jueves, 26 de julio de 2018

Una joya del olvido

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Los libros viajan; algunos se enrolan en la travesía del olvido, en sótanos y armarios, en cuevas y profundidades, hasta que son rescatados por la curiosidad y la casualidad. Los libros vuelan, se sumergen y echan a rodar, se comienzan y se echan a un lado empezando otros, van haciéndose hueco entre los paquetes, se dejan tocar entre las cajas, se acarician junto a una estantería, se nos caen al dormirnos de las manos; los libros huelen a azar/azahar y a hierbabuena, a quinina, clorofila, mosto y adrenalina, a comercio y costumbre, a polen y aire limpio, a compañía y fragancia y hábito y ejercicio, a mar adentro, a recuerdos de épocas de todo tipo, a lo que su impronta nos devuelve de experiencia. Nada como la aparición de un libro para fechar un recuerdo. Los libros nos transportan en el tren de sus lecturas, en la intromisión onírica sobre las ciudades que pisan sus personajes; nos acompañan las vidas que los habitan, los ejemplos, las crónicas, las metáforas, las comparaciones, las ocurrencias y la perspicacia, la moraleja y el mensaje, la verdad de las mentiras, la pura alegría de leer, los lugares donde los leímos, los sitios en los que los compramos, las lecciones que nos proporcionaron y las dudas que nos suscitaron, la admiración por la obra en si, por el valor de escribir un libro, por la soltura expresiva, por la definición del crucigrama a solas de todo lector. Los libros son hermanos, ángeles de la guarda, amuletos, fetiches, miembros de la familia, mascotas, amigos, compañeros, recursos contra el desamparo en los aeropuertos. Los libros disimulan las fatigas, se amontonan, nos hacen más interesantes de lo que somos, nos camuflan detrás de esa barrera a la que solo se asoman los ojos más curiosos. Los libros se regalan por amor, por afecto y simpatía, por inercia y por no saber qué regalar pensando que siempre vendrá bien un libro. En las dedicatorias de los libros regalados con amor fraterno, perdidas de vista en la cercanía de las distancias, se ve al trasluz la radiografía de los trasbordos, de los cambios de turno y de paisaje, de las vueltas que da la vida, como en la del Poemas de amor de Miguel Hernández que Blimunda me regaló en octubre de 2009, encontrada en un camarote del Nautilus atracado en Azufaifa, que hoy se encuentra en Braunschweig. Una joya del olvido.


domingo, 22 de julio de 2018

La puerta de atrás



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Donde había una corsetería han abierto un restaurante en mi calle que irradia gusto desde el inicio de la reforma. Durante las obras el espacio interior se sostenía por la sugerencia anticipada de lo que habría de ir llegando; se hiciese lo que se hiciese se intuía algo calibrado, pensado, colocado, puesto en su sitio, y un guión por escribir sobre la página en blanco de las paredes interiores, un silencio, una nota bien tocada, la descriptiva facilidad de la geometría. Me fijaba cada vez que pasaba por allí y, aunque durante días no apreciase cambio alguno, de buenas a primeras me encontraba frente a un lienzo avanzado, fruto de las obras trazadas desde las matrices de la luz y la funcionalidad, aprovechando los contrastes y las sombras, el cruce de la calle. La elegancia también viste tallas pequeñas. Lo que no se ve es el molde de la escultura que presenciamos. La vista se adapta al orden por instinto de protección, y una vez traspasada esa frontera se interesa por ordenar elementos secundarios o aleatorios en torno al boceto del panorama. Se desestima todo proyecto hostelero que no tenga buena presencia, eso tan difícil de definir que es la imagen, una fachada acorde con la sensibilidad que pueda esperarse adentro; ahora bien, no es frecuente encontrarse con proyectos en los que las entrañas, el conglomerado de movimientos y utensilios y herramientas y muebles y aparatos y superficies y en ese plan hasta llegar a la puerta de atrás, sea la piedra angular de la definición de su operatividad. En la puerta de atrás de los restaurantes se habla latín y se reza en arameo, se fuman cigarrillos raudos como el relámpago que saca los postres de la última mesa; en la puerta de atrás se queda para después y se comparten diferencias, se sostienen las miradas con ojeras, se pide consejo, se cuentan secretos, se mira al cielo, se contempla durante unos minutos la noche, se escuchan los ruidos de La Ciudad como si saliese uno de una cueva, o de un escenario; por la puerta de atrás se saca la basura, se conecta la alarma y se echa la llave; allí se suspira, se sueña, se piensa, se desea, se habla de la lotería, de los cuartos crecientes de la luna, del tiempo que llevamos en esto, de lo que hay que aguantar y de todo eso. Estando ya abierto y sin esperármelo me percaté de la confirmación estética en el proyecto de apertura de ese restaurante: el inusual encanto de su puerta de atrás, tan inesperado como la belleza. 


