos fanfarrones, que se quedaron con lo peor del romanticismo y aún osan poner sus pies sobre el cajón para que sus mocasines sean abrillantados. Cada vez que lo veo me acuerdo de otros compañeros suyos que he tenido la oportunidad de conocer a lo corto de mi vida, y siempre me asalta, ahora más que nunca, lo que puede rondar por su cabeza, teniendo en cuenta la situación de crisis reinante, y la poco probable costumbre de que todavía exista alguien que guste de que otro saque lustre a sus zapatos, además de los tres o cuatro que apuntalan el equilibrio del hambre de este héroe, aunque como bien dijo, no se sabe cuál de los dos toreros, si  Guerra o Lagartijo, hay gente para todo.

Uno de mis ilustres vecinos, algo así como el José Luis Sampedro onubense, un señor cuyos valores alcanzan la cima del desarrollo personal, con esa tranquilidad propia de las personas muy vueltas de todo pero con su capacidad de asombro intacta, de esos que se niegan a dejar de aprender y se empeñan en resistir hasta el final, tiene como uno de sus lemas que todos los trabajos son dignos, y que la libertad es un deber intelectualmente tan personal que, sea cual sea la profesión, uno puede ir por la vida con la cabeza bien alta, dándose así el caso de que quienes se muestran sonrientes y almidonados, en muchas ocasiones, lo hacen como una más de sus tediosas obligaciones mientras que cualquier otro, con una manera de ganarse la vida no tan al alza en el ranking social, puede sentirse inmerso en un halo de independencia y mucho mayor relativa libertad que le permita no tener por qué someterse a los dictámenes impuestos por el álgebra de la vida moderna: ese tipo de normas que acarrean el riesgo de no enterarse de la misa la media, y de, además de no llegar a ningún puerto que no sea el de la ostentación, que por el mero hecho de ser, la avariciosa ostentación, una eterna insatisfecha, nunca llegará a nada, encontrarse acuciado por las dudas de la pérdida de tiempo cuando sea demasiado tarde, cuando se eche de menos esa reflexión con la que serían más dulces los últimos años de existencia, en los que en una carrera contra reloj, pretendiendo recuperar la moral olvidada, puede que se encuentre el mismísimo infierno del cuento de no llegarás. Con respecto a esto siempre he sospechado que a Tolstoi debió pasarle algo parecido cuando decidió organizar aquella comuna en la que trató de resarcirse de las tropelías cometidas anteriormente.

