lunes, 26 de enero de 2015

Gratitud.



Uno es un poco de todo lo que ha ido aprendiendo, un poco de lo mejor de cuanto ha conocido, un poco de esas cosas que ha decidido que lo mejor es no aprender, un poco de todo aquello con lo que se ha ido quedando grabado en su comportamiento, en los hábitos que acaban configurando la representación de su código de barras. Desde la educación que recibió de sus padres, hasta las travesuras que le enseñaron algunos de sus primeros compañeros del colegio, uno se va transformando, moldeando poco a poco en la persona que es. Uno va pasando por la vida de isla en isla, ganándosela en combates diarios, en los asaltos que la existencia le tercia sobre el ring de la convivencia, enfrentándose a las desavenencias que la realidad es capaz, sin que se ponga demasiado empeño en ello, de brindarnos, defendiéndose con las armas del aprendizaje, con las lecciones de todo lo que le ha ido ocurriendo antes. Tendemos, con facilidad, a olvidarnos, a no pensar demasiado, a incongruentemente desentendernos, de algunas de las partes fundamentales del rompecabezas en el que que consiste nuestro esqueleto vital, por todo un poco; unas veces son las circunstancias, otras la distancia y otras la mera desidia, la pura y dura desidia  y el triste egoísmo de no tener ganas de verle la cara a nadie, la inmadurez del abatimiento, el sentimiento de pobreza espiritual latente en esos periodos en los que después de haber luchado denodadamente no le han salido a uno las cosas todo lo bien que hubiera querido, cayendo en la indefensión que acarrea toda falta de esperanza propia de los desajustes, de las equivocaciones de las que nadie se encuentra a salvo. Pero no hay escusa que valga. A eso también se aprende cuando uno es un soñador nato: a perder. Pero a perder, inocentemente, también se aprendía jugando a los dados mientras bebíamos litros y litros de cerveza y más de uno nos enamorábamos de la misma chica; a perder, de esa manera en la que se estaba forjando el carácter de unos cuantos chavales, se aprendía cuando a uno se le colaban innumerables balones por debajo de las piernas y le tocaba darse un paseo hasta el fondo de la portería. Perdíamos el tiempo, ganándolo a nuestra manera, en aquellas tardes en las que ninguno de nosotros se cambiaría por un Rolling Stone, ni por uno de los Hermanos Urquijo ni por un Sabina; a perder de vista los libros de la EGB estábamos empezando a aprender en aquellas aulas en las que todavía el rigor por el estudio y el método de los comentarios de texto eran habituales en nuestra enseñanza, en una enseñanza en la que, incluso en el peor de los casos, el beneficio de la cultura estaba muy por encima de los listones que más tarde se han impuesto ante nuestra cara de incrédulos. Esta es una declaración de gratitud hacia todos aquellos que me enseñaron la parte más humana con la que uno pueda encontrarse en su adolescencia y primera juventud, en esa primera juventud que se estira hasta hoy en día en muchos de mis recuerdos.

