viernes, 31 de mayo de 2013

Un punto de apoyo.





Para disuadir el peligro de vacío vital en el que nos sumen los despilfarros de energía invertidos en las obligaciones, lo que nos queda después de haber empleado mucho, tal vez demasiado, tiempo en todo lo que necesitamos para que nuestras vidas aparentemente se encuentren en orden, a lo largo del mero tránsito de los años que por sí mismo se empeña en ponernos en aprietos y en hacernos olvidar el arte de vivir, son necesarios puntos de apoyo, juegos, aficiones, quehaceres lúdicos y a ser posible constructivos, pedagógicos, que nos muestren algo a lo que agarrarnos, algo en lo que el tiempo pase con suavidad, acariciándonos y sintiéndonos dentro de nosotros mismos y no en un recipiente que no nos corresponde y que mucho menos nos pertenece: esa etiqueta de la que acaba uno por sentirse harto.
Se puede leer o hacer deporte o escribir o meditar o lo que sea con tal de momentáneamente exiliarse del caos para ponerle orden al pensamiento; hacer lo posible por rescatar un rato del día para hacer pasar delante de nuestros ojos unas cuantas páginas de una novela, con esa parsimonia con la que cada noche nos va llegando el sueño a medida que la lectura nos aporta esa sensación entre lúdica y somnolienta, sin más intención que divertirnos y llevándonos de paso la sensación de haber complementado sabrosamente nuestra dieta con aventuras, con ciudades que no hubiéramos visitado de no haber sido por la imaginación, con culturas que tienen otros hábitos y rituales o incluso con mundos que no existen, no tiene precio. Una simple caminata a una velocidad algo mayor que la de un paseo puede ser un ejercicio tan saludable, y sin necesidad de demasiada disciplina, como asistir a uno de esos gimnasios en los que esculpir los músculos en el que casi siempre flota un ambiente cerrado con olor a oso. Un trabajo manual en el que experimentar con papeles, cartulinas, plastilinas, maderas o materiales nobles y fáciles de moldear a nuestro antojo, o la mezcla de los mismos haciendo que nuestra inspiración muestre en forma de collage la transformación de cuanto ha caído en su mano, haciendo uso de las siempre justas normas del reciclaje y dejándonos llevar, se convierte en un placer a partir del momento en el que uno se da cuenta de cómo se destila en nuestro interior una especie de paz , como cuando se dibuja o como cuando con algo más de destreza se llega a pintar, un alivio de pertenecer a otro planeta, una soledad en la que se fluye con la misma facilidad con la que se duerme a pierna suelta.
Siempre me atrajo la pintura, siempre quise pintar y muy pocas veces lo he intentado. Mi bagaje se limita a una serie de ensayos con lápices de pastel, carboncillo, ceras y témpera, pero a pesar de lo simple y rudimentario de mi técnica siempre ha sido tan satisfactorio dedicarle unas horas a este entretenimiento que a menudo lo vuelvo a intentar, como un niño que inconsciente del concepto de luz o de sombra se entretiene gozando con el simple sonido que emite la punta de un lápiz sobre el papel. En pocas aficiones he encontrado la calma como en garabatear contornos para más tarde rellenarlos de colores llamativos, como le sucede a los aprendices que necesitan de la vistosidad y el barroquismo para saciar sus ganas llenando láminas en las que acaba siendo desorbitante la mezcla de tonalidades y de objetos inventados, y aprovechando la caída de estas últimas tardes he vuelto a refugiarme en esas nubes esbozadas por un difumino, y en el mínimo respeto por las reglas del punto de fuga con las que quedé literalmente embobado la tarde en las que de ellas tuve constancia en un  libro con un título tan sencillo como lo suelen ser las cosas bellas: el ABC del dibujo.

jueves, 30 de mayo de 2013

Un instinto primario.




La otra noche escuché a Fernando Trueba decir que uno de los instintos primarios del hombre es el del juego, pasárselo bien, divertirse, hacer bromas. Añadía que es una pena ver cómo después de la niñez parece que se nos impone una manera de comportamiento que entendemos como madurez, consistente en ponernos serios, vestir traje y corbata y acudir puntuales a una oficina para consumar una serie de obligaciones en beneficio de una empresa, cuyas megalómanas intenciones ni nos van ni nos vienen, salvo la humilde recompensa del sueldo, a cambio de nuestro sustento y, añado, llevándonos al callejón sin salida de la doble moral en el que nuestros quehaceres son bautizados con el nombre de las imposiciones que la maquinaria del sistema utiliza para engullirnos, haciéndonos salir a la calle cada día con más prisas y esforzándonos en ser todo lo formales que nos sea posible simular, fingiendo que somos menos niños de lo que somos con objeto de no desvariar sobre el escenario en el que hemos acabado instalando la supuesta realidad; para no dar el cante, como si los hilos de la marioneta en la que nos hemos acabado convirtiendo estuvieran tensados por una serie de presupuestos a los que no conviene oponerse, haciendo de la vida algo que no se parece a la vida, y separándonos cada vez con más fuerza de esa noble faceta de la diversión que desgraciadamente queda relegada a la infancia, de la que tanto nos acordamos, y que tan útil nos resulta para la resolución de algún que otro problema y para realmente disfrutar de las cosas más sencillas, de lo que las cosas son tal y como se nos presentan, sin esas como capas de pintura que se le van poniendo al sano y puro acto de vivir con las que se desfigura la naturaleza de los actos y el goce de la existencia.
Que la vida se parezca a la vida, eso es. Eso es lo que hace que la vida sea más vida de lo que es, que se parezca en todo lo posible a ella misma, a su esencia, más de lo que se nos permite que sea; y es que cuando la sensibilidad, como dice Luis Racionero, se pasa por el tamiz de la inteligencia surge el criterio; y con qué buen criterio transmite Fernando Trueba ese tipo de razonamientos con los que uno siente que no se encuentra sólo, a pesar de las dificultades encontradas hoy en día para poder con total libertad llevar a cabo uno de esos proyectos creativos en los que emplear la vida. Esas declaraciones aparecieron como el eco de una voz que en mi interior sonó en alguna ocasión al cuestionarme el paso del tiempo y el empleo del mismo, en uno de esos momentos en los que lúcidamente a uno se le antoja pensar que la exploración de los campos de la creatividad debe de ser una de las mejores maneras de invertir la existencia, jugando, investigando, construyendo algo y creciendo con ello, con la creatividad y el estudio, con las nobles tareas que agrandan el alma y la inteligencia y el sentido común, con todo lo que uno acaba por sentirse mejor persona por no pertenecer al galimatías reinante tan condenado a las catacumbas de la hipocresía, y por lo necesario que ésto se muestra para un cabal desarrollo de la civilización, de otra civilización. Pero claro, la libertad, dónde se encuentra la dichosa libertad traducida en tiempo libre y en sustento, dónde; y es que, volviendo a Luis Racionero, sin libertad no puede haber creatividad, y sin creatividad las libertades son estériles y las culturas están muertas; por lo tanto intentarlo es ya de por sí un buen motivo y tal vez uno de los mejores legados con los que poder diluirnos sin remordimientos de conciencia.

miércoles, 29 de mayo de 2013

La serpiente que se muerde la cola.





