lunes, 26 de diciembre de 2016

Encontrar un regalo


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Buscar un regalo es un tarea que no siempre reporta la satisfacción deseada de forma inmediata, es algo que necesita de la tranquilidad del guiso que a base de un ininterrumpido chup chup va cociendo las legumbres a su amor, amalgamando las sustancias en un cuerpo de sabor, traduciendo en los efluvios del vapor la métrica de la fusión. Qué expresión tan bonita cuando al describir la elaboración de un plato nos sale eso de a su amor, como si con ello quisiéramos decir que la paciencia y el transcurso del tiempo se encargan de poner las cosas en su sitio, con esa certidumbre forjada en los versos de Benedetti en los que las piezas del puzzle cotidiano forman el caleidoscopio de la riqueza de un devenir siempre contagiado de una cierta gratitud hacia lo poco que se tiene, hacia la abundancia de tener pan para hoy dándole de comer a nuestra voluntad con las metáforas del convencimiento de que la bondad puede mover la tierra. Para hacer un buen regalo se necesita ni más ni menos que el tiempo que tarde el regalo en encontrarnos a nosotros, en mitad de la calle pensando en otra cosa, metidos de lleno entre los estantes de unos grandes almacenes, deambulando como fantasmas diurnos por las aceras de la poesía de la voz interior, perdidos en el desconsuelo de no dar con el objeto que buscamos, viéndonos reflejados en el cristal de un escaparate tras el que se encuentran bien colocados esa serie de cachivaches que nos transportan a un pasado reciente o a un futuro lejano, a las órbitas del recuerdo de las veces que pensamos en dedicarle a alguien un detalle en forma de talismán o de lectura, de complemento en el vestuario o de atracción cinematográfica, de pluma estilográfica a lo Alejandro Dumas o de lápiz con ese olor tan penetrante a aula de colegio, esa fragancia con matices de primeros ladrillos del pensamiento. Doy con un ejemplar de Ocnos, de Luis Cernuda, y por ese tipo de relaciones que la vida nos pone en bandeja, uniendo lo inverosímil, lo que no pega ni con cola, me decido a comprarlo para hacerle un regalo a un compañero de trabajo que seguramente no sepa que el nombre de uno de los mejores vinos blancos andaluces procede de una de las mejores obras en prosa poética del siglo pasado, junto a Azul de Rubén Dario y a Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, escrita por ese singular y atildado sevillano que nació en la calle Acetres y vivió en la calle Aire, que salió de España enfrascado de melancolía entre el desengaño y la humillación, entre su talento y sus desarropadas náuseas de alguien que le acompañara en el camino de la soledad hacia lo sublime. Acto seguido, seguido por el olfato de las casualidades, me topo con una serie de poemas, alguno de ellos escritos en esa exquisita prosa que poseen las almas más sutiles del planeta, de Gioconda Belli, y mi reacción es la de haber encontrado el regalo perfecto para otra compañera del trabajo con la esperanza de que extraiga de ellos la esencia de lo escrito extrapolándolo hacia nuestra dedicación diaria, alimentándola, complementándola, cargándola de la razón de ser de lo sutil. Pero hay regalos a los que uno se dirige con el convencimiento de que acertará de lleno; eso sucede cuando empezamos a conocer relativamente bien a una persona, y por eso sabía que no había opción para el fracaso regalándole unos tirantes a otro de los que forman parte del equipo al que pertenezco, porque en esos tirantes se encuentra el misterio de una relación forjada a base de idas y venidas laborales que por dos veces en nuestras vidas nos han hecho coincidir, compartiendo sinceridades y desengaños, buenas y malas jornadas, cosas. Hacer un regalo nos libera de la forja personal de la intromisión, nos hace más humanos, nos conduce hacia el acercamiento, nos enseña a entender la generosidad como algo necesario, y en muchas ocasiones se trata de lo más parecido a la Ley del espejo, aunque no siempre se cumpla el deseo.


   

