jueves, 30 de enero de 2014

Una mañana marbellí







Es la de hoy una mañana marbellí que se ha despertado con esa mezcla de sol y de leve lluvia con la que en el sur suelen conjugarse muchos de los días del invierno, un meteorológico estar en tierra de nadie. Me encuentro muy cerca del casco antiguo, entre el Trapiche y Miraflores, en una zona rodeada de bloques de viviendas en cuyos soportales se pueden encontrar los establecimientos más frecuentes de la vida ordinaria: un pequeño supermercado y una tienda de ropa, una administración de lotería y un despacho de pan, una frutería, una peluquería y una farmacia, una ferretería y un vídeo club, un local de precios reducidos regentado por una familia china y un quiosco de prensa. Aquí el ambiente es de clase obrera, de trabajadores que disponen de la fortuna de regresar a sus casas después del trabajo, de reconocibles sonidos en función de la hora del día, como el de los primeros coches de la mañana o el de las persianas de los más madrugadores,  el de los niños jugando en el parque o el de las vecinas hablando entre ellas, contándose sus cosas, o el de los pájaros que anidan en los árboles de los patios de vecinos, también el de alguna que otra gaviota extraviada de las inmediaciones del puerto. Hay bares que nada tienen que ver con el aspecto de franquicia que ostentan cualquiera de los que se encuentran en la zona del paseo marítimo; aquí todo conserva la tonalidad típica  de la sencillez que envuelve a la subsistencia: madres de familia con las bolsas de la compra en la mano y un olor a panadería que a uno ya casi se le había olvidado; existe también esa mezcla de autóctonos e inmigrantes que denotan las zonas en las que el precio de los alquileres es más asequible. Hay hombres que pasean a su perro, hay una típica manera de mirar la vida como en los pueblos, parece mentira que se encuentre uno tan cerca de uno de los centros de atracción turística de mayor relevancia del país. Aquí el tráfico es lento y monótono como la cadencia de uno de esos relojes que colgados de una pared emiten un tic tac con el que se familiariza la conciliación del sueño. La estación de autobuses se encuentra muy cerca y siempre se ve a alguien que va o viene cargando una maleta, acuciado por el miedo de llegar tarde, y taxis a la espera de llevar al recién llegado hacia uno de los puntos de la ciudad diametralmente opuestos a la austeridad que aquí se cuece. A unos cuantos metros, en un ligero paseo en dirección a la playa, se encuentran las encaladas calles cuyas fachadas están plagadas de macetas que caracterizan a la parte más vieja de la ciudad. Ahí pueden todavía verse rostros de ancianos que fueron marineros y afanosas mujeres de edad avanzada regando las aceras, enjalbegando, que es como se decía en mi pueblo cuando yo era niño, dándole una cualidad de humedad a los callejones con la que se levantan los aromas de lo arraigado a lo largo de los años. Y algo más allá, cerca de la calle Peral, donde comienza la Marbella comercial, ahora son patentes una serie de cambios para el viajero eventual, para quienes pasan por aquí de vez en cuando. Donde había una tienda de instrumentos ahora hay un telar, donde había una trattoria han montado ahora una boutique de souvenirs, donde había una taberna ahora hay algo parecido a un lugar de encuentro para las privadas citas de la madrugada, y muchos de los bares o cafeterías en los que antes había dos o tres empleados son ahora gestionados por el trabajo de una sola persona. No deja uno de sosprenderse de los cambios que acontecen en los pueblos o ciudades por los que va transitando su camino, no deja uno de acordarse de Miguel Delibes y de ese afán suyo por que su capacidad de asombro permaneciese intacta.