sábado, 7 de julio de 2018

Geromo


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Hay personas cuya presencia percibimos mediante el recuerdo instintivo de los gestos cotidianos, en ese matiz del aprendizaje que nos lleva a acordarnos de ellas, porque la influencia de su manera de actuar sobrepasa los límites de lo ordinario convirtiéndose en parte de nosotros. Hoy, que tan en boga está el tema del liderazgo, el personal gasta miles de euros en cursos y conferencias y másteres y así todo seguido hasta el final, saliendo embutido en una mermelada de conceptos que lo único que hace es encauzar la autoestima de quienes responden por las ventas delante del consejo de dirección de cualquier empresa; pero de los que salen al campo a batirse el cobre en cada jugada/jornada, a echar ocho o nueve o diez o doce o catorce horas, como hay cola, pues no hay por qué preocuparse, salvo excepciones. Los equipos se reciclan con una facilidad inusitada; vamos de puesto en puesto porque necesitamos coger la postura y sentirnos cómodos para dar lo mejor de nosotros, para que no nos tomen el pelo, buscando dónde poder hacer bien lo que hagamos, esperando el ejemplo de los de arriba que casi nunca llega, hasta que nos encontramos con alguien tan afanado y volcado en su oficio como en sus sueños. Uno, que ha tenido más de cuatro jefes, y que desde hace tiempo se encuentra harto de escuchar discursos sobre liderazgo, ha tenido también la suerte de conocer a Gerónimo Patón Martínez. Geromo era Maestro pastelero, y entrenador de fútbol de niños que, desde que yo recuerde, han tenido el privilegio de contar con sus consejos en La Carolina. Geromo trabajaba un montón de horas en el obrador de la pastelería Los Alpes y después iba a entrenarnos al campo de tierra de la Ciudad jardín. Recuerdo la noche que, estando Geromo a punto de jubilarse, mi amigo Pepe Lázaro, dueño de Los Alpes, me dijo: "No te lo vas a creer, pero hay días, de esos en los que hay mucho trabajo y nos quedamos hasta más tarde, que cuando estamos a punto de salir vemos que en la puerta hay un grupo de chiquillos que ha venido a buscarle, esperándole para ir a entrenar". Geromo estuvo así, de forma altruista, durante más de cuarenta años, recordándole a los chavales que para ser buenos futbolistas tienen primero que aprobar los exámenes del colegio, ser educados y disciplinados, que la soberbia, la altanería y la arrogancia son malignos excesos o defectos que pueden llegar a hacer que, como dice Muñoz Molina, una frase trivial segregue el veneno que intoxica una vida. Siempre en su sitio. Geromo insistía en el valor de la humildad y en el significado del esfuerzo, en la honradez y en la deportividad; era un amante de la estrategia, le encantaba hablarnos de sistemas de juego, de formas de pensar el fútbol; Geromo era un Beckenbahuer a su manera, un amante de la docencia balompédica transplantable a cualquier otro ámbito, porque a pesar de que casi ninguno de aquellos niños acabásemos ganándonos la vida con el fútbol, hoy todos ponemos en práctica sus enseñanzas en nuestras distintas profesiones, recordando al auténtico maestro del liderazgo para quien el respeto al trabajo y a los demás constituía la base de su método. Todo el pueblo sabe que Geromo ha sido el mejor ojeador de la historia de La Carolina; descubría al instante la capacidad de aquellos de nosotros que con doce años tuvieron la suerte de ir a hacer pruebas para equipos de primera división; nos revisaba los balones y las botas para reprendernos que debíamos cuidar el material, que debíamos tener tacto con los tacos y los cordones y las medias y las espinilleras y la camiseta, con la limpieza del vestuario; Geromo enseñó a cientos de niños a vestirse de futbolistas como si se encontraran frente a un espejo para sentirse a gusto con la indumentaria; y esa dedicación y ese talante y ese talento no tienen precio. El rastro de algunas personas es indeleble por naturaleza, por esa tendencia a entusiasmar que tienen los seres humanos a los que no les cabe el corazón en el pecho, corazones que nos siguen alumbrando después de haber dejado de latir. Ahora nos queda el consejo que Geromo transmitía a los más pequeños, y que sería aplicable a cualquier equipo de trabajo que se proponga sacar adelante sus proyectos con esa deseable sensación de paulatina solidez que significa que se están poniendo bien los cimientos: "todos para adelante, todos para atrás, y a meter muchos goles". Siempre contigo, Maestro.


sábado, 23 de junio de 2018

A su aire


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Cada mañana, después de hacer que el hogar huela a café, escribo un poema; un poema rápido con lo primero que se me viene a la cabeza, con las sensaciones más dispares, con los lunares sobre la piel de lo fortuito, dejando que aflore el subconsciente, tratando de entenderme, en una mezcla de escritura automática y sonambulismo, en una suerte de rompecabezas, echando mano de lo que tengo alrededor para extraer una metáfora de la colocación de un objeto que como un castillo parece estar puesto en lo alto de una montaña. Esas frases van tomando cuerpo a medida que un hilo se cruza con otro rematando las costuras de un traje, ensamblado el marco de un retrato, colocando en el lugar adecuado las piezas de un collage. Después me olvido, y así se van acumulando los versos hasta que llega el momento de la re lectura, de ese repaso en el que uno se percata de que podrá a lo sumo salvarse el diez por ciento de lo escrito, con profundo respeto sobre los a priori materiales secundarios porque de ellos sale otra luz, otro bodegón, otra lámina, otro paisaje y punto de fuga a la espera de sus luces y sombras, de sus contrastes de gelatina y plomo y mar y pólenes diversos. Es casi más importante borrar que seguir escribiendo; a veces dos palabras tienen la contundencia de una mole de piedra o de un viento huracanado, otras necesitan compañía, bastones, amuletos, boyas en el mar de lo abstracto, flechas en la cartuchera de la puntería, anzuelos que estimulen la llegada de una rima no forzada, natural, a su aire.


