sábado, 16 de noviembre de 2013

Las primeras nieves








Acaban de caer las primeras nieves del año. Desde que llegué a Caleao no ha habido vecino que haya dejado de avisarme de lo intempestivo que resulta el invierno en esta zona. La reserva natural de Redes se encuentra tan bien cuidada que sea cual sea el atributo añadido por cada una de las estaciones le sienta de perlas, y el manto blanco con el que es vestida por el invierno parece otorgarle un toque de novia recién peinada, o de leve velo de calma. La serie de montañas que conforman el valle que se ve desde mi ventana se divide en una especie de sucesión de cordilleras de forma que desde hace un par de días se veía venir la llegada de la nieve desde las moles más lejanas hasta las faldas de las colinas más próximas que desfallecen a los pies de la sinuosa carretera que aquí termina. La plaza de la entrada es ahora el refugio de aquellos vehículos que no quieren quedarse anclados en una de esas calles que apenas rodean un par de casas en cualquiera de las empinadas cuestas que desde el Barrín ascienden hasta el Barrón. El humo de las chimeneas da fe de la vida en el interior de los hogares. El ganado pace no tan a sus anchas como quisiera en el interior de las cuadras que aún conservan muchas de las viviendas en otro tiempo acostumbradas a abastecer con sus estancias del espacio necesario para que fluyeran con más facilidad las labores del campo. La temperatura bajo cero de la madrugada incita a aguzar el oído en busca del aullido de los lobos. Las tonalidades verdes, amarillas, rojas, ocres y naranjas del otoño se acurrucan adormecidas como quitándole importancia al azúcar de hielo con el que ahora empieza a empolvarse la cara el paisaje. Para un hombre que se resista a ver su capacidad de asombro mermada sobran motivos con los que entretener el pensamiento, todo es lícito cuando se trata de algo diferente y desconocido, como quien asiste por primera vez a una ópera, y la sinfonía de tonalidades blancas con las que la orquesta de rocas, castaños, robles, fresnos y avellanos me ha sorprendido ha resucitado en mí un lugar escondido de mi infancia: la fragancia de una chimenea como emblema de la libertad rodeada de libros en el interior de un hogar.  

viernes, 15 de noviembre de 2013

El colofón del desengaño











Por raro que pueda parecer aún hoy nos encontramos en la línea fronteriza que divide al miedo y a la razón en un país como España. No sale uno de su asombro ni dejan de darle asco ciertas reacciones de tipos económicamente acomodados que escurren el bulto cuando se les pregunta por cuestiones que tristemente tienen que ver con los demás, con los más perjudicados e indefensos, con los que las ven venir sin que nadie parezca acordarse de ellos, tratando de esconder su falta de vergüenza detrás de un velo de deplorable cobardía. 
 En un mundo tan manipulado como en el que vivimos el concepto de dignidad se esfuma entre las bocanadas de humo del comercio y del chantaje. La irracionalidad, la falta de empatía y la hipocresía se están encargando de arruinar lo poco que queda de decencia entre nosotros. Hay que ser muy miserable, y muy mal criado, y muy déspota para decir en una rueda de prensa que no te importa nada de lo que esté ocurriendo en una nación como Guinea Ecuatorial, en la que desde hace décadas están siendo vulnerados los derechos humanos de la mano del dictador Teodoro Obiang, porque lo único que te interesa es que te dejen en paz para seguir ganando una insultante cantidad de dinero a cambio del único mérito de saber golpear un balón. Eso es lo que han hecho un par de jugadores de la selección española de fútbol, Bartra y Llorente, cuando les ha sido preguntado qué opinan de la situación del país al que irán a jugar el próximo sábado y que si estaban dispuestos a negarse a fotografiarse con el matarife guineano que lleva por la calle de la amargura a la ciudadanía de aquel pueblo desde hace muchos años. La guinda del pastel la puso la jefa de prensa de la Federación española de fútbol al entrometerse de mala manera entre los periodistas y los jugadores; la cobardía de éstos últimos fue el colofón del desengaño.
Uno, que se gana la vida en un oficio en el que la incultura es palmaria, sabe bien a lo que sabe el recalentado plato del que se alimentan las estrategias de los ruines, de los sabuesos y de las aves rapaces del asfalto endiablado de la insana competencia aderezada con envidia,  va ya estando harto de tanto fanfarrón en pantalón corto que no sabe hacer la o con un canuto, de tanto referente insensato y de tanta alcurnia de medio pelo moral como parecen ser los multimillonarios futbolistas a los que se les acaba viendo el plumero por muchas campañas a favor de determinadas organizaciones benéficas que patrocinen. Habrase visto insolencia, cinismo y alevosía. Hemos llegado al colmo del despropósito democrático, y es que en un mundo en el que gobierna la mentira decir la verdad se ha convertido en un acto revolucionario.

lunes, 4 de noviembre de 2013

El gusanillo en el cuerpo.