viernes, 23 de enero de 2015

El ilustrador



No conocía a Quint Buchholz hasta que el otro día dí con su libro En el país de los libros, en el que a medida que van pasando las páginas va gozando uno de un magnífico paseo por el mundo de la lectura a base de la presentación de diferentes láminas pintadas por el autor; dibujos y pinturas que aluden, que tienen que ver, que te meten de lleno en el sentimiento del planeta, del absoluto y la totalidad que encierran los libros; alegorías y ejemplos, situaciones en las que se van describiendo los diferentes estados en los que un lector puede llegar a encontrarse y todo lo que puede acabar haciendo; los mundos en los que puede uno aterrizar por culpa de la lectura, las situaciones, el significado total del hábito como que leer es saltar a la aventura o, como decía Fernando Pessoa, que leer es soñar de la mano de otro. Para Buchholz leyendo se ve el mundo bajo una nueva lupa, dejan de dar miedo las alturas, son rehuidos ciertos ruidos y pantallas/barreras/fronteras, o puede que haya ciertas obras que no nos gusten y las dejemos marchar, volar, irse, o como diría Andrés Trapiello: libro que no has de leer déjalo correr. Leyendo, según el autor, podemos mudarnos a antiguas batallas, encerrarnos en el baño de casa o pasar la noche acompañados por las rimas. Hay algo que de Bunchholz instintivamente me lleva a René Magritte: el uso de los colores, el reparto del espacio, algunos objetos, el trasfondo de unas composiciones aparentemente surrealistas en las que los elementos de la realidad se reunen llevando cada uno de ellos a cabo el papel que le corresponde para que se pueda entender el mensaje de la pintura. Sentir los latidos del corazón, comprobar cómo algunas veces los libros no te dejan ni ver; cómo hay quienes sea cual sea el tamaño y la densidad del ejemplar no se dejan vencer. A través de la lectura podemos nutrir la imaginación de los niños contándoles las historias que hemos leído; podemos incluso acercarnos a nuestro enemigo, o bailar de alegría porque nos han seducido, o abatirnos en el preciso momento en el que presentimos el final. Leyendo podemos inspeccionar sitios secretos, o recrearnos en la parsimonia del mero acto de leer, o coleccionar bellas palabras así como edificar un mundo en otro tiempo y en otro espacio, en otra galaxia, en nuestro planeta, en el planeta del alma nuestra. Podemos, mediante el maravilloso hábito que nos ocupa, amar enclaves desiertos o arroparnos con nuestros propios sueños, y nunca sentirnos solos cuando oscurece el cielo. Podemos trepar por montones de libros alcanzando el espacio tremebundo para ansiar encontrar, una vez allí subidos, una buena vista sobre el universo.

jueves, 22 de enero de 2015

Thriller



Justo antes de comenzar a ver una película, mientras me acomodo en una butaca del cine, voy haciéndome a la idea de lo bien que lo pasaré en ese acto que supondrá el descubrimiento, la visión de un documento a base de imágenes, la película, ese mundo inventado con retales de la realidad como se inventan las novelas, diseñado por la mente de un director: la creación, la estética de la fotografía y de las bandas sonoras, los reflejos y los múltiples destellos de inteligencia que trufan los guiones, las distintas panorámicas desde las que puede ser observada la vida, o la contemplación de la misma desde el punto de vista de la madurez alcanzada por algunos personajes; el diseño, la ambientación en una época concreta sin que se escape ni un detalle, la jerga, el discurso, el mensaje, la moraleja. Anda uno a la espera del diferente mundo inmediato por el que va a darse un paseo, que en ocasiones puede acabar siendo un viaje, esperando encontrar en la proyección rasgos de la vida que pertenecían a lo inaudito, a lo desconocido, a lo no visto ni palpado ni sentido ni leído, y puede que ni imaginado: contrastes, situaciones no experimentadas con las que aprender, en las que vivir momentáneamente un poco de otra existencia dentro de esta misma, como cuando uno se mete de lleno en las páginas de un libro que durante un rato le hace vivir una doble vida, en el tiempo y en las costumbres del interior de la páginas, en sus formas de entender, en sus leyes y en sus cánones establecidos, en la constante comparativa con el suelo sobre el que uno se encuentra y la consecuente reflexión tras la que las conclusiones suelen ser el fruto de un buen aprendizaje.
No deja uno de ser un voyeur, un mirón desde un agujero hecho en la pantalla, viendo una película, a salvo de las circunstancias que deparen las escenas en las que el peligro acucia más constantemente. La emoción anticipada va ya sintiéndose desde el momento en el que uno sale de su casa, a sabiendas de que le esperan un par de horas, o más, sumergido en otra existencia. Es ésa para mi una de las más originales particularidades del cine: la posibilidad de meterse en una especie de refugio como el niño que se inventa un submarino debajo de las sábanas, para pasar en él un par de horas largas cargadas de inesperados acontecimientos, de un porvenir embalsamado por la ficción, por el cuentacuentos de la imaginación basada en la realidad, en otro mundo cuya frontera con el del más acá reside en uno mismo, en el ángulo de visión que mantiene alerta y bien despiertas las emociones.