lunes, 27 de enero de 2014

Palabra de camarero





Palabra de camarero, partirle el corazón al más pintado con la parsimonia del buen gusto detenidamente acelerado, con el tacto de los pianistas para los que cada tecla es un signo de puntuación debidamente colocado, un acento de entre la madeja de lana de la inspiración, un punto y seguido en el guión y en las preferencias del mercado; abrir una botella de reserva o de gran reserva, de Oporto o de Madeira, de Rioja, de Sauternes o de Tokjay, de Ribera o de Burdeos, de Alsacia o de Mosela como quien abre el frasco de los codiciados perfumes que estimulan los mecanismos del cerebro; batir en coctelera la combinación de unos cuantos líquidos que acabarán siendo emulsionados para dar como resultado sorbos de delirio inconfesablemente alborotado; deslizar sobre las paredes de un vaso mezclador la rizada y larga cucharilla al compás del índice y el pulgar, al son del ritmo de los hielos como si el sonido de estos pedazos de agua dura fuera la batuta del maestro de una orquesta filarmónica en el coliseo de ese espacio de cristal; penetrar con el sacacorchos la pieza de alcornoque portugués que criados caldos encierra bajo la tutela de las tinas, pipas, barricas y toneles de maderas de los bosques de Nevers, de Limousin o de Yugoslavia o de Allier, o del roble americano que aburre y cansa la reiterada explicación del somelier. Palabra de camarero, poner el ojo en las miradas que dicen y que saben lo que hablan, posar el oído en los murmullos que hacen ver la proximidad del peligroso gesto catalogado de gregario, colocar las pupilas en las palabras que merecen un silencio de atención, una reflexiva e interesada pausa, una línea subrayada que poder desarrollar en cada una de las sucesivas jornadas. Palabra de camarero, dirigirse con respeto al respetable que pasa por aquí y hacerle ver que se hace todo lo posible para que se encuentre en su casa, en esta domus que es la nuestra y es la suya, en este puesto de guardia que tantas leyendas falsas sostiene a sus espaldas, en este hogar en el que pasamos la vida entera viendo justo enfrente pasar la vida por la acera, en este claustro que depara tanta ciencia y tanto ingenio y tanto desparrame de bondad, tanto sacrificio y tanta calle y tanta noche y tanto aguantar tanto y tanto renunciar. Palabra de camarero, archivar el dato que dé origen a la aparición de un futuro detalle con el que fidelizar a un ser humano que nos ayude a cobrar el sueldo, a uno más de nuestros jefes que es cada uno de esos que no saben que sin ellos no existiría ni una letra de este párrafo, un humano que por vez primera decidió traspasar el umbral de la puerta e introducirse en este planeta de Mr Sammler, en esta academia de poesía alternativa para hastiados náufragos de la rima de los juglares sobornados, en este mundo subterráneo y a flor de piel rodeado por estanterías con botellas, en este mosaico de culturas y manías y costumbres de bohemios que son confundidas con el desvarío de los perros solitarios que a pulso se ganaron que no los quisiera nadie, de tendencias y disparates por doquier a la luz de una bombilla que atempera el microclima del lugar de siempre, en este camarote de barco para quienes prefieren la travesía de las serenas libaciones, en esta fragata con aspecto de Andrea Doria o de Titanic, de Queen Elisabeth o de paquebote a flote sobre las aguas de un mar bebido por la flora y la fauna de la jungla humana. Palabra de camarero, tener en cuenta las veces que late el corazón del prójimo que se mantiene a la espera de nuestros cuidados; despedirse con sosiego y sin ademanes rutinarios, con la cercanía del anzuelo y con el sigilo de los gatos, con la elegancia del mayordomo y con la simpática sobriedad del catedrático, con habilidades de trilero y cortesía de diplomático, con psicología de peluquero y con matemáticos cumplidos sin vértices ni aristas, con el roce de los guantes que curan arañazos. Palabra de camarero, no dar a entender bajo ningún concepto que uno se encuentra en aprietos, ni harto del circo ni del teatro ni del trapecio desde el que tantas veces le tocó saltar sin red y desde muy alto; usar la ligereza a la hora de interpretar el papel que te ha tocado, deslizando por las tablas el código de barras que te has forjado a base de tanto tropezar, moviéndote por la sala como si fuese el escenario de tus sueños, la pista de patinaje de la escarcha de tu cielo. Palabra de camarero, no esperar propinas de espécimenes tales como aquellos que se las dan de listos ni de los marqueses de Chorrapelada o del cojón azul; tener muy claro que no merece la pena contar las veces que se ha fallado, hacer uso del lito como de su pañuelo de seda lo suele hacer el mago; dejar pasar la impertinencia y mantenerse alerta de las honrosas pertinencias con las que poder crecer; armarse de paciencia y de valor en caso de no disponer de ases en la manga y recordar en esos casos el Tao de los maestros de tus primeras tablas. Palabra de camarero, admirar ininterrumpidamente la belleza de los dedos que saben manejar la porcelana, la costumbrista pintura de las manos que sostienen el aliento de un bocado; acostumbrarse a resurgir de las cenizas por muchas veces que se haya muerto en el intento; acariciar la cristalería de bohemia y sacarle brillo de modo que se reflejen los hábitos del savoir faire; repasar los platos uno a uno por el haz y por el envés; abrir la puerta como quien atrae hacia sí el cuerpo de una dama en un vals o en un tango; tener el oído enchufado al resto de los cinco sentidos sumergidos en los latidos de la concentración. Palabra de camarero, cambiar la servilleta que se ha caído al suelo; no aceptar ofertas de trabajo en mitad de un directo; escribir el diario del camarero que soñaba con ser el granjero que era Faulkner; no equivocarse en las cuentas que huelen a premeditación y alevosía, a tormento y contradictorios e internos complejos sin resolver, mantenerse al margen y hacer uso del hacerse el tonto por una vez; volar con la bandeja tratándola de convencer que es prima hermana de la alfombra mágica de los orientales cuentos de la niñez. Palabra de camarero, alinear y calzar la mesa antes de montarla; recoger la basura con el rigor con el que se limpian los componentes de la cafetera; repasar los cubiertos con vinagre o con ginebra, con agua caliente o con uno de esos productos raros, pero ante todo hacerlo con muchas ganas de dejarlos bien ordenados; pasar la mopa como si se estuviera preparando un lienzo para que más tarde intervenga el óleo; adecentar los cuartos de baño sin que por ello se te caigan los anillos; realizar el pedido con el menos común de los sentidos que permita mantener el almacén listo para el siguiente asalto; revisar las cámaras hasta dejar su interior preparado para el sueño compartido con el local cerrado; enjuagar la bayeta disimulando el pie izquierdo del mal día en el que te has levantado; trasnochar con los compañeros y ser una tumba en ese tipo de secretos; extraer versos de cualquier circunstancia por nimia que pueda parecer arrimándole a tu vida de camarero el placer de sentirte vivo en mitad de tanto desconcierto; acomodar a los clientes pensando que ejerces un poder sobre el movimiento de la tierra; servir a las señoras primero por lo de inconmensurable que representan y no por machismo ni por ninguna de esas razones que parecen tomar el pelo. Palabra de camarero, no confundir la confianza con el ahora te quiero seguido de un después en el que si te he visto no me acuerdo; andarse con cuidado con las hogueras a primera vista que se apagan bien pronto; ordenar los abrigos en las perchas que penden de la delicadeza que se le reserva a los que aspiran a ser expertos; planchar los manteles y sudar la camisa, a partes iguales, a la par que se llenan de aire los pulmones despejando las arrugas de millones de alveolos. Palabra de camarero, preguntar que cuántos hielos y qué tipo de fruta, que en qué podemos servirle madame si no le importa con mucho gusto estaría encantado; mantener el protocolo de la A a la Z sabiendo cuando es conveniente saltarse alguna regla sin que salten a la vista transgresiones a la torera; llevar siempre una sonrisa puesta, saber que cada una de las vidas que se presentan delante tuya es una novela, un cuento, un poema, otra, que cada persona es un mundo con una posible creencia en que alrededor suyo giran los planetas, ombligos del mundo que por ahí andan sueltos. Palabra de camarero, que cada día es una nueva paella, un nuevo tramo de carretera, una lluvia de ideas con las nubes de par en par abiertas, que cada canción tiene su momento, que el lenguaje de los gestos tiene un infinito abecedario, palabra de camarero y puntos suspensivos.