Con más resignación que entusiasmo trato de convencerme de lo inútil que resulta pretender sacar conclusiones de las noticias emitidas por el telediario; es una tendencia mía a deshacerme de la superflua e intrascendente sustancialidad de muchos titulares y de las vueltas que se les da a las informaciones concernientes a influyentes personalidades, utilizando mediáticos polvos de talco con los que maquillar el comportamiento, cuya ejemplaridad debería ser exigible, de importantes miembros del ámbito de la economía y la política. Ha habido pequeños periodos, de una o dos semanas, en los que tras haber sentido que me tomaban por tonto, en más de una ocasión, he renunciado a la instintiva costumbre de a determinada hora del día encender el televisor para ponerme al corriente de la actualidad, pero una fuerza interior me ha dicho que puede que no sea para tanto, que no hay que rendirse ni conviene hacerlo precisamente ahora. Entonces resucito del cansancio que amenaza con maniatar mis criterios, del tedio de escuchar siempre lo mismo y de adivinar constantemente el final feliz de quienes han basado su vida en un plan perfecto para engañar a los demás, y me digo que para algo bueno han de servir las noticias: para estar informado; sí, informado de que las relaciones de espacio y de tiempo, igual que sucede con la ley, no son iguales para todos, de que al menos eso puedo saber y sacar en claro, por injusta que sea la base que sustenta esta premisa, y acabo concluyendo que me he de armar de valor para soportar, con cara de bobo que se hace el bobo, la concatenación de actos ilícitos y la desmesurada duración de los juicios contra los estafadores, el miedo y la debilidad de algunos jueces que no son capaces de poner a cada cual en su sitio, las sonrientes caras de aquellos imputados a los que parece ser que por una definitiva falta de vergüenza aún les quedan fuerzas para seguir su carrera política sin haberse despeinado.
Las cosas suceden tan deprisa que a veces siente uno que la vida se le escapa sin haberle podido prestar toda la atención que quisiera a eso que más le gusta, a las aficiones y los quehaceres que equilibran la mente y le dan sentido a la existencia. Pero, uno vive en el mundo y necesita saber qué pasa a su alrededor, cuáles son las nuevas leyes, a qué acuerdos se ha llegado en el Congreso, en qué charcos se han metido los corruptos gobernantes o directivos de una empresa, si pagarán o no, sí disolverán o no todo lo estafado, de qué manera se están recortando los presupuestos, a qué responden esos índices, esas cantidades que salen en la pantalla, y cómo se demuestran; y uno necesita saberlo porque al fin y al cabo con esos materiales también se construye el suelo que pisa, el equilibrio que le permite disfrutar del paseo y de escribir estas líneas, la energía con la que se da la bienvenida a un nuevo día y el entusiasmo con el que se siente agradecido por poder exprimir unas naranjas para el desayuno. Esta inseguridad, con la que no se anda muy lejos de la faceta más insana de la incertidumbre, crece cuando muchos días después de haber escuchado una noticia me encuentro con que vuelve a aparecer, casi intacta, sin que hayan pasado muchas cosas que la hayan hecho evolucionar, permaneciendo todo en el mismo estado de quietud y sospecha que tan peligrosamente nos acerca a la costumbre, tras la que será más fácil hacerse el sueco e incurrir en la ilegalidad sin que sea tan escandaloso. Y no sin sobresaltos, porque hay voces que no se callan, que continúan protestando, que se quejan justamente de los abusos a los que están siendo sometidos, a pesar del aparente duermevela sentido por quienes tienen sus comodidades intactas, para los que no merece la pena meterse en líos, muchos de los que podrían hacer mucho para que cambie el rumbo, pero empiezan a ser conscientes de un espíritu de pertenencia, casi de militancia, al grupo de los favorecidos, de los privilegiados que no se verán obligados a pasar por el crudo trámite de pasarlas canutas, y contribuyen sobremanera a la indeseada evolución del Chi a, e: del quien tiene, es; y entre tanto un ingente grupo pasa al plano de los que han de pasar desapercibidos, de los que se encargan de echarle leña al fuego de la locomotora, como si hubieran nacido castigados a ello de por vida, y vuelta a empezar.  La serpiente que se muerde la cola.

martes, 28 de mayo de 2013

Segundo plano.





Frente a mi, y compartiendo una de las mesas de la biblioteca, se encuentra un joven con ese aspecto de entre alumno y profesor que dan los treinta y tantos, junto al que reposan dos montones de libros, uno a cada uno de sus lados, todos de historia, todos con papeles en su interior como marcando una página a la que volver a dirigirse para enlazar unos con otros los datos de su investigación. También a su lado y sobre la mesa, pegada a la pared, descansa una bolsa que parece contener más libros y, junto a ésta y al alcance de la mano del estudiante, un cuaderno en el que se apiñan las letras con la minuciosidad con la que algunos niños son capaces de sacarle el máximo partido al espacio que contienen todas las hojas de sus libretas; son frases muy bien ordenadas en las que intervienen flechas como indicando direcciones de cruces de caminos por los que no conviene perderse. Puede que se trate de un licenciado que está llevando a cabo uno de esos pormenorizados y trabajosos estudios que requiere una tesis para conseguir un doctorado; o puede que sea uno de esos aficionados a la lectura y a lo placeres de la biblioteca, humildes diletantes, que se han quedado sin trabajo y no encuentran mayor ni mejor manera de matar el tiempo que viajando a lo largo y ancho de los siglos para resguardarse de las poco prometedoras noticias que le lleven a pensar en reengancharse pronto al ámbito laboral del que fue desterrado, recordando su etapa de alumno de una facultad, felices años de aprendizaje.
A veces se rasca la nuca, otras la nariz, otras se pasa los dedos de su mano derecha por la cara, como acariciándose la barba, sin dejar de prestarle atención a lo que le están contando esos libros, y cuando lo hace, cuando levanta la cabeza, su mirada se parece a la de un recién despertado que acaba de salir de un sueño e intenta reinsertarse a la realidad, muy parecido al personaje de un relato de Antonio Muñoz Molina, al que siempre se le puede encontrar leyendo en el mismo sitio de la barra de un bar al que el narrador va por el mero gusto de contemplarlo enfrascado en esa dedicación, y cada vez que sale del ensimismamiento de la lectura y levanta la cabeza lo hace de esa manera. No hay en él un solo gesto de nerviosismo que dé lugar a pensar que se encuentra en uno de esos desagradables apuros que tan mal le sientan al análisis de una materia en la que conviene pararse a meditar a cada instante, tal vez disponga de todo el tiempo que a otros les falte; se nota que disfruta de este silencio, como si desease permanecer aquí por muchas horas, toda la tarde y toda la noche hasta verse vencido por el sueño. Una taza de café haría del escenario el retrato perfecto de la armonía entre el hombre y los libros. Mantiene su concentración hasta el punto de que cualquiera de los pequeños ruidos que sin previo aviso irrumpen alterando la calma de la sala, como el de esa inoportuna puerta cuyas bisagras están mal engrasadas, o el del teléfono de un despistado que no hace ascos a una llamada y comienza aquí dentro su conversación hasta ver las miradas de reprobación de quienes nos encontramos en la gloria, o el de el par de usuarios que entran y comprueban al instante que han levantado la voz más de lo debido mientras se aproximaban por el pasillo, a él le traigan sin cuidado, tan imperceptibles como le pudieran resultar a un sordomudo; para él nada de eso le provoca la más mínima alteración, como si estuviera en una burbuja o en una cápsula, o en el interior de una urna incapaz de percibir la menor onda procedente del espacio exterior que perturbe el universo en el que se encuentran las tramas históricas a las que en estos momentos podríamos decir que pertenece. Me pregunto en qué época se encontrará saltando de un volumen a otro, con qué reyes se las estará viendo, o con qué tratados, edictos, concilios, batallas, guerras, abdicaciones o principados, con qué tierras y fronteras y en qué mapas imaginarios estará comprendiendo parte de lo que sucede en la actualidad, a la par que se convierte en una de esas pinceladas que aparecen en el segundo plano de algunos cuadros sin las cuales sería imposible el equilibrio.

lunes, 27 de mayo de 2013

Los seres que nos acompañan.