De los limpiabotas con los que he tenido la suerte de cruzarme no ya por la calle, como con este vecino de Huelva, sino por la vida, tengo grabado en la memoria a uno de esos héroes que tienen la culpa de que uno se sienta orgulloso del seudónimo con el que firma lo que escribe. Me refiero a Basilio, lo conocí en San Sebastián hace unos doce años. Era un hombre puntual a su cita con la esquina entre la avenida de la Libertad y la playa de la Concha. Además de lustrar zapatos vendía pañuelos, y me llamaba enormemente la atención lo informado que estaba en temas económicos y los razonamientos que exponía ante la cara de lelos de los que acudíamos a él como quien acude a una fuente a beber agua limpia y clara. Asombraban sus conocimientos en derecho y una envidiable habilidad para resolver crucigramas en tiempo record. Además se ganaba a las señoras, que acompañaban a los presumidos caballeros, de tal manera que no era difícil que saltasen las chispas de los celos; porque Basilio era un tío imponente, ahí donde lo veíamos, al que más de uno nos acercábamos como si fuese nuestro segundo padre, o como si se tratase de nuestro hermano mayor, era un contraste de sabiduría y saber estar aquel que se notaba tras su atuendo, siempre de negro, a base de prendas de deshecho, que uno tenía casi la seguridad de que detrás de aquel porte había una historia tan impresionante como el horizonte al que se dirigía la afilada inteligencia de su mirada. Yo me atreví a preguntárselo una vez que me dijo vete de aquí, tu no pintas nada con estos chorizos. Basilio era uno de los más importantes ex directivos de los altos hornos de Sagunto, abogado, licenciado en económicas y arruinado por una de esas malas pasadas que juega la ruleta de la bolsa cuando quienes, como Mario Draghi hace ahora a su antojo con Europa, saben lo que va a pasar pero deciden dejar que te estrelles para que otros se enriquezcan en un par de horas.
Otro de ellos, otro héroe, esta vez un salmantino castizo llamado Cristóbal, un sabio errante y fugitivo del comercio de medio pelo de esa merienda de negros llamada interior competencia sana en el ámbito de la empresa, cosa en la que jamás se le ocurrió inmiscuirse a pesar de las ofertas, que debido al lugar en el que ejercía, la madrileña plaza de Oriente, zona en la que es fácil toparse con personajes de la cultura, la política o el deporte, en fin famosos, se jactaba de haber limpiado los más caros zapatos habidos y por haber, y aprovechando sus ansias por saber se había ilustrado en materiales, componentes, marcas, cordones, suelas, ceras específicas para cada calzado y todo aquello que tuviera que ver con el orgullo con el que balanceaba el trapo para extender el betún, llegando a pulirse tanto en su trabajo que bromeaba diciendo que no faltaban directores de cine que le tentaran para aparecer en alguna película, pero que él solo se ofrecía para enseñar a aquel actor que dispusiera del gusto de interpretarlo, porque para ser un limpiabotas decente, y no de boquilla ni de salón, había que estar catorce horas en la calle, y que lo del cine corría el riesgo de carecer de la suficiente naturalidad como para salirle bien. Disponía de una prodigiosa memoria para recordar las alineaciones del Atlético de Madrid de los últimos cincuenta años, era una enciclopedia futbolística al servicio de los artistas cuyos zapatos pasaban por sus manos, y cuando se le veía en el Museo del Jamón, el bar de la calle Tetuán al que le gustaba ir para ver los partidos, a su alrededor se sentía el mismo respetable silencio que se palpa en la Maestranza cuando un matador hace frente a la embestida de un Victorino o un Mihura. Me dijeron que lo mejor, si no queríamos ver como le cambiaba la cara y se le acentuaban las arrugas enfatizando la tristeza, era no preguntarle por aquello, porque desde el día, allá por los setenta, en el que un defensa de la U.D. Las palmas, le segó los tobillos, con el Vicente Calderón hasta la bandera, no volvió ni a jugar ni a ser el mismo.
Hoy, al cruzarme con este vecino escuálido, con esa barba de varios días que delata cansancio, indignación y atisbos de ir acercándose al borde de un precipicio, paradojicamente casi sin zapatos, pues a las zapatillas que calza les falta parte de las suelas, me han venido a la cabeza muchas cosas y muchas personas, muchos héroes, Ulises como el de Joyce pero en versión española, y a parte del fastidio que supone no haber vuelto a saber nada ni de Miguel ni de Cristóbal, algo me dice que allá donde se encuenten, en esta tierra o en aquel cielo reservado para los valientes, a buen seguro que les resultará un placer darle la bienvenida, el día menos pensado, a este superhombre que arrastra sus pasos por las calles de Huelva con más decencia de lo que la mayoría de los dirigentes se atreverían, por falta de clase y de estilo, a hacer nunca; y me he vuelto a repetir: gracias a estas personas, sólo gracias a ellas, son dignos todos los oficios.

miércoles, 24 de abril de 2013

No decir imposible.