sábado, 25 de enero de 2014

La noche





la noche aparca el coche en la doble fila del cielo y el infierno, en la línea continua del andén hacia el delirium tremens, en áticos y en atiborrados sótanos de botellas y de vasos y alfileres , de jarras de cristal y de topacio, de techos de los que pende la lámpara de los Aladinos de la madrugada. La noche es la emisora de radio que escuchan los que padecen el mal del insomnio eterno; la noche aparca en peajes de autopistas hacia el negro firmamento y en moteles de carreteras secundarias en los que para el fugitivo que huye de los haces luminosos, en aeropuertos cuyas terminales dan la bienvenida a las aves de paso del orgasmo, en estaciones con hileras de autobuses aparcados a la espera de ser cargados de macutos y de cuerpos solitarios, de manos cansadas de abrirse para pedir un cigarro. La noche es mucha noche cuando se suelta la lengua después de un par de tragos con sabor a la madera del elixir de los barriles que navegaron en el transatlántico del derroche; la noche bebe el brebaje del fruto rojo macerado en aguardiente triplemente destilado, sorbos que desinhiben la simplificada imaginación del contrabando en bolsitas de plástico, en diminutas pastillas muy dadas a provocar el infarto, en pirulas y en colillas, en filtros y en chorreantes boquillas de aceite afgano; la noche repone sus fuerzas con cebada fermentada en depósitos de zumo mágico, en aguas de fuego maceradas con maltas y con turbas crecidas en las orillas de un arroyo bárbaro; la noche embadurna su garganta con burbujas saltarinas que devuelven el encanto, con enebro y con quinina que para las fiebres del sueño son mano de santo, con la embotellada morfina a la que los fantasmas de la oscuridad sueldan su morro para devolverla luego a las arrugas de su rostro. La noche es un guante que recoge a los encerrados ermitaños en su torre de marfil y los devuelve sanos y salvos, intactos, casi sin estrenar, a la hora en que la mañana se encargó de transmutar lo que era noche en pura y dura claridad, en despertares pesarosos, en bostezos y cabezazos, en la incredulidad de los vampiros, en el soniquete de mucho ruido y demasiada terca vanidad cascando nueces. La noche ampara al borracho y al bohemio, al poeta y al cantautor, al estudiante que se quiere despejar un rato, al profesor hastiado de corregir el mismo cuestionario, a quienes no duermen ni piensan en hacerlo ni siquiera un rato, a quienes se detienen a contemplar la dirección del viento en las veletas del averno pensándose dos veces si hacerles caso. La noche se pinta los labios con pomadas sin horarios, y nunca cierra los ojos ni se muerde los labios a menos que sueñe algo; la noche se embebe con la opacidad de los hielos cargados de cloro, nada como pez en el agua de las tinieblas de los whiskies con matizado retrogusto de yodo, apuesta firme por el contraste entre el lúgubre soneto y el poema espontáneo; la noche baja a tientas las escaleras que conducen a los sanos y salvajes antros que parecen siempre estar a punto de cerrar, que se van llenando de duendes adictos a ese estado de sitio en el que nada está prohibido; la noche mueve el bolso en las esquinas, se monta en el asiento de atrás de un coche, paga al contado y no acepta propinas, recorre con las yemas de sus dedos los bolsillos en busca de un pitillo, o de una nota perdida cual Juan Carlos Onetti, o de una calada de cianuro que le sacuda del sobresalto; la noche echa mano de un pañuelo de seda para mojarlo con su llanto y dárselo de beber a las estrellas; la noche tiene sus vicios y por un momento se mete en el baño, se unta con betún sus zapatos de bailarina cada vez que sale al escenario, hace de un verbo un vocablo para convencer al centinela, seduce a los porteros, rezuma gramática parda. La noche es un faro en mitad de la niebla de una película de gansters, una bruma espesa en los muelles del puerto, una red tendida sobre el precipicio de los barrios bajos, una manera de entender, el hueco elegido y perfecto para ciertos hábitos, un lenguaje que se escribe muy despacio y se habla como cuando se mastica tabaco; la noche es la singularidad del camarero y del camello, la papela de primera edición, el canuto y el cogollo, el caballo al galope de su la máxima expresión, el fosforescente carmín con el que se curan las heridas que provocan los besos de tornillo mal enroscados; la noche es todo lo que ha sucedido en un planeta escondido durante toda la noche justo antes de que hayamos venido a despertarlo.

viernes, 24 de enero de 2014

Caminamos



Caminamos por desiertos plagados de semáforos, por dédalos y adoquinados laberintos llamados antiguos cascos de ciudad, sobre asfaltos con hematomas en una curtida piel por corrosivos alquitranes, por carburantes y por aceites, por gasóleos y por recalentados cauchos sin piedad; caminamos por senderos en busca de una flor, por carriles de polvo atiborrados, de piedras y de lodo, de fango y de charcos en los que nos metemos hasta el cuello sin querer, por las orillas de una playa con la mirada puesta en el horizonte, por el paseo marítimo de las tardes de un verano que aspira a no a ser el mismo que fue ayer, por las afueras de una metrópoli en la que la presencia de ciertos trenes nos cuestiona si hemos de dejar de caminar, o si caminando hemos de seguir hasta introducirnos en el fuego lento de la incertidumbre con el que la inmensidad de lo desconocido a su amor se cuece, en lo distante y solitario, en la resolución de los jeroglíficos que no nos son frecuentes a diario. Caminamos juntos, sueltos, pegados, envueltos en el abrigo, abotonados, encogidos o cogidos levemente de la mano, en grupo o en rebaños que bajan a las catacumbas de las profundidades del metro, guiados por la intuición, por la premonición, por la emoción y la sospecha de un algo bueno o de otro fin mejor, por el peor de los posibles o por los arreglos del desaguisado, alentados por la posibilidad de una sorpresa. Caminamos pensativos dejándonos llevar, soltándole la coleta al itinerario, dando pasos por devoción de transeúntes de preocupaciones despojados, con vocación de descubridores que miran detrás de las murallas, en concurridos zocos y en atiborrados de chabolas arrabales, en soportales plagados de comercios y en juderías que de otro tiempo conservan los tatuajes de la identificación, en salpimentadas plazas de abastos con emulsión de chascarrillos y en el interior de los museos que no visita nadie, en ferias y en rastros y en puestos ambulantes, en corredores de la vida, en balcones por los que asoma el pétalo de nuestra margarita perdida. Caminamos y como en un cuadro de Edward Hopper  viendo vamos lo que iluminan las viviendas que dejan entreabiertas sus ventanas. Caminamos e inventamos vidas escondidas detrás de los rostros con los que nos cruzamos. Caminamos sobre un hilo o un alambre, sobre la cuerda floja de los acróbatas urbanos o sobre el suelo firme de quienes a costa de otros lo tienen todo bien atado, sobre las arenas movedizas de nuestro yo y sus circunstancias, sobre el halo de luz que posibilita la proyección de nuestra sombra. Caminamos y recorremos kilómetros, millas, yardas, distancias que separan los cuatro puntos cardinales de nuestro barrio, de un extremo a otro, de polo a polo, de norte a sur y de este a oeste, desde las inmediaciones del cobijo hasta las antípodas del techo, desde el centro de la tierra de nuestro corazón hasta la infinidad de las galaxias de nuestras sanas intenciones. Caminamos en fila india o de dos en dos por el hombro o la cintura abrazados. Caminamos llevando la chaqueta doblada y sosteniendo una carpeta debajo del brazo, un cuaderno en el que ir escribiendo los pensamientos que como un destello asaltan al francotirador espíritu de quien observa, contorsionándonos para hacerle un hueco a la compañía de nuestras pertenencias, mojándonos bajo el aguacero de postales que nos regala la avenida y la evidencia, la muchedumbre, el conato, el ademán atisbado en aquel hombre cuando su nombre ha sido nombrado, en la localizada postura que con cartones se ha hecho el bicho raro; caminamos despiertos, alerta, llevando nuestro pensamiento a todo aquello que se mueve y le hace un hueco a la contemplación, a cuanto nos depare una instantánea que focalice el presente continuo caminado, al borde del abismo o sobre el filo de la navaja con la que a punto de cortarle las venas al fotograma de la incredulidad del intrépido e imprevisto vistazo del terror estamos. Caminamos y al andar hacemos el camino que nuestras huellas escriben con la marca de cada una de nuestras pisadas sobre la hoja de ruta de los lugares por los que hemos pasado, paso a paso, golpe a golpe, verso a verso, trago a trago, traspiés a traspiés como si no lo hubiésemos pensado, para finalmente sentir la poderosa curiosidad de saber qué pasara si de una vez por todas del suelo decidimos levantarnos. Caminamos en dirección a ninguna parte y a cualquier lugar, como sonámbulas almas cautivadas por los neones de un bulevar, como revestidos esqueletos de carne y hueso, de piel y de cabellos, de franelas y lanas, de panas y cueros sintéticos como un paseo sin pensar. Caminamos como exploradores de la isla del tesoro, como buscadores de perlas o de pepitas de oro, como cosecheros de lo que buenamente venga, como culillos de mal asiento que necesitan refrescarse la sesera y lo mejor que se les ocurre es echar a caminar.  Caminamos como si caminar fuera una forma de respirar, una clase de inconformismo ejercido de antemano a los logaritmos del fracaso. Caminamos porque nos es tan propio como le era a los perros de Cervantes la condición de su ladrar, y no queremos quedarnos con las ganas de dar ese milagroso paso que nadie sabe dónde anda, en qué rincón se encuentra un instante antes de acabarlo de encontrar.

