sábado, 30 de enero de 2016

las raíces de la tierra


Resultado de imagen de por qué



Por qué Magritte por qué Picasso
Sartre Bonaparte Bellido Buñuel
por qué brumas de dogmas con codazos
por qué la infinita distancia entre
 el suelo de ahora y el cielo de la infancia
por qué no se puso ayer a llover esta mañana
por qué no sabemos lo que nos pasa
por qué nos adobamos en preponderancia
y en cultivado caldo de cultivo de ignorancia
y esa manera tan cerril de pensar
 que todo lo obvio es evidente
y este maldecir de supervivientes
sin acordarnos siquiera de las plantas
y esos anzuelos callados perplejos
indiferentes tibias llamas de hielo
y esto y aquello y lo otro ya está
abracadabra azul cobalto tocino de cielo
quisiera despegar los pies del suelo.

Por qué Montaigne la soledad
por qué Cortazar bouquins al rescate
por qué Borges otra galaxia biblioteca
la luna la tierra los panes sin peces
los mares de plástico las páginas sin letras
Quevedo alfombras cargadas de cipreses
la maldición de los poetas en ristre
las boca de metro sin coartada
los desechos de inocencia acostumbrada
y lo que sigue y nunca se termina
porque en sí mismo se agota se acaba
entre gritos perplejos y vistas cansadas
con la dudosa esperanza de resucitar
con la dignidad que nunca podrán
tener en su museo los vencedores.

Por qué la bomba atómica los misiles
y un barroquismo de alegría con desconfianza
y el colmo de los colmos del retruécano
y la soberbia y la nostalgia farmaucética
y el brío de caballos asustados por pereza
por qué abrir ventanas cerrando puertas
y asomarse a las esquinas dándonos la espalda
y cubrir con gabardinas códigos de barras
y sólo saber que sabemos mucho
por qué jeroglíficos con señales de alarma
dudas metódicas naturaleza venganzas
que nos quitarán de en medio de un plumazo.

Por qué este ininterrumpido ruido de mazorcas
y estas junglas taladas santos inocentes
y esta desaconsejada clemencia catatónica
eclipse de mal humor y mentiras miopes
al abordaje se afronta el mito de la paz
Por qué

porque hemos movido las raíces de la tierra.



viernes, 29 de enero de 2016

Viernes



Resultado de imagen de venus

Viernes que te llamas como el Viernes de Defoe, Viernes a lo Crusoe, viernes Robinson urbano, Venus tendida, vespertino reposo deseado; viernes Boticelli, augurio de las horas libres, prólogo de la tregua de no sé cuántas horas gastadas; lecturas pendientes de retomar el hilo que le dé sentido a aquello que quedó entre dos páginas; incertidumbre de la disyuntiva del derroche, todo por delante, todo lo que cabe en las cuarenta y ocho horas siguientes cabe ya en la anticipada imaginación de un viernes. El viernes trae a las espaldas las andanzas de las jornadas que precedieron a la del lunes, cuando una voz salió de debajo de la cama para decirnos Lázaro levántate y anda, y se encarga ahora de atenuar las arritmias del paso de los días en sobresaltos de siestas mal echadas, de los despertadores cuando amanecía muy temprano y la ciudad aún permanecía callada, sola en su desierto de humedad y farolas encendidas, de declaraciones del rocío, de fachadas que bostezan, y ese olor a café con el que resucitan las paredes del hogar y empiezan a desperezarse las alfombras; es con el aroma del café como empieza una casa a sentirse ventilada, lo de después son tareas domésticas, responsabilidades del intensivo cuidado de la domus, pero el perfume, la esencia de mañana y de vida y de choza urbana, de legañas desterradas, se lo da el café. Trae el viernes debajo de su brazo el cuento del fin de semana, la jornada que termina a las tres de la tarde y llena los bares, o los llenaba, de gente ansiosa de decir hasta aquí hemos llegado, ya está bien, a esta convido yo, no te vayas. No te bañarás dos veces en el mismo viernes. No hay viernes que no se acuerde de la noche del jueves, que viene a ser un trozo de viernes impaciente, una manera de acelerarle el pulso al desarrollo de los acontecimientos, y eso es tan dramático como que te cuenten la película antes de entrar en el cine. Los días nos leen las ideas y todavía no se explican nuestra concienzuda manera de querer llegar antes, a dónde hay que llegar, a dónde hemos llegado, sin motivo que sustente las razones que nos empujan al estrépito; hay, por contra, que saborearlos, masticarlos, como el agua en la boca de la manera que recomiendan los doctores, que bastante tenemos ya con eso de que el tiempo es inexorable, tal vez, y por otro lado, y dicho sea de paso, la única verdad universal de la que podamos tener constancia, el resto son migajas más o menos inconscientes de sus propias limitaciones. Escucho las noticias y me digo aquello de al mal viernes buena cara, o me invento otro viernes con propensión a Radio clásica. Uno se inventa un viernes como se inventa una excusa para salir de un conflicto, de un laberinto de horarios, de esa cosa de la que parece que ya no hay quien nos saque ni nos salve. Este viernes de enero soñoliento y deformado por la plaga de las guerras tiene que acorazarse y forjarse como un rebelde para no caer en la tentación de enfadarse con el mundo. Tiro de Bloom y de Juan Ramón y me hago el sordo, miro para otro lado fijándome en las letras, en la ilejible caligrafía con cuerpo de J amontonada en amaneceres moguereños, me convierto en un Beethoven viernestando conciertos para piano. Viernes de bufanda, de carpetazo de estudiante, de atascos camino del retiro con dirección al aire libre; viernes trasnochado de neón y de saliva, de licores inyectados por la vena. Siempre hay un viernes para un descosido, siempre hay una fuga para unas cuantas cervezas que este viernes prometen ser poéticas.