lunes, 12 de diciembre de 2016

Veinte céntimos


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Acabo de comprar una novela, en una librería de saldo situada en la calle Tarifa de Sevilla a la que raro es el día que no vaya, aunque sólo sea por el gusto de pasearme entre sus estanterías y quedarme allí unos minutos mirándole el lomo a los libros en busca de un nombre que haga saltar la señal de alarma que desde el cerebro envíe una orden a mis manos para decidirme a como mínimo mostrarme interesado por la obra en cuestión que se presente ante mis ojos, abriéndola por cualquiera de sus páginas, oliéndola, descifrando los mensajes secretos que el destino se ha encargado de llevarla hasta allí, y nada más salir a la calle compruebo algo de lo que no me percaté mientras manoseaba el ejemplar, cuya primera frase, como siempre, fue en su momento el reclamo más interesante de mis intenciones; de lo que me doy cuenta es de que está firmado por una tal Rosario Carrasco; la fecha de la firma coincide con la de la edición, 1982, en aquel año del Mundial de fútbol y de la paloma de la paz de Picasso, cuando Felipe González todavía no era sospechoso, aquel año en el que los niños de un pueblo de Jaén jugábamos al trompo, a  la lima y a las canicas y soñábamos con ser Maradona, cuando coleccionar cromos era una de las aficiones más irreductibles para los que, como yo, hacíamos de un trozo de calle lo más parecido al terreno de juego en el que llamarnos Juanito o Quini o Arconada o Satrustegui, y apenas sobresalían de nuestros brazos los bíceps perfectos en los que el Capitán  Trueno se tatuaba calcomanías con saliva. Ese libro ha sido dejado allí sin más pretensión que la de adquirir unos cuantos céntimos a cambio, veinte en concreto, despojándose así su antiguo propietario de la carga que puede que supusiera durante años un montón de volúmenes adocenados casi con el propósito de no distorsionar con la decoración del salón; de hecho creo que muchas de las enciclopedias que se vendieron durante buena parte de la segunda mitad del siglo pasado fueron presentadas bajo el atractivo disfraz que hacía de ellas inmejorables candidatas a ocupar un puesto/el puesto privilegiado en ese mueble en el que se iban guardando las piezas más cotizadas de la vajilla y la cristalería con las que agasajar a las visitas en momentos especiales, con esa manera de ser generosos que se ha cultivado en esta España nuestra consistente en no disfrutar de nada de lo que tenemos reservando el ajuar menos convencional para aposentar en él la creencia de que han merecido la pena los esfuerzos y sacrificios que durante años han sido acompañados de platos y vasos gastados de tanto uso. Rosario Carrasco puede ser el nombre ideal para uno de los personajes de una novela basada en la vida de una familia que un buen día decidió vender todos sus libros, en virtud de un consensuado acuerdo familiar que la llevó a tomar esa decisión para salir del apuro de no tener ni para pan; puede también ser el nombre de una mujer, de una dama o muchacha o chiquilla o joven estudiante, el de un ama de casa o el de una oficinista a la que no le interesa guardar las cosas que acaban acaparando ese polvo que se posa sobre las estanterías como dejando la muestra de la naturaleza de un reloj cuyas manecillas son los corpúsculos y las limaduras que el paso de los meses traduce en una capa de blanquecina apariencia de desidia. A veces se encuentra uno con la sorpresa de que los detalles mínimos de la vida cotidiana, todo eso que está vestido con el sayo de la trivialidad, conforman el entramado o el complemento de la plenitud de la existencia, delante de nuestros ojos, a la vuelta de la esquina de nuestros más simples movimientos, tras el rastro que deja la huella de un libro a cambio del cual se han recibido veinte céntimos de Euro.

jueves, 8 de diciembre de 2016

Impostura creativa


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Continuando con el tema de la impostura implícita en el hábito de escribir, que quedó un poco colgado en la entrada anterior, cuando me refería a lo fácil que puede resultar ver los toros desde la barrera cuando se escribe, sigo pensando sobre el tema, que por si mismo ya es un tema: ¿hasta qué punto esa manera aparentemente clara de ver las cosas por parte de aquellos que escriben coincide con la realidad que los sustenta, con lo que realmente piensan, con sus valores y principios? Para los escritores que me han ido sirviendo de referencia, desde que comprendí que los libros son un magnífico lugar en el que descubrir muchas de las claves de la existencia enriqueciendo ésta con los paisajes de la diversidad, esas fuentes del pensamiento de las que va uno bebiendo su agua al mismo tiempo que siente que con ella se riegan las plantas de los planteamientos que uno se hace en torno a los aspectos más esenciales del presente continuo en el que habita y sobre cuya atmósfera va dando brazadas su mapa personal, manantiales de los que brota el sano chorro de la reflexión, la crítica y el análisis, la fabulación es una extensión del deseo del escritor en pos de formar parte de este mundo que conocemos y en el que habitamos, con todo lo que ello conlleva, una continuación de las obras que lee, haciéndose así mismo partícipe del mundo que habita mediante los materiales que recauda de lo que vive y lee y siente, haciéndolos coincidir a través de una serie de vasos comunicantes con las más palpables situaciones que saturan un acontecer diario cargado de incongruencias que de una u otra manera hay que hacer confluir para darle explicación a lo que la vida nos depara, inculcando en ese estudio algo de los aspectos personales que den pie a manifestar una serie de insatisfaciones mediante las que declararse a favor o en contra de lo que sucede. Bien mirado, al fin y al cabo, uno no es mas que las cuantas conclusiones que saca en claro de todo cuanto le ocurre, por eso es tan importante la memoria, todo ello pasado por el tamiz indagador de los detalles que han podido en primera instancia quedar rezagados en el árbol de la experiencia, que en el caso de la labor de la escritura se presenta como asunto principal al tratarse ésto de lo que va a constituir el soporte de la credibilidad del escritor, lo que es, en lo que se define, su posición en el mundo, todo ello traducido en su manera de acercarse a los lectores mediante las conexiones de índole existencial que integren unos pensamientos con otros: los de quien escribe con los de quien lee, y a ser posible sin fabular más allá de la peligrosa frontera de la demagogia, ese punto a partir del cual se pierden los papeles y todo vale, esa cosa rara tan enfrascada de charlatanería que por desgracia muchas veces se confunde con la Literatura. El tema/Tema de la responsabilidad para con lo que uno escribe es algo que va empezando a preocuparme,  algo en lo que ahora pienso en serio, ahora que me he propuesto iniciar mi primer proyecto de un más o menos largo recorrido: escribir una novela con la intención de no caer en la impostura creativa que se desentienda de mis más firmes convicciones.