domingo, 17 de junio de 2018

Ni una palabra más


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Antony Bourdain era el Calvin Russell de la cocina, se las sabía todas; procuraba estar por encima de las circunstancias sin nunca serle indiferente la situación; era uno de esos trotamundos que han hecho de su vida una balsa para atravesar el ancho mar que separa el idealismo de la cruda realidad. Anthony Bourdain era consciente de lo que hay delante, detrás, y en el escenario de una cocina, en las intempestivas del mercado, en la revisión de los pedidos y en la grasa que gotea de un agujero mal arreglado, contemplando la esencia como prioridad, la  metafísica, el origen, la trastienda del vestuario en el que se comparten quemazones del alma, el clandestino hueco del pasillo de hotel en el que se echa un polvo con una camarera de pisos, el frasco de aspirinas al que se recurre cada mañana frente al espejo del lavabo, los gramos de cocaína desparramados por la extensión del descanso del guerrero, del mago de la sartén, del cuchillo y el delantal, de la puré, de las salamandras de Lucifer, de los fuegos y juegos del azar, del agobio, de la partida de ajedrez de cada servicio, del plato cuyo borde quema como un demonio, del barco pirata en el que se acaba convirtiendo un restaurante de elite; la lucha de poder a poder con las demandas, el milímetro cuadrado de espina que puede provocar un atragantamiento, la pizca de pulpa de limón que flota sobre el lago de un vermú, las dietas, las alergias, las intolerancias, las preferencias, y lo que de uno queda después de un concierto; muchas tablas y muchos pactos con el diablo; la historia de irás y no volverás, el convencimiento pleno de la estupidez humana, la propina de un día más de vida después de haberlas visto de todos los colores. Leí Confesiones de un chef de una forma muy alimenticia; la empatía con el chef Bourdain fue inmediata. Después tuve constancia del documental Rusia, no más vodka, como colofón a su andadura por el mundo en busca de las raíces de la cultura culinaria de muchos países; luego pasaron años sin interesarme por dónde andaba, solo con que estuviera vivo me bastaba, su halo en la órbita de la gastronomía se respetaba y con eso era suficiente, a uno le llegaba el influjo de la onda; era el referente que seguirá siendo, fue el primer hombre que con gusto literario se atrevió a contar las cosas como son dentro de un restaurante que da más de cien cubiertos por servicio a un alto nivel de exigencia. No me lo creía, cuando por eliminación supuse que de quién me estaban hablando era de Anthony Bourdain, no me lo creía. Bien, pues, como dejó escrito Césare Pavesse, Chef, ni una palabra más, Maestro ¡Siempre estarás presente!


jueves, 24 de mayo de 2018

El hombre ensimismado

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Recuerdo la mañana que Blimunda me encargó un par de libros de Philip Roth dándole igual cuáles fueran; paseando por el casco antiguo de Jaén camino de la librería Metrópolis intuí que iba en busca de un escritor al que tendría que ir leyendo a lo largo de toda la vida. En el mostrador me contestaron, sí, sí, este señor dice cosas. Uno de los impulsos de los lectores que descubren a un escritor con el que fraternizan a partir de una serie de frases imantadas de significado es la de leer compulsivamente toda su obra mordido el anzuelo de la electrizante primera toma de contacto, en un  rapto de ansías e impaciencia que los sumerge en ese mundo recién comenzado a explorar del que les gustaría saberlo todo, en la onírica nebulosa del lo antes posible, con una mezcla de curiosidad y pura alegría en la que casi no queda tiempo para otra cosa. Con Philip Roth lo que uno siente es cercanía, dilema, reflexión, intuiciones, emociones, transcursos, conclusiones, vitalidad cerebral, salud mental, mucha sinceridad, facilidad narrativa a lo largo de una prosa muy nutrida de elementos cotidianos mezclados con cavilaciones en torno a ese campo por tantear que se presenta delante de nuestras narices. Algunos escritores se pegan a la piel porque dicen verdades como puños sobre nosotros, sobre los infiernos, la conciencia y el presente, el recuerdo y el pasado, el deseo y el futuro, la calle y el aula y la sala y la almohada y el escritorio y los bares de abajo y de la esquina, las relaciones personales, la transparencia y la neurosis, el rompecabezas de la existencia. Empezar a confesar lo que uno piensa diseminándolo en el análisis de las andanzas del ser humano sobre el mapa de las novelas que se van escribiendo no debió ser tarea fácil para un americano como Philip Roth, porque no entraba dentro de los planes de muchas familias judías de los sesenta que uno de sus hijos pudiera verse atraído por las siluetas proyectadas al trasluz de las ventanas de un hogar en el que se practicaba un respetado sentimiento de abnegación religiosa; para él la ridiculez consistía en rechazar voluntariamente la libertad; tenía claro que lo que mejor hace la televisión es trivializar sobre la tragedia; a cerca de la creación literaria opinaba que la realidad independiente propia de la ficción es lo único que importa debiendo permanecer el escritor en la sombra. Decía que cuando uno se hace escritor tiende a equivocarse siempre con la esperanza de acertar alguna vez, y que en una autobiografía la caballerosidad es evasión o mentira. Así era Philip Roth. En esa transparente declaración está toda la verdad de la libertad de lo escrito para llegar a ser Literatura, la fiel manera con la que en cada una de las etapas de su vida va el escritor viendo el mundo tratando de componer el inmenso puzzle del conocimiento sobre el marco de la experiencia pasada por el tamiz de la conciencia abierta a estudiar lo que a uno se le presente, teniendo como única herramienta la palabra. Ese es el legado que nos deja Philip Roth, el del hombre que escribe lo que piensa y lo hace como catarsis para sentirse formar parte de este mundo en el que él supo estar dejándonos un imprescindible legado literario. Muchas Gracias, Maestro.