jueves, 28 de enero de 2016

El circo a cuestas



Resultado de imagen de inspiración

Hoy me he levantado en forma, hoy me he introducido en el túnel de la chamarilería del Jueves de la calle feria, por los confines de los vendedores ambulantes a los que se les queda el cigarrillo pegado en uno de los lados de la boca, expendedores de joyas literarias a las que ellos no le dan la menor importancia, dos por un euro, tres por un euro. Hoy he vuelto a pasar por la biblioteca de esa misma calle, la biblioteca pública y cínica que cierra su sala de ordenadores aludiendo a la avería de los mismos, siempre en jueves por la mañana, siempre la misma canción, casualidades premeditadas, cosas, intentos de que reine el silencio a costa de no dar más explicaciones que las de un papel impreso, por otro lado falsas, como sus expectativas, como las expectativas del ministerio de cultura; una manera muy impresionista porque impresiona, una manera de decirle al niño eso no se hace eso no se dice eso no se toca, o, por otro lado, una forma de no volver a sentir la fatiga y la condena de los usuarios, que ya se sabe de la impertinencia que gastamos los sedientos ratones de biblioteca; oiga usted, bastante tenemos ya con lo que tenemos, fíjese, si yo le contara, el otro día pasó esto y lo otro, mire señora, vamosaver, vamosanda. Pero a lo que voy, que hoy me he levantado en forma; esta forma de ser partícipe del sueño incoloro de la realidad dándole sustancia de página, de tinta, de horizonte blanco del que se van desprendiendo las figuras esbozadas en contorsionados esqueletos negros, faquires del diccionario, equilibristas de la metáfora. Lo que más me preocupa de la ramplonería es la impunidad a la que creen tener derecho los que lo cubren todo con un velo moralista del que suelen sacar la ventaja necesaria para salirse con la suya, que viene a traducirse en que los dejen en paz para hacer lo menos posible, para que nadie les induzca a una necesaria mejora, esa irremisible puerta tras la que se encuentra la avanzadilla de la vejez, de la falta de entusiasmo. Hay que, eso, ajo y agua. Lo que más detesto de lo público es que deje de ser público por decisiones privadas. Incongruencias, accidentes, casos, gripes mal curadas, refugios ciegos por dentro que todo el mundo ve desde afuera, y de tanto repetirlo acaban formando parte del paisaje de la lírica inversa debido al cáncer de la indolencia; versos indefensos y dolientes, amenazas de una bomba atómica contra las luces de posición de la esperanza; carreteras bifurcadas en multiplicados senderos a uno y otro lado, tú eliges, o te gusta o no te gusta. Lo más difícil, como dice mi amigo y maestro Javier Velázquez, es asumir la realidad; una vez superado el trámite, y pagados los debidos impuestos, siente uno ese airecillo limpio que toda libertad se merece. Camino llevando debajo del brazo una traducción de El Rojo y el negro, Stendhal, Julien Sorel, otros dos tipos que uno ha conocido en la literatura y que han acabado haciéndose de la familia, como Camus y José María Izquierdo, con los que frecuentemente me cruzo al ir a tender la ropa. Con esto de los libros no sólo consigue uno viajar sin moverse del sofá, sino que se entiende con gente de otro tiempo, y eso es magnífico para el aburrimiento y para el riesgo de atolondramiento del que no anda uno a salvo en esta ola de frío que amenaza con arrasar el planeta entero desde que a los grandes capitanes les dio por mover las raíces de la tierra. Cómo me gusta acordarme de Chesterton; conozco a un cura, literato, con el que hubiera hecho buenas migas. Ahora se ha echado la tarde encima, ahora hay que seguir caminando con el circo de la imaginación a cuestas y hacer todo lo posible por no equivocarse uno de camino, y eso me encanta.


miércoles, 27 de enero de 2016

Fotografías


Resultado de imagen de fotografía

Ve uno unas cuantas fotos y siente ya la capacidad, el impulso, de trasladarse a otro lugar, a ese lugar que está viendo y en el que se reconoce paseando aunque nunca haya estado allí. La fotografía tiene esa capacidad de expresión que connaturaliza al hombre con su entorno mediante el inmediato reflejo imaginativo que lo lleva de la mano a recrearse en otra época, en otra ciudad, en otro país con otros árboles y otros bosques y otros ríos y otras calles. El rostro de una persona reflejado en una fotografía tiene algo de inerte y de pétreo, de inmóvil y de figura decorativa, pero hay algo en el ser humano de lo que se desprende la sensación vital de la existencia, un rasgo característico que sirve de llave para orientarnos en el estado en el que se encuentra quien es retratado o sencillamente pillado por sorpresa en el momento justo en el que se hizo esa fotografía: los ojos, la mirada, las pupilas.  El ojo que mira a través del objetivo es inconsciente de que es un captador de ideas, no sabe de la trascendencia que pueda tener la instantánea que se dispone a hacer; a veces un mínimo gesto, una escueta postura, una leve variante pueden condicionar la impresión, la expresión, el mensaje, ese heterodoxo manantial que viene a ser la innumerable variedad de lecturas en función del ser que contemple el resultado, de los otros ojos que se atreven a mirar, a desentrañar y traducir, a imaginar, y que solo disponen de una imagen para sacar sus conclusiones, las emanadas de la representación de los otros ojos, los que no son ni de quien hace la foto ni de quien la contempla, sino los ojos de quienes han sido fotografiados. Las miradas de una fotografía hablan desde la cercanía de la distancia, se dirigen a nosotros dándonos detalles de la misma manera que el lector completa la lectura de una novela, nos dicen cosas que hay que saber descifrar en el código interno de la observación, en lo que aparentemente se presenta accesorio pero acaba cumpliendo la función de la pincelada del impresionismo: una pose, unos labios y una barba, unas gafas y una melena, una silla y un balón de baloncesto y unos hombros de esculpido helénico, una bicicleta con una cesta en la parte de atrás apta para transportar en ella libros, frutas y verduras; Un árbol y un río y un bosque frondoso; la fachada de un edificio con aspecto de universidad y un aire de civilización avanzada en el entorno; una aceitera y un cacillo en el que reposan los restos de una infusión, gestos de cotidianos, gotas de agua de la calle y el hogar, vida dentro de una imagen como vida hay todavía en los ojos de La joven de la perla de Vermeer de Delf. Se pone uno delante de una litografía, o un daguerrotipo, no sé muy bien, de Juan Antonio Cavestany, y aún parece que fuese el poeta a recitarnos un poema, o que está pensando en lo que nos quiere decir. Las cosas también nos hablan; hay algo en cada cosa fotografiada que nos lleva a pensar en la persona a quien puede pertenecer, como quien en mitad de un paseo descubre algo en un escaparate que de manera inmediata lo conecta con un ser conocido a quien le haría mucha ilusión tenerlo. Escribo hoy sobre esto porque me han regalado unas cuantas fotografías en las que además he podido descubrir la estupenda atracción que tienen las instantáneas cuando son sacadas de la cámara de un aficionado, de un familiar, y del persuasivo poder a iniciar un viaje que éstas emiten.