jueves, 23 de enero de 2014

Miradas




Hay miradas y miradas, miradas de frente y de soslayo, por encima del hombro y de reojo, miradas curiosas y asesinas, miradas que dan cosas por supuesto y no escatiman en detalles, dispuestas a no dejarse convencer, a seguir en sus trece, miradas que lo valoran todo con el rigor con el que se cotizan las triquiñuelas de la untada cobardía con la mermelada de las desfiguraciones del presente. Hay miradas adictas a la calumnia y al insulto, a la mentira cual bote salvavidas de la falsedad de las excusas, al placer en el despropósito de los astros del prójimo sin llevarse nada a cambio, al tirón del bolso en el que se encuentran la piedra angular y la medicina, el punto de apoyo y el contrafuerte de las arquitecturas de las almas libres de prejuicios. Hay miradas que cuando miran delatan, declaran, hablan, cuentan, describen, lo dicen todo, miradas en cuyos ojos se leen los versos de la resignación y del cansancio, del desasosiego y de la memoria que se topa con la oscuridad de los recuerdos, de la desesperación de haber esperado tanto, miradas hartas de andar descalzas, miradas con insoportables dolores de rozaduras y de callos, de predicar en el desierto, de seguir al pie de la letra eso de no volver la vista atrás para que les acabe costando tanto. Hay miradas que no miran, aunque parezca mentira, como quien no oye ni escucha cuando le hablan, miradas sobradas, impacientes y calculadoras, miradas fuera de la órbita de la conversación, idas, despobladas de interés por la respuesta, traspuestas en otro lugar al que solo se accede sabiendo adivinar lo que significa el brillo de los ojos. Hay miradas que ya no ven por aburrimiento, por desgaste y por cansancio, que van tropezando con todo, que necesitan de la ayuda de un lázaro con quien compartir la uvas, miradas oxidadas por las impiedades y el rencor, abolidas por las bombas del desengaño, por las explosiones sin pudor, secas de llorar tanto, suicidas por amor al arte y por compasión con el entorno, miradas fugitivas que se olvidaron de la búsqueda y se conforman con lo que van encontrando, con las migajas en la solapa del hidalgo, con pasar los dedos en el monedero de las cabinas,  miradas trastornadas por la ambigüedad de la rutina, extasiadas porque ni en sus más delirantes delirios se esperaban semejante mal agüero. Hay miradas felinas, ansiosas e impertinentes, demoledoras de cuanto se levanta en beneficio de la calma y en nombre de la paz, miradas que no se sienten hartas de insistir en la arrogancia y la avaricia, excitadas con el erotismo de la codicia, miradas que conviene no mirar, miradas que no riman con el mar. Hay miradas para todos los gustos, para quienes prefieren mirar de cerca o de lejos, para quienes se atreven a mirar en el interior o para quienes optan por el sombreado de los ojos. Miradas de experto y de novato, de licenciados en la vida y de profesores de academia, de pardillos en los asaltos y de maestros en las habilidades del atraco con guante blanco. Hay miradas cabizbajas que del suelo no levantan las pupilas, atolondradas miradas en las manchas del asfalto, ensimismadas en la cuadriculada extensión de las aceras, miradas que no se cansan de mirar abajo. Hay también enamoradas miradas de la naturaleza del paisaje y de los cuadros, abrazadas a la aventura de la contemplación de la belleza, embebidas en la lectura positiva de las circunstancias, miradas con las que da gusto hablar a base de no dejar de mirarse, con las que uno no se siente solo, con las que caminar deja de ser un trabajo y se convierte en una gozada sin esfuerzo, miradas que no miran el reloj, que no hacen un alto en el camino para decir que no recuerdan cuanto dijeron, miradas limpias, cristalinas, transparentes, de poros abiertos, humildes, cautas y valientes, miradas que sonríen a la vez que por ellas pasa el tiempo, miradas colgadas de los jardines de la infancia, hechas a medida de la templanza, equilibradas como la demostración de una ecuación, afinadas con la perfección de un diapasón, libres como las leyes de las excepciones que confirman la regla, tocadas por la barita mágica de la geometría, miradas que se prefieren porque sale uno ganando sin necesidad de competir, miradas que no se saben más que nadie, que se ajustan a los moldes de los labios, que no se escapan por la ventana ni manchan las sábanas con nostálgicas batallas, miradas perfumadas con amor.

miércoles, 22 de enero de 2014

Despiertas



 