lunes, 19 de enero de 2015

Ahora que lo pienso



Ahora que lo pienso, después de haber tomado café en el Solito posto de la Alameda de Hércules, paso un montón de horas en mi lugar de trabajo. He llegado a esta conclusión, en este sitio, tras comprobar que normalmente es la misma persona la que me atiende vaya a la hora del día que vaya; es un chico argentino que ironiza con frecuencia acerca de cualquier cosa, como todos los argentinos, y que lleva muy bien su oficio, su esfuerzo, su dedicación, mientras a mi se me ocurre pensar lo que a algunos clientes del lugar en el que yo ejerzo. Ha sido justamente entonces cuando he recordado que ayer, en el hotel en el que trabajo, durante el servicio de la cena una clienta me comentó que siempre que salía o entraba del hotel me veía allí, en el restaurante, haciendo una cosa u otra, saludando a los clientes o haciendo anotaciones, con un trapo o con un papel o con una carpeta en las manos, a lo mío, atendiendo una llamada o explicándole algo a cualquiera de los alumnos de la escuela de hostelería insertada en el mismo establecimiento, en el mismo escenario. Y es que toda dedicación, cuando cuenta con la suerte de la vocación, se convierte en una forma de vida; no quiero decir que en un divertimento, pero con frecuencia si, también, por supuesto, claro, es evidente, no lo dudo, lo pienso, he tenido la ocasión de comprobarlo y ahora, después de algunos años, tengo la sensación de volver a creer en el trabajo. 
Paseo por entre las estanterías de la biblioteca y compruebo que a penas hay libros a cerca de la metafísica, de la esencia, que encierran muchos oficios a parte del de la literatura o el del periodismo, o la política. Nadie ha escrito todavía sobre la sensación de convertirse en un carpintero de verdad, en un maestro de la madera esculpida, tallada, medida, atornillada e insertada, limada y lijada. Nadie ha escrito sobre lo que un electricista o un carnicero, o un pescador o pescadero, o un fontanero o un vendedor ambulante o un hortelano sienten cada vez que hacen bien su trabajo. Las razones son contundentes, todos las sabemos, nos las imaginamos con tan solo ponernos en la piel de los que suelen realizar esas tareas, algunas de ellas tan artísticas, que muy pocos reconocen; y porque, al pan pan y al vino vino, el éxito, lo valioso, a lo que hay que aspirar, lo que merece la pena para ser alguien, el objetivo, el triunfo, está en otros oficios más dados a otra serie de artes: las malas artes de la rapiña y el primer plano. Mientras tanto, y con la fortuna de poder contarlo, hemos de seguir felices con lo nuestro.

miércoles, 14 de enero de 2015

Inventarse un dios



Buena parte de lo que nos sucede depende de nosotros, de nuestras decisiones, de la tramoya de nuestros planes, pero no todo, afortunada y/o desafortunadamente. Hay ocasiones en las que uno es capaz de dominar y determinar las causas y consecuencias de sus actos, y otras en las que todo sucede de una manera tan fortuita que casi no da tiempo a pensárselo dos veces. Entre la premeditación, la reflexión, la intuición, la decisión y el cálculo se extiende un campo de visión en el que se encuentra la resolución de los enigmas de las resoluciones. Pero quién es el guapo que tiene la llave del cofre, que se encuentra justo en medio de ese paisaje, en el que están la soluciones de los jeroglíficos que continuamente andamos buscando. A veces siente uno que el hecho de no haber tomado una determinación ha sido lo que precisamente le ha llevado a atracar en buen puerto el barco que de otra manera hubiera naufragado si hubiera seguido el instinto, la intuición, que no siempre se aproxima a lo más conveniente. El azar juega un papel importante, por eso pienso que lo que hay que mantener firme es la esperanza en uno mismo, el autocontrol y las aspiraciones al desarrollo personal, el solo saber que no se sabe nada, la humildad y la salud, la sabiduría y la constancia, el tesón y la voluntad de querer continuar en la brecha de la vida, con sus más y con sus menos. 
Hoy en día es muy fácil ver a gente cabizbaja; todo se llena de desconsuelo, como un ascensor pintado de gris y sin espejos; todo se hunde a partir del momento en el que hay un hombre pidiendo limosna en cada esquina y un loco perdido clamando en mitad de la calle, y dando miedo. Miedo es lo que le da a uno de verse así algún día, por eso no dejo de pensar, además de en el tiempo, en la locura, en lo fácil que es alcanzarla, ser poseído por ella, sumergirte en ese lodazal de arena mezclada con agua infectada de desaliento. Quien más y quien menos ha tenido la oportunidad de sentirse tan mal alguna vez como para desear mandarlo todo al fondo del mar, pero nunca sabremos cómo se siente un hombre de esos que se cruzan con nosotros por la calle con cara de desquiciados, de idos, esos hombres cuyas cuencas de sus ojos son tan profundas como el abismo que los separa de la realidad; esos hombres cuyas uñas son largas y negras, saturadas de suciedad, cuyos cabellos parecen de cartón de lo apelmazados por la mugre que se encuentran. Cada día llevo peor eso de estar habituándome, de estar acostumbrado ya, al paisanaje durmiendo sobre las aceras, o tapados por cartones en inmundos soportales rociados con meadas de la bípeda fauna de la ciudad. Cada día llevo peor eso de sentir que las cosas son así, aunque así sean, y no tengo más remedio que inventarme algún dios para darle las gracias, tal vez el mismo que me acompaña y en el que pocas veces pienso. 

