jueves, 30 de marzo de 2017

De lo absurdo

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La realidad es algo amorfo que se nos escapa de las manos, por definición, por naturaleza, por ser las cosas como son con su pelo y con su lana, con su porcelana de animales somnolientos y hambrientos de compasión, amparados en la distancia de lo eterno, dubitativos y azarosos como hormigas laboriosas que sueñan con ver la luz al final del túnel. El túnel, esa es otra, como si nada se explicara sin las dramáticas concavidades, sin los desiertos, sin las dunas de sal gorda que nos matan de sed. Lo inconsútil, lo que se nos escurre entre las costuras de lo que vemos y oímos y olemos y así todo seguido hasta el final de los sentidos, es tan grande que a partir de ello empiezan a ensancharse las teorías y los términos, las suposiciones, los logaritmos neperianos del absurdo, las prácticas de la retórica al uso por no sacar los pies del plato no vaya a ser que, no sea que entonces tal, en fin una cosa, una espiral, un nudo sin desenlace cuyo argumento deja siempre regusto a puntos suspensivos cuando tratamos de darle explicación, una incertidumbre, un embrollo, una ecuación plagada de incógnitas resuelta a golpe de pulmón y de casualidades, de espejos en los que saber mirarse, de claros ejemplos del cómo hacer o no hacer algo, aprendizajes, islotes de lucidez entre tanta carga de ceniza, respirando el aire que nos queda; de todo ese galimatías acaba haciendo uso nuestro complejo de inferioridad para justificar el desbarajuste de este circo tan mal montado, tratando de encontrar el satisfactorio resultado que nos deje dormir esta noche. La imaginación dispone de sus recursos pero, por razones obvias aunque no evidentes, nunca entra en conflicto con lo tangible, y de ahí se desprende nuestro desconcierto cada vez que queremos ver lo que ahora sucede como un ínclito depositario de nuestros pensamientos, nada más lejos de la realidad a pesar de nuestra necesidad de reconocerlo como cierto, como palpable material a partir del cual elucubrar y dibujar el trazo naif de nuestro trayecto. No hay más cera que la que arde, ni más chinches que la manta llena; miles de cristales de diferentes colores; interpretaciones por doquier en función de la edad y las capacidades, en función del talento y del dinero, del grado de intensidad y de la orientación de nuestra ética y moral; porque nos han acostumbrado a pensar que somos geniales, muy listos, muy guapos, muy cuerdos, muy de todo, cuando en el fondo lo que somos es vulnerables, y en la madre de ese cordero es donde se encuentran la seguridad por parte de los grandes capitanes para amordazarnos la boca, para atenazar nuestros brazos cada vez que los queremos levantar, y a dios gracias de aquellos que se den cuenta y no sigan en el engorroso trámite de lo perjudicial por ilusorio porque de ellos es el reino de la luz, de la libertad encontrada en el conocimiento. Tal vez vivir sea la mejor forma de vida de la que conviene percatarse para no caer en las redes de esta levantá de atunes encerrados y liderados por cicerones de medio pelo, rescatando de todo esto tal vez lo único a lo que no pueda llegar el absurdo: la conciencia, a pesar del gran esfuerzo que supone mantenerse en las trece del menos común de los sentidos.

lunes, 27 de marzo de 2017

Después del invierno


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La Primavera se viste con minifalda y con pañuelo de seda, con calcetines a rayas blancas y rojas, juega a la pata coja sobre la rayuela del abecedario de los días de llovizna y soleados, y se perfuma de azahar y de amapolas, de auroras boreales en los despertares del cambio de hora. La Primavera luce en sus primeros días una versión a lo Marilyn con melena suelta y ondulada por la brisa, con su carmín imperioso sobre la faz de la tierra de los campos de la distancia más corta entre ella y el invierno, vislumbrándose entre lo efímero y lo eterno el contorno de sus senos, entre el futurible fuego del sol de algunas esquinas y el hielo de los Gintonics de la Alameda de Hércules. Tiene la Primavera una templanza infalible por persuasiva, de la que sacamos las fuerzas necesarias para ir tirando del hilo de las tardes que se alargan, en ese recorrido que hace el deseo con tal de que no se acabe el día llevándonos de una terraza a otra, vivos y coleando y con los cinco sentidos alerta para que ninguna fragancia pase desapercibida, para que el aburrimiento de las gabardinas chorreando y los paraguas olvidados se nos olvide, para que la vida siga siendo vida y se quede la muerte en el andén de la estación de los trenes perdidos, para que el mercurio haga uso de la plenitud de su sentido aristotélico y se marque con nosotros el detalle del todo por delante, entre el milagro de las sonrisas y los aconteceres inesperados a los que siempre se les saca la lección de la sustancia de la experiencia, porque es ésta la estación del clima favorable a la reflexión por más que digan que la sangre altera, porque las pupilas dilata y la perspectiva sentimental agranda, y cayendo lo que cae eso es mucho. La Primavera es una alumna de notable alto que aspira a sobresaliente en los cuadernos del Amor, el ama de llaves del logro y el punto y seguido, del milagro de la floración de los campos como si una inundación de colores lo arrasara todo con un ignífugo manto de alegría eterna mientras dura; la Primavera es una de esas golondrinas que cantan como ruiseñores y viceversa. La primavera entra por la ventana sorprendiéndolo a uno en la ducha, con esa luz que ilumina los hogares con las claridades de las épocas de esplendor que el recuerdo recuerda porque no tiene más remedio, porque si no el recuerdo se convertiría en uno de esos maniacos de los valles de lágrimas a los que no hay derecho ni revés, por si hay dudas en los confines de la memoria de que la esperanza existe y por algo se viste de verde, de duende, de milagro, de Musa, de efervescente plastilina contra los infartos de la tristeza. La Primavera nos sorprende con el café que se suelta la coleta sobre una Moleskine en un abrir y cerrar de ojos, en un visto y no visto admirado y revisado a diario, en lo escrito en el instante de la fuga de la idea hacia el placer del sonido de la punta del lápiz sobre la página inmaculada. Hay sensaciones temporales, aromas sellados al órgano del olfato, fragancias inmiscuidas en lo que se quiere y en lo poco que se tiene y sobre lo que se sostiene la cadencia del pensamiento positivo; hay olores que huelen a plenitud, inciertos hedores propicios a confundirnos, mensajes que nos manda la nariz, catas olfativas, avenidas gustativas que respetan los semáforos del polen en ciernes de convertirse en elixir de juventud; hay interferencias en los glóbulos y en la tensión arterial de la imaginación, hay una lista de espera llena de los planes guardados para la llegada del buen tiempo, como la Primavera misma. 