La ciudad, esculpida y plantada sobre un trozo de tierra en el que, como uno de esos clavos oxidados que llevan muchos años incrustados en una madera muy vieja, ha quedado enquistada en el fondo de un tiempo incierto que uno no se atreve a afirmar que a ciencia cierta pertenezca al pasado ni al presente, simulando ser inamovible y aparentemente perpetua, conviviendo con las plantas y con los árboles, por extraño que parezca, por milagrosamente cierta que resulte esta empresa, y se deslía como un juego de cajas chinas en el que van apareciendo diferentes ecosistemas, unos detrás de otros y dentro del siguiente, sucesivos y extensibles, abarcando desde las minúsculas formas de vida como las esporas hasta las monstruosidades del hombre sapiens accionando el detonador de una bomba. La ciudad no para de respirar cortinas de humo negro y blanco por las bronquíticas chimeneas de las fábricas, y en cambio recibe a los perros y a los gatos, a las palomas y a las gaviotas extraviadas, a los murciélagos encargados de patrullar la oscuridad en esas horas en las que otras especies descansan; la ciudad recibe a las lagartijas del verano y a los patos de los estanques, a las ardillas de un trozo de bosque injertado en la metrópolis, en los parques, y a los mosquitos del insomnio; a los bichos que sin ser domesticados pacíficamente nos acompañan hasta que acabamos por pisarlos dándonos y sin darnos cuenta.
El paisaje urbano le regala al paseante una esperanza en su trayecto por los recodos de los barrios con aspecto de zoco que perviven en muchas capitales, y le muestra una pincelada en forma de macetas rebosantes de galantería, colgadas de algunos de esos balcones que nos muestran la alegría con la que la dicha es posible, aún, todavía; casas encaladas que pertenecen al universo de las afueras o al remoto casco antiguo de las juderías, que muestran lo que tienen, como queriéndolo compartir a la manera del vecino que pone la música demasiado alta para que todo el mundo se entere de sus gustos y de su euforia desatada, de su ánimo y de su tregua, de su no tirar la toalla y disponerse a encontrar la luz del día en un agujero o en una neurona, en una ventana que se abra al universo con la misma fragancia que toda esta familia de los confines de la botánica, o de la fauna; en un centímetro cuadrado de libertad o en una balada, en la espina que no pincha de una rosa o en el pétalo de azúcar de un manojo de claveles, de gardenias, de jazmines o mimosas.
La naturaleza pende sobre las paredes de los patios resguardados del ruido y de la calumniosa furia del tráfico, como en Córdoba, dentro de los que parece que el mundo de las flores se ha reservado un hueco para el ocio, para sobrevivir y rezar en silencio, para respirar en colores vivos, en un convento consagrado a las almas con espíritu de clorofila, a los troncos y los tallos de los que brotan pámpanos de especies con  nombres casi mitológicos; enredaderas y tiestos de barro, aguas que empapan la tierra como se empapa un bizcocho para rehabilitar un apetito cercano al desmayo, como los sentimientos que desdeñamos de los seres que nos acompañan.

sábado, 25 de mayo de 2013

El torbellino de la nostalgia.






Hasta hace unos meses tuve una compañera de trabajo, una joven de de origen rumano, que me decía que después de llevar cinco años en España no se sentía adaptada en absoluto, que añoraba mucho su tierra, sus costumbres, su familia, y que aquí no había nada que le llamara lo suficientemente la atención como para plantearse el hecho de quedarse a vivir de manera permanente. Esta mujer vivía en un continuo pensar en el retorno, en el día de mañana en el que disfrutar de su casa y de los suyos en la tierra donde nació. Sentía una profunda indiferencia por todos los pormenores de la actualidad de la ciudad en la que aún vive en Andalucia, con el desdén y el aburrido gesto abnegado de monotonía con el que un preso recibe cada mañana al funcionario que le abre la celda. Lo suyo era una obligación en seguir, un no rendirse, conectada mediante internet con su ansiado paraíso de Transilvania durante todas las horas que no ocuparan el marco en el que se encerraba su horario laboral. Le costaba mucho trabajo llevar a cabo con relativa solvencia una conversación en lengua castellana y le daba mucha vergüenza decir que no entendía algo por miedo a ser rechazada; y todo esto aderezado con una profunda resignación encargada de mantenerle en pie para poder ganar un salario que por desgracia no le era posible obtener en su país. Cuando se le preguntaba, en uno de esos momentos en los que parece que la inusitada confianza puede ejercer la fuerza de un rompehielos, que si en todo este tiempo se había echado algún novio español, con una expresión entre dulce y melancólica respondía que tal vez su príncipe azul, un chico que había conocido en el colegio, se encontrara todavía esperándole en Rumania, y lo decía con una esperanzada ingenuidad de esas que descansan sobre separaciones demasiado claras entre el bien y el mal, entre el pasado y el futuro, como decía Primo Levi; como en esos cuentos en los que todo es posible, con esa sensación de pertenencia a la paciente ilusión que aparece en el fantástico relato de la vida de Florentino Ariza en esa obra maestra que es "El amor en los tiempos del cólera".
Cuando se aproximaban las vacaciones y cada cual planeaba sus futuros días de descanso distribuyéndolos sobre el mapa de algún viaje, ella radiaba de felicidad porque ya quedaba muy poco para montarse de nuevo en uno de esos autobuses que desde el sur de España atraviesan Europa. Autobuses atestados de maletas y de bultos dentro de los cuales se apiñan objetos junto con ropa y regalos, equipajes con todo aquello en lo que se resumen las pertenencias de un inmigrante, como si de los caparazones de un montón de tortugas se tratara, llevando sus casas a cuestas allá donde vayan con su corazón. Así rodaba en las anticipadas ensoñaciones a la travesía europea un vehículo cruzando fronteras y repartiendo gentes de vuelta por una temporada sobre el punto exacto en el que nacieron, y leyéndole el pensamiento uno era capaz de tener más claros los conceptos de espacio y tiempo. El regreso, una vez finalizadas las vacaciones, era tan triste que necesitaba varios días para recuperar la tan costosa estabilidad obtenida antes de partir, como en esas situaciones en las que cuando se ha acostumbrado uno a lo bueno sucede algo que lo obliga a hacer otra cosa totalmente distinta y no tan prometedora; y era fácil ver en el rostro de Karina las secuelas de un estoico desasosiego, que iba haciendo mella cada vez con más profundidad en su silencio, en un mutismo amparado por una incondicional fe religiosa, la misma creencia que años atrás en uno de aquellos desplazamientos en autobús le hizo sentirse segura durante el incendio del convoy dejando en manos de Dios el destino de aquel trayecto envuelto en llamas; hasta que poco a poco recuperaba alguna que otra sensación casi olvidada e iba uniendo los recuerdos de su patria con el presente en el que se encontraba hasta encontrar nuevamente el rumbo en el que sin demasiado pesar salir adelante y vencer al torbellino de la nostalgia.
Esas miradas de gente como perdida, como sumida en otra realidad, en un sueño profundo con el que tratan de combatir lo que les ha tocado en suerte, sin saber cuando terminará este estar en una tierra extraña a la que no se acostumbran, es frecuente verlas en la ciudad que recibe al extranjero que en su bolso trae una montaña de dudas y de miedos, de inseguridades que se irán convirtiendo en complejos que dificultarán la adaptación e impedirán que los buenos momentos vayan trabajando a favor del olvido; se ve también en los locutorios a los que se acercan los inmigrantes para contactar de viva voz con sus parientes, ansiosos de escuchar buenas nuevas, diciendo papi o mami te quiero mucho o hablando en idiomas del Este pronunciados tan rápido como la vehemencia de las alteradas pulsaciones de sus nervios y emociones; o en las tiendas de comida típica de sus países en las que poder conseguir todos esos productos que raramente ofertan el resto de supermercados, donde decidirán en qué lugar se citarán para celebrar el día de su patrón preparando la tradicional sopa de esa fecha, y poniendo a la hora del café sobre la mesa los pastelillos que no pueden faltar en una ocasión como esa; o en grupos que pasean por la calle contándose la aventura de estar tan lejos, aquello que les une, lo que les separa y tras lo que se adivina el perfume más profundo de la tierra mojada, en la distancia.

viernes, 24 de mayo de 2013

Borrarnos del mapa.