martes, 26 de enero de 2016

Biblioteca



Resultado de imagen de serenidad
 
Entre las serenidades de las que más disfruto se encuentra la de la biblioteca, ese sitio colmado de la paz que uno necesita, de la salida de órbita del rumbo fijo de las obligaciones, el rincón predilecto para que pasen las horas sin mirar al reloj nada más que cuando sospecho que debe ser hora de marchar, de salir a la calle con esa sensación de plenitud que tanto ayuda a contemplar la ciudad como mirada por otros ojos, por los ojos de las cosas que en ella se encuentran. La calma, la dicha estudiantil, la didáctica materia del género bibliotecario, el placer que uno a sí mismo se regala y del que disfruta ausentándose del mundo, del mundanal ruido de las bocinas y las alarmas mal programadas, del estrépito ambulante de una ambulancia agonizante, de la quinta marcha y la sexta velocidad de las máquinas modernas, como instalado en una caverna o en un submarino, en una cueva inteligente y prodigiosamente sensata, en la miscelánea de las estanterías, en ese planeta global e incompleto hasta que llega la mirada del lector a rescatar la verdad de los libros; todo está en los libros, todo está en esta cabaña en mitad del bosque que no vemos tapado por la frondosidad de la idiota perversión y del inmaculado tapete del mérito al trabajo. La biblioteca es un manantial de señas de identidad acumuladas, almacenadas y adocenadas, ordenadas, en los anaqueles indestructibles para la imaginación de quienes gozan del privilegio de saberse seguros de sus facultades curativas para el alma, para entender el desastre y la belleza, los cambiantes códigos de una generación agresivamente incauta que no sabe lo que tiene. Los sigilosos pasos que un estudiante da por un pasillo como concentrándose en no hacer ruido es ya el gesto que uno le pide a la humanidad para que sea posible la convivencia, ahí empieza todo, así se empieza, pero cuándo vamos a empezar. La levedad del casi imperceptible sonido de las páginas al pasar, las carpetas en las que el mundo se divide en asignaturas, los ordenadores que le dan a esto un aire de redacción de periódico, esas sombras que duermen iluminadas en las profundidades del depósito en el que se encuentra la tentación de las primeras ediciones, donde descansan Ovidio y Plutarco, James Joyce y Platón, Aristóteles, ética y política, método y estética, diálogos, biografías, ensayos, traducciones, poesía y ciencia, ideología de las letras y el estudio, museo viviente del arte escrito y figurado en las reflexiones de quienes estudiaron antes que nosotros la manera de no volverse locos con tanta mediocridad de por medio; amor por el signo y el borrón; la biblioteca no cesa de emanar aire limpio, de aumentar las posibilidades para encontrar las contraseñas que nos dirijan hacia la libertad, hacia el fondo de la cuestión de nosotros mismos. Conócete a ti mismo, ojalá llegues a ser lo que eres, todo eso se puede intentar y paulatinamente, a medida que el discurso interno del entendimiento va dándose la mano con la disgregación de los conceptos atrapados por la musa de la comprensión, todo eso puede ser alcanzado, puesto de relieve, fundido en la fragua de Vulcano del aprendizaje dejándose enseñar, todo puede ser pulido con el cincel que sobresale en autenticidad dialéctica, en cuidados defensores del cultivo del jardín de la infancia con el que la planta de la madurez no se tuerza, de la pulcritud con la que se meten en su mundo los niños enseñándonos como es el universo de los descubrimientos. La biblioteca sobresale entre los edificios porque de ella emanan las señales de humo que provocan el rechazo de la inconsciencia, y gracias a ello todavía puede uno disfrutar de la biblioteca, de este limbo encontrado y perdido en el horizonte de este ser de cercanías.

lunes, 25 de enero de 2016

Habas contadas


Resultado de imagen de excepciones

Lo fundamental es la norma, dice un señor al que le están arreglando el pelo mientras yo espero con mi Beatus Ille entre las manos, con mi dosis de Mágina y de Jacinto Solana, entre Manuel y Mariela y Orlando el pintor y su querido Santiago, con Minaya y Medina y Utrera, con Doña Elvira, con mi manera, con mi fondo y con mi forma de que me conozcan pero no sepan quien soy, mientras finjo que leo y me dedico a escuchar, a aprender del comentario. El oído, siempre el oído, alerta, puesto, sucesivamente puesto, ese fisgón de detrás de la puerta de la conciencia, ese francotirador del comentario que viene al hilo, el verso cazado al aire, el fotógrafo de las palabras que se niega a llevarse el viento; pero como finjo que leo no puedo dejar de leer para decir algo, para meterme en la conversación, para darle la razón a ese señor jubilado que todas las mañanas asiste como oyente a una clase en la Universidad, ese mismo que aboga por la cultura, por meterle en la sesera al ciudadano, al Homo Sapiens que anda y viste y calza y pierde su tiempo preocupándose por si es Messi o es Ronaldo o es la tontería del pan y el circo quien se merece el balón del oro sacado por manos infantiles de minas africanas, de monstruosos y mortuorios y espeluznantes campos de la moderna concentración en mirar para otro lado, de esa batalla contra el olvido que se quita el hambre con las bofetadas cocidas a fuego lento en los despachos, que la libertad no está donde nos induce a buscarla la engañifa comercial de un virus cargado de códigos de barras y de pantallas digitales sino en el conocimiento. Decía Fernando Pessoa que no hay reglas, que todos los hombres son la excepción de una norma que no existe. Pessoa lo tenía claro, lo veía venir, no se andaba por las ramas, descreía de las buenas intenciones confabuladas con la creación del destructivo sistema de la ambición decantada hacia el lado chungo de las cosas con aspecto de caramelo, de atontamiento global mediante absurdos entretenimientos con los que convencernos de que esa es la mejor manera de matar las tardes, matándonos a nosotros mismos mediante ese colectivo suicidio intelectual que consiste en desvincularnos de nuestro propio ser para ponerlo en manos de auténticos perros de presa, de caza y todo eso que le sigue así todo junto; luego vino la pausa del capitalismo liberal, y ahora uno se acuerda de Pessoa. Dice, después, el hombre, continúa, el señor, el jubilado al que le están cortando el pelo, que los políticos se entretienen en discutir sobre la tramas de temas superados, sobre cuestiones que ya casi que no vienen al caso pero de las que se sirven para llenar las urnas de papeletas ignorantes, de tirabuzones de desidia inculta y mal civilizada, de disparates engañados y engañosos en el fuero interno del confort televisivo. Y mientras tanto yo a lo mío, a " la isla de Cuba" y a los guardas de asalto, a la plaza del General Orduña, pero sigo ahí, en la academia de la peluquería, hasta que Basilio, el peluquero con nombre de peluquero de novela, o de película, da en la yema, en el corazón del asunto, en la clave, en la diana, en el centro del punto de mira de Artur Miller, limitándose a decir: Don Antonio, habas contadas, habas contadas. 