Despiertas y delante de ti se presenta un papel en blanco, un nuevo día de frío con lluvia o con nieve, con chubascos o con niebla, con el empapado zumo de la poesía a cuestas del deshielo; un día de calor con escalofríos y sudores en manga corta, con sofocos y líquidos que ingerir por miedo a la deshidratación; un día de caducas hojas caídas por su propio peso o por el viento, de avellanas, nueces y castañas de un otoño con prólogos de pana y epílogos que visten bufanda, un nuevo día de Navidad o de Reyes o de cumpleaños o del juicio final de un eterno salir de dudas que se desnuda del antifaz; un nuevo día en una nueva ciudad o en un conocido pueblo, en una recóndita aldea o en la cima de un puerto, a la orilla de un lago o frente a la inmensidad de un océano, ya sea de temporada o de paso, de apuesta fija o de alquileres momentáneos, de fugitivos traslados o de viajes por encargo de los malabares del azar. Despiertas y suenan las alarmas del pretérito presente recién conjugado, de un pasado compuesto por los pluscuamperfectos planes del futuro, arrebujado entre las sábanas o tirado en una acera, en un cuarto de hotel o en un banco del parque, en las escaleras del metro o a la vera de un cajero o sencillamente en tu casa, o en la caja de cerillas de una buhardilla con techo de madera, en tu castillo o en tu torre de marfil, en tu sótano o en tu cueva, en tu mundo y en tu planeta plagado de estrellas y cometas y constelaciones de la imaginación. Despiertas y te palpas el cuerpo en busca de testigos dactilares que te ayuden a recobrar lo que eres, lo que queda de lo que fuiste y de lo que nunca has sido ni jamás serás, de lo que puede que no seas aunque lo intentes a no ser que definitivamente despiertes del colapso de tanta comprimida realidad, lo que pretendes llegar a ser, aquello de lo que concienzudamente te habías olvidado y ahora tanta falta te hace, el alma que dejaste atrás en el camino, la compañera de fatigas que siempre estaba dispuesta, lo que te juegas, tus obligaciones y tus derechos y tus pesares, tus pesadillas y costumbres y abdicaciones, tus fantasmas, las hadas que te cuentan los cuentos antes de dormir. Despiertas  recordando a qué te dedicas y de dónde vienes, cuántos años tienes y cómo te llamas, a qué tiempo perteneces y con quién has quedado. Despiertas en medio de una oscuridad blanquecina que se cuela a través de los agujeros de la persiana, pasada por el filtro de la cortina, atenuada en el ensueño, rebozada con los bostezos, recorrida a lo largo y ancho de la habitación en la que yaces tumbado mirando al techo. Despiertas y resucitas, no puedes cambiarte por nadie, has de volver al tajo, a la brecha, al curro, a la oficina o al andamio, al aula o a la cocina, a la calle o al despacho, al mercado o a  la estación, a la barra o al volante, a la escoba o al ordenador, a la taquilla o al mostrador, has de volver. Despiertas y ya andan a la espera tanto el tren como la bicicleta, tanto el metro como el automóvil, tanto el asiento como tus pies, tanto el espejo como el lavabo, tanto la toalla como la espuma de afeitar, tanto el pasillo como la puerta más allá de la cual se encuentra el mundo en ascuas fuera del hogar. Despiertas, te has de volver a levantar, y ya lo has conseguido, ya te has levantado, ya has echado de nuevo a andar.

martes, 21 de enero de 2014

Ciudad, gran ciudad





La gran ciudad se sumerge en embragues, en acelerones, en prisas y en  frenazos, en el impertinente sonido de los cláxones que accionan reflexiones sobre las precipitaciones y el estrés. La gran ciudad se come al mundo para desayunar y con los tres colores de los semáforos decora el esquema de las órdenes de preferencia sin mirar atrás. Siempre hay quien teme ser atropellado en un paso de cebra, siempre hay quien va con un perro y una bicicleta, siempre hay un vagabundo con un cartón de vino al lado, siempre hay alguien vendiendo libros a precios de saldo; siempre hay hombres con gafas de sol escondiendo sus ojeras, no permitiendo que vean hacia dónde miran, posando las pupilas en los escotes, imaginando obscenas barbaridades, rumiando el catecismo del proxeneta, tramando de las suyas. La gran ciudad es el mosaico de las razas del mundo puestas en escena para representar la obra de la coordinación ciudadana, y se llegan a entender, con sus más y sus menos, con sus cosas, cada uno a lo suyo y cada cual en su sitio hasta que alguien con creída potestad para hacer el tonto se atreve a sacar los pies del plato y a destrozarlo todo. Siempre hay una manifestación y un atasco, siempre hay un edificio hacia cuyas alturas se dirigen las miradas de los transeúntes ensimismados, siempre hay algún acento que se confunde, que se adivina, que se parece; siempre hay un olor a aceite recalentado en las cercanías de algún bar, siempre hay estudiantes con mochila, y mimos y músicos en las esquinas, y retratistas en las calles peatonales, y malabaristas en las plazas, y trileros a la vera de los callejones por los que resulta más fácil escapar; siempre hay una librería de viejo con aspecto de antiguedad, siempre hay un yonki arropado con cartones durmiendo a la intemperie, o en la acorazada mansión iluminada como un quirófano del interior de los cajeros; siempre hay un locutorio al que acuden inmigrantes, en el que se mezclan las lenguas y los llantos de alegría, en el que una webcam se bloquea y tenemos un problema. La gran ciudad no se demora nunca, no cesa, no se detiene en ella el ritmo del álgebra de la vida moderna. Siempre hay jardines con estatuas oxidadas, siempre hay palomas en los parques, siempre hay un graffiti sobre un muro, siempre hay una ambulancia a toda velocidad, y una sirena de policía, y un guardaespaldas a la puerta de un consulado, y un botones esperando en el porche de un hotel, y un vendedor de cupones en la encrucijada del centro comercial; siempre hay una catedral rodeada de turistas, y una calle por la que se suele preguntar, y una zona en la que conviene no meterse, y siempre hay un motivo para volverla a visitar.