 No sé cuanto tiempo hace desde la última vez que tuve en mis manos un ejemplar de La isla del tesoro, ni las veces que me he propuesto volver a leerlo interponiéndose otras lecturas que han ido cayendo como del árbol de las casualidades y lo impremeditado, del libertino placer de lo no planeado ni pendiente, que es la forma en la que más me gusta dejarme llevar por el flujo de un misterioso mecanismo de selección para el que hasta la fecha no he encontrado explicación ni sustituto que lo mejore a la hora de decidirme por un título u otro. Hay libros que le van acompañando a uno a través de los años como instalados en la memoria en forma de bote salvavidas, sirviéndole de muleta con la que apoyarse al recordar las alegrías y calamidades por las que pasaron sus personajes, encontrando en ellos muchos de los gestos por los que más apego se siente hacia la vida, y cada vez que en cualquier conversación de esas que se tienen con los amigos con hijos en edades de iniciación a la lectura sale al paso uno de esos libros siento la emoción renovada de acercarme de nuevo a las páginas del Stevenson de mis inicios. 
 No siempre se lee en las mismas condiciones, me atrevería a decir incluso que se puede llegar a leer sin leer cuando no se dispone del suficiente tiempo para regocijarse en una novela o en uno de esos ejemplares cargados de artículos con los que se puede alcanzar una perspectiva sana y sin complicaciones de la realidad desde la silla, la cama, el taxi, el autobús, el metro o el sofá. Me explico, Azucena es una niña de cuatro años que ha comenzado a silabear sus primeras palabras escritas en una de esas adaptaciones con las que se ha puesto de moda iniciar a los párvulos y a los no tanto en literatura, y Pablo, su padre, continuamente se emociona contándome el capítulo que cada día le va ayudando a leer a la pequeña en ese parco pero sincero vocabulario con el que los mayores se empeñan en explicar las cosas más sencillas de la manera más difícil a los niños; de modo que cada uno de los últimos días voy leyendo de boca de mi amigo Pablo un nuevo capítulo de la isla del tesoro amparándome en el recuerdo de mi infancia. Pablo sufre de la misma precariedad que yo:  tampoco tiene demasiado tiempo libre, pero guarda algo de lo mejor de quienes han sido buenos lectores: la emoción de sentirse contagiado por las ganas de continuar aprendiendo y un intenso brillo en sus ojos cada vez que hablamos de literatura, y sobre todo cada vez que hablamos de los primeros libros con los que fuimos adentrándonos en el universo de la lectura. 
 Siento una mezcla de envidia sana y de alegría por a la pequeña Azucena. Cuando aprendí a leer y a escribir a penas existían incentivos que le abriesen  a uno el apetito por la lectura, no existía el repertorio de lecturas recomendadas del que hoy en día dispone cualquier grupo escolar y era frecuente, incluso en el instituto, que se nos obligara a leer obras para cuya comprensión no nos encontrábamos preparados porque los planes de estudio sobre literatura trataban más de hacerle caso a la nómina de obras maestras que al contenido y a la consecuente asimilación que por parte de los alumnos pudiera ser alcanzada. Todo dependía de un sexto sentido que cada cual debía adquirir para que no se lo comiera la corriente de los ladrillos de los que había que dar cuenta sin siquiera disfrutar una página, y todo para poder aprobar un examen. El gusto estaba reservado para aquellos que intuían que detrás de Defoe, Ende, Verne y Stevenson poco a poco se llegaba a Delibes, Pio Baroja y Hesse, entre otros, para más tarde comprender que era necesario descubrir las raíces de la cultura en ese grupo de obras capitales a las que se accede con el entusiasmo de quien siente la necesidad y la seguridad de descubrir un tesoro con el que reforzar los cimientos de lo leído con anterioridad. 
No se trata de iniciar la casa por el tejado, ni mucho menos: se trata de comprender todo lo que se lee y de amenizar con interesantes aventuras la imaginación de los iniciados. La cuestión es sentirse feliz con un libro entre las manos y no con la solitaria sensación de tan sólo saber que esa obra goza del prestigio de la posteridad. A eso se llega por devoción, no por obligación. Por eso durante estos días Azucena, a pesar de estar aprendiendo a leer en una de esas adaptaciones con las que tampoco es que ande uno muy de acuerdo, sale a la calle con cara de descubridora de nuevos mundos cargados de mapas, costas, islas, barcos, puertos y piratas que ya andan en su mente a la espera del próximo libro con el que pueda continuar aprendiendo a leer con la ayuda de su padre y con el gusanillo metido en su cuerpo de niña aplicada, hasta que llegue el día en el que decida introducirse en la historia de la navegación o averiguar por su cuenta cuáles fueron las fuentes clásicas de las que bebió el Stevenson al que se le ocurrió la maravillosa historia de la Isla del tesoro.