Cuando aquello que es un claro síntoma de que las cosas no van bien se convierte en ingrediente de la normalidad, como ver cada día a más gente pidiendo en la calle, se corre el riesgo de caer en la peor de las desatenciones consistente en mirar para otro lado sin alcanzar a figurarse lo mal que lo deben andar pasando muchas personas, que hasta hace poco vivían en el mismo ambiente de aparente normalidad que nosotros. Viene más tarde, y de la mano, la nula aparición del más mínimo impulso de duda o remordimiento, de sentido de la justicia o del progreso, debido al embotamiento mental en el que se sumerge el pensamiento, en el que los mecanismos de defensa que deberían accionarse en caso de emergencia han sido convertidos ahora en el más natural de los comportamientos con aspecto de ficticia balsa de aceite, atraídos por la descomunal voracidad del yo primero y de la ausencia de planteamientos a cerca de la sencilla convivencia, término éste último al que también habrá que cambiarle el nombre y la forma, la dimensión que ocupe en caso de que sobreviva, una vez se haya andado lo suficiente en el descarrilamiento ordinario, cuando nada sea concebido como es, como es ahora.
Esta falta de interés trae consigo ni más ni menos que una visión viciada de la realidad, de la nueva realidad, de la que ya viene pisándole los talones al hoy mismo en el que estamos, el nuevo modo de vivir, fruto de la cual no nos habría de sorprender que el esperpento con el que se desarrollen futuros capítulos de la historia, que se encuentran al caer, roce la cota máxima de mecanización de los sentimientos hasta convertir éstos en mero objeto de la mayor o menor utilidad que se les quiera o se les pueda dar, con las miras siempre puestas en obtener el máximo beneficio posible, sin importar la textura humana de dicho provecho porque para entonces habrá desaparecido el concepto de sentir por amor al arte, progresando dicho efecto hasta una nueva forma de sentir, hacia un sentir diferente a cómo lo habíamos hecho hasta el momento, hasta quedar relegada la ética de la compasión y los artificios del bonito gesto de echar un cable a un postrero lugar, a algo así como un almacén de residuos del pasado en el que se encuentren las maneras en las que fueron consideradas las nociones de afecto hacia los demás, hacia un vecino, una mascota, una planta o un conciudadano, en épocas de las que por entonces resultará curioso estudiar el cómo y el por qué de semejantes procedimientos de la sensiblería de los siglos XX y XXI, resultando que en lo que la gente andaba pensando en lugar de pillarse un billete para Marte era en cualquiera de las cosas que ya se hayan dejado de hacer y de desear. Y ay de quien no se lo estudie porque esa puede ser una buena pregunta para la reválida de acceso a las universidades del futuro, aunque me temo que no servirá de mucho.
Son muchas las pruebas y los ejemplos, los comportamientos que por desgracia se empeñan en seguir las nuevas generaciones de empresarios y noveles creadores de fortuna, los sádicos dictadores y los racistas, los matemáticos de la cuadratura del círculo polar del alma a cambio de dinero, la chusma, para entendernos, entre la que nos ha tocado ir sorteando las sombras, esas primeras semillas de la futura selva en la que la hipocresía será devorada por la locura, cuando no se diferencie de la sensatez, para la que no existirá tratamiento a base de pastillas que lo remedie, que a diario nos muestran los supuestos representantes del pueblo de aquellos países que aún, como mal menor, viven amparados por ese punto de impúdica falsificación de un pretender hacer lo que se quiera al que ha sido reducida la Democracia, convirtiéndola en el eufemismo de malolientes, sospechosas y escondidas intenciones; y de ahí, paso a paso, irá saliendo el recorrido de un escalofriante crucigrama dentro del cual estará reservado el derecho a repartir las fichas para que todo quede en orden y cada uno sepa cuál es su sitio. Todo tan catástroficamente pensado como si dicho plan se sostuviese en la creencia y ciega fe de la posesión de la verdad, al estilo de los complejos napoleónicos, con lo que quedará demostrado que a lo más que habremos llegado será a un pésimo uso del tiempo por haber estado tan desmesuradamente aburridos durante siglos, carentes de toda inercia hacia los positivos estímulos que pasaron a la historia, como para acabar borrándonos del mapa en un juego en el que solo albergará el destino la esperanza de poner en marcha sobre un empezar de cero la primera partícula de un nuevo todo. Pero sin prisas, por favor, respeten el silencio de la sala de lectura.

jueves, 23 de mayo de 2013

Clientelismo con goteras.