No hay nada que dé más pereza a un lector que enfrentarse a un texto que el día anterior dejó en una de esas partes en las que le resultaba difícil, por no decir imposible, sostener el atento ritmo de la comprensión, en la que se resistía la continuidad del paso de las páginas con esa natural y divina alegría con la que de una a otra transcurre el pensamiento casi adivinando, o presintiendo, lo que pueda venir después, volviéndose por contra una pesada obligación en la que acabar resignándose. Puede que sea por cansancio o por la impaciente desesperación de no sentirse, el lector, del todo como ese pez en el agua al que a todo aficionado le gusta parecerse una vez instalado en la briega de la concentración sobre un texto, o por asimetría con los pensamientos expuestos, o por falta de atrevimiento para subrayar aquello con lo que no se está de acuerdo, con lo que se aprende a respetar y a discutir, o por puro aburrimiento originado en la falta de formación que impide disfrutar hasta la última letra del libro que se nos esté intelectualmente atravesando en cuestión. Todo ello con la siempre encima y temible acechanza del abandono, que puede ser uno de los peores fantasmas de disuadir con el fin de salvaguardar la vanidad y la promesa de no rendirse antes de tiempo.
Es recomendable hacer un esfuerzo, armarse de valor frente a la desidia, que mezclada con la impotencia puede dar lugar a una letal aleación para las esperanzas de reanudación, y pensar que se puede más que ella, al menos para iniciarse en el ahora nuevo vocabulario, perteneciente a un diferente tipo de escritura que nunca antes habíamos abordado con un tan claro convencimiento de salir bien parados de la experiencia, y que tantos titubeos nos genera poniéndonos trabas en cada renglón, una vez que no es este el léxico que suele conformar el estilo de las obras que con más asiduidad elegimos, radicando precisamente en ello, en la sustancial diferencia de términos cual impracticada gimnasia con anterioridad, gran parte del pretendido progreso, de la nueva asignatura con la que se entretiene el autodidacta.
Digo todo esto porque me encuentro frente a un par de libros de carácter filosófico, de Javier Sádaba y Manuel Cruz, cuya redacción se sale de los parámetros más frecuentes para mi entendimiento, al menos en lo que a tensión del discurso y concatenación de ideas se refiere, haciendo que no pueda uno despistarse ni un instante y que haya que recurrir más a menudo de lo que se suele hacer, y ahora irremediablemente, al diccionario, para disponer de algunos conceptos claros, al menos en el plano meramente semántico, y porque he de reconocer que más de una vez ha pasado ya por mi cabeza la sombra del fantasma que tira la toalla, ese otro yo que te dice déjalo, que trato de contraatacar con el pretexto de que se trata de una materia poco frecuentada por mí hasta el momento, no habiendo ido hasta ahora mucho más allá de la clara, entretenida y didáctica prosa de Fernando Savater, o de los eventuales vistazos a Nietszche y Schopenhauer, con la debida cautela y evidente falta de trampolín que me ayude a lanzarme sobre las profundidades de la metafísica, de la que no dejo de salir de mi asombro y admiración cada vez que me imagino a esos tan desconocidos pensadores para la humanidad, cuyas obras constan de varios volúmenes de miles de páginas, en los que las ideas se encuentran tan apretadas como los diminutos dibujos en esos majestuosos tatuajes que ocupan cuerpos enteros.
Para un lector como yo, estas intromisiones, en terrenos en los que las cuestiones se suceden a cada paso, suponen en cierta manera un reto, porque se trata de ir un poco más lejos, como esos niños que se atreven a montar en bicicleta sin una de las minúsculas ruedas traseras que comenzaron a servirles de apoyo en los albores de su aprendizaje, dándole incluso pie a saltarse esa regla sagrada, que se adquiere con cierta experiencia, si es que alguna vez se llega a tener la suficiente, que nos viene a decir que no continuarás ninguna lectura en plan estoico, incurriendo en el perjudicial uso de la cabezonería, entre otras cosas porque existen miles de libros a la espera de ser leídos, pero que llegado el caso se convierte en una nueva posibilidad de llevarse puesta esa grata sensación de haber sido conquistado por un montón de dudas, que alientan la continuidad tanto de la lectura que se tiene entre manos como la de otras de la misma índole que puedan venir después.


martes, 23 de abril de 2013

Día del libro.