martes, 14 de marzo de 2017

Jean Santeuil


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Recojo de una estantería, de uno de esos fondos del vacío, de la pérdida, del desahucio o de la generosidad de quienes han llegado aquí con el propósito de desvincularse, por lo que sea y no sea y vete tú a saber, de sus pertenencias proclives a ocupar bulto/sitio/hueco, de la librería Re-read de la calle Tarifa, los dos ejemplares de Jean Santeuil de Marcel Proust editados por Alianza en 1984, dedicados con la firma y el leve comentario conmemorativo de puño y letra de ese pretérito lector harto de que la obra estuviese acumulando polvo en su casa, y lo primero que se me ocurre es sentirme/considerarme un privilegiado, un anodino hijo de las pautas del falso destino con el que se nos llena la boca en cualquier conversación, un ser al que le estaba esperando la obra previa al río de la novela completa/inmensa/lúcida/total, de la más completa de las novelas en la que se traduce En busca del tiempo perdido, esa obra que es el prólogo, el estudio preliminar de lo que los Swann y compañía dan de sí en las casi cuatromil páginas de A la recherche.... Yo, un hombre en mitad de la calle con un par de cafés en el cuerpo, ingenuo y por fortuna definido/indefinido y moldeable, hecho a mi mismo con los retales de las lecciones de aquí y de allá, sin más propósito que el de ir observando el paisaje urbano al que sin comerlo ni beberlo, todavía/aún/quién sabe, sin proponérmelo porque el desdén acompasa mis sentimientos y los alimenta de todo menos de rencor, veo cómo ha llegado a mis manos semejante regalo del azar, en un sitio peculiar por lo que a los encuentros con la literatura se refiere, en estos días en los que los libros más vendidos dan náusea, entrañable por lo que difiere con el resto de los locales del centro de la ciudad, único en mi mundo de Sofía, en ese lugar de mi imaginación en el que convivo conmigo mismo desde que hace ya tanto tiempo que no me acuerdo, en mi andar todavía, a estas alturas, pensando que la vida es bella, vivible, accesible, compartida, deseable, vida a pesar de los pesares de cuanto emiten los telediarios y esa jungla de noticias tan atiborrada de tormentos y de desajustes cerebrales.
Me persigue desde hace días una curiosa intuición: la de dirigirme a una librería con la presunción de que me encontraré allí con lo que sin saber ni cómo ni por qué ha acabado formando parte de la familia de libros que se van acumulando en esa lista de espera de la lectura que tiene su patria en la mesa camilla que uso como escritorio y como almacén del presente literario, de este día de hoy en el que la vista no me falla y mi corazón no se ha podrido de latir; esa mesa en la que los ejemplares se acumulan con ejemplar paciencia, con la disidencia del revés, con el sustento del perfume del incienso que tú me contagiaste utilizar, con la certeza de que tarde o temprano serán leídos, acariciados sus lomos, olidas sus páginas como quien huele el perfume de los poros de un cuello, con la puerta abierta a volver a empezar por ese párrafo en el que quedó encallado el punto de lectura no se sabe cuándo, el por qué es cosa del olvido que luego se fabula y se recrea al antojo de los buenos recuerdos.
Los libros, lo que en ellos se encierra y tan presuntamente en libertad se expresa, lo que habita en las habitaciones del relato, con sus personajes imaginados, con sus declaraciones de amor y de desamor y con su qué dirán escondido en el desván de los mensajes subliminares, con sus dichas y desdichas y metáforas y cuchillas de afeitar al ras de las aparentes perpetuas dudas del pensamiento, son un argumento ideal para no aburrirse jamás, y si hablamos de Proust no es cuestión de decir más; los libros y el mundo que uno se crea alrededor suyo, en la ínsula de los cuantos metros cuadrados de su casa, en el imperio de un apartamento de alquiler, en la República inexacta de un sueño por momentos conseguido y desde tiempos inmemoriales perseguido, como en un universo que cabe en treinta metros cuadrados y dentro del cual uno se las apaña para que le salgan las cuentas; los libros son los compañeros perfectos para idealizar la existencia y dejarse llevar por ella/ellos hasta los límites de la locura de la imaginación; los libros y la aceleración del pulso ante la emoción contenida que se suelta la coleta la mañana que desde muy temprano uno decide ponerse a vivir en ellos solamente acompañado por el café y el tabaco, por los silencios de la música clásica de los ruidos del hogar, por esa dulce maraña de ensoñaciones en las que el lector, el lector que en mí habita y con el que convivo, se inmiscuye en otra realidad dejando de lado lo que más cerca tiene, metiéndose de lleno en el fondo de los océanos esdrújulos y solitarios de esa otra vida dentro de ésta en la que consiste el placer de la lectura. Algo así debió pensar Marcel Proust al escribir su Jean Santeuil.