martes, 6 de diciembre de 2016

Impostura cotidiana


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Pasear es uno de los placeres accesibles de la vida que para mi son más gratos cuando el acto de ir de una calle a otra se acompaña de lo que Nietzsche denominaba el pensamiento caminado; de hecho creo que es uno de mis hábitos más frecuentados, dejarme llevar por lo que la mente me va dictando, tomando notas de lo que veo con la malograda idea fija de que no se me olvide para poder después escribir sobre ello. Cuando uno se encuentra en casa, a punto de terminar con ese tipo de obligaciones domésticas que se resumen en fregar los platos mientras se hace el café después de la comida, y piensa en la inminente salida que tendrá lugar a penas media hora más tarde, se imagina el panorama urbano con unos matices de tranquilidad muchas veces contagiados por la calma hogareña vestida de música clásica y volutas de las musas del tabaco, a lo sumo interferidas por la levedad del ser de los ruidos de un piso adyacente o cercano de esos que forman parte de la misma casa antigua y reformada en la que se encuentra el apartamento en el que uno vive a sus anchas el trance de la soledad acompañada de la libertad que entra por las ventanas, y ese prejuicio hace que la sorpresa sea aún mayor cuando se introduzca en la pacífica avalancha de ciudadanos con ganas de un poco de oxigeno vespertino y atenuante de los dolores musculares que atenazan los cuerpos deseosos de salir de casa aunque solo sea a dar una vuelta, a ver qué pasa más allá de la frontera del televisor y la mesa camilla, de este invierno en el que las continuas referencias al entierro de las cenizas de Fidel Castro es una de las peores comidas recalentadas que emiten los telediarios. En un día festivo como el de hoy en el que las bondades del clima nos han regalado unas horas apacibles sin la serenata del tintinear de la lluvia en los cristales, en el que los claxones de los coches reinan por su ausencia, en el que un aire de domingo se apodera de la Alameda de Hércules y en el que quienes sacan a pasear a sus perros gozan de esos semblantes de despreocupación laboral muy dada a desayunar churros con chocolate, puede encontrarse uno, sin esperárselo, el centro de la ciudad tan lleno de gente como pocas veces lo había visto antes. Caminar entre grupos de personas que atiborran la calle Sierpes, que frenan impidiendo el paso de quienes van detrás, es como ir por un bosque lleno de maleza que hay que ir quitándose de encima para poder continuar abriéndose camino de esquina en esquina, rozándose con los cuerpos de quienes, como uno, se arraciman ante el colapso creado por unos paisanos que se saludan con el énfasis de quienes no se han visto desde hace mucho tiempo, pidiendo permiso para no tropezar indeseablemente con algún niño que corre detrás de su globo recién soltado de una mano moldeable como la plastilina de su imaginación. En medio toda esa marabunta recuerdo a Henry Nouwen tratando de adivinar el pensamiento y las inquietudes de los transeúntes y se me aglomeran en la cabeza los apuntes, las notas, los versos y las palabras con las que me gustaría equilibrar el desajuste de esas cuantas metáforas posibles según Borges. Conviven entre el gentío los que piden limosna con los que estrenan traje, los que tocan instrumentos con los que no saben a dónde dirigir su mirada, los que pintan una lámina en dos minutos con los que acaban de salir de uno de esos comercios que parece que no cierran  nunca, los que sirven cafés en las terrazas con los que no saben de la ciencia de la paciencia, y justo entonces, cuando me percato de ser yo uno de todos los que forman esa mancha pensante y andante, reflexiono sobre la impostura del acto de escribir y de este vicio de ver los toros desde la barrera en el que consiste describir lo que uno va observando ocultando la mirada tras sus particulares gafas de Pla, ausente de la responsabilidad de intervenir, convirtiendo lo que le venga en gana en material del presente de las palabras escritas por la mera necesidad de verlas reflejadas en la pantalla, nadando entre la inmensidad de lo que nos rodea, de lo inabarcable, de lo inverosímil y disfrazado, de lo puesto en bandeja para que el recuento del recuerdo cosa a medida el traje con el que saciar el instinto del blanco sobre negro en el que consiste cada una de estas parrafadas inconclusas y desvaídas, hechas con los retazos de las insinuaciones que la costumbre de indagar en los rostros y en las cosas sacan en claro para mantenerse firme en el nulle die sine linea que corrija el desajuste de un prisma personal muchas veces mal enfocado. Escribir es ordenar el pensamiento, vuelvo a decir, y gracias a ello puede uno darse cuenta de muchas cosas que ni siquiera sospechaba que sabía; he ahí la grandeza de algunos hábitos, por dados a la impostura que puedan parecer, como el de la escritura.