domingo, 24 de enero de 2016

Domingo


Resultado de imagen de escribir los días

El domingo, este domingo más endomingado que de costumbre, este domingo que es una aguja en el pajar de mi horario, sabe a mesa camilla de Umbral, a boina de Baroja y a enaguas de Josep Pla, a papel empapado por el aceite de los churros que se hacen en el quiosco de la esquina, a una televisada misa que me sorprende cuando salgo de la ducha, a zapatillas de paño que se niegan a despojarse de los pies, a chupa de cuero que viste el respaldo de una silla, a planes de silencio y desahogo, al natural abandono filosófico de los perros andaluces contagiados por la literatosis y las musas del humo del tabaco, a sorteo de lotería nacional, ah no, eso es los sábados. El domingo es una piedra angular a partir de la cual se reconcilian todas las desesperaciones juntas, todo el alboroto mental que uno ha ido acumulando a lo largo de la semana, es la fruta de la silenciosa reconciliación con el mundo que madura en veinticuatro horas, es el día que como ningún otro se delata a sí mimo por su luz, por su paz interior de perro labrador. No escribe uno sobre el domingo, es el domingo el que viene a escribirle a uno en cada página que lee, en cada nota que toma, en cada vez que se le pierde el lápiz entre las manos; es el domingo, este domingo, el que le descubre a uno las costumbres que no se deben olvidar, el que me lleva por la senda de la dulce monotonía de Machado que no me canso de escribir; el domingo se resume en las paellas de los domingos y en las lecturas en pijama, en las crónicas deportivas, en la película de la tarde, en nuestro retiro del tráfico y del atasco, en nuestro exilio de las cámaras de gas de las atiborradas avenidas por la lenta y letal arma del  monóxido de carbono. Gracias  a domingos como este uno se acuerda de que existen Ludovico Einaudi y Chopin, de que los árboles también respiran, de que es imposible que el mundo fuera hecho en siete días y de que hay más vida dentro de los rectangulares centímetros cuadrados de un libro que en todo lo alto y ancho del Building Empire. Este domingo, que no es un domingo cualquiera, me retorna al clasicismo de las músicas del hogar, al sonido de locomotora que emite la cafetera y a la manera en la que la plancha le sirve el café a las camisas, a los trompazos de la lavadora al centrifugar, a la música de la música de los vecinos, al ruido de quienes abren la puerta de la calle, al silencio del patio que también sabe que es domingo, que es ese domingo en el que se agudizan los sentidos, en el que la mejor inspiración reside en el buen descanso. Uno no quisiera irse nunca de un día como este y hacer todo lo posible por elevar al cuadrado el tiempo disponible con textura de domingo, con sabor a clorofila ensayística, con aroma al aroma que le faltan a algunos cuadros para ser obras maestras, con la sencilla honradez del menú del día despachado en día festivo, con la pausa en la que hay tiempo para todo, para serlo todo, para ser domingo.

sábado, 23 de enero de 2016

Paseando la ciudad


Resultado de imagen de caminar por la calle


Hay que pasear solo, como decía y hacía William Hazlitt, dejándose engatusar por el terciopelo de la voz interior, deslizando el cuerpo entre las sombras con las que uno se cruza, ausentándose de la distancia que proporciona el desconocimiento para que no mengüen las ganas de continuar investigando, inventando, atisbando la posibilidad del rumor antes de que suceda, descubriendo un submarino donde hay un contenedor, entrando en los soportales como quien atraviesa la frontera que separa la realidad del asfalto de la de la fabulación. La ciudad, ese bicho de hierro y madera, de pomada y cristales blindados, de puentes y jardines condenados al registro de las ordenaciones municipales, de palacios convertidos en centros comerciales, ese transatlántico sobre la faz de la tierra, ese ente material y humano, de cal y canto y cinturas dobladas en sus esquinas, ese colosal museo de los comportamientos espontáneos y desatados por la inhibición del ego sapiens, ese tigre adiestrado por señales de tráfico clavadas como tísicas estacas de la condolencia mezclada con el deber, ese circo ambulante de despedidas y abrazos de reencuentros raudos como misiles proyectados a la frenética velocidad de la prisa, y de renglones aptos para el refugio de la poesía,  es un todo en sí misma que se difumina con los encantos de la diversidad de la que se nutre, un tren de fuego helado a la sombra de un soportal desde el que se ve pasar el invierno, una enredadera de miradas furtivas, un puerto en tierra con su aduana situada en esa innumerable cantidad de posibilidades de gastar por gastar; la ciudad, tan eterna y misteriosa, tan pálida y secreta y suburbana, tan de clase alta y media y baja, tan de Ferraris y obsoletas carcasas de vehículos roidos por el hollín de la aventura de la crisis, tan ecuación sin límite de las álgebras dispares del insomnio, tan huidiza y pegajosa, tan polvorienta y tan resplandeciente cuando es duchada por la lluvia, tan llena de mercancías expuestas como en un escaparate del barrio rojo de Amsterdam, se lo come todo, todo lo mete en el saco de sus virtudes y de sus defectos armando con ello la arquitectura del panorama reinante, guisando el puchero de la vida de la calle regado con la muerte que beben los borrachos. El paseo por esta ciudad es una regeneración de la neuronas, un alimento para las retinas y un relicario de anecdóticas herencias de la disparidad de opiniones; el paseo se contagia de sus propios pasos y llega un momento en el que el paseante, el paseador, el paseísta, el pasajero fugitivo de los cuatro muros de su morada, el que pisa el suelo firme de la cuadrícula ondulada de los planes urbanísticos, no puede dejar de andar y se pierde hasta el hartazgo llegando a un sitio de cuyo nombre no quisiera acordarse, o si. Stevenson era un gran paseante, un infatigable gastador de suelas de zapato, un hombre andante que cargaba tanta literatura que ya casi no le quedaron huecos entre los párpados y las cuencas de sus ojos. Andar sin destino, sin itinerario fijado por las obligaciones ordinarias, es como soltarle las amarras al barco de la contemplación para otorgarle el beneficio de la dinámica, es ejercer el papel del intruso que llevamos dentro doctorándonos en gentelmen voyeurs de la rue, oteando el horizonte de lo que hay detrás de las ventanas e imaginando qué esconden esas puertas selladas y crueles por las que no pasa el aire. La ciudad es un animal domesticado y pacífico que se deja pasear como si con ello le consoláramos del picor de su piel, de la indiferencia con la que nadie se para a pensar en ella como una más de nosotros.