martes, 13 de enero de 2015

Otra vez




Salir a la calle en un día libre es como pararse a pensar por dónde empezar, qué hacer primero, con qué continuar, en qué invertir de la manera más urgente el tiempo del que se dispone. Ayer dejaste cosas inacabadas, lecturas pendientes, llamadas que se retrasaron y no acabaron haciéndose, y hoy sientes las ganas de apretar el tiempo, de comprimirlo, de que te de tiempo a hacer todo lo que sabes que no te dará tiempo a hacer, de jugar con el tiempo pero sin jugar con el fuego que lleva dentro, de meter toda una vida en un día de tu vida, de la vida. Algo así decía Juan Ramón Jiménez, lo de una vida en un día, cosa que por cierto ahora viene a recordarnos Antonio Muñoz Molina en su nuevo cuaderno Visto y no visto. La tentación de salir a pasear ininterrumpidamente, el gozo de sentir que se tiene por delante toda una jornada sin obligaciones, con la posibilidad de no tener por qué escuchar a nadie; el aliento de saber a ciencia cierta que hay películas esperando, y bibliotecas, y bancos en el sol de un parque, y bares con cervezas rebosantes de espuma, y tardes que se enfrían en este invierno sevillano que tan templados medios días nos ofrece, y amigos con los que al cruzarse uno por la calle sonríen y te hacen quedar para otro día en el que cabrá otra vida. Siempre la intuición de dirigirse a un sitio y no a otro, siempre el antojo o la tentación de empezar una novela cuando no se ha terminado de leer otra, por el gusto de comenzar a hacerlo, por la irresistible tentación de quedarse con la primera frase, por la distracción implícita en la holgazanería y la libertad ejercida con la mayor de las benevolencias, por el curso de la felicidad de sentirse a gusto. Luego, el tiempo como obsesión, en medio de toda esa ancha nube de espuma; el tiempo, las horas, los días, los meses y los años; la edad, lo que va quedando, la reincidencia, el imán que me lleva a querer escribir sobre lo mismo; los mecanismos del cerebro llevándome a la reflexión sobre el tema, sobre el mismo tema, sobre el tiempo de nuevo, nuevamente, otra vez.