miércoles, 23 de mayo de 2018

Lo tomas o lo dejas


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Desde luego que haciendo uso del más estricto sentido de la coherencia me niego a pensar que lo que acaban de hacer Irene Montero y Pablo Iglesias guarde alguna relación con el discurso que durante los tres últimos años han llevado por bandera. Comprarse un chalé de 600.000 euros a estas alturas y con lo que está cayendo, y aunque no cayera, no pega ni con cola con la prédica hasta ahora ensaltada, se le ven las costuras al traje de la demagogia. Hace tiempo que no es raro encontrar dentro de la militancia de Podemos opiniones de escepticismo en torno a su líder; muchos afiliados no las tienen todas consigo, algo les huele mal, desde la manera de gestionar el partido hasta sus afinidades ideológicas con políticos del estilo de Nicolás Maduro. Todo lo que sea decisiones políticas puede ser puesto en tela de juicio y sometido a la opinión de la asamblea, discutido y llevado al consenso, observado por cada participante y mejorado, en fin resuelto de una forma democrática, o lo más democráticamente posible; todo lo que suceda dentro de un partido ha de compartirse y desarrollarse con la ayuda de todos, de forma que la unión haga la fuerza, que el ejercicio dialéctico del grupo surta sus frutos y la línea de continuidad hacia algo mejor sea la esencia misma del debate; ahora bien, someter a votación si es lícita o no una decisión personal, concretamente la de la compra del chalé de marras, para seguir ejerciendo el liderazgo, me parece una equivocación ya que en cierta forma supone dejar en manos de la militancia la resolución de la continuidad de los implicados al frente del partido que, con la debida coherencia y dignidad, es ni más ni menos asunto de quienes han incurrido en semejante desajuste, es decir es exclusivamente asunto suyo, de su conciencia política. Esto es cuestión de principios y no de si les gusta o no les gusta a los militantes lo que hayan hecho sus líderes, que supongo que no; esto es cuestión de valores personales y de mirarse uno al espejo; de lo contrario, tal y como se pretende solucionar el asunto, se convierte en un "lo tomas o lo dejas" que no se corresponde con la política, y mucho menos con la democracia, una de cuyas bases es la coherencia.

martes, 22 de mayo de 2018

De carne y hueso


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Siempre que lo necesito encuentro en la poesía de Mario Benedetti el refugio del verso acorde con las circunstancias, el fiel amigo que tuve la suerte de encontrar en la literatura. Se tiende frecuentemente a pensar que la magia de algunos poetas está en la dificultad de su lectura, en los enrevesados surcos de una dicción de múltiples aristas, que dejan tan abierto el campo de la interpretación como para seguir escribiendo sobre ellos en un juego de continuación mental a través de todo lo que sugieren esas imágenes más cercanas a lo onírico, a lo incorpóreo, a lo abstractamente metafórico propio de la escritura automática en lugar de a lo palpable y aledaño. En la poesía de Mario Benedetti los protagonistas son lo tangible, los cinco sentidos, la sencillez, el fluido simple y cercano de los actos cotidianos, todo aquello que nos conecta con sensaciones inmediatas de esquemas conocidos o reconocibles al tacto del pensamiento y a la memoria del olfato, sutiles hasta la médula, sinceros, hechos de chapa y pintura, de cartón y piedra, de carne y hueso, de lugares comunes y de objetos identificables en los desfondados bolsillos del alma y en el espejo retrovisor del corazón. El don de la naturalidad en Benedetti encuentra su contrapunto en la ausencia de comas cargando aún más el mensaje de una uniforme simplicidad que roza la campechanía, el diálogo interno que el lector agradece, la fuente de la que emanan las relaciones semánticas salidas de las entrañas del poeta. A lo largo de toda la obra de Benedetti se entrevé  ese hombre que solía ir acompañado de una cartera en la que iba acumulando relatos y poemas escritos en la mesa de un café o en la terminal de un aeropuerto, destellos de inteligencia que humanizaba con la infalible lente de sus retinas, con el vocablo certero que es capaz de sacarle una sonrisa a la melancolía, con ese deje de exiliado y desexiliado en una doble y particular vertiente de querer comprender el mundo, posando la mirada sobre lo inmediato, escrutando las razones del heroísmo del pueblo, hilando fino las medidas del traje del amor. Cuando las madrugadas se vuelven grises a plena luz del día, cuando el insomnio lo expulsa a uno de una indeleble imagen que se obstina en aparecer en las quiméricas fabulaciones de la almohada, cuando el viento de los fantasmas sopla como un castigo, cuando el escritorio se llena de libros de ensayo que viajan en un tren que no va a ninguna parte, la mejor receta es dejarse llevar por el aire libre y limpio de la poesía de Mario Benedetti, sintiendo al levantar los ojos de la lectura que uno es de carne y hueso.

lunes, 21 de mayo de 2018

Obtusa hipérbole


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Transcribir los límites del pensamiento en estado de ira, para darles relieve en la realidad que nos circunscribe y nos atañe y nos abarca en un determinado momento, no es conveniente, porque tiende siempre uno a lo que comúnmente se entiende por equivocarse, despedazándose, valga el gerundio que acusan los críticos ignorantes como recurso de los principiantes, en un mar de dudas que no es ni más ni menos que la obtusa hipérbole de los que buscan el éxito local a base de entender el mundo como una sucursal de la bolsa. Andamos amordazados de pies y manos y la lámpara que pende sobre nuestras cabezas es de plomo, de ese metal que entroniza a la memoria selectiva y la pone de relieve junto a un acantilado,  motivo por el que parece ser que merece la pena guardarse continuamente ases en la manga, mentir como un bellaco, ennoblecer el discurso, hacerlo heroico y al mismo tiempo pasajero, como si fuésemos Ulises e Itaca fuera una isla reservada para lo que estamos contando, para nuestro cinismo de tres al cuarto, y he sido generoso. Mentimos más que cagamos y guardar las apariencias huele por los cuatro costados a comida recalentada, a poco que uno atisbe el olor/hedor del dinero. Rasques por donde rasques todo son dinero e interés, todo es mugre envenenada, demagogia de reptiles. Quedar bien, seguir escuchando, hacerse el loco, o el tonto, o el indócil o el marioneta o el condescendiente mordiéndose la lengua ya no va con mi estilo, no sé si por los años o por delicadeza conmigo mismo, ya no sé si por instinto repentino o por el aleluya que viene a salvarme y a decir basta, hasta aquí hemos llegado. Nunca una sociedad que haya tenido el privilegio de recibir una educación se ha jactado de no leer ni un libro; nunca se ha visto tan desamparado el individuo ante la prefabricada escena de estímulos arbitrarios. Pongo las noticias y sale una recién casada pareja de la familia real inglesa copando parte del informativo al que uno más esperanza le tenía, el de la sexta, que pasa por el aro, que habla del pasado de la novia y del futuro de los condes, que se para en detalles de los modelos elegidos por este o por esta o por aquella o por el otro o por la otra, a cual más golfo y ladrón, que comulga con ruedas de molino por mucho que nos vengan a decir misa. Asco con mayúsculas celebrando que la palabra sea esdrújula. Profundizas algo en una conversación y te quedas más solo que la una, porque de eso ya no habla nadie, porque vale más una palmadita en la espalda que desenterrar a los muertos de las cunetas, porque se nos tendría que caer la cara de vergüenza de ser tan hipócritas y tan farfulleros. Parece que la experiencia no nos sirve de nada, y vamos por la vida como Sénecas dictando sentencias de una sabiduría respaldada por el engrudo de nuestro comportamiento. Hablamos para mirarnos al ombligo, para persuadir a quienes tenemos delante de que somos de tal o de cual manera y de que hemos conquistado el infierno haciéndolo pasar por el paraíso. Váyanse a paseo quienes después de sus andanzas sólo sacan en claro que hay que alabarlos por sus conquistas mercantiles a costa del lomo de los demás.