viernes, 22 de enero de 2016

Disfraz de estudiante



Resultado de imagen de lectura y café

La soledad que el estudiante del que me disfrazo envuelve en música clásica sabe a gloria bendita y a serena cadencia de las horas, a regaliz de biblioteca, a emoción de prólogo y epílogo enciclopédico, a maquillaje sin efectos secundarios, a estremecimiento de alegría sin pena de muerte ni riesgo de infarto; sabe a terrón de azúcar bañado por el jugo de unas cuantas imprescindibles metáforas, por el contenido de una excitante biografía contada en primera persona desde el otro mundo, la soledad del estudiante del que me disfrazo se encuentra acompañada por la ciencia del descanso, por el rocío con el que cada mañana cantan los pájaros, por el cronómetro con el que los grillos componen el reloj de la madrugada hasta que se hace muy tarde; el retiro, el descanso, el tiempo disponible que uno ansiaba y quería conquistar para sentirse libre y solo como Montaigne, a lo suyo, en su urna de madera, en su pecera de líquido mármol soñador, en su botella de pintor de acuarelas, en su rincón de jornalero al que no le faltan galletas ni queso ni pan ni pastas para el té; hacer lo que a uno más le gusta, frotarse las manos, desayunar tostadas con aceite y sentirse reconfortado por una taza de café, por el estímulo de una copa de vino, por la brisa que entra por la ventana aireando la casa y hablando con los espejos de los armarios empotrados, contemplando la presencia de los papeles sobre la mesa, y ese montón de libros que dejan entrever una señal sobre la página en la que los dejé anoche, ayer, hace un rato, no sé, no quiero saber lo que significa un adverbio temporal. Hay un grupo de gigantescas macetas que pueblan un patio sevillano rebosante de poesía que ayudan a aumentar los renglones de mi diario sin acordarme de los cuadernos de pastas blandas que se llevó el tiempo y en el tiempo se quedaron, volverán porque la memoria a veces necesita un antídoto contra la el exceso de fantasía, y en ellos encontraré lo que no imaginé que hubiera vivido, que hubiera roto o destrozado, que hubiera sido capaz de creer que pudiera crear algún día; Sísifo, la piedra, la montaña, subir y bajar, la reinvención como promesa, el repetitivo método de no parar y volver a intentarlo, la connatural sustancia al hombre, al ser civilizado o eso dicen. Hay un techo sobre el que clavar la mirada de después de un buen rato de lectura, Proust, Muñoz Molina, Umbral, Chesterton, Izquierdo, Romero Murube, Laffon, Ortega, Gómez de la Serna, Russell, letras, imágenes, géneros, cercanías de distancias que se superponen y se entienden las unas con las otras, versos, literatosis de otoño invierno al amparo del refugio, de un bunker con agua caliente y zapatillas de andar por casa, con sábanas y mantas de esas que uno se echa por encima sin necesidad de ir a acostarse, retozos y bostezos, huidas que se quedan en la somnolencia de los gatos, estiramientos de brazos y de piernas, lápices que subrayan, medidas que se apuntan, fechas, datos, palabras que desean tropezarse con el diccionario y en fin buena vida que aspira a ser guiada por el conocimiento. Nulle die sine linea, ejercicios respiratorios, tablas de gimnasia para el alma de este estudiante del que me disfrazo.

jueves, 21 de enero de 2016

La palabra


Resultado de imagen de la palabra

La palabra, su alma y su sentido estricto o figurado, repleta de significado o trufada de una mecha de ironía; la palabra y su sonido envolviendo las fosas nasales y llegando a la caverna del paladar antes de escurrirse entre el desfiladero de los dientes que da pie al acantilado de los labios; la palabra y su dibujo en forma de epigrama o de suave onda expansiva que se duerme en una duna, esa línea que a veces parece como si saliera de entre los dedos de la mano guiada por un médium que habita en los tendones; la palabra y sus curvas peligrosas y adyacentes, sus torrentes de meticulosa diplomacia para no meter la pata, para quedar bien y que no se diga que las palabras no saben vestir una corbata; la caligrafía errante y vagabunda, cosmopolita y extranjera, ciudadana del mundo, vecina del pueblo de las frases hechas, de los dimes y diretes y de los refranes, de esa coletilla en forma de rúbrica que le pone la puntilla a la conversación en el momento menos pensado, que suele ser cuando salta la liebre y las lenguas más tranquilas se desatan y se sueltan los pelos que no tienen en la lengua; la  palabra se cruza con la coma encauzando las direcciones que le dirigen a los versos nacidos bajo la aurora ante la que caen rendidos los poetas, en el ocaso del alejandrino primo hermano de la inocencia, en la puesta de sol de la canción más hermosa del mundo, donde habitan las persistentes ecuaciones de la rima rimada y rimosa y rimera que toda buena imaginación se permite desarrollar para matar las tardes, con sus hiatos y sus diptongos y sus huellas indelebles y sufridoramente dactilares, con sus manchas del carbón que sobresale de los cuerpos de madera en los que se refugia la palabra como si en ellos anduviera esperando el momento mejor para salir a pasear sobre la llanura blanca, a tomar el aire y a decir esta boca es mía y como prueba estos signos, esta boca que dice y que canta y que grita y que exclama y que pregona y que enfatiza y que nunca se calla; la palabra y el sujeto detenido y contemplativo, sugerente, que no se sabe a quién irá a parar ni en nombre de quién irá a decir lo que diga la palabra, esa trenza de sílabas que bailan un tango con las cuerdas vocales, esa musa que suena dentro del reino de las voces del que escribe un cuento o un relato o un fragmento o un ensayo o una carta en forma de novela; la palabra y ese tren interminable en la vía de las oraciones subordinadas que son capaces de encerrar un mundo entero dándose a entender sin hacer ni una parada; la pluma que esboza un intento, los tinteros borrachos de tinta, las tildes que bailan en su carnaval coherente y perpetuo, en sus arrecifes de longitudes nunca sospechosas, cascadas de la pronunciación, vientos que soplan y llenan las velas del diccionario; la palabra y la devoción que por ella profesan los sedientos, los que miran y los que tocan, los que huelen y contemplan, los que hablan y divagan en la ciudad de la belleza.