sábado, 10 de enero de 2015

Conservatorio



Para quienes escribimos por afición, por gusto, por ganas de decir y de tener algo que decir, es un lujo acoplarse al teclado y dejarse llevar por la leve melodía de las diferentes músicas clásicas que desde la lluvia, pasando por la del agua al caer regando las macetas, pueden ir hasta la del ruido de los niños que juegan en el patio de un colegio, o la del murmullo de quienes se encuentran en un locutorio tratando de conectar con seres que se encuentran a miles de kilómetros de distancia. Tal vez por el hecho de haberme acostumbrado a trabajar escuchando a mucha gente hablar al mismo tiempo, y por consistir mi oficio en una curiosa mezcla de concentración hacía los movimientos y mensajes de mis compañeros y a la adaptación a los diferentes microclimas que conviven en una sala, simultáneamente, sin dejar de prestar atención a la partitura que durante cada servicio interpreto junto a mi equipo, no me cuesta demasiado esfuerzo abstraerme en la escritura aunque estén sucediendo cosas a mi alrededor o se estén produciendo los más comunes sonidos domésticos de esta cada vez más envasada al vacío existencia.
Para mí, otra de las suertes en forma de música clásica de la que gozo desde que llegué a Sevilla es vivir cerca de un conservatorio. En mi calle, nada más salir a una terraza, balcón o ventana, se puede escuchar, todos los días y a cualquier hora lectiva, y a otras que sorprendentemente no lo son tanto, la entonación de diferentes instrumentos. Trompetas, trombones y violines; pianos, contrabajos y saxofones; percusiones y clarinetes. Melodías con las que la calle se convierte en un lugar de ensueño, en un privilegio para quienes por ella pasan y se encuentran con ese regalo como caído del cielo para los oídos. Es frecuente, debido a la cercanía a la que en esta zona unas terrazas se encuentran de otras, tender la ropa y escuchar a jóvenes estudiantes del conservatorio interpretando piezas que uno recuerda pero de las que desconoce el nombre; piezas que ahora no suenan ni en la radio ni en un cedé, ni en Internet ni en la tele ni en una cinta de cromo ni en un disco de vinilo; piezas que constituyen uno de los placeres accesibles, la fortuna, de la vida en este barrio de San Lorenzo. Mozart, Debussy o Chopin; Beethoven o Bach; no lo sé exactamente, pero todo ello, las furtivas escuchas, me alientan a investigar, a prestarle más atención a la historia de la música, como quien a los cuarenta años se entera del nombre de determinadas plantas y descubre la belleza del estudio de la jardinería y la botánica. Esas notas proceden del interior de unas habitaciones que uno se imagina misteriosas y cargadas de musas, de profesores con batutas y atriles rebosantes de apuntes y de pentagramas; habitaciones en las que la armonía y el unísono de los tonos y los contrapuntos son la tónica dominante que toca el cielo con los dedos mientras cuerdas, mástiles y teclas son acariciadas, mientras se busca la clave tensando una clavija; habitaciones ensimismadas en la concentración, en la belleza, en la contemplación de la música, en el arte de vivir el silencio perfumado. Y en esas sensaciones sonoras se puede adivinar la mayor o menor destreza de quienes tocan, incluso hasta la cara que pone alguno de ellos, la satisfacción de ver cumplido el objetivo y de haber logrado avanzar un paso y la enconada constancia de continuar en ese proceso, en ese duro proceso, que tienen todos los comienzos de las cosas que nos acaban dando grandes satisfacciones, como el de haber dado tantas vueltas para obtener como recompensa el sonido de la música del conservatorio de mi calle.

miércoles, 7 de enero de 2015

Multitud



Hombres, muchos, muchas, hombres y mujeres, van por la calle, juntos o separados, en pareja o en trío o en solitario, cogidos de la mano o a la buena de dios, en bicicleta, a pie, con botas de cuero o descalzos, pero van, a lo que vamos, que van y vienen y viceversa desorbitados por las ansias de llevarse algo al bolsillo, por la tentación de decir quiero, compro, me lo quedo, me lo pillo, ya es mío. Hombres y mujeres que pululan como hormigas y se acompañan de bolsos, de mochilas y carteras, de bolsas de plástico con nombres de tiendas, de comercios y de grandes y pequeños almacenes; hombres y mujeres que forran sus miembros con guantes y bufandas, con pieles curtidas y cazadas, con armaduras contra el aire de la ciudad. Como si fuera un desierto, no mirando a nadie, no viendo nada, se dirigen hacia el próximo escaparate, hacia la próxima oferta, hacia el cartel más cercano en el que aparezca la palabra Rebajas. Muchos cuerpos que no se topan, milagrosamente, moviéndose de un lado para otro, encapsulados en sus atuendos invernales, camuflando sus miradas con gafas de sol, algunas de ellas estrambóticamente modernas, hechas adrede para superar lo antes posible un sentido del ridículo que ya suena a antiguo y que ha alcanzado su grado máximo, a prueba de bombas; porque ya el que no tropieza en esa piedra, en la idiotez de hacer el tonto sin hacer ni pizca de gracia, se ha quedado demodé, fuera de sitio, es decir que hay que ser un imbécil, o hacérselo, de vez en cuando. El sentido del ridículo, yo siempre lo he tenido, por eso caigo con frecuencia en la vergüenza ajena, sobre todo, y puede que cuando más, cada vez que veo una de esas horripilantes manifestaciones de un sobresaliente mal gusto desparramadas en las despedidas de soltero/soltera en las que, ahí lo dejo, o en las prisas que generan la llegada de las Rebajas. Qué aburrimiento. Multitud, eso es; multitud inconsciente y adormilada, adiestrada y poco reflexiva. En una famosa fotografía hecha a una multitud se puede ver a Hitler cuando era un sencillo y desapercibido ser de carne y hueso, tan perdido en el abismo de la masa como uno cualquiera de nosotros en mitad de la grada de un estadio olímpico lleno de gente, o en una de esas atestadas escaleras mecánicas de cualquiera de los centros comerciales en los que nos perdemos de nosotros mismos, hasta olvidarnos. Gente, hombres y mujeres, multitud, ceguera, abismo, rebaño, moda, masa, Soledad.