martes, 15 de mayo de 2018

El precio de la indiferencia


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La libertad de expresión no está precisamente pasando por su mejor momento, y su misma descomposición se confunde entre palos y empujones, entre fanáticas exclamaciones de irracionalidad por parte de acérrimos fieles al dictamen de la ceguera ideológica que acaban incurriendo en la posición de los demás sin la más mínima muestra de respeto. Todo fanatismo lleva debajo del brazo el hedor de la imposición, y si a eso se le pretende llamar libertad de expresión tenemos un problema, un problema de educación que sale a la palestra tanto en las calles como en el Congreso, tanto en las aulas como en los hogares, tanto en los estadios como en las banderas, un fanatismo sin más sentido que el de la identificación mal instruida que lleva a la sociedad por la calle de la amargura. La libertad de expresión, como sustento de la voz de la ciudadanía, se ha trasnformado en una aparente posibilidad de ejercicio que una vez llevada a cabo deja todo tal como estaba, mordiéndose la cola en un sospechoso inmovilismo de las circunstancias generador de impotencia y contrariedades, cosa que cansa y aburre y decepciona y desespera. Todos lo días hay manifestaciones, protestas, proclamas, recogidas de firmas y en ese plan, todo muy bien escoltado por las fuerzas de orden público, para que se vea que miran por nosotros al mismo tiempo que nos dejan ejercer nuestro más íntimo derecho, pero a cambio de tener que pagar el precio de la indiferencia. Sale uno enfrascado de una cierta dosis de esperanza cuando ve en televisión algún programa cuyo objetivo es informar de lo que no se suele hablar, de lo que no se sabe, de lo que suponemos que es, como es el caso de El Intermedio o de Salvados; sale uno de ellos sintiendo que no se encuentra solo, que existe una tendencia crítica y razonable, sin pelos en la lengua; ahora bien, pasan los días y las semanas y seguimos en las mismas, más o menos objetivamente informados pero tan indefensos y con la misma cara de lelos que antes. Siento miedo, siento que algo está pasando o va a pasar, cuando veo cómo los padres de los niños de siete años de edad que disputan la final de un torneo alevín de fútbol se enzarzan en una trifulca dándose puñetazos, queriéndose matar, matándose si pudieran; siento mucha vergüenza ajena al contemplar el rostro de triunfo y las posteriores declaraciones cargadas de cinismo del recién investido presidente de la Generalitat de Cataluña; me dan asco los comentarios de algunos de los tertulianos de esos programas en los que no se sabe medir la distancia entre el sensacionalismo y el diálogo, que se ríen a la cara de los pensionistas, que riman contra corriente los versos de sus descabellados discursos. Parecía que nunca como ahora, cuando se supone que estamos más y mejor informados, podríamos ponernos más fácilmente de acuerdo; parecía que llegaría el día en el que entendiésemos que  de una vez por todas había que empezar a hacer algo para aprender a sopesar las consecuencias de los actos, pero es como si debido a todo este engorro y disparate, a toda esta ola frenética de estímulos y de futilidades por doquier, de todo este engañabobos en el que cada vez hay que trabajar más a cambio de menos dinero y mayor insatisfacción, nos estuvieran enterrando en el estiércol de una descarada mediocridad que riza el rizo de la insolencia.