miércoles, 20 de enero de 2016

Oxígeno y belleza


Resultado de imagen de armonia

Con la de cosas que hay en el cielo y en la tierra y en el fuego y en el agua y en el mundo, y en los planetas que cada uno lleva cosidos en el alma aunque tenga los bolsillos desfondados, y en las costillas que han soportado los envites de los golpes del camino y en la risa que se queda clavada en el techo porque se muere del gusto; con la de azucenas y cenefas y rosas y claveles y margaritas y crisantemos y gladiolos y olimpos de las más bellas y hermosas obras de arte y jardines colgantes del ensueño de un porvenir remoto pero seguro, y de las razones con las que se reboza el humor y se recolectan las canciones y se deja hablar a los demás, y de los concilios en los que no se les pone trabas a la razón ni vallas al campo ni tilde a las llanas o a ver cómo hay que decirlo; con la de colores y aromas y sabores y perfumes y epicentros fugitivos que contrastan con la indolencia en la que se resumen muchos de nuestros males, con la de síntomas de bondad y de benevolencia y de bienestar y de bebidas exóticas como el orgasmo o la música o la poesía o la prudencia o la abundancia de sintonías, por extraño que parezca, musicalmente musicales, estamos de acuerdo; con la cantidad de amistad en forma de abrazo y de lazo y de besos y de racimos de uvas sin pepitas amargas ni de conchas marinas que se despedazan a las primeras de cambio, o brújulas que nos desorientan los sentidos porque han sido imantadas por los duendes de la pérdida del norte y del sur y del este y del oeste, ya está bien; con la de caminos sin recorrer que auguran resplandecientes futuros envueltos en esferas cristalinas y brillantes y pendientes del hilo tenso de la cordura con almizcle que decora el marco de la ventana del mañana con un prometedor tiempo venidero como dibujado con pinceladas de centelleantes acuarelas, con la de mieles y laureles y éxitos y salidas y pasos hacia delante y nunca hacia atrás, y nunca hacia atrás se ha dicho, siempre hacia el horizonte y la llanura sin chinitas de esas que le hacen a uno la vida imposible en el interior de sus zapatos, con lo que hay que ver, ah, ay, ahí voy yo, por ahí van los tiros, de eso se trata, esa es la vaina de vainilla sin edulcorantes ni cremas ni mejunjes raros que lo camuflan todo y todo lo descomponen sin atreverse a recomponerlo. Con lo corta que es la vida y lo larga y honda que podemos hacerla recreándonos en la extensión del mapamundi de nuestras ideas más ingenuas y más valientes y más coherentes y más ardientes y dichosos los ojos que lo vean y que lo ven y se atrevan a verlo, arrimando el ascua a la sardina de las trompetas de la selva virgen del sonido mesurado aunque parezca mentira porque por la Mancha Sancho se aquijota y Don Quijote se ensancha, ya se sabe, y no se imagina una batalla con nombre de derrota. Abrir lo ojos, dar un paso, hacer una foto, coger un pincel y un lápiz y una pluma y un sacacorchos, agarrar una copa y una tabla de windsurf para recrearse en la cresta de las olas de las energías positivas de la calma y de la templanza ensimismada como un niño en el sueño del idílico paraíso del que se niega a despertar. Siempre escribe uno sobre lo mismo, a distintas atmósferas de distancia pero sobre lo mismo, sobre lo que le mueve por dentro y por fuera, sobre lo que le inquieta y le hace ponerse a lo suyo, a los ejercicios respiratorios, a todo lo que tenga que ver con esta manera de ser que es como es porque con mucha frecuencia, todos los días, se enamora uno de la belleza de las cosas con las que, una vez convertidas en oxígeno, se le llenan los pulmones.

lunes, 18 de enero de 2016

A mí que me registren


Resultado de imagen de embrollo

Entre tanta confusión y transfusión de veneno por sangre que nos endilga el devenir de las circunstancias, entre tanto desconcierto generado por las nuevas generaciones de afectados por el virus de la locura insana y todopoderosa que se adhiere a las pupilas y a las vértebras y a las venas del corazón y a los caños por los que transcurre la savia de las plantas más nobles, que hasta con eso pueden las bombas de la ira, de la enfermedad del plasma del agobio y la letanía de las sepulturas andantes que actúan como hormigoneras que trituraran los ánimos del prójimo, entre tanto desaliño y desilusión y desengaño y desgana y desconcierto y todo lo que empiece por des después de todo, entre tanta vertiente hipócrita y desmedidamente incoherente y cobarde y barruntadora de los peores pensamientos que solo traen hambre espiritual debajo del brazo y mucho miedo y mucho odio y mucha cosa mala y maltrecha y bueno está porque no hay nada más antiartístico que las demostraciones de cobardía, entre tanto rascacielos y tanta pantalla y tanta tecnología y tanta esfera rota y desperdigada y mal trazada y así todo seguido hasta el final de los finales que acabe por darnos por vencidos de tanto cansancio como llevamos acumulado, entre todo esto y mucho más que ya es decir aunque cabe porque son anchos los cuatro costados de la ofensa al género humano, como digo, entre todo esto que es una faena y una farsa y una comedia en ciernes y un querer y no poder y además no darnos la gana, están todas las personas con las que se conjuga un verbo, todas, en singular y en plural, individualmente y en colectivo, al unísono y por separado, como hormigas y como serpientes, como buitres y como palomas, como gaviotas y elefantes y lobos y zorros y osos y ratones de biblioteca y perros de Cervantes y gatos azules; flora y fauna, cristales de Bohemia y asfalto, adoquín y albero, sangre y fuego, agua y tierra, aire y copos de nieve, lazos que engullen y apenas digieren pero engullen que es a lo que vamos para no andar perdiendo el tiempo. Entre lo que iba a ser y la mierda que ha sido hay una distancia considerable, una separación, unos kilómetros de distancia mental, un intelecto que se acuerda de las consecuencias de la cuerda floja y del retiro de los poetas cuando ya no pueden aguantar más miserias mezquinas e incautas que dan al traste con los miramientos a los que se suele recurrir en estos casos, cuando no quedan islas para naufragar, para que el agua no llegue al techo, para que la porquería no salpique, para que el huracán sea resistido con dignidad y con la valentía que adorna el orgullo sano de los hombres, para que la indolencia no nos coma el terreno y nos fatigue hasta la extenuación de los órganos vitales, para que la auto indulgencia se olvide de nosotros y no se aproveche de nuestra debilidad ante el halago; hay una barrera infranqueable para el irrecuperable pasado, por eso y menos mal todavía estamos creyendo que aún es de día, que merece la pena levantarse del suelo y comer raciones en los bares e irnos de parranda para que se nos olviden los berrinches de la masacre a cuerpo abierto; esto, oiga, esto es una cosa, una cosa grande, estruendosa, mórbida, excesiva, glotona, edificadoramente chunga, pero ahí se queda, lo demás con su pan se lo coma, usted, y se lo coma cada cual, y a mí que me registren porque ya está bien de tanta tontería y porque como decía Emerson hay que saber mantener la calma de la soledad en mitad de una muchedumbre.