Es curioso cómo se para ahora uno a pensar, una vez que han pasado los años, lo mal que aprovechó todo aquello que le caía del cielo, todos aquellos consejos y lecciones, esa manera tan fraternal con la que impartían clase algunos de los profesores que me tocaron en suerte en el colegio. Ahora que las leyes para la educación andan en el pantanoso terreno de las turbias reminiscencias que nos llevan a pensar en la desigualdad, siento una profunda congoja viendo en el espíritu de los gobernantes una total desatención al verdadero significado de la palabra público. Yo estudié en en un colegio público, y ahora que lo pienso, de los de verdad, de los primeros en los que se respiró en España un halo de aire fresco que tardó más de cuatro décadas en llegar.
Recuerdo, cuando era un niño, la cara de alguno de los adolescentes que años antes fueron mis predecesores en su papel de alumnos; jóvenes que tuvieron que soportar a alguno de esos cafres instructores que daban collejas y bofetadas, que atizaban con una regla y tiraban de las orejas, que apretaban los mofletes hasta hacer daño, que injuriaban a sus pupilos como fórmula mágica para extender sus aborrecibles dotes docentes, que hacían de la burla y el escarnio sobre un indefenso muchacho delante del resto de sus compañeros una de las habituales escenas con la que dejar claras las cosas, llevando por bandera eso de que la letra con sangre entra y sintiéndose encima orgullosos de semejante retraso mental, haciéndoles a los chiquillos objeto de ese tipo de humillaciones que tan caras han costado para el posterior comportamiento como padres de muchos de los que por entonces iban a la escuela; toda una carga de complejos que para el resto de sus vidas habrían de llevar a cuestas aquellos que no supieron cómo sacudírsela, debido a lo poco implantada que se encontraba la costumbre de la enseñanza de los valores con los que realmente se cimenta la personalidad, en aquellos días grises que aún resistirían durante un tiempo a la desaparición del franquismo. Y todo para aprenderse de memoria unas cuantas reglas, como papagayos, o para recitar una serie de oraciones de las que no se llegaba a profundizar ni en el mensaje ni el significado de un buen porcentaje de las palabras que las componían. Todo para fomentar el miedo y darle valor a una falsa apariencia en cuyas tripas se fraguaban las candelas del rencor, del remordimiento y la venganza, de la huida, del escapar de ese mundo bárbaro en el que los libros terminaron por ser tan temidos como una de esas fiebres que no sabe uno si contraerá en su próximo viaje a un país lejano.
Todo tan natural y tan bruto, tan sucio y tan bajo, tan de poca monta como sus protagonistas; y no sé por qué ahora, aunque de otra manera, claro está, solo faltaba que nos pusiéramos a dar bofetadas, aunque algún profesor habrá por ahí que se quede con las ganas o centros en los que el deseo de que algo parecido a aquel horror no sea tenido por tal, veo acercarse una serie de diferencias que, de no cambiar el rumbo del obcecado y retrogrado pensamiento del ministro de educación, acabarán por plantarnos en un modelo hiriente para la sensibilidad de la clase obrera haciendo de nuestro país el hazmerreir de la Europa a la que deberíamos imitar y aspirar a emparentarnos en nuestras posibilidades de diálogo, de exposición de argumentos, de hacernos entender, de mostrarnos al mundo como una sociedad limpia que todavía guarda el mejor de los recuerdos de los planes ilustrados en los que la figura de la libertad, como ingrediente principal del desarrollo y el crecimiento, era la piedra angular sobre la que sostener las ideas.
Como decía al principio, a pesar de no haber sido un alumno modelo sino más bien todo lo contrario, no dejo de recordar las muchas tardes en las que recibía las explicaciones de Don Antonio y de Don Manuel, dos profesores que sabían cómo entendernos, cómo hacernos ver la importancia del estudio y la lectura, impulsándonos con su generoso esfuerzo a que se nos quedara grabado el mensaje de la utilidad del conocimiento, fuera en la faceta que fuera, pero sobre todo en la vida, en el salir a la calle, en lo que se nos avecinaba al pasar de nuestra pubertad a la primera juventud, momento a partir del cual nos veríamos frente a un aluvión de posibilidades y peligros que habríamos de saber solventar con nuestro sano y bien aprendido espíritu de hombres libres y honrados. Se enfadaban con nosotros, llamaban a nuestros padres, nos castigaban no dejándonos salir hasta una hora más tarde o suprimiéndonos algún recreo, pero eran ellos quienes nos amparaban en aquellos ratos de sanción dándonos ejemplo, pues no dejaban de trabajar sobre su mesa, en la misma aula, ni de resolvernos las dudas provocadas por nuestra falta de atención; y cuando veían que íbamos por el buen camino se acercaban a nosotros y, con una de sus manos en nuestra nuca, nos daban muestras de su aprobación con uno de aquellos cariñosos apelativos como pillo, granuja, renacuajo, guacharro, o diciéndonos que eramos increíbles, que nos pasaba como a las bombillas, que funcionábamos al mínimo.
Y ahora que lo vuelvo a pensar, gracias a que no dejaron de recordárnoslo, una y otra vez, incluso fuera del colegio si nos cruzábamos por la calle, alguno de nosotros, sin haber hecho de los estudios el perfil de su retrato, siempre ha encontrado en los libros el refugio para no sentirse solo, para darse respuestas a lo que sucede, para sentirse más ciudadano de este mundo y no tragarse la cantidad de imbecilidades y gazmoñerías que se ponen en la boca alguno como, llegados a este punto, nuestro ministro de educación, dejándome sus comentarios el avinagrado postgusto de los caldos demasiados ácidos y la incertidumbre sembrada en la creencia de que no querrá afrontar un sistema educativo en el que lo primero a tener en cuenta sea la formación de personas con criterio propio sino un caudal de clientes con el que se le dé cuerda al reloj del macronegocio de la sociedad moderna con goteras cavernícolas. 

miércoles, 22 de mayo de 2013

Eso lo hacemos todos.





Esta mañana, al volver una esquina, me he topado con una señora que venía como esgrimiéndose así misma una serie de razones, como explicándose los por qués de un plan fallido o las ineludibles pautas a seguir si quería que su próximo proyecto culminara tal y como ella lo había soñado. Al tiempo que hablaba iba mirando unos papeles con la misma atención con la que un espía se dispone a hacer uso de un mapa secreto, con cierto recelo y esbozando una de esas íntimas seguridades resguardadas del vistazo de los demás, que gustan tanto a quienes odian que miren de soslayo la contraportada del periódico que están leyendo. Ha sido justo cuando las trayectorias de nuestros ojos se han cruzado el instante en el que he entendido que el fabuloso espectáculo al que como único testigo estaba asistiendo había finalizado, como el botones de hotel que se ve sorprendido por un ruido o por una sombra que desde el ascensor irrumpe en el pasillo y le obliga a dejar de fisgar a través de la cerradura de la habitación en la que una bella dama se está desnudando, como el niño que de madrugada se acerca a la puerta del cuarto de estudio de su hermano mayor para observar cómo éste es iluminado por la bombilla de un flexo a esas horas en las que las ganas de orinar le han hecho salir de la cama; esa entrada en tribuna de preferencia para ver cómo una persona, en mitad de la calle y sin salir de su propia burbuja, como esta señora con la que me he encontrado a la vuelta de una esquina y a la que no me sería difícil ponerle un nombre, se comporta como si estuviera en su cuarto, a solas, sin nadie más a quien contarle sus ideas que a ella misma. A partir de ese momento, y debido a mi ecuánime propensión al respeto de la intimidad de los demás, que en cierto modo equilibra mi regodeo por mirar a los transeúntes y a los momentáneos habitantes de cualquiera de los rincones del paisaje urbano, se ha hecho el silencio y ha sido como si nada hubiera pasado, continuando cada cual por su camino, marchándose ella con la sensación de que yo hubiera entendido que eso lo hacemos todos y que no había de qué avergonzarse, que no cabía el complejo de la locura ni la especulación en torno al mito del bicho raro, para lo que no le ha hecho falta ni bosquejar una leve sonrisa, de esas que se utilizan en los momentos en los que a toda costa impera encontrar una justificación haciendo pasar por un gesto infantil la más absoluta demostración de sinceridad y transparencia con la que podría ir al traste la tranquilidad reinante, con la que aparentar estar diciendo pero hay qué ver las cosas que hago.
Entonces he pensado que, efectivamente, eso lo hacemos todos, en mayor o menor medida pero todos, como antídoto y primera y última fortaleza, como patria de la que solo nosotros tenemos la llave, como tablero en el que los equipos se prestan las fichas, como bosque en el que poder de verdad hablar con los árboles, como rayuela en la que vernos saltar a cámara lenta, como banco de pruebas para futuros exámenes, como mesa redonda en la que poder debatir con la buena y la mala conciencia. Nadie se salva de esa gimnasia que estimula al cerebro, en la soledad y en la muchedumbre que algunos hombres eligen para exiliarse por un rato, y que como un náufrago a un trozo de madera del barco hundido en medio del mar agarra a quienes necesitan escuchar algo y no lo han hecho todavía; a quienes se resisten a que eso o aquello no haya sido pronunciado y con la meticulosa laboriosidad de las hormigas continúan profundizando en las entrañas de la tierra de lo que buscan; a quienes rescatan un hilo de esperanza en esa postura, alejándose de la zozobra de ese desdichado y maldito no haber tenido alguien con quien hablar, con quien desahogarse y en quien apoyarse, discutiendo, siendo comprendido, ayudado, en fin acompañado por algo más que por el latente silencio que retumba en las sienes que se convierte en el martirio de cuantos se recluyen en los calabozos del retiro y no prueban a hablar con ellos mismos. Eso lo hacemos todos; eso lo hace el clochard de la calle San Jorge, agarrado a su cartón de vino y sosteniendo con las puntas del índice y el corazón una colilla apagada, mientras se acaricia la barbilla a punto de decir pienso luego existo. Eso lo hace el propietario de una tienda de ropa al que siempre veo con cara de muy preocupado, como en un perpetuo y monologado diálogo mientras atraviesa de lado a lado el interior del comercio mirándose la punta de los zapatos, con las manos cruzadas a la espalda y frotándose los dedos como queriendo sacarles brillo, diciéndose vamos a ver, vamos a ver. Eso lo haces tú y lo hago yo, eso lo hacen los desesperados y los no tanto, porque es tan natural como lo es para el alma infantil inventarse un amigo con el que jugar.






martes, 21 de mayo de 2013

Geografía humana.