miércoles, 9 de mayo de 2018

Migajas


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En una noticia aparecida antes de ayer en el diario El País se informa de la detención y posterior encarcelamiento de Ursula Haverbeck, la abuela nazi de 89 años que, unas veces en forma de cartas a los periódicos y otras en misivas a un alcalde, reiteradamente ha negado lo sucedido en Auschwitz, motivo por el que ya fue condenada hace dos años, aunque debido a que las sentencias fueron recurridas aún no había ingresado en prisión. Ursula Haverbeck defiende que "el Holocausto es la mayor mentira de la historia" y que los campos de concentración tan solo fueron campos de trabajo y nunca de exterminio. El caso de la abuela nazi me recuerda al del general Pinochet, que anduvo de rositas riéndose del mundo entero hasta que se topó con la valentía y las agallas de un juez dispuesto a hacerle rendir cuentas, un juez dispuesto a que las aberraciones sucedidas en Chile no cayesen en el saco roto del olvido; un juez por un lado dispuesto a que quienes sufrieron el martirio del asesinato y la tortura pensaran que aún se podía tener fe en la justicia, y por otro a que quienes no vivimos aquella masacre tuviésemos constancia del sentido de la probidad jurídica y de la importancia de la conciencia histórica, tan válida para no caer en los mismos errores; un juez como Baltasar Garzón al que ya sabemos cómo le ha ido por llamar al pan, pan y al vino, vino; Pinochet fue repatriado a su país por considerar Jack Straw, entonces ministro de interior británico, que el estado de salud del dictador no era el indicado para ser juzgado, con lo cual, y a pesar de todo, murió sin castigo. Leo la noticia de la abuela nazi y siento que esa falta de objetividad, ese ver y no mirar, se encuentra, en potencia, en la incoherencia de quienes toman el relevo de las principales formaciones políticas del plantel actual, y en los nuevos jueces que no se atreven a aplicar la ley con la deseada equidad que ponga las cosas en su sitio; o sea que aún estamos a tiempo de ver cómo alguien sale en defensa de Ursula Haverbeck haciéndole escapar por la tangente trazada por el tejemaneje, el chanchullo y la inmoralidad. Todavía hoy son legalizados partidos de rotundo carácter nazi no sólo en Alemania sino en toda Europa; todavía hoy nos hacen creer que el rey va vestido, y quienes se atreven a afirmar lo contrario son tachados de locos o de aguafiestas; todavía hoy los partidos políticos que se jactan de enarbolar la bandera de la democracia siguen consintiendo la corrupción en sus filas; todavía hoy, o más que nunca, se camufla la verdad de los hechos con cortinas de humo en forma de noticias secundarias presentadas como cobardes justificaciones; todavía hoy la Omertá es el caldo de cultivo que cala hasta las más profundas raíces de una ciudadanía sobornada a cambio de las sobrantes migajas del banquete de los grandes capitanes al mando de las sectas que sin escrúpulos gobiernan, hacen y deshacen  y les importa un pimiento que al día siguiente de haberse muerto ellos se funda la tierra. Lo de la abuela nazi, como todo lo concerniente a los estomagantes protagonistas de las noticias con las que parece que se va arreglando algo cada vez que se nos da a entender que se actúa con justicia, es tan solo la punta del iceberg de la mugre congelada que con su peso entierra a la verdad, migajas con las que se nos pretende dar a entender que vamos por el buen camino.

lunes, 7 de mayo de 2018

Es caprichoso el azar


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Los misteriosos mecanismos del azar nos acercan a la posibilidad de lo improbable, a la realidad de lo que se va escribiendo en el libro de nuestras andanzas, en esa novela que según Galdós todos llevamos a cuestas. De manera fortuita se puede encontrar uno tanto en un entuerto como en una dicha, en un atasco como en la providencial salida de un engorro. La vida se nos presenta así como un lienzo en blanco en que se van posando las pinceladas del impresionista cuadro de la existencia en forma de chamba y de chiripa. La búsqueda y el encuentro, la casualidad, lo inesperado; el hilo de Ariadna y los garbanzos de pulgarcito parecen haber sido puestos ahí por un ente que caprichosamente dirigiera cuanto nos ocurre, y en nuestro dejarnos llevar muchas veces se encuentra el engranaje de lo que se va poniendo en su sitio unas veces con pena y otras con gloria, unas veces con asombro y otras con entusiasmo, unas veces con incertidumbre y otras con cautela, con miedo y emoción, con sensatez y disparate. A las lecturas que más nos cautivan les pasa lo que a ese animal callejero que nos elige y se viene a vivir con nosotros, son ellas las que nos encuentran y no sabemos ni por qué. Recuerdo haber dado con un ejemplar de la primera edición de Cien años de soledad, en un puesto ambulante de la Gran Plaza de La Ciudad, formando parte de un montón de libros que habían llegado allí gracias a la generosidad de personas que querían desprenderse de ellos, permitiendo así que el itinerante vendedor se ganase la vida a base de sorprendentes precios de saldo. Gracias al fervor con el que mi amigo Gastón me recomendó a Álvaro Mutis accedí al poeta y novelista colombiano, deleitándome con las aventuras y desventuras de Maqroll el Gaviero; eso si, no no haber sido por aquel casual encuentro en una biblioteca, después de mucho tiempo sin vernos, aquella tarde hubiera optado por otra novela o incluso por otro género. Los puntos de partida de las mejores experiencias literarias están atados a la magia del encuentro, como si hubiésemos llegado a The Turtles buscando a Los Beatles. La primera vez que leí Ardor guerrero lo hice de una sentada en una sala de estudio del barrio de El Carmen de Murcia, muchos años después de ser reiteradamente aconsejado por mi hermano mayor a no hacer la mili, y al salir a la calle tras haberme deleitado con ese extraordinario libro me encontré con que el edificio que tenía justamente delante era el antiguo cuartel de artillería en el que mi hermano había pasado su periodo de instrucción militar, precisamente el lugar desde el que regresaba de permiso al pueblo para hablarme de todo lo que yo acababa de descubrir en esa lectura que parecía llevar veinte años esperándome allí y no en otro lugar que no fuera ese. En otra ocasión fue el instinto explorador de la ignorancia el que me impulsó a decantarme por un ejemplar de ensayo literario de Harold Bloom, nombre que me sonaba tan raro que a penas podía yo alcanzar a vislumbrar la importancia de dicho autor, de forma que aprendí mucho pensando que acababa de descubrir el Mediterráneo, cuando lo que tenía en mis manos era un regalo con el que el azar me ayudó a desentrañar algunas de las claves de la narrativa. Ayer, mientras paseaba por La Alameda de La Ciudad, volví a echarle un vistazo a las obras que por la simbólica cantidad de un euro se pueden comprar en su quiosco y, con esa mezcla de dejadez y de adanismo de la lupa de la holgazanería, me topé con una edición bilingüe, en español y en francés, de Juego y teoría del duende de Federico García Lorca, radiante y perfectamente conservada, casi escondida, a la espera de la fortuna del encuentro.