martes, 29 de noviembre de 2016

Mis Locos admirados


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Paso cerca de un establecimiento de esos que no se sabe muy bien qué venden, si antigüedades o lámparas de Aladino, si cuadros de otras épocas o tapices parecidos a los de la alfombra voladora del gitano Malquiades de Cien años de Soledad sobrevolando los confines del aire de Macondo, y escucho a mis espaldas el ruido que hace un loco perdido al llevarse por delante la Conga de Jalisco de una pareja que se besa con la parsimonia que sólo saben tener los que están verdaderamente enamorados, un hijo del desatre espiritual de este siglo XXI con gangrena meditativa, dándole golpes a un coche aparcado, tiritando de frío, con las pupilas sobresaliendo por encima de sus cejas, con el alma en el desierto de arena del síndrome de abstinencia, alucinando con proclamas del desastre que, bien mirado, no son tan alucinantes sino reales como la caries de este desatino occidental enclaustrado en las aulas del imperio yanqui, maldiciendo a mamporros el día en que nació, hiriendo la poesía del sosiego de la calle, y me digo: otro más, sin duda ni pailativos de conciencia ni intromisión de mediocres condescendencias de las que ya va estando uno harto, carne de cañón, inminencias del desencanto atroz del despropósito provocado por la inseguridad establecida como parámetro al uso, como moneda corriente, cual serpiente de cascabel del run run del olfato que ha ido adiestrando a la miseria humana representada en este cuadro infame de la realidad. Hay que joderse. Me desplazo hacia mi zona preferida para sentirme ciudadano de esta ciudad, hasta ese cruce de caminos configurado por las calles Veláquez, Tetuán, San Eloy y Sierpes, o sea hacia La Campana que redobla muchedumbre y compás de compras al por mayor de los almacenes de moda, ruido del trajín vespertino de un mes de Noviembre en ascuas de unas sospechosas rebajas contaminadas de indecisión, de contrabando, de desigual pragmatismo con las manos atadas a la cintura de la duda del no saber a qué prendas dirigir la mirada, como sonámbulos indefensos y narcotizados, como zombies inermes ante la avalancha de estímulos, y aparece ante mí otro de esos a los que deseo darle un hueco en mi afán novelesco del Esplín baudelierano con el que nutro mis paseos: un señor delgado y erguido, impasible ante el vendaval de la abundancia, solo en su Ínsula Barataria de permanente necesidad de decir lo que piensa sin levantar la voz, acuciado por el sencillo afán de mostrarse ante los demás como nadie tiene coraje a hacerlo, paseando con la tranquilidad con la que Robert de Niro vuelve a casa en Taxi Driver, a lo suyo pero con las ideas muy claras, levantando una pancarta en la que proclama la sinrazón y el desatino de lo que no tiene parangón, que si la iglesia, que si el capital, que si el dogma y la educación, que si la sinrazón de lo que no tiene ni pies ni cabeza, ahí, con su pancarta, con su impecable pose de caminante de las aceras de la discordia callada y cobarde, camuflada, atiborrada de pastillas, invitada al carnaval sólo por el dinero. Lío y enciendo un cigarrillo, me doy una vuelta, pienso en escribir sobre esto o sobre lo otro, sobre lo que sea, la cuestión es escribir, pero queda grabada la imagen en mi memoria de esos otros héroes que suplican una limosna sobre uno de esos cartones en los que una caligrafía deforme y hastiada dibuja el mensaje de la pérdida de esperanza en la rueda de la producción, idos, aislados, bichos raros, Diógenes con Sida, perros del adoquín sobre el que los funcionarios de Lipasam esparcirán la mugre de madrugada, y decido ir a tomar una cervezas a la salud de todos estos locos perdidos por los que tanta admiración siento.Una de las cosas que más inquietud me causan es la poca importancia que muchos de los que frecuentemente se van de rositas le dan al hecho de ser unos pobres diablos con muchas papeletas de verse el día de mañana arrumbados por la soledad de la catástrofe personal de sentirse arrinconados como una colilla, chamuscados como el papel de plata de los yonquies, retirados del presente fugaz y continuo que no repara en buenos sentimientos.