Una de las costumbres que con más facilidad me visita mientras paseo es la de unir la cara de cualquiera de las personas con las que me acabo de cruzar con el recuerdo de otra que conozco de otro sitio, de otro tiempo pasado o presente, tal vez de la niñez o de justo un rato antes, o de hace unos pocos años o unos cuantos días, o incluso de una novela, de una película o simplemente de los mecanismos de mi imaginación sin que exista ni tenga por qué existir un previo hilo conductor que conecte la creación de dicha imagen con ningún sueño, lectura ni vivencia, quién sabe. Parece como si la riqueza del género humano se basara en la inagotable fuente de recursos de un arco iris en el que cada color representa un punto de partida, como la primera voz con la que se inició el camino del tronco del que más tarde ha derivado un idioma, estando agrupados en diferentes y primitivas familias nacidas en un distinto lugar en el que las condiciones del clima, la alimentación, las necesarias habilidades para que fuese posible la subsistencia, la adaptación al entorno, siglo tras siglo, milenio tras milenio, haya dejado la huella de las distintas ramas del árbol genealógico de la humanidad, de esos grupos cada uno de los cuales se caracteriza por la acentuación de unos determinados rasgos faciales, llegando hasta nuestros días con el aliciente añadido de la infinita cantidad de mestizajes que haya aportado el sencillo transcurso de la historia, el movimiento de los hombres sobre la tierra; de modo que acabo pensando que también debo yo pertenecer a uno de esos conjuntos y que puede que mi rostro haya levantado el mismo tipo de pensamiento, de curiosa adivinación, en otro ciudadano cualquiera que acabe de pasar por mi lado, otro de esos que sufren de esta misma dolencia de la fabulación caminada en la que se pierden los minutos, y hasta la brújula mental, de mis recorridos por la ciudad en busca de aire fresco.

A veces son las chatas insinuaciones en la curvatura de la nariz, o la inclinación hacia delante de las orejas, o unos lóbulos colgando con la elástica cualidad de una goma, o esos ojos rasgados que instintivamente nos transportan hasta oriente, o una frente ancha y limpia con grandes entradas, o la forma de una trenza o de una coleta, la textura del cabello, las cejas o las pestañas; el color de la piel, la blancura de los dientes, la longitud de las piernas, la extensión y frecuencia de los pasos, la pronunciación y colorido de las ojeras, la blanquecina intensidad de la esclerótica de los ojos, la cuenca de los mismos; un mentón, una barbilla, una mandíbula o un cuello estirado o demasiado pegado al cuerpo; unos labios suntuosos y rojizos, o apagados y resumidos como un paréntesis que encerrase un contenido que no se atreve a salir de la boca; todo lo que quepa en la geografía del paisaje humano, en ese espejo del alma que dicen ser la cara, o en otras manifestaciones de la versatilidad de las tildes en los versos de un cuerpo. También, sigo pensando, nos agrupamos en ademanes y movimientos, en gestos, en iguales maneras de sacar a pasear al perro o de jugar al baloncesto lanzando la bolsa de la basura al contenedor; en la insistencia con la que repetimos un tic o la facilidad con la que perdemos los nervios, o la paciencia con la que  aguardamos a que llegue nuestro turno; en el aire con el que pende el bolso del brazo de algunas señoras, como si de un lenguaje similar al de los abanicos se tratara; en esa calada que se le da a los cigarrillos y nos lleva a las escenas en las que Humphrey Bogart acompañaba el hábito con el ladeo de su mirada. Y por esos derroteros de la reflexión en torno a algo que se me escapa de las manos, de lo que apenas sé nada, de lo que lo ignoro todo, concluyo en la admiración de la mezcla, del cóctel de detalles habido en el cruce de los viajeros con los indígenas de cualquier tierra, en la amalgama de peculiaridades encontradas en un ser humano, y lo enigmático que sería tirar de ese ovillo hasta llegar al punto inicial en el que el primero de nosotros se estremeció al contemplarse solo en el vacío de un universo para él sólo, como una criatura en la que se hallaba depositado y a la espera de de su extensión el rompecabezas entero de la humanidad.  

lunes, 20 de mayo de 2013

Del mismo modo.





Del mismo modo que la señora que en estos precisos momentos se encuentra limpiando los baños de la biblioteca, desde la que escribo, no cesa en su empeño de dejar sin rastro de suciedad toda aquella superficie por la que pasa la bayeta, sin pensar que para muchas personas esa dedicación suya de ahora sería denigrante, intolerable para la reputación de la familia, bochornosa e indecente, inimaginable, en la que parece encontrarse bien consigo misma, dignamente esforzada en algo por lo que ninguno de los que tenemos la costumbre de venir aquí, insisto, ninguno, le mostramos nuestro agradecimiento con una palabra o con una condescendiente sonrisa, con un detalle de acercamiento y gratitud, mientras ella va haciendo de su faena una bondadosa labor en beneficio de los que en uno u otro momento necesitemos de la utilización de ese espacio, como uno más de los protagonistas del poema de Borges "Los justos", equilibrando el mundo y poniéndoselo fácil a quienes vienen detrás, sin más pretensiones que ganarse un jornal con el que salir adelante; del mismo modo que otra de sus compañeras, una de esas bibliotecarias pulcras y diligentes que se enfrentan al trabajo con esa contagiosa alegría que expresan algunos rostros cuando se sienten bien con lo que hacen, ordena los libros que los usuarios depositamos en unos carritos dispersos a lo largo y ancho de las instalaciones una vez que hemos terminado de consultarlos, con sus impecables guantes de tela blanca y su atenta mirada, como repasando a cada instante que todo se encuentre en orden, dándole al placer del estudio y la lectura la libertad de poder vagar de una estantería a otra con la seguridad añadida de disponer de alguien a quien consultar una de esas dudas que de no resolverse nos hacen vacilar y adquirir momentáneamente complejo de puerta giratoria, sin más aspiraciones que disfrutar con su obligación y recíprocamente beneficiarse en el intento. Del mismo modo que cosas así son posibles, qué es lo que dificulta que cunda el ejemplo, me pregunto.
Del mismo modo que el camarero de la cafetería de la calle Rascón, a la que muchas tardes acudo para tomar un té, se esmera en el trato con los clientes y en el cuidado de los materiales que utiliza para dar el servicio, o el cocinero que trabaja con él, del que a través de una pequeña ventana, abierta en la pared que separa la cocina de la barra, a penas se vislumbran los movimientos de su cuerpo y de sus brazos y el balanceo de sus paños colgando de su cintura, denota tener mucho mimo con los bocadillos de tortilla de patatas a los que, adornándolos con un trozo de pimiento rojo y uno chorro de aceite de oliva, les da aspecto de comestibles obras de arte, como si los estuviera preparando para una celebración de su propia familia o para un concurso de esos en los que mañana tendrá la posibilidad de ser felicitado por media capital, sin más intención que hacer que el lugar en el que cocina funcione, que la concurrencia le llame por su nombre, que por culpa de un exquisito, y a muy buen precio, emparedado le dé por dejarse caer por allí a alguno que otro que, como yo mismo, gustamos de entablar conversación a cerca de asuntos pacíficos ayudados por la armonía que se respira en este sitio. Del mismo modo que esto ocurre, no hay que estar muy loco para pensar que es posible, deseable y aconsejable, porque a todos y a cada uno de ellos se les nota algo en la cara, algo parecido a la felicidad.
Del mismo modo que algunos de esos operarios del ayuntamiento, destinados a despojar de basura las calles de la ciudad, cada madrugada se enfrentan a la misma canción, entre subidas y bajadas a ese diminuto trozo de chapa, situado en la parte trasera de un camión, sobre el que quedan clavados de pie hasta la llegada al próximo destino, de la siguiente esquina, de otra fila de contenedores que huelen a porquería puesta allí a deshoras por vecinos poco solidarios, hacen lo posible por llevarlo bien sobre sus espaldas, sin más finalidad, además del sustento de sus familias, que sentirse buenos ciudadanos y ejemplares contribuyentes, por maquillar la imagen del desordenado hábito de la ciudadanía que no tiene reparos en tirar papeles al suelo, escupir, lanzar bolas de chicle al aire y mearse en las esquinas, en manchar las aceras con excrementos de mascotas y atestar los jardines con restos de bolsas de plástico y vacías botellas de licores con los que una masa de indefensos adolescentes empiezan a rodar por las vías de la noctámbula barbarie urbana; del mismo modo que el profesor que siempre soñó con cada mañana encontrarse frente a sus alumnos, en una clase en la que poder hablar sobre el tema en el que apasionadamente estuvo trabajando la tarde anterior, preparándoselo a conciencia, estimulado por esa instintiva seguridad que lo llevó a pensar que podría interesarle a muchos de sus estudiantes, para tratar de explicar todo aquello que sabe de la mejor manera posible, pretendiendo abrir el horizonte de la mirada de sus pupilos, con ese afán, esa virtud y esas ganas que tienen los bienaventurados que no han perdido la ilusión de los inicios, sin más propósito que aportar su ser, su constancia y su buena voluntad en pos de reforzar el futuro de quienes ahora se encuentran en el momento de formarse; del mismo modo que esto pasa, ocurre, sucede, forma parte de la realidad, sin ser un sueño, ni una utopía, por pequeñas que sean las señales por qué no comenzamos por ahí.