De quita y pon



Vienen de camino los Reyes, esos reyes, habrán incluso llegado antes de que sea publicada esta entrada, este trozo de pensamiento escrito al respecto de la anual visita que más emociona, la más esperada, a los niños, a casi todos los niños. Habrán venido ya los Reyes, los magos de Oriente, los magos de occidente, del Este y del Oeste, con sus bultos a cuestas, con sus camellos cargados de paquetes y sus alforjas rebosantes de cartas con remites del mundo entero. Quién no le ha escrito alguna vez una carta a los Reyes Magos. Qué seríamos sin los Reyes Magos, sin sus regalos, sin la omnipresencia que les permite llegar y estar en todas partes, como dioses. Con qué ansia espera un niño la llegada del día de los Reyes Magos; eso solo se puede saber siendo niño, siendo un afortunado niño de vida normal y corriente no mordida por la lepra de la pobreza y el arrinconamiento de la marginación. Menos mal que dentro de los desaguisados de nuestra civilización, de nuestra muy bien nutrida de fraudulentas asociaciones sociedad, se haya pensado en dar un respiro de vez en cuando con festividades de este tipo, porque aunque sea tirando de hipocresía, de cinismo, vuelvo a escribir, de premeditación y de alevosía, ese día ahí está para que lo disfruten los que no tienen otra cosa peor en la que pensar, esa gente llana que se empecina en hacerse la vida feliz con pequeñas cosas; lo malo es que son ya demasiadas las trampas comerciales que se están encargando de hacer caer a la ciudadanía más débil en el engañabobos de la compra obligada y en la admiración que empiezan a despertar determinados energúmenos, toreros de salón. Llega, habrá llagado ya, este día con sus alcaldes y sus concejales desfilando delante del populacho atolondrado, con sus carrozas y caravanas, con sus desfiles y toneladas de caramelos, con sus correspondientes estafas, con sus escaparates y sus obscenidades, con sus multimillonarios futbolistas regalando migajas a los niños sin escuela, con sus famosos de crónica rosa visitando hospitales, con sus gentes de la jet haciéndose los buenos, los modosos, los generosos, limpiando su imagen de buitres y desatascando sus tabiques de acumulada farlopa a lo largo de las noches sin tregua de éxtasis y entusiasmos de pacotilla. Lo malo para quienes aún guardamos cierto romanticismo  a la hora de pensar sobre estas cosas, sobre la esencia de un regalo, es ver cómo se desvirtúa, a base de indecorosos y prohibitivos decorados, el significado de la palabra regalo para convertirse en comercio, en transferencia, en intercambio, en envoltorio, en colorido de quita y pon, en nada en particular, mero trámite, poca cosa, poca monta, aire, vacío, vacuidad, falsedad, yo te doy y tú me das, ida y vuelta de paquetes de unas manos a otras.