domingo, 17 de enero de 2016

Láminas incompletas



Resultado de imagen de fugacidad

Todo se renueva, cambia de piel, de tacto, de aroma, de perfil, evoluciona, cada hueco es ocupado por algo que le precede, la continuidad, la línea ascendente de la que nunca se sabe, ese rastro que dejan los aviones tatuando el cielo de un gris misteriosamente blanco; todo fluye constantemente, en un movimiento voraz que puede llegar a traspasar los límites de la simetría de las reglas. A la luz del día le sucede la leve penumbra de la tarde que culminará en oscuridad, en tiniebla, en sueño, en duermevela e insomnio, en velas encendidas, en sombras por los pasillos, en silencio durmiente, en duendes y en fantasmas, en hadas madrinas y espíritus y almas benditas doctoradas en las habilidades de la bondadosa presencia del tiempo detenido entre paréntesis. Los años pasan y con ellos los cursos, las estaciones, los aniversarios, los tacos de almanaque desparramados en el recuerdo, en la memoria, en el olvido, en las arrugas y en las canas, en los pliegues de la camisa, en los desfile de moda, en las direcciones, en los códigos postales, en la resistencia a la resaca, en los dígitos que ocupan los diferentes espacios de un diagnóstico, en las medallas de hojalata y de gloria de pan de higo, en la paz con la que se afronta este minuto, en los diarios y en las notas a pie de página, en los abecedarios de la luna que nos mira desde arriba y nos acurruca la cabeza para que reconciliemos el sueño con la pesadilla que acaba de darse por vencida, para que no nos lo pensemos más y sigamos viviendo, respirando, contándolo, esgrimiendo razones para no cesar, a voz en grito, a cuello abierto, a por todas, sin locura pero sin pausa, en la órbita sideral del rayo que no se detiene en gazmoñerías, incrustando de un plumazo en los labios del arco iris el frenesí disponible, como quien lo tiene muy claro y no claudica y persiste en su empeño y se regocija aunque le queden dos telediarios, en su más profundo hábito de dormir tranquilo y alimentarse de manzanas pintadas en láminas incompletas, sin terminar, que crecen y suben y quieren más, quieren cerezas y guirnaldas y peras y mendrugos de mazapán con polvo de oro, quieren sílabas de las que nazcan poemas, y marcos ideales para pensar que lo mejor está por llegar, por venir, por resucitar. Lo que antes era ha dejado de ser; lo que fue ya nunca más ha sido: Heráclito, el río, la corriente, las dos veces, un es y no es; la llanura es zona montañosa y las playas se pueblan de palmeras bajo las que no quemarse al sol; la experiencia es selectiva, vuelve a tropezar en la misma piedra que no es la misma piedra porque es otra distinta aunque aparentemente igual, y eso nos distingue y nos define, nos da un aire de Dylan y de JJ Cale, un aire de Scott Fitzgerald y de Bertrand Russell, un algo que cambia pero que se mantiene firme y en consonancia consigo mismo hasta ver a dónde se llega, qué más hay, por qué no intentarlo, perfilando, esculpiendo, apostando por un paso más, un empujón, una sonata perdida en el limbo de oriente, un rastro, una pista, una semilla, un dato si se quiere, pero un paso con el que acercarnos a la fuente del conocimiento.

sábado, 16 de enero de 2016

La arquitectura de las lenguas


Resultado de imagen de una palabra

Quien descubre una palabra descubre un mundo, un punto y seguido con matices del suspensivo rastro del beneplácito del estudio, una forma de continuidad en la investigación del léxico. Hay pocas cosas tan reconfortantes para un lector como descifrar el mensaje implícito en un vocablo deduciéndolo del contexto en el que se encuentra, o como mirar en el diccionario y comprobar que no andaba muy mal encaminado tras sus consideraciones etimológicas a la hora de acercarse al espíritu semántico de la frase en la que quedó encallado, momentos en los que se levanta la mirada de la página para posarla en el horizonte pensativo y silencioso con el que se goza de un hallazgo; otras veces esa mirada se envuelve en una leve sonrisa debido a que lo que pensaba es totalmente lo contrario, o muy distinto, llegando a la conclusión de que la riqueza de un idioma es un mar en constante movimiento en el que muchas veces las olas se confunden con la espuma. Así, escuchando muchas cosas que no se entienden y leyendo muchas frases de las que poco se saca en claro, se aprenden los idiomas una vez que uno se ve obligado a convivir con nativos sin tener a penas nociones de la lengua del lugar al que acaba de llegar, yendo del bar a la tienda y del trabajo al apartamento con esa inigualable sensación al mismo tiempo de libertad y de completa desorientación tras la que la posibilidad del progreso actúa de incentivo y de motor para que no cese el aprendizaje, escuchando repetidamente las mismas expresiones en la radio o en la televisión cuando se habla de una cuestión determinada, o cuando uno se da cuenta de qué es lo que le quieren decir sus vecinos porque esa palabra que esa misma mañana ha descubierto en un artículo del diario aparece ahora para resolver ese nexo comunicativo que se estaba encontrando con las dificultades de un sonido, de un pensamiento en forma de mensaje que necesitaba de la llave del significado, del querer decir para entenderse, para introducirse en los códigos que la vida tiene en cada rincón de la tierra. En un mundo como el nuestro, en el que el Esperanto fracasó como intento de reunir en una sola lengua la posibilidad de que los hombres del planeta se comunicaran procedieran de donde procedieran, y en el que el gusto por la expresión hablada va en constante detrimento a causa de las nuevas tecnologías, no faltan razones para pensar que las lenguas del futuro se nos presentarán mucho más diferentes de lo que nos las podamos imaginar ahora. La rapidez, que es lo que interesa, para todo y por todo, de esta forma de vida encerrada en la creación de mercancía y desvinculada del sentido común de un auténtico estado de bienestar razonable, se  lleva por delante los momentos de pausa y reflexión con los que se construyen los grandes proyectos entre los que podemos mencionar la correcta evolución de la arquitectura de las lenguas; por eso hablamos sin saber lo que decimos y seguimos hablando sin saber qué es lo que tratan de contarnos, porque la prisa con la que aceleramos el ritmo del absurdo trajín de este combate tan sin pies ni cabeza planteado no nos deja un hueco para escuchar a nadie, ni a nosotros mismos. Seguro que en breve, en no menos de unos cuantos años, tal vez meses, podremos disponer de otro tipo de Esperanto, esta vez en forma de signos y de abreviaturas que no nos den demasiados calentamientos de cabeza para poder emplear nuestras energías en la contienda de la velocidad de la luz sin cables que la conecten con la cultura. 