sábado, 18 de mayo de 2013

Buscando a Bergotte.





Tengo en mis manos Por el camino de de Swann, la primera de las siete partes de las que consta En busca del tiempo perdido de Marcel Proust; esa obra de la que tanto he oído hablar, a cerca de la que algo he leído, como queriéndome internar poco a poco en ella, sin tocarla todavía, para conocer algunas de sus claves, sobre todo de la mano de esos escritores que uno tiene como referencia para identificarse con el mundo y para pasar las horas imaginándose los trazos de la vida encontrada en el interior de los libros, haciendo soportable ésta otra que tenemos, la supuestamente real, y a la que a la vez enriquecen, entre los que destaca Antonio Muñoz Molina. 
Para mí afrontar una obra de esta envergadura significa introducirme definitivamente en una empresa a la que le iba dando largas por ese querer afrontarla con más seguridad, como intentando tener las espaldas mejor cubiertas habiéndole previamente prestado mucha atención a cada una de las veces que el nombre de Proust salía en cualquier novela, ensayo, artículo o en uno de esos libros en los que brevemente se describe la vida de muchos artistas; datos e historias que me facilitasen fluir sin dificultad por este apasionante relato de eminente carácter autobiográfico. Una vez iniciada la lectura es como iniciar un nuevo curso, con esa sensación que tienen los estudiantes cuando llega septiembre y empiezan a preparar los cuadernos y a imaginarse todo lo bueno que les espera, en ese cúmulo de horas lectivas en las que el incentivo de la investigación es ya de por sí una recompensa con la que despojar de todo atisbo de pereza al falso mito de las penalidades del esfuerzo bajo el flexo, tan tristemente difundido en nuestra cultura a la que parece que siempre le pesa como una losa la soledad del estudio como si de la desazón de una irreparable pérdida de tiempo se tratara.
Uno de los pasajes a cerca de los que más opiniones había leído y escuchado es el de la famosa magdalena y la taza de té, con el que termina el primer capítulo de Por el camino de Swann, del que parece que todo el mundo está informado, del que se habla en charlas y conferencias, en presentaciones de libros y conversaciones, pero del que hasta que no se lee con atención no se extrae una mínima certeza de la profundidad de las reflexiones que subyacen en éste y en todos los pensamientos de Proust; la cualidad de la delicadeza en la forma en la que va dando cuenta, detalle a detalle, de todo aquello que le puede pasar por la cabeza a un ser delicado, la sensibilidad que hay en cada uno de los rasgos que describe, ya no los de la taza de té y la magdalena, sino lo de todo aquello que toca el razonamiento del autor, en el recorrido por cualquier planta, flor, hoja, tallo, brisa o rayo de sol, haciendo que ese tiempo perdido se pare para goce del lector, buscándolo en lo más recóndito de cada acto, deteniendo la concentración en la misma entraña de cada suceso, de cada idea, siendo minuciosamente testigo de cada uno de los atributos y características del entorno que describe. Y hablando de descripciones, a penas mediada esta primera parte, aparece una dedicada a la iglesia de Combray en la que se adivinan las futuras clases de arte a las que uno irá teniendo acceso a medida que se vaya desarrollando la obra. 
Pero hoy no quería escribir sobre la obra de Proust aunque ya lo haya hecho, utilizando una buena dosis de valentía respaldada por la ignorancia y por las ganas de hacerlo que brotan de las raíces de la inocencia y el desconocimiento, entre otras cosas porque a penas conozco su obra más allá de lo hasta el momento mencionado, pero sí de un grato recuerdo, relacionado con algo aparecido en Por el camino de Swaan, que instintivamente me asaltó en el momento en el que leía cómo el joven Bloch, amigo de Proust, le recomienda a Marcel la lectura de un tal Bergotte, y cuando más tarde, en una de las visitas que el señor Swann hace a la casa de los Proust, en la que encuentra al joven Marcel enfrascado en la lectura de un libro de Bergotte, se dirige a él preguntándole: ¿Qué está usted leyendo?¿se puede saber? ¡Ah! Bergotte, a lo que el joven le responde que se lo ha recomendado su amigo Bloch, tras lo que continúa el señor Swann: Pues tiene buen gusto, porque Bergotte es un escritor delicioso. Entones me he imaginado a mi mismo buscando entre la inmensidad de una librería de viejo, de esas en las que en una mesa central, situada en una de sus habitaciones interiores, se atestan en superpuestos montones cientos de libros de segunda mano que insinúan un aspecto misterioso y grupal como perteneciente a uno de los mundos inventados por Borges, como la situada en la plaza de los Terceros de Sevilla, a la que solía dirigirme tan solo por el gusto de oler aquellos miles de libros reunidos en tan pequeño espacio, tan solo por el placer de contemplar el pausado y diligente trabajo del señor que la regentaba y al que uno podía preguntarle todas sus dudas con la seguridad de tener delante a un profesor de literatura que se extendía en sus explicaciones como si entre él y el cliente se hubiera entablado un diálogo más propio de una sobremesa, con su diminuto escritorio y su ordenador, con sus vasos de barro rebosantes de lápices y bolígrafos, con su cara de sabio tranquilo rodeado de papeles, con la armonía que allí se respiraba fruto de la dedicación de este hombre por empeñarse en mantener aquello con el aspecto de un lugar al que uno podía dirigirse con la premonición de poder encontrar un tesoro; un tesoro que bien podría ser cualquiera de los libros que formen parte de la obra de Bergotte.

viernes, 17 de mayo de 2013

Se palpa.