viernes, 2 de enero de 2015

Cambio de turno




Hace casi un año, o un año, que escribí aquello de nulle die sine linea. Con qué, con cuanta alegría, se propone uno hacer muchas cosas, esas cosas que nos van alegrando la vida; porque la vida se alegra con cosas mínimas, sencillas, indiscutibles, propias, singulares, silenciosas, sometidas al método del templado hedonismo que seamos capaces de ejercer. Durante los pasados doce meses hubo de todo un poco de lo que pueda ser cogido, de lo que uno pudo coger y no siempre escoger, de la huerta de los días, como en el gazpacho. Ni mejor ni peor que el anterior sino otro, diferente, quiero decir, con sus más y sus menos, con sus salidas de tono y sus fracasos, con sus triunfos y sus epopeyas, con la odisea del verano sevillano y las pamplinas de los clientes más insatisfechos, menos humanos. No quiero cansar a nadie ni cansarme a mi mismo, no quiero aburrir ni lo intento, solo, eso si, quitarme el gusanillo en este cambio de turno, en este hueco que me he encontrado en medio de la tarde, en esta tregua temporal con la que deslizo los dedos sobre el teclado, en esta primavera de hora y media para el alma. El tiempo, siempre el tiempo, siempre hablamos del tiempo o nos acordamos del que nos falta. El tiempo siempre en mitad del camino, midiendo la vida, dejándola florecer para luego agotarla, sepultarla, hundirla, llevársela. Es una obsesión lo del tiempo; es una invención, un invento al fin y al cabo, que lo cambió todo, que puso las cosas en su sitio para que alguien saliera ganando, es indiscutible. El tiempo y sus asuntos, algunos pendientes. El tiempo y sus arrugas en la frente y sus primeras canas en el espejo del lavabo. El tiempo y sus caries y sus billetes picados, su oxido y su frasco de vitaminas. El tiempo y sus lluvias, sus borrascas y nevadas, sus pronósticos meteorológicos, sus hombres y mujeres del tiempo, sus mapas, sus crucigramas, sus relojes de cuerda y de arena y de sol; el tiempo y sus agujas, su goteo y sus pasos, sus gráficos y paneles, sus coordenadas, sus códigos que nos atrapan y nos engullen y nos absorben como si nos estuvieran introduciendo en un embudo en el que no tener tiempo para acordarnos del tiempo.

jueves, 1 de enero de 2015

Noche vieja



La noche se llenó de confeti, de guirnaldas rojas, lilas, verdes y amarillas, de sonidos singulares y humedades de burbujas. La noche se llenó de incendios, de repoblaciones de humos enigmáticos, de pulmones surcados por el huracán de las caladas. La noche, esa noche, se colmó de traslúcidos azules en el interior de las copas del Molotov cóctel de los impresionistas entusiasmos y de libaciones propias de reyes perversos y paganos. La noche fue larga y peligrosa, fugaz, instantáneamente eterna, hija del ruido y del decibelio, maquillada y perfumada, amante desesperada en el primer hueco que encontró. La noche se escurrió y no dijo nada, se conformó con quedarse donde estaba mientras le duraba el colocón y se hacia esperar la cuaresma. La noche, esa noche, aquella noche en la que los ángeles de la guarda miraron para otro lado y los dioses permitieron todo tipo de pecados, esa noche fue la de ayer, la noche de la lujuria y del lamento de no haberla aprovechado más a fondo, la noche de la borrachera  y el ritual del descontrol, del desenfreno, de los terremotos en los circuitos de la libido. La noche más joven y más vieja, más amiga del diablo y de los santos inocentes, más mojada por dentro, sucedió en un suspiro que desde las campanadas llegó hasta el alba y desde diciembre se plantó en enero como si nada, como si toda la vida le fuera en ello, como un tren de largo recorrido que durara una madrugada, como una serpiente que atravesara la jungla, como un rizo en la vanguardia del tirabuzón, como un interminable efecto dominó con el que se abrochara el principio y el final del tiempo entero, único y total, definitivo. La noche, esa noche, mágica como ella sola y fugaz como las demás, despertó y decidió seguir de fiesta, rodando, bebiendo y brindando, fumando hachís, aspirando polvos intranquilizantes, metiéndose por la vena el azúcar moreno de la muerte, recreándose en su juventud, felicitándose por el carnaval, por la dicha de no tocar el suelo, de resistir temperaturas bajo cero, la noche en la que los grumos de las sangres del universo se diluyeron en alcohol y los proyectos rellenaron páginas mentales plagadas de dulces promesas y amargas resacas. La noche del champán y de las uvas, la noche de los rascacielos del delirium tremens, la noche ella aislada del resto de las noches y merecedora de un capítulo aparte. La noche más buscada, más esperad, esa noche, aquella noche, fue la de ayer.