Hay un día para cada conmemoración, para cada recuerdo noble que nos lleve a una buena causa, al buen puerto de los beneficios más interesantes, a un acto generoso y nada forzado con el que remitirnos a una de nuestras aficiones predilectas, en la que dejarnos llevar de tal manera que el reloj parezca marchar más a prisa de lo naturalmente propio en el transcurso del tiempo, a la vez que lo suponemos parado. Estos son los días que en nobleza se emparentan con el del libro, que se celebra hoy y en el que se llevan a cabo rituales tan románticos como el de la recíproca entrega de un ejemplar y una flor entre parejas, en Cataluña; todo un gesto en el que se funden el amor y el talento, la admiración y el estudio, la curiosidad y el afecto, un gesto que denota mucha grandeza, como la que encierran la página impresa en la que descubrirse a uno mismo, como se descubre la fragancia de la flor al acercarnos a ella.
Hoy las plazas principales de las capitales de provincia adquieren un cierto aspecto de mercadillo, con esas casetas en serie dentro de las que se exponen clásicos y novedades, comics, volúmenes de fotografía, cuentos, obras de teatro y poesía, y a las que se acercan tanto los curiosos como aquellos otros con más tablas en esto de la lectura. Plazas en las que se montan escenarios para que algún escritor firme su última obra o la presente ante el público de la calle, en las que se reparten folletos informativos de interesantes publicaciones y otro tipo de actos en torno a la cultura, y en las que el movimiento de los cuerpos de un stand a otro es sinónimo de que el atractivo de los libros encierra algo tan misterioso como delicado es el zigzagueo al que se ve sometido el intelecto cuando penetra en la fortaleza de la magistral exposición de un pensamiento escrito.
Por eso, por lo que tienen de reunión, de comunitario y comunicativo, parece que la celebración del día del libro ostenta un punto más de pacífica jovialidad de lo que lo pueda tener cualquier otra conmemoración que celebre el lado bueno del género humano, que lo tiene, y de desinterés por otro tipo de cosas más engorrosas y perjudiciales que a menudo nos rodean, y con las que curiosamente no nos cuesta trabajo convivir, en ese peligroso acomodo por el que no recibimos nada bueno a cambio, sino un montón de falsas pistas, para supuestamente liberarnos, que resultan ser el camino hacia el patíbulo con las misma facilidad con la que un burro sigue a la inalcanzable zanahoria colgada frente a su hocico.
Resulta, este día, ser un bálsamo de tranquilidad, una tregua en la que una celebración se justifica de pies a cabeza y nos hace recordar de la necesidad de los libros, de los buenos libros. Y pensándolo todo, también piensa uno que tal vez si no se celebrase sería un indicativo de la poca necesidad de recordar la importancia de la lectura, como dándola por supuesta y puesta en práctica como uno más de los hábitos sin los que concebir la existencia, como esos habitantes de Momo, de Michael Ende, que si dejaban de fumar se morían, siéndonos indispensable leer para poder seguir vivos, en una sociedad con unos valores encauzados hacia otros derroteros diferentes a los que gobiernan el mundo de hoy, en la que las celebraciones no estuvieran claramente marcadas por el ámbito comercial.
Pero al margen de eso, de las ganancias, del marketing y las ventas y las preocupaciones del sector editorial en el mercado, el beneficio del libro puede ser encontrado en centros públicos como las bibliotecas, en las que gozar de tardes enteras de esa soledad tan bien acompañada, en la que se suele refugiar el pensamiento en busca de alimento de la mano de tantas y tantas mentes lúcidas que abarrotan los estantes, con una ingente cantidad de títulos alfabéticamente colocados cuyo colorido ya es de por sí uno más de los atributos de la belleza de ese bosque de la sabiduría, en definitiva un buen lugar par celebrarlo.
Afortunadamente, a pesar de que no se haya caracterizado nunca España por ser un país rico en lectores, al menos en lectores inquietos por remover en los clásicos y en los referentes intelectuales de quienes más interesantes opiniones brotan en relación con la problemática de cada época, si que se ha ido notando últimamente un cierto aire de organización lúdico didáctico, en las bibliotecas, en pos de la consecución de nuevas generaciones de lectores bien formados desde la infancia, con la puesta en marcha de interesantes calendarios salpicados con jornadas de cuenta cuentos, y con la creación de clubes de lectura, encargados de fortalecer en las lides de enfrentarse a un texto a los ya iniciados, y de iniciar a aquellos que no habían tenido el tiempo necesario hasta el momento, o sencillamente no se habían planteado la maravillosa dedicación en la que encontrar más vida dentro de esta vida. También, y por fortuna, cada vez son más frecuentes las presentaciones de libros en los salones de actos de las bibliotecas, junto a la elaboración de planes de formación para aficionados, en forma de talleres de escritura, con los que poner a  disposición de cualquiera, sea cual sea su experiencia anterior, la posibilidad de introducirse por los senderos de esa sanamente envidiada habilidad que hacía tanto tiempo le andaba llamando la atención: la escritura, la expresión escrita para decir lo que se quiera de manera más personal y poética, con un trasfondo más profundo, con una carga de significado más auténtica, particular, sugerente y original, y sobre todo sincera y afín a uno mismo, fotografiándose en cada frase y gozando con ello.
De modo que, de una una u otra manera, comprando, asistiendo a determinados actos, estudiando, escribiendo u hojeando todo son ventajas con la compañía de los libros; son como tesoros dentro de los cuales poder resolver las dudas más severas, encontrar la tranquilidad necesaria y sentir el crecimiento personal a base del sencillo acto de saciar la inquietud que nos mantiene vivos.

FELIZ DÍA DE LIBRO, COMPAÑEROS.