viernes, 15 de enero de 2016

Un buen momento


Resultado de imagen de dificultad

Conviene cada cierto tiempo cambiar el rumbo de las lecturas y acercarse a libros en cuya dedicación auguramos un más difícil entendimiento, presintiendo en ello un avance necesario, el punto de partida de una evolución que se nos viene resistiendo y de la que andamos deseando formar parte, seguros de que tras ese paso vendrán otros que nos permitan introducirnos en el meollo de esas dialécticas que se nos ponen muy cuesta arriba cuando no encontramos a qué agarrarnos para darnos al menos una respuesta que nos alivie de la tentada a ciegas que supone todo atrevimiento de mirar en lo desconocido de las letras; libros menos accesibles a la facilidad con la que la dicción de la voz interna que nos acompaña mientras leemos disfruta de esa milagrosa ecuación en la que se resumen los misterios de la imaginación puesta al servicio de la lectura; es como querer ponerse a prueba tratando de superar el listón que uno mismo se impone, porque llega un momento en el que la mera curiosidad por enfrentarse a, pongamos por caso, alguna historia de la filosofía, o a una revisión de las teorías de Freud, puede tanto como las ganas de viajar a una de esas ciudades que no cesan de sugerirnos encanto en los libros de arte pero a la que hasta ahora no habíamos decidido acercarnos. En el tránsito que va desde la elección de las lecturas hasta el desarrollo de las mismas hay un cierto aire de emoción anticipada con la que todo iniciado empieza a sentir el apetito de un manjar del que ha oído hablar mucho. En ocasiones son nuestros propios referentes, esos escritores que nos sirven de guía, los que nos van dando las pistas necesarias para que indaguemos en las estanterías de la biblioteca en busca de autores que a ellos les han servido de faro, aspecto que al mismo tiempo conecta con el deseo de desentrañar las claves literarias de nuestros escritores preferidos, conocer sus fuentes y sus bases, sus piedras angulares, sus gustos, dando a veces con el dardo en la diana de un por qué o un cómo o un cuándo que nos interesaba mucho desde hace mucho tiempo. Una de las curiosidades de leer libros de texto o de ensayo escritos con un vocabulario más académico del que se suele emplear en las novelas es que cuando uno retoma la lectura de un relato más al uso parece como si nadara haciendo tirabuzones por esa prosa en la que un día también tuvo sus dificultades, viéndose uno así reconfortado por ese mínimo de solvencia que anhelaba cuando era un adolescente y leía, no sin alguna que otra traba, La familia de Pascual Duarte, El árbol de la ciencia, El lobo estepario, El camino, o el primer Invieno en Lisboa. Una de las cosas que más nos acercan a la juventud es sentir que los libros son un buen reclamo para darnos cuenta de la cantidad de asignaturas pendientes que aún tenemos y de las que todavía no hemos sacado provecho, sobre todo ahora, en esta época de crisis de valores en la que tan denostado y anticuado está el hábito de interesarse por el pasado escrito, justo cuando es el mejor momento de ponerse a leer a los clásicos.

jueves, 14 de enero de 2016

Chorros de sangre


Resultado de imagen de tranvías de mulas sevilla

Hay en la literatura una suerte de género localista que pertenece a cada ciudad, una serie de escritores que se han ido encargando de ser los cronistas del tiempo que ha ido erosionando las esquinas y cambiándole el nombre a las calles, excavando suelos en busca de raíces, cambiando columnas de sitio, colgando placas, levantando estatuas, plumas de hombres con alma de paseantes, de impertérritos investigadores del detalle de la piel de las fachadas, continuos observadores que reflejan en sus escritos el código de barras de una forma de ser y de existir conocida como idiosincrasia. Cuando hablamos del Madrid de la primera mitad del siglo XX nos vienen a la cabeza esos cafés en los que se reunían escritores para en interesantes tertulias intercambiar sus diatribas indagando en el corazón de una poesía culminada en dialéctica, ese hábito de quienes a base de preguntas y respuestas consolidan una filosofía, una forma de ver la vida, un paso adelante tratando de ponerle a cada cosa el nombre que le pertenece, inventando palabras; nos vienen a la cabeza Ramón Gómez de la Serna, Buero Vallejo y Jardiel Poncela, Valle Inclán y Sánchez Ferlosio, el café del Pombo y el Imperial, el café Gijón y sus ilustres personajes de aquella vida embalsamada en humo de caldo de gallina: el limpiabotas y el cigarrero, el estraperlista y el rufián que se las sabía todas, el cerillero y el recadero, el mensajero, la bohemia, la media y el vaso de agua. Se dice de Eduardo Mendoza que es el mejor cronista de la Barcelona del siglo pasado, pero en el caso de este escritor se une el reconocimiento con la popularidad de su persona más allá de Cataluña entera porque se nos figura renovado, limpio, de otro tiempo no tan negro ni mezquino, más accesible, no tan turbio, no tan necesariamente haciendo malabares para que su prosa superase los espantosos rigores de la censura, de forma que, y por extensión, se nos acabe apareciendo Barcelona como una ciudad más propensa a la libertad, a la creatividad, a la exposición de expresiones e impresiones. Si nos hablan de Galicia es fácil que salga de inmediato el nombre de Camilo José Cela o de Rosalía de Castro, de Torrente Ballester. En cada una de las descripciones de un autor a cerca de su tierra hay un rastro de confesión como de la niñez, como de ese viaje interior del que uno no quiere desprenderse nunca, como le pasa a Phillip Roth cuando afirma que todo lo que ha escrito sucedió en unos cuantos metros cuadrados de su infancia. Cuando uno llega a una ciudad desconocida siente de pronto la curiosidad por saber quiénes fueron los encargados de contar, de trascribir con palabras el pensamiento del pueblo, preguntándose dónde y cómo vivían, de qué lo hacían, en qué estado han ido estando las avenidas y los callejones y los mercados y las plazas y las fuentes en las sucesivas épocas, en las distintas etapas de democracia y dictadura, en los periodos de paz y de guerra y de consenso y de tregua, en esa línea cronológicamente invisible que marca los estratos de esplendor y decadencia como si de los anillos del tronco de un árbol se trataran. Ahora, en estos días, y después de varios años, por fin he descubierto a Rafael Laffón y  a José María Izquierdo, A Joaquín Romero Murube y a Manuel Cháves Nogales, y he comenzado a disfrutar de lleno de una sevillanía para mi desconocida, de un fondo y una forma en los que apoyarme para seguir descubriendo la grandeza de Sevilla mediante narraciones emanadas como chorros de sangre que disparasen los corazones de estos autores.