lunes, 28 de noviembre de 2016

La palabra


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La palabra que aparece en los libros, en las Santas Escrituras, en las novelas de viajes al centro de la tierra, al corazón de la verdad, al ardor de la bohemia, a la aurora de la piedad; la palabra que rejuvenece en los poemas de amor como la encantada palabra del susurro de los versos, en las abreviaturas del cosmos, en la incertidumbre del tedio del que una palabra te rescata del dinamitado averno por la pólvora de los celos, la palabra salvavidas, la palabra de la huida hacia el frente, hacia la cuenta corriente del enigma cotidiano pretendiente de las manzanas roídas por los gusanos del estraperlo, por los perros rabiosos e indefensos ante su desesperación de malditos, de cautivos del infierno sobre la tierra. La palabra que echa fuego y arde como la tea, de rabia, de frío, de miedo, de tristeza, de melancolía disuelta en el cianuro de las malas ideas, la que se lanza por la espalda, la que trata de sacudir el alma de quienes no se encuentran presentes, palabras malolientes y estrafalarias como el uniforme de un quinqui, como el humo de una cortina de humo de un bar del suburbio, como una valla publicitaria carcomida al lado de una carretera, como el polvo que se acumula en los confines del cerebro saturando el pensamiento hasta convertirlo en la flor del mal del esperpento, en basura, en mugre, en codicia. La palabra que necesita una lupa, como la que se pierde en la memoria del crucigrama que agota la paciencia, palabras que por la inercia acaban en el barro, en el asco de sentirse uno menos humano, demasiado menos humano. La palabra, el dicho, el dime y el direte de marras, el cuento de Caperucita en el que el lobo asume el papel de niño bueno hasta que le propina la primera zarpada a su presa, la palabra en busca de la recompensa del chanchullo, la palabra impotente y cochambrosa, odiosa, hija del agobio, madrastra del acopio de riquezas barriobajeras, doctora Honoris Causa de las ojeras, palabra vacua e indigesta, meretriz de las causas mas innobles. La palabra y el si te lo he dicho no me acuerdo, la palabra del cobarde, la palabra del ausente de este mundo ensimismado en el suyo que se resume en el plano de la avaricia; qué insomnio, qué perdida de esperanza, qué aburrimiento, qué desaliento tan frecuente al que curiosamente nos hemos acostumbrado, sobornando a nuestros principios, anticipándonos a la mentira con otra mentira mas grande, raptando por el suelo como las culebras de este siglo XXI con carbón debajo del brazo, penetrando en las entrañas de los mundos y submundos de la ciénaga de la ignorancia, del conformismo borreguil y chusquero, inventándonos las palabras, hablando por hablar sin entender ni escuchar nada más que a los dictámenes de los huecos y vacíos ombligos como los carcomidos cerebros por la envidia, abriéndonos camino a codazos sin reparar en las señales de la convivencia, embadurnando la transparencia con la coartada del fiasco ejemplar con el que colgarse una medalla, al estilo del matón y del chulo de putas, del truhán y del ladrón, del inmisericorde y del misántropo, del felino y del salvaje vividor que no sabe el precio del aire que respira. La palabra, el lienzo del mensaje, el cuerpo a cuerpo de las sílabas que salen por la boca, el esqueleto de lo que ha barruntado el pensamiento, el aderezo de la dialéctica cosida a base de pespuntes muchas veces cancerígenos como los  tumores de los barrotes del rencor. La palabra, parece mentira, siendo lo único que tenemos, qué bajo hemos caído con la palabra, qué fácil nos resulta volverle la cara a una palabra conocida cuando más nos interesa, qué pobres diablos, que fantoches, qué desechos, qué birrias de hombres que todavía se atreven a vestir con corbata cuando no tienen valor a mantener en pie sus promesas, sus palabras, sus valores de seres vivos de milagro. Lo peor de la palabra es cuando no se cumple, cuando se le echa a un lado, cuando se le da boleto, aire, cuando se camufla con ese tipo de moralinas que hacen vomitar. No hay espejo que muestre mejor a un hombre que su propia palabra, y si ésta no se cumple este hombre se convierte en una sombra, en un cero, en un fantasma, en un títere sin cabeza, en un animal sin alma, en un charlatán, en un tío mierda.

martes, 15 de noviembre de 2016

Viaje a ninguna parte


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Con la vida por delante, con el reloj en el olvido, con lo puesto y predispuesto a la aventura de pasar gran parte del día fuera de mi casa, de la Zeca a la Meca, de la esquina en la que se pinta al óleo el otoño a la orilla del Río Grande del paseo de las Delicias, de las entrañas de un museo a la terraza de la calle San Fernando en la que saben cómo me gusta el café, en este martes de noviembre soleado en el que da gusto transitar ligero de equipaje por Sevilla, me decido a camuflarme de nuevo bajo el aspecto de estudiante y a deambular entre la gente que le va haciendo paso al tranvía en mitad de la Avenida de la Constitución, con esa apariencia que adquiere uno tratando de viajar al pasado pisando el suelo de un afortunado presente posibilitado de mantener los cinco sentidos alerta tratando de no perderme nada, con la mochila al hombro llevando conmigo Los placeres y los días de Marcel Proust y los Escritos de un comedor de opio inglés de Thomas de Quince, ambos recién adquiridos, ambos deseando ser abiertos y explorados, leídos, tocados, olidos incluso, con ese vicio que tienen los lectores de aproximarse al perfume de la palabra escrita para introducirse en lo narrado haciendo en primera instancia uso del olfato, del órgano de la memoria. Me cruzo con un grupo de mujeres y hombres más bien octogenarios que atraviesan la confluencia entre las calles Alemanes y García Vinuesa y al escuchar el murmullo de sus conversaciones, de las que rescato algún que otro comentario, me acuerdo de mi padre, un hombre de más de ochenta años que conoció España entera gracias a sus itinerantes desplazamientos para trabajar de feria en feria como camarero en aquellos tiempos en los que una de las aspiraciones de muchos de los jóvenes de sus edad era llegar a ser matadores de toros, con esa solvencia en la que nadan los sueños entre la valentía, el orgullo y la imaginación sobre un futuro que deje de tener pan duro en el cajón, con esas ansías por ganar dinero mostrando un valor inusitado, con esos resquemores grabados en la piel del sufrimiento de quienes nacieron en el treinta y seis, el año de la guerra incivil al que le sucedieron los de la total falta de recursos, los, como nos explicaban de pequeños, años del hambre. A las puertas del ayuntamiento hay un montón de jóvenes ciclistas guiados por alguien que les explica que la estatua ecuestre que se encuentra en mitad de esa plaza es la del rey Fernando III de Castilla, conquistador de la ciudad en 1248 y declarado santo por la Iglesia católica en 1671, y que su momia incorrupta puede ser vista un día al año en la catedral; más adelante comienza el repertorio de artistas callejeros que tanta admiración me despiertan: conjuntos de instrumentos de viento tocando pasodobles o versiones de bandas originales de películas; mimos y malabaristas vestidos de payasos como salidos de una novela de Heinrich Böll; caricaturistas raudos como el rayo que no cesa en sus habilidades de maestros en la instantánea del retrato satírico e irónico; el Mariachi de célebre barriga y voz de barítono que frecuentemente se pone en la fachada del Banco de España; la farándula con billete de ida, y nunca se sabe si de vuelta, a ninguna parte, como yo, que prefiero que se vaya encargando el cuerpo de llevarme en volandas hacia esos lugares a los que sólo se llega cuando uno se decide a perder el sentido del tiempo y a orientarse por el mágico instinto del azar, por las rosas del viento de los fotogramas del casco antiguo, por los senderos mas insospechados mediante los que atravesar el Barrio de Santa Cruz para desembocar en los Jardines de Murillo, fugitivo de las obligaciones de mi oficio, instalado en el reino de las voces, a lo mío, a mi bola de cristal esmerilado, a mi rollo de papel en el que escribir cuatro cosas con las que ir tirando en este nulle die sine línea como propósito para seguir viviendo la búsqueda de mi tiempo perdido.