lunes, 20 de enero de 2014

Unos pocos metros cuadrados






Paseo por algunas de las calles del pueblo en el que nací, y se me ocurre que no estaría mal bautizarlas con otro nombre distinto del que tienen para ir tejiendo sobre ellas la tela de araña de la que pendan los hechos de mi humilde fantasía literaria, fundando en ellas un territorio idéntico y distinto al que conforman, invirtiendo en sus aceras el esfuerzo de la memoria para moldearlo a mi antojo sin desvirtuar lo más representativo: la parte de verdad que merece ser contada. Tengo la sensación de que con los recuerdos de lo sucedido en cuatro de estas esquinas sería suficiente para contar alguna historia. Atravieso zonas de reciente construcción que antes eran las lindes de la ciudad, en las que ahora se han levantado ristras de chalets adosados alargando el plano urbanístico, traspasando los márgenes del ultimo terreno al que se nos ocurría clandestinamente ir a escondernos durante la infancia para traviesamente investigar haciendo cualquier trastada. La ermita de san Juan de la Cruz se encuentra cerrada esta mañana, arropada por un silencio que solo es interrumpido por las señales acústicas del vocerío procedente de un cercano pabellón polideportivo. Veo casas en algunas de las cuales vivían mis amigos de otro tiempo, y me imagino la monotonía en su interior de la vida bajo las faldas de un brasero, el olor a cocido o al arroz de los domingos, la tele encendida y la luz gris de este día nublado entrando por la ventana de un pequeño patio que da a la sala de estar en la que se lleva a cabo casi la totalidad de la convivencia dentro del hogar. Más allá de estas calles de la parte baja del pueblo se puede ahora acceder a uno de esos conjuntos de nueva edificación que, casualmente y casi sin darte cuenta, te llevan a un lugar que hace muchos años estaba plagado de huertas y cuyo aspecto ahora es el típico del cúmulo de secuelas de la burbuja inmobiliaria, y justo al lado y como por sorpresa aparece la parte trasera del colegio en el que pasé los primeros ocho años de mi vida como estudiante. He llegado aquí sin proponérmelo, dejándome llevar, como si la brisa me hubiera empujado a continuar caminando, y al ver las ventanas de las aulas, la pista en la que jugábamos al fútbol, el porche por el que salíamos disparados hacia el recreo o hacia la calle después de las clases, la caldera de la calefacción, la casa del conserje, los jardines de la entrada, la mezcla de cal y ladrillos de las paredes exteriores y la inclinación del tejado, durante unos segundos he quedado hipnotizado por el conjunto y súbitamente me ha venido a la cabeza eso que dice Phillip Roth cuando asegura que todo lo que ha escrito, que no es poco, se encuentra en unos pocos metros cuadrados de su infancia.

domingo, 19 de enero de 2014

El silencio de la inmensidad






Nunca sabemos hasta qué punto nos puede llegar a afectar algo sucedido hace años, uno de esos incidentes que pasaron sin que nos diésemos cuenta, a los que no llegamos a prestarle la merecida atención por la sencilla razón de que ni siquiera fuimos conscientes de que ocurrieran, porque nos encontrábamos en otro sitio y tal vez en otro tiempo, en otras cuestiones y cavilaciones, en otras obligaciones y horarios y rutinas, en otro mundo, a lo nuestro sin acordarnos ni reparar en cómo estarían aquéllos con los que tantas cosas compartimos antes de que cada uno de nosotros optase por un camino diferente; distantes, desinteresados, sin saberlo, exiliados del sufrimiento, ausentes, sin alcanzara a imaginar siquiera que algo que había estado muy cerca de nosotros desaparecería para siempre. 
Va uno por la vida, de un lado a otro, recorriendo días, pueblos, paisajes y ciudades, y a veces siente la necesidad de parar un poco, para recapitular y para darse realmente cuenta de dónde se encuentra, de qué es lo que ha hecho hasta el momento, de cuántas cosas prometidas no llegaron a buen puerto y cuántas otras superaron las expectativas, de todo y de nada al mismo tiempo porque inmediatamente queda uno suspendido en el silencio de la inmensidad que no es capaz de abrazar, sintiendo la necesidad de hacer como aquellos indios que de vez en cuando se internaban en un profundo proceso de meditación para que su cuerpo recuperase a su alma quedada atrás debido a la velocidad con la que en ocasiones se movían, a lo rápido que según ellos gastaban la vida. 
Algo así me pasa cuando vuelvo a mi pueblo tras un periodo de unos cuantos meses en los que aterrizo como quien acaba de salir de una cueva y comienza a observar las calles en busca de alguna diferencia, de algún signo de evolución, de aquello que haya cambiado con respecto a hace poco menos de un año, como quien busca en uno de esos duplicados dibujos que aparecen en la sección de pasatiempos de los diarios. Paseo y veo a personas que conozco de toda la vida, a otras mucho más jóvenes que yo de cuyo aspecto deduzco a qué familia pertenecen: chavales que tienen toda la pinta de ser los hijos de algún compañero de colegio. Sales, te encuentras con alguien que te estrecha la mano, con otros que te ofrecen un caluroso abrazo, hablas y comentas, te pones al día, y te dicen y te informan por aquí y por allá, estás empezando a ser gradualmente cada vez más forastero, y en el momento menos pensado se te viene el mundo encima porque alguien nombra lo innombrable y te enteras de que algo tan catastrófico como la muerte ha venido a llamar a la puerta de un ser por ti querido en esos días en los que comenzar a amar era la más ilusionante y llamativa experiencia que la vida te había regalado.

sábado, 18 de enero de 2014

De una novela a otra





Para quienes viven con la incertidumbre a cuestas de no saber dónde acabarán estando dentro de unos cuantos días no hay nada mejor para ayudarles a despojarse de los malos presagios ni a conservar la calma como arroparse en el consuelo de la lectura. Anda uno terminando de leer una novela y ya está pensando en cuál será la próxima. Alentado por el argumento del libro que se tiene entre manos, justo antes del final, comienzan a aparecer ideas que relacionan la siguiente obra con lo que se está sacando en claro de la que nos ocupa, y durante esa mental recapitulación de conceptos que vamos tejiendo en las últimas páginas aparecen las pistas que como un faro pretenden conducirnos hacia el siguiente texto; es ese uno de los momentos en los que uno percibe a todas luces la grandeza del hábito de leer, lo inabarcable del mar de las letras y la cantidad de conocimientos que andan a la espera de ser descubiertos por el siempre espontáneo olfato del autodidacta. Esta es una de las maneras de ir de una novela a otra, casi sin pensárselo, dejándose llevar por la intuición que desea alargar el hilo y no abandonar definitivamente un tema, no dándole demasiadas vueltas y conservando ese aliento emocional que huele a los mejores cursos del colegio. A veces es un personaje el que se encarga de ir allanando el camino de la futura elección, en otras ocasiones es un dilema moral, un hecho histórico, una tendencia artística, una corriente cultural o un sistema filosófico, o sencillamente la voz del propio autor, que se nos instala y nos conduce pausadamente hacia su pensamiento mezclándolo con el nuestro, identificándonos de tal modo con él que acaba siendo una de las mejores maneras de reconciliarnos con el mundo y de no sentirnos solos. En ese camino de identificación se encuentra también el cruce en el que un autor nos lleva a otro, y ese otro a otro, como si de los saltos de una rayuela se tratara, y en esas ando yo de Elena Poniatowska a Saul Bellow, de México a Nueva York, de La piel del cielo a El planeta de Mr Sammler, y entre novela y novela casi no reparo en lo que me ha hecho ir de una a otra, tan solo en una sincera y práctica sospecha de que me esperan horas de placer que se encargarán de hacerme olvidar el dilema de dónde estaré en unos cuantos días. 