martes, 7 de marzo de 2017

Logaritmos


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Qué día tan bonito hace hoy, en este mes de Marzo lluvioso a su antojo,  qué maravilla de sol resplandeciendo en los rostros de la ciudad, en sus esquinas, en sus escaparates, en el baile de cuerpos que acompasan el vals de la benevolencia del clima, en las alas de las mariposas del bienestar. Tras dos jornadas de lluvia intermitente, la claridad, los resplandores, la fluorescencia de las líquidas vitaminas de las cervezas, vuelven a llenar las terrazas, los bares que nunca cierran al mediodía, los proyectos que caben en las posibilidades que el intelecto se proponga en unas pocas cuantas horas. En esta ciudad parece como si se estuviera esperando a que el Astro rey hiciese acto de presencia para justificar la vida callejera, el paseo desinteresado, la vagancia implícita en los actos existenciales, en los gestos del te ofrezco un cigarrillo y no te vayas, en el tómate otra que mañana nunca se sabe, en el regodeo de sentirnos libres y sabedores de la fortuna de la que disponemos, o tal vez es que no se sepa vivir de otra manera o no concibamos la vida sin eso, sin la templanza y el desdén, sin el comentario frívolo y la ausencia de nostalgia a no ser que se hable de cuando éramos niños, de cuando todavía se daba fuego con yesca y los obreros tomaban copas de aguardiente para no temerle al vértigo de los andamios.
Los árboles empiezan a florecer, las naranjas amargas de la exportación están recién recogidas, selladas con el pasaporte del tráfico aduanero, puestas al mejor precio, paradojicamente innacesibles para la sevillanía amante de los frutos de los prólogos de la Primavera. Las plazas lucen sus bancos dados a la espera del paso del tiempo, a la contemplación y la captación de los efluvios aéreos del perfume del azahar. Los niños corren y las bicicletas se deslizan por los carriles de la libertad del cabello suelto; los ancianos no envejecen en su carcoma de seres despiertos, acartonados en su potestad de sabios, en su logaritmo interno de verlas venir y que le quiten lo bailado y lo sufrido, lo aprendido y lo olvidado, lo desconocido para generaciones venideras que no se explicarán cómo era posible aquello que les cuenten. El clima, el tiempo, las cabañuelas que pronostican una Semana Santa lírica y poética, son el augurio de una celebración anticipada con su ya y con su por si acaso, con su no dejar para mañana lo que te puedas beber hoy, con su no al recinto de la melancolía, con sus artes plásticas del reflejo de la luz sobre los mosaicos, con su que la virgencita nos deje como estamos, con su intuitiva tendencia a que quien hizo la ley hizo la trampa.
Hay ciudades empeñadas en la filosofía, otras en el runrun de los números y en el sube y baja de las ofertas del alma, otras en la competencia y en el tedio atroz del qué dirán que no deja de hacerle selfies a su ombligo, otras en el graffiti del más valiente y otras en las escenas de los crímenes a mano armada de las escaleras mecánicas sobre las que vuelan los buitres y se escabullen las cucarachas del estraperlo sin escrúpulos, y hay ciudades como esta, como la ciudad de la Gracia, en las que siente uno tan a flor de piel el legado de la experiencia consumada en otros lugares que puede permitirse el lujo de compartir con sus vecinos lo poco que sabe, esa montaña de cosas imaginadas y vividas, ese almacén de libros envueltos en el papel celofán de lo que ha ido pasando hasta llegar aquí, en esa cuenta del haber de la que no he tenido constancia hasta que no te he conocido a ti.