lunes, 14 de noviembre de 2016

El tren de los libros


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Entro en una biblioteca y noto de inmediato cómo todo se transforma en el emocionante preludio del par de horas en las que la dedicación al estudio y al silencioso hábito de la lectura se amoldarán fácilmente a mis mejores deseos de tranquilidad, de grato exilio en esa especie de mundo aparte con el propósito de salir de él transformado, enfrascado, satisfecho por el descubrimiento de uno de esos autores de los que uno ha escuchado muchas cosas y de los que todavía no ha leído nada. Esta tarde he entrado por primera vez en la biblioteca Felipe González Márquez de Sevilla, tan cerca de mi casa y tan lejos de mis planes de mis últimos meses, empecinado en visitar siempre las mismas, las conocidas, las que más a mano me pillan y en las que he ido dejando una parte de mi adaptación a esta ciudad, a las que me dirijo con la inercia de un sonámbulo que no tropieza con los jarrones del pasillo de una casa en plena madrugada: las bibliotecas Alberto Lista de la calle Feria y la Infanta Elena de la zona del Chile, en las que parece como si mi rincón preferido en cada una de ellas me estuviera esperando con un invisible cartel de reservado, una silla y una mesa en las que poder montar el campamento de la reconciliación con el mal estudiante que fui cuando tuve la oportunidad de estudiar en la universidad, junto a los pasillos que conducen a los volúmenes de arte y de filosofía, ese lugar que el azar le reserva a mi familiarizada presencia con la de otros usuarios que van allí a leer el periódico o a tomar ejemplares en préstamo, a merodear por los estantes con ese aire de cazadores de respuestas que tienen lo ratones de biblioteca. Hay usuarios de las bibliotecas a las que voy que gozan de una cierta pose novelesca que los aproxima a la figura del profesor digno y trabajador, comprometido y serio, culto y humilde, amante de las reflexiones y fieles al lenguaje del progreso meditado en base a las líneas que marcan las fronteras de los derechos del hombre. No se desprende uno de la fabulación nunca, siempre tratando de intuir a qué se dedicará su vecino de mesa en función de los libros con los que ande liado, en los que se encuentra la solución a esas miradas clavadas en el infinito de las dudas de los que parece que viven en la biblioteca, los que estaban cuando uno llegó y siguen ahí cuando uno decide marcharse. La primera impresión que he recibido en mi recién estrenado lugar de retiro espiritual es la de una paz anticipada que iba palpando antes de llegar, una paz que hacía tiempo que no encontraba y que tiene que ver con la temprana hora de la tarde en la que me he dirigido allí y con la ubicación del edificio, justo al lado del río, en una zona propensa al paseo y a la meditación acompañada del balanceo de las ramas de los árboles de la calle Torneo cuando se camina por la orilla del Guadalquivir. He comenzado a escribir y al instante me he dado cuenta de que lo único que se escuchaba en la sala era el tic de mis dedos sobre las teclas del ordenador. Más tarde han ido llegando estudiantes, padres y madres acompañando a sus hijos y ayudándoles a hacer los deberes, ancianos en busca de una revista con la que matar la tarde, vigilantes justificando su presencia y moviéndose con torpeza entre los carros y los mostradores de recepción; entonces ha cesado esa primeriza calma y la escena ha ido paulatinamente introduciéndose en un halo de sonidos de fondo, ese tipo de músicas clásicas que emiten los cuerpos, los gestos, las puertas, los muebles y los tiradores de los cajones. Una de las destrezas que he ido adquiriendo con el paso de los años es la de no perder la concentración durante la lectura ni la escritura a pesar de que alguien esté hablando justo a mi lado o un monótono y discordante ruido se esté produciendo mientras me sumerjo en mi mundo; hasta el punto de que una cierta dosis de compañía nunca me disgusta, como por ejemplo cuando viajo en Metro o en un autobús urbano, o cuando me reclino en el asiento de un tren y me dejo llevar por la imaginación entre las perspectivas del paisaje y las voces de los pasajeros sentados a mis espaldas, haciendo de todo ello un mural con el que la lectura se ve alimentada con las trufadas secuencias que la realidad le brinda a quienes no conociéndose de nada se encuentran juntos por unas horas, como en las compartidas mesas de estudio de las bibliotecas, a bordo de ese otro tren de los libros.  