jueves, 16 de enero de 2014

Eso si y ahora bien




Entro en un centro comercial y además de la sobreabundancia de productos expuestos resalta lo perdidos que andamos la mayoría ante una oferta tan descomunal. Vamos de un lado a otro sabiendo lo que queremos pero parándonos cada pocos pasos ante la tentativa de una nueva necesidad que hasta hace unos minutos no teníamos.  La táctica del llévese tres y pague dos casi no tiene sentido debido a las más que sospechosas estrategias de marketing desperdigadas a lo largo y ancho de todo el recinto, metiendo el producto por los ojos, jugando con frases y colores, con imágenes, persuadiendo de inexistentes propiedades o exagerando las propias de un artículo que hay que vender sea como sea y lo antes posible. Picamos, está claro que picamos. Los jefes de sección merodean las estanterías tomando nota de los pelos y señales con los que diseñar futuros cambios de posición que obliguen a los consumidores a recorrer de cabo a rabo las instalaciones en busca de una barra de pan, por poner un ejemplo; se les ve concentrados en el diseño de un plan, mirando los códigos de barras y los precios como haciéndose una encuesta que les haga salir de dudas, el caso es que cuadre la ecuación y que los dividendos cuenten a favor de la multinacional, mientras tanto y justo en la puerta se nos muestra la patética y contradictoria imagen de la salvaje realidad: alguien con cara de desesperado, con uñas largas y hedor de no haberse lavado en un mes, pidiendo para comer envuelto por un silencio atronador: puro y duro oxímoron; unos tanto y otros tan poco, hay que joderse. Algunos operarios cambian etiquetas y ordenan paquetes dándose prisa en la reposición, les esperan decenas de envoltorios por ser desenvueltos, botes y botellas que colocar, lo de atrás adelante y viceversa, mientras en sus caras se adivina el aturdimiento de quien lleva mucho tiempo haciendo lo mismo y comienza a preguntarse cosas que tal vez no debiera: pero son humanos, ellos también son humanos y alucinarán con determinadas encomendaciones, con órdenes que conviene no cuestionar, con movimientos que han de llevar a cabo aún no teniéndolos del todo claros, una vez pasados por el tamiz de su consciencia, como el de dirigirse a la calle y poner dentro de una serie de contenedores cientos de kilos de mercancía cuya fecha de consumo preferente no corresponde con la indicada para que el establecimiento en el que trabajan siga siendo considerado un modelo a la hora de darle lo mejor a sus clientes. No para, la rueda no para y no puede dejar de rodar, se acabaría todo, no sabríamos cómo salir del atolladero: un mundo más sencillo, qué locura, a quién se le puede ocurrir semejante aburrimiento ahora que hemos conseguido que algunos niños piensen que los pollos vienen directamente del supermercado, ahora que todos los limones, tomates y naranjas son idénticos, ahora que ya han pensado por nosotros hasta la música que debemos escuchar mientras nos dedicamos al deleitable pasatiempo de comprar, ahora que algunos arremeten contra el desánimo metiéndose en una tienda y tirando la casa por la ventana; ya no hay marcha atrás, ahora estamos como el ratón en el interior de la ratonera en la que se encontraba la porción de queso aparentemente más sabrosa, eso si y ahora bien: adulterada.

miércoles, 15 de enero de 2014

Escribimos








Escribimos para darnos a entender, para firmar una letra de cambio con el consecuente riesgo de pérdida o de estafa, para declarar nuestro amor como lo hacía el cartero de Neruda; escribimos para que la inspiración nos pille trabajando, como le gustaba decir a Picasso, para que una luz atraviese nuestro pensamiento y convierta lo abstracto en algo moldeado, en una figura o en un verso, en una metáfora o en una sencilla reflexión encadenada con impresiones que van saliendo al paso. El caso, la cuestión, es escribir y no dejar de hacerlo, escribir por vicio y de manera continuada, automática si es preciso para superar el síndrome de abstinencia, sin cesar, dejando que la mano sea el médium del razonamiento que le va dictando, palabra a palabra, aquello que se le acaba de ocurrir. Escribimos para dejar en nuestro diario el rastro de las emociones, el recuento de los desengaños, el análisis de las dudas, la compañía de las soledades, el inventario de los sucesos que a nadie más que a nosotros nos acaban importando y nos atrevemos a contar. Escribimos por oficio o por vocación, por amor al arte o por entretenimiento, por melancolía llegado el caso, y lo hacemos con la convicción de estar haciendo algo en lo que va implícita nuestra huella, nuestro código de barras y grupo sanguíneo, nuestra manera, lo que somos, lo que hasta la fecha hemos llegado a ser. Escribimos por dejar algún testigo de nuestro interés por ciertas fabulaciones, por acompañarnos con el ruido de la punta de la pluma sobre el papel, por divertirnos con la destreza de nuestros dedos sobre el teclado, por no podernos resistir; escribimos desde que nos enseñan, desde que éramos párvulos inconscientes de lo que en un futuro escribiríamos o dejaríamos de escribir, y desde entonces moldeamos nuestra caligrafía hasta hacerla ininteligible, propia, personal, irrepetible, única, estirada,  vertical o tumbada, característica de un estado de ánimo, inherente a nuestra personalidad como un tatuaje elegido entre mil. Escribimos en cárceles o en trincheras, en aceras o en parques, en cafeterías y habitaciones de hotel, en pupitres y escritorios de retiro, en capillas, santuarios y bibliotecas, incluso caminando escribimos con esa parte de la memoria que se encarga de ordenar versos en un rincón de la mente para escupirlos nada más llegar al primer puesto de guardia, allá donde el silencio se convierte en huracán de sonidos transfigurados en letras que dicen algo. Escribimos convencidos o tratándonos de convencer a nosotros mismos de lo que escribimos, poseídos por un yo qué sé hasta que quedamos huérfanos de nada más que decir. Escribimos confesiones, cartas, historias, poemas, novelas, testamentos, indicaciones, sumarios plagados de secretos, sentencias y citas breves, frases célebres, abreviaturas, canciones, notas, recordatorios, listas de promesas y buenas intenciones, lo escribimos todo para que el orden de las cosas no sea sacudido por un despiste. Escribimos sobre paredes y piedras, a los pies de las estatuas, en lo buzones de correos, en las esquinas, sobre mármoles y maderas, en el corazón llegamos a escribir con tinta china la postdata de un sístole enfermo de amor. Escribimos aprendiendo a esperar, ejercitando la paciencia, descubriendo aquello que nos habitaba en los adentros impidiendo que se convierta en el maligno acento de un tumor. Escribimos y en ello nos va la vida sin necesidad de alzar la voz. 