sábado, 5 de mayo de 2018

Puntos suspensivos


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Termino de leer La nueva atlántida de Francis Bacon, y  no me acordaba ya de que dicha obra no fue terminada. Las obras sin acabar tienen un deje de continuación que a uno se le antoja imaginativo, como si pudiera el lector ponerse a escribir lo que nunca se supo de lo sucesivo. Mario Vargas Llosa, en su niñez, solía escribir alargando las historias de los libros que acababa de leer, inmiscuyéndose así en un ejercicio de fabulación que lo llevaba a crear más mundos sobre los recién aparecidos en esas novelas de su infancia. Ayer, mientras conversaba con el poeta y novelista Rubén Dario Vallés Montes, coincidíamos en que un relato, un artículo, una novela, un cuento o poema, una obra en definitiva, acaban de ser escritos por el lector, y que en las conclusiones de la reflexión final hay tantas posibles interpretaciones como lectores los hayan leído, del mismo modo que un cuadro tiene tantas variantes interpretativas como espectadores hayan tenido el atrevimiento de mirarlo. Hay novelas cuyo final abierto es el mejor síntoma de la maestría narrativa, como ese saber y no saber qué pasó con la víctima de un atentado terrorista en la que acabó convirtiéndose el Inspector de policía de Plenilunio; o dónde se encontraba el cuarto en el que reposaba Ignacio Abel al final de de La noche de los tiempos; ambas novelas de Muñoz Molina son un claro ejemplo de cómo un final cargado de agudeza y de suspense puede inducir al lector a sentir, como la vida misma, la continuación del impulso vital de la literatura no como un círculo cerrado sino como un todo en el que todo se relaciona. La breve biografía del padre del ensayo, Michel de Montaigne, escrita por Stefan Sweig, tampoco fue terminada, pero más que el aspecto de lo inacabado lo que encontramos en ella es el semblante del esbozo, del esquema sobre el que el escritor redactará la obra nutriéndola de datos una vez delineado el plano del edificio sobre el que se desarrollará la totalidad del texto. El documento escrito que Albert Camus llevaba en la guantera de su coche, el día que falleció a causa del accidente que lo empotró en un árbol, era el boceto sin terminar de un texto  autobiográfico que tenía como centro de sus reflexiones todo lo vivido en la Argelia francesa que le vio nacer, en la que desde el principio destacó como el brillante alumno perteneciente a una familia extremadamente pobre y analfabeta, siempre en busca de un padre al que no llegó a conocer, siempre en busca de El primer hombre. Al leer la póstuma obra de Camus, en la que aparecen las inconfundibles huellas de la labor creativa en forma de notas, siente uno la conmoción de estar asistiendo al parto de la redacción, participando al mismo tiempo de un cierto papel de cómplice y compañero pues todo lo anotado al margen estaba ahí con la intención de ser revisado, de ampliar las fronteras de lo escrito hasta el momento, como no dejándose atrapar por la impaciencia dejando que el impulso de la voz interior continuase su trabajo para más tarde corregir y matizar, para paulatinamente ir metiéndole el dobladillo a cada una de las páginas en el turno de las sucesivas lecturas con las que el escritor le va dando forma a lo preestablecido. Ese cariz de lo inconcluso, que caracteriza a algunas obras, es en si mismo un regalo de la generosidad del azar que ha hecho posible que hoy podamos tener acceso a documentos en los que se traslucen las entrañas del proceso de creación de una manera tan formidable que le haga posible al lector sentarse delante de la grandiosidad del bosquejo, de la inigualable hipótesis de los puntos suspensivos.