sábado, 12 de noviembre de 2016

Sexto día


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Disfrutar de una mañana libre de sábado es uno de esos placeres de los que uno disfruta aún más si se lo ha encontrado sin proponérselo, sin esperárselo, fruto de la flexibilidad de un cuadrante, de la tregua que a veces nos conceden los horarios en esta emboscada de producción de la que para salir indemne conviene refugiarse en el interior del pensamiento más positivo del que uno sea capaz no dejándose arrastrar por las quejas y lamentos de muchos de cuantos nos rodean ya que, aunque justificados, pueden conformar el arma letal con la que se vienen abajo los castillos de las ilusiones, el desafío de los proyectos y lo que es todavía peor, el merecido y continuado impulso que nos hace mantenernos en pie creyendo en lo que hacemos. Estoy tan acostumbrado a la obediencia debida al trajín de un oficio que suele tener durante los fines de semana tendencia al ajetreo, que a la par que disfruto de un resquicio de inesperado tiempo libre siento la extrañeza de no encontrarme trabajando, y tal vez por ello disfrutando aún más de cada cosa que hago, como bebiéndome el zumo de naranja de las calles de Sevilla camino de la librería de saldo que visito a diario. Esto de esta mañana de disfraz de estudiante y visita a los amigos del barrio que gozan del vicio compartido de la literatura y el pensamiento, además de proporcionarle a uno un respiro le da también la posibilidad de comprobar a lo que sabe una mañana de sexto día sin hacer nada más que lo imprescindible, o sea ese montón de pequeñas cosas con las que se afrontan de diferente manera las dudas sobre la organización personal y el equilibrio entre vida y lectura, entre cesta de la compra y existencias del frigorífico, entre ropa planchada y colada pendiente, entre bombillas cambiadas y tornillos domésticos apretados con ese tipo de destornilladores que actúan como perfumando el hogar con el silencio de las bisagras bien engrasadas. Cuando uno dispone de un poco de tiempo se pregunta cómo sería vivir sin dejar de hacer lo que a uno más le gusta haciéndole sin demora caso al cuerpo en cada deseo que éste le pida, manejando con libertad la luz del día, tumbándose cuando a uno le viene en gana disponiendo de la calma necesaria para pensar cuál será la siguiente ciudad y el próximo libro, la siguiente película o el próximo restaurante o teatro o auditorio en el que escuchar a esa filarmónica con la que sentir el huracán del terciopelo de los violines entrometiéndose en los huecos que el alma comparte con el corazón. Ayer, cuando estaba a punto de terminar mi jornada de trabajo, cuando estaba ya pensando en cómo organizar el día de hoy, recibí la grata noticia de que esta mañana de sábado otoñal con pinta de albaricoque escarchado gozaría de uno de esos despertares con los que la claridad del amanecer inunda mi apartamento, pudiendo después dedicarle un buen rato a desayunar en la Alameda de Hércules acompañado de un ejemplar de Babelia y de la presencia de toda esa gente que va de un lado a otro en esa zona tan frecuentada por jóvenes con perro y fular, con firme parsimonia de gusto por el cambio, de esperanzas puestas en un líder político al que anda uno ya aburrido de que lo llamen "el de la coleta". En este país, cuando no sabemos cómo llamar a alguien, siempre recurrimos a una parte de su aspecto con la que denominar al conjunto de la persona, y normalmente lo hacemos con un aire socarrón que contiene un cierto matiz y cualidad de ignorancia que expresa muy a las claras lo poco que nos hemos parado a pensar en el ser humano al que nos referimos, quizá muy hartos de que no nos vean a nosotros mismos como nos gustase que lo hicieran, y de ahí nuestro empeño en el recurso del apodo con aires caricaturescos para tratar de resarcirnos de nuestros propios defectos/excesos. El tiempo se va con la misma facilidad con la que las palabras se las lleva el viento, el tiempo es mucho más nutritivo cuando con él alimentamos nuestras pupilas y no desfallecemos en el gerundio del verbo vivir, aquí y ahora, en esta mañana de sábado sevillano templado/destemplado en la que las sombras de las figuras de los árboles son la versión sureña de lo cerca que se encuentra el Polo Norte de la tibieza con la que se templan los cuerpos parados al sol de un parque o de una plazoleta, en la cuna de la belleza en la que tantos pintores aprendieron la composición de la textura de la inmortalidad de la naturaleza.