martes, 14 de enero de 2014

El catalejo de la infancia




De la misma manera que continuamente decidimos todo aquello que realizamos, cada paso que damos, cada centímetro en línea curva o recta que nos desplazamos hacia uno u otro lado de nuestro camino, allá donde nos mudamos o lo que nos apetece hacer en cada momento, acuciados por una curiosidad inherente a la existencia no dejamos de perseguir algo, un algo, un no sé qué: no cesamos de buscar en todos sitios, dentro y fuera del alma, en todas partes, debajo de una mesa o de una piedra, en los rincones, en los cajones y en el pasillo, en el aula, en la iglesia y en la consulta del médico, en revistas y periódicos, en horóscopos y predicciones inexactas, dudosas, falsas e inventadas, tanto da; en los pronósticos del tiempo, en las nubes, en las lineas de las manos, en el blanco de los ojos, en bolas de cristal, en cartas y en posos de café, en el qué dicen y en el qué dirán, en casa y en la calle, en cualquier reunión, en una conversación, en una mirada, en un comentario, en una pose, en un mohín, en un gesto o reflejo, en suposiciones, cábalas, conjeturas y supersticiones, en demoníacas especulaciones, en todo aquello que nos ofrezca una mínima posibilidad de sacar un dato en conclusión, un solo dato con el que poder partir de la base de una nada que nos lleve a otra nada aún mayor pero en la que poder sentir algo parecido a una absurda recompensa por haberlo intentado, como quien vuelve cansado del trabajo y se dispone a caer rendido en su colchón para disfrutar del justificado y merecido descanso, algo que nos haga merecedores del esfuerzo que constituye estar vivo y dárnoslas de estarlo, como dicen por ahí: vivo y coleando, al tanto, al loro, aliquinday, en la brecha, atentos, en todas, sin escapársenos ni una. Vamos por la vida como seres hipnotizados por el hilo de luz de una linterna que nos guía hacia quién sabe dónde, como si una senda anteriormente marcada a nuestra llegada se encontrara ahí señalándonos el camino, corriendo el riesgo de caer en esa zona de facilona y fatídica comodidad que inexorablemente nos conduce al abismo del rebaño, a hacer, como diría Nietzsche, las cosas como los demás, que ni más ni menos se convierte en una máxima sospecha que casi siempre significa hacer las cosas mal, excepciones a parte que confirmen la regla. 
Escudriñamos en nuestros bolsillos con la esperanza de encontrar una moneda que nos ayude a tener más cosas; oteamos a través de los visillos para seguirle la pista al vecino de al lado, alimentando así nuestra curiosidad sobre lo que ni nos va ni nos viene pero que incomprensiblemente no deja de azorarnos manteniendo en ascuas la llama de nuestra inquietud. Indagamos sobre las pistas de nuestra propia inseguridad acercándonos cada vez más al filo del precipicio de un no retorno que nos convierta en autómatas; investigamos en la vida de cualquiera con una insultante falta de escrúpulos y de pudor, como Juan por la casa de los demás, a nuestras anchas; exploramos el fondo del mar de los defectos de quien tenemos en frente, sin miramientos, obsesionados por la paja en el ojo ajeno, y en cambio no se nos ocurre mirar en nuestro interior, coger el catalejo de la infancia y llevarlo a nuestro yo, no a nuestro ego sino a nuestro yo, a las cercanías de nuestras pupilas, a las inmediaciones de nuestras arterias, a las proximidades de nuestro corazón, al punto de fuga de nuestro pensamiento más remoto, a la confinidad de lo que somos, de lo que como dijo Píndaro ojalá algún día lleguemos a ser.


lunes, 13 de enero de 2014

Sobre la mesa




Hay qué ver con que frecuencia desdeñamos la fuente de aprendizaje que constituye la lectura de una novela. Hace un par de años un crítico gastronómico me decía con plena seguridad y convencimiento que a él ya no le llamaba nada la atención la lectura de novelas, que eso era cosa de jóvenes, de otra época en la que la mente está a la espera de otro tipo de incentivos y detalles, apostillando con cierta sorna que él ya no se encontraba para esos entretenimientos. Poco tiempo después me sucedió lo mismo con un par de periodistas, también del gremio de los que se creen en posesión de la verdad absoluta en lo que a gustos y placeres del paladar se refiere: para ellos la atención sobre una novela no encerraba ya ningún tipo de interés ya que a la hora de encontrar satisfacción en la lectura se sentían atraídos por otra suerte de manuales,  libros más técnicos, no tan superficiales como una novela, se atrevieron a decirme. Hubo también un redactor jefe, ahí es nada, de un importante diario del norte de España, que no es que no leyera novelas, es que directamente confesaba no tener tiempo para leer nada de nada, ni parecía que estuviera dispuesto a encontrarlo. Al final de todas estas conversaciones me dio la impresión de no haber abandonado mi primera juventud, pero con el inconveniente de no poder disfrutar con ellos, con estas personas por cuyos estudios confieso sentir una profunda envidia, de ésto, de mantener todavía viva la ilusión por vivir varias vidas sacadas del interior de una historia cualquiera como cuando uno era un adolescente, como si ello fuera el síntoma de una incongruente e imperdonable inmadurez a estas alturas, a pique de escuchar aquello de zapatero a tus zapatos. Digo esto porque es frecuente que cuando uno no ha salido del amor confeso hacia esa clase de lecturas que cuentan historias, que lo sumergen en otro mundo, en otro país o sociedad, en otra cultura, o directamente en un planeta inventado que nada tenga que ver con este que pisamos,  encuentre cada día mejores y más poderosas razones para seguir creyendo en las virtudes docentes de una novela, lo diga quien lo diga y se pongan como se pongan quienes han sido engullidos por el tormento de las prisas; y una vez más me encuentro en esa ordenada tela de araña que supone toda buena arquitectura argumentativa, en esta ocasión de la mano de Elena Poniatowska en La piel del cielo, novela en la que uno se siente bastante cerca de las inquietudes de una serie de jóvenes del México de la primera mitad del siglo XX, y del espíritu de justicia que siempre ha estado del lado de algunos buenos hombres. No sé por qué pero hoy tenía ganas de contar esto, debe ser porque esta misma mañana me han vuelto a sacudir el oído con declaraciones que parecían ya extinguidas de mis conversaciones y que han vuelto a recordarme que había una hermosa novela esperándome sobre la mesa.