miércoles, 2 de mayo de 2018

Para quitarse el sombrero


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Lo triste de los ejemplos de coherencia y dignidad llevados a sus últimas consecuencias es que son fáciles de recordar por lo poco frecuentes que resultan, por su pura y dura rareza. En 1964 Jean Paul Sartre, que veía venir la tendencia por arrimar su lúcida ascua a la sardina del partidismo por parte de uno de los dos bloques de la Guerra Fría, cuando su ambición era en realidad el entendimiento entre ambos, dijo que un escritor que adopte posiciones políticas, sociales o literarias, debe actuar solo con sus propios medios, esto es, el mundo escrito, y que todos los honores que éste pueda recibir exponen a sus lectores a una presión indeseable; fue este uno de los principales argumentos con los que rechazó el premio Nobel de literatura de aquel año. La libertad personal es el arma con la que los grandes pensadores sortean las amenazas de las adulaciones de quienes van buscando que la balanza se incline de su lado, tomando como pretexto la inteligencia de intelectuales que en el fondo nada tienen que ver con las indecorosas intenciones de los malversadores de la razón, es decir la clase política que justifica los medios tergiversando el mensaje y tomando como excusa la aparición de determinadas personalidades del mundo de la cultura para fines poco nobles. Manuel Chaves Nogales salió de España asqueado, aburrido, cansado del contrasentido de lo que era y de lo que no era la Guerra incivil; llegó a Francia, donde poco después fue sorprendido, durante otra Guerra con visos de ser la continuación de la anterior, por la invasión alemana, y desde allí, asqueado de nuevo, partió hacia Inglaterra en busca de un lugar en el que poder hacer lo que más le gustaba, un lugar en el que poder escribir e informar con objetividad y sin el acecho ni de la conminación ni de la hipocresía del aplauso ramplón e interesado, tan solo buscando ejercer su profesión de forma honesta y clara. En el 399 a. C. Sócrates, condenado a muerte, durante su última noche tuvo el ofrecimiento de su amigo y discípulo Critón de preparar una fuga que le permitiese salir de Atenas, y se negó porque entendía que debía acatar la pena que le había sido impuesta. Poco después, sobre el 275 a. C. Fabricio, eximio general romano, célebre por su austeridad, rechazó los regalos de los samnitas tras firmar con ellos la paz, y los del rey Pirro de Egipto por pretender conseguir su amistad mediante bellos obsequios; más tarde fue nombrado censor y lucho sin tregua contra el excesivo lujo de los gobernantes, y fiel a sus principios y valores, orgulloso de si mismo, murió en la más estricta pobreza. En estos días estamos siendo testigos de otro gran ejemplo de esa libertad personal que ostentan los grandes hombres; Emilio Lledó, uno de los máximos exponentes del pensamiento actual, ínclito habitante de la razón, hijo predilecto del silencio de la escritura, sobresaliente filósofo más reconocido fuera que dentro de España, ha rechazado la medalla de oro de la Comunidad de Madrid porque ha visto cómo uno de sus grandes amores, la Universidad, ha salido muy mal parada con el consentimiento de quienes tienen el poder. Para alguien que todavía piensa, como se creía en la antigua Grecia, que la política es la más arquitectónica de las ciencias es bochornoso contemplar el estado de degradación al que tal ciencia está siendo sometida, y por lo tanto dice NO; NO porque la degeneración ideológica de los políticos es una absoluta felonía, y porque considera inexplicable que todavía se esté votando a corruptos, punto en el que me viene a la cabeza el magistral Ensayo sobre la lucidez de José Saramago. Decía Immanuel Kant que el ser  humano es lo que la educación hace de él, y Emilo Lledó apuesta por una educación que aporte libertad a la mente, libertad de contemplación y de entendimiento, libertad de vivir y de creer y de crecer y de prosperar y de aprender asombrándose, y por eso siente una mezcla de indignación y aburrimiento ante lo que sucede en la mente de los políticos que, como apuntaba Nietzsche, emiten ese sonido hueco que revela una entrañas llenas de aire. Con Emilio LLedó hay que quitarse el sombrero.


domingo, 29 de abril de 2018

Cuando quieran los buitres


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Acerca de la interpretación de los hechos saben mucho algunos magistrados especializados en detenerse en cada una de las comas de un informe, en la colocación de las palabras a lo largo y ancho de un texto que vendrá a decir lo contrario de lo que suponíamos una vez leído bajo la transparente traición del lenguaje, y en la lectura extraída de unas imágenes que, en el caso que nos ocupa, no parecen ser lo suficientemente evidentes como para interpretar que cinco desalmados, a los que tal apelativo les queda corto, no solo abusaron sino que violaron a una joven de dieciocho años. Cualquiera de nosotros podría ponerse o no de acuerdo en depende qué cuestión, echando mano de lo que el instinto y la intuición le sugiera, de su código ético, de su forma de interpretar lo ocurrido amparándose en el sentido común y en la experiencia. Lo curioso es que, en el caso de la manada de cafres, que es la fiel representación de la tan por desgracia arraigada cobardía machista en España, todos pensamos lo mismo menos uno de los jueces encargados de llevar el caso; sus propios compañeros de terna no han llegado al extremo de negarlo, pero visto lo visto una vez conocida la sentencia salta a la vista que hay alguien por medio; no nos olvidemos de que dos de estos mal nacidos forman parte del Ejercito y de la Guardia Civil, y que, por cierto, están cobrando el 75% del sueldo base desde que están encarcelados, o sea desde hace dos años. Todos los vecinos tanto de la víctima como de los violadores, toda Pamplona y toda Sevilla y todo Madrid y así todo seguido hasta el final de cualquier rincón de España, toda la sociedad piensa lo mismo menos los subalternos de la justicia que con sus provocaciones están abonando el terreno para que las consecuencias derivadas de la indignación social sean lo que no nos hubiésemos nunca imaginado que podría llegar a suceder; hay gente para todo, y como esto siga así veremos a ver por donde sale el sol; al tiempo. Las declaraciones del abogado defensor aludiendo a ese fino hilo que determina el dictamen de lo sucedido son vergonzosas, tanto como atreverse a defender a semejante calaña de criminales. Cada vez que escucho de boca del juez Ricardo González lo del presunto "ambiente de jolgorio" apreciado en los hechos se me revuelven las tripas. Entre tanto, y como siempre que hay que dar la cara, el Gobierno dice que hay que respetar las decisiones judiciales, eso si prevaleciendo el mensaje de que está en contra de la violencia de género y de que se está luchando contra ello. La postura del Gobierno cuando hay que dar la cara me recuerda a ese verso de Pablo Neruda en España en el corazón: "hasta que el ruiseñor se calle cuando quieran los buitres". Entre tanto, y a la espera de que la acusación recurra la sentencia, nos encontramos con una víctima que ha declarado no creer en la justicia y que está pensándose no recurrir, tirar la toalla, darse por vencida; además, en los diez próximos días, plazo disponible para la recurrencia, cabe la posibilidad de dejar en libertad condicional a los acusados, y una vez vuelto a ser resuelto el juicio, en caso de que así sea, dos de las opciones que se contemplan son tan escalofriantes como insultantes para la ciudadanía: que disminuya la pena de los acusados, o que sean exculpados. Esta recua de salvajes lleva dos años en prisión, eso quiere decir que si han de cumplir, parece ser que en el peor de los casos, nueve en total, una vez que hayan cubierto la cuarta parte de éstos dispondrán de permisos temporales y de un grado de internamiento favorable; si a eso le sumamos otro tipo de beneficios penitenciarios a los que se acogerán nos encontramos con que los tendremos en la calle en dos días, y vuelta a empezar. Pero qué justicia es ésta, pero esto qué es. Qué bochorno.