jueves, 10 de noviembre de 2016

Los placeres y los días




Me aficioné a coleccionar los artículos de Francisco Umbral durante mi mera presencia, que no alcanzaba ni a la categoría de oyente, sentado en la última fila de un aula de instituto, en el transcurso del sinuoso curso de un C.O.U. prolífico en poesías que nunca fueron enviadas a una chica de ojos rasgados que parecía haber salido de un bloque de mármol esculpido por Rafael. La parte trasera de mi carpeta estaba habitada por los artículos de Umbral, recortados con cuidado de paleontólogo concentrado, que yo leía una y otra vez mientras lo único que me hacía despegar los ojos de la lectura eran las explicaciones de Don Enrique a cerca del doble dativo en latín, cosa que a mi me resarcía un poco de mi rotunda negación para con las ciencias exactas/inexactas. Por las tardes y durante los fines de semana solía ayudar en el negocio familiar, y aquello, además de aportarme las lecciones de los maestros que por allí pasaban, su gramática parda, su sentido de esa sabiduría de barra compartida con gentes de todos los oficios, me dejó también el gusto y la afición por la prensa, y particularmente por los columnistas que opinan diseminando el mural de la realidad introduciéndose en la actualidad a base de pinceladas impresionistas que Umbral prefería transformar en puro y duro presente de indicativo del verbo escribir, en ese presente en el que la mejor receta para la inspiración consistía, según él, en haber descansado bien, escribiendo dos artículos al día, uno para comer y otro para beber. En aquel bar se ponían a disposición de los clientes los diarios El Mundo, Jaén y Marca, o el Jaén y el Marca, con ese significativo artículo delante que solemos añadir los españoles de casa encalada y quinieleros sueños de domingo por la tarde a los nombres propios: la Sonia, el Pepe, la Chari, la Rosarito y así todo seguido hasta el final. En Los placeres y los días, título de la columna que escribía Francisco Umbral, situada en el margen derecho de la contraportada de El Mundo, y de cuyo título no tenía yo aún ni idea que procediera de Marcel Proust, lo primero que saltaba a la vista eran los nombres de algunos personajes de actualidad escritos en negrita y, una vez introducido en la lectura, el uso de una barra con la que separaba dos palabras cuyo significado dejara claro la doble posibilidad de entender lo que se pretendía decir, abriéndole siempre las puertas a la riqueza del léxico y dejando un margen de posibilidades para el juego mental de quien lee, sonsacando una sonrisa cómplice entre la pluma del autor y la reflexión del lector, del joven lector que por entonces escuchaba a Pepillo el fontanero decirme "nenillo" maldiciendo su úlcera de estómago con una copa de anís del Mono en la mano. Aquel hombre, Paco Umbral, escribía como pensaba, sus palabras brotaban del manantial de su pensamiento y quedaban plasmadas con la contundencia de los pegamentos extra fuertes, mientras yo empezaba a notar que eso se correspondía con algo que tenía que ver con su audaz y precisa observación y con su decisión de querer contarlo todo tal y como lo veía, como yo lo veía mientras despachaba soles y sombra y combinados todos ellos llamados cubatas a una concurrencia experta en las lides de pillarle las vueltas a las obligaciones conyugales, doctores todos ellos de la academia en cuyas lecciones aprendí lo que no encontraba en los libros. Aquella forma de escribir tenía que ver con sus ganas de vivir un oficio al que Francisco Umbral había llegado de manera autodidacta, devorando uno a uno los libros que iba cogiendo de las estanterías de la biblioteca en la que trabajaba su madre, sin carrera ni título ni diploma ni máster ni más, como diría Pepillo el fontanero, chinches que la manta llena, y con su convicción de no poner blanco sobre negro nada que no fuera de manera deliberada, meditada y pensada para la ocasión, haciendo trajes a medida de las noticias y en favor del rigor del lenguaje literario, en defensa de una lengua de la que, por cierto, ironías de la vida, nunca fue académico. Todo parecía estar muy medido y como dejando al mismo tiempo un hueco por el que se pudiera colar el más común de los vocablos que se escuchara en el bar y en el metro, en la oficina y en la tienda, en la parada de taxis y en la frutería, en la calle, donde la vida fluye con sus gotas de esplín/spleen atrayendo a la mente del eterno observador en el que se convierte todo escritor que acaba haciendo de sí mismo el género de su obra. Aquello, ese estilo a la vez desenfadado y matemáticamente calculado, me cautivó y supuso para mí como un estímulo hacia la persuasión de que también podía encontrarse uno amigos, gente con cuyas voces conectaba y en las que se instalaba tan a gusto como en un baño de agua templada, en la lectura del periódico; más tarde, hubieron de pasar años, fortalecí mi amistad con Umbral en sus novelas, en su Mortal y rosa, en su Las Ninfas y en su Leyenda del César visionario, en sus crónicas madrileñas, en las cartas a su mujer y en su presencia, como mirándome por encima del hombro, a la hora de hacer mis primeros ejercicios de aficionado al amanuense hábito de la escritura. Desde entonces, desde aquel año de C.O.U. en el que las tuve que recuperar todas en septiembre, frecuento a Paco Umbral, de él me alimento sobre todo en otoño, cuando parece como si su prosa estuviera conectada a los latidos de la poesía de las esquinas, a las costumbres del barrio, al azar de los encuentros furtivos y solitarios del Baudelaire que llevamos dentro con el inagotable trajín de la fuente existencial de la ciudad, con el suelo en el que las manchas de aceite se convierten en metáforas, con las alarmas y los tirones y los tacones y los labios pintados de un sospechoso carmín, con las solapas de los Dandies almidonadas hasta el tuétano de las apariencias más dispares, con el hábito de pasear la calle habitando en el reino de las voces que le van a uno haciendo testigo privilegiado del espectáculo de la vida.