Se palpa la intriga en los alimentos, en sus precios, que no se sabe si suben o si bajan, si se estancan o desaparecen del mapa, si disminuye el gramaje de sus recipientes o solo se trata de nuestras ansias, si son verdaderas las ofertas, si se ha metido la mano en la salubridad de los nutrientes, si se ha contado con el cloro y el mercurio que corren por nuestras venas, sin a penas esclarecidos efectos secundarios, como invitados a quedarse en nuestro cada día más descompuesto organismo conservado; en las fechas de caducidad que no caducan, en las artimañas del comercio, en cada cosa que nos llevamos a la boca, en los envoltorios tras los que no sabemos qué nos espera, en el veneno nuestro de cada día adulterado con polvos sádicos de la mano de los ladrones de guante blanco que hacen lo que les da la gana con la baraja del consumo, con los códigos de barras, con la comida basura, con su mugrienta tendencia a las ganancias sembrando de carnes infectadas las dietas de la gente; por los creadores de la necesidad en forma de noria imposible de detener, por quienes nunca han hecho de tripas corazón y siempre han dado un paso al frente en la trama de los fines más corruptos, introduciendo sus narices en las perfumadas cloacas del abuso.
Se palpa el silencio en la cola del metro, en la que los rostros no se miran cara a cara porque se miran de soslayo con una mezcla de cinismo, respeto y soledad, y resguardado sobresalto, como napados de un agobio callado que envasa las prisas al vacío, por una indignación acumulada en la despensa de la desgana que conduce a las leyes de la insidiosa obligación de cada jornada, por la sinrazón del tropiezo acelerado en las escaleras y en los bordillos, en las puertas giratorias y los ascensores; por los golpes, los roces y los frenazos que jamás se exilian del comportamiento ordinario de cuantos gestos pertenezcan al desafuero de ademanes que se pone en práctica sobre las tripas de la gran cuidad, con la legítima defensa del salir corriendo, con la nicotina impregnando las demoras, con las entradas y salidas de mercancías que no cesan de apabullarnos, de someternos a la oferta y la demanda del yo quiero y no puedo.
Se palpa el murmullo en las aulas de la universidad, en las que los alumnos se agolpan como rebaños en busca de agua, en las que ya va siendo difícil el silencio con el que conseguir un mínimo de atención, un hueco para el deleite de la escucha, un minuto guardado para la sorpresa del dato encerrado, para que la tiza diga esta boca es mía y también es vuestra, porque vuestro es el futuro aunque no os lo creáis; aulas en las que cada día son más los que encuentran dificultades para hallar un sitio en el que reposar su portafolios y su lápiz, su decencia de estudiante y su sueño de aprender, sus interrogaciones y sus apuntes, su levantarse cada mañana con la premonición de tener el privilegio de poder asistir a una exposición magistral, tras la que se debatirá y se continuará atribuyendo parte de la alegría de la vida a los ratos de investigación, a esa llanura en la que todo es posible porque no se deja de crecer, de avanzar, de solo saber que no se sabe nada.
Se palpa la incertidumbre en la cara de los taxistas que llevan horas esperando a que un cliente les solicite una carrera, que miran el reloj con esa cercana distancia de la desesperación que se quiere uno quitar de encima pero no puede ni sabe cómo hacerlo, que encienden un cigarrillo tras otro y ven pasar los autobuses urbanos sin gente, que asisten en su rutina al griterío de una manifestación, que ven como envejecen los bancos de las plazas en las que suelen parar a verlas venir, a preguntarse cuánto falta, qué hora es, y observar cómo el tiempo no perdona y parece uno más de los congregados en la devoción por la tristeza, maltratando el paisaje urbano, desaliñándolo con una capa de polvo para la que se ha reducido el número de funcionarios del servicio de limpieza, y soportan cual estoicos cómo los compañeros unos a otros se repiten que la cosa está jodida.
Se palpa la preocupación en los guardas jurados que miran para cualquier lado matando el aburrimiento de las horas en pie, mientras rezan para que no venga ningún desalmado a llevarse por delante lo primero y al primero que se entrometa en su camino, que otean las caravanas de transeúntes solitarios que se dirigen a cualquier lado y a medida que descienden por la calle se difuminan los atisbos de la sospecha, los fantasmas del esta vez sí, del sabía yo que podría pasar, del tanta tranquilidad no era normal; las manos a las carteras, el miedo en el cuerpo, a ras de suelo, el grito en el cielo para pedirle clemencia a un Dios que se debe estar riendo a costa nuestra, digo yo, tú dirás, si no a santo de qué tanto discurso de paz entre los hombres, tanta misericordia, tanta imagen y semejanza que han hecho quedar muy mal a esa historia de la serpiente y la manzana y el pecado y el paraíso y el más allá cuando en el más acá no hay quién pare quieto, no hay quien salga indemne, vamos, no hay quien viva tranquilo, mire usted.
Se palpa la inseguridad en las declaraciones de los políticos, en el semblante del presidente del gobierno que no sabe ya cómo decir lo mismo para que parezca diferente a lo que dijo ayer diciendo lo mismo, lo que retumba en los oídos de los inocentes, colapsando su cerebro con eufemismos que aumentan la crónica enfermedad de la resignación que no aguantará ni medio asalto más, que no será salvada ni por la campana, que flaquea porque el mal de la mentira ha engendrado en su ser el tumor terminal de la decepción, de la falta de equipaje, del desamparo de valores con el que naufraga una nave que no conoce al capitán, de las faltas de respeto a los derechos humanos que se tuercen en las entrañas de la demagogia y la tergiversación más enrevesada que no está dispuesta a dar su brazo a torcer, en la insensatez acomodada, en la óptica burguesa que no se siente maltratada, en la incredulidad, la desilusión, que irrevocablemente se distancian de la esperanza de asistir a un definitivo pacto que dé muestras de ejemplaridad al resto de países que luchan por lo mismo. Se palpa, se palpa, se palpa.

jueves, 16 de mayo de 2013

Una clase de poesía.



 

 Ayer, en la biblioteca provincial de Huelva, tuvimos la posibilidad de asistir a un interesante encuentro literario, en forma de clase, titulado Cómo leer poesía, en el que Carmen Ciria expuso una serie de ideas, pistas, razonamientos y  propuestas para que al lector le sea fácil internarse en la imaginación poética, en esa inspiración del autor basada en los motivos simbolistas elegidos para su particular querer decir, transmitir y llegar al alma de quien lee; para trascender al colorido del paisaje y llevarlo a los campos del sentimiento, para poner en la palma de la mano de unos cuantos versos el mensaje cifrado de la belleza. Se dijo de la poesía que es el uso del lenguaje desviado del uso coloquial, que con ella se busca el extrañamiento, la impresión, la sorpresa, mediante la metáfora, todo lo cual será descifrado con mayor o menor dificultad en función de lo que hayamos aprendido, de nuestra experiencia, de los datos con los que cuente nuestra imaginación para poder darle forma a las palabras del poeta. Se argumentó también que lo que de forma clara caracteriza a la poesía moderna es su difícil comprensión, debido a una mayor profundidad metafórica que la aleja del fácil entendimiento de la poesía de la experiencia o de la romántica, como los dulces versos de amor de Gustavo Adolfo Becquer, por poner un ejemplo, insistiendo en que la denominada poesía moderna se fragua en una más incisiva búsqueda de la pureza, la precisión y la originalidad: la quintaesencia.

Cuando se hablaba de poesía pura se ponía a Juan Ramón Jiménez como claro exponente de la misma, y los comentarios al respecto se matizaban reflexionando a cerca de la ausencia de expresión del sentimiento y de lo arduo que resultaba por tanto conectar empaticamente con el poeta en cuestión en este tipo de lírica. Una vez aclarados los conceptos de esquema, sintagma, sinónimo, ritmo, símbolo, composición y campo semántico, se pasó a hablar de niveles de lectura y su consecuente comprensión. Dichos niveles fueron Fundamentalmente resumidos en dos; a destacar un primero en el que cada lector da su propia interpretación, en función de su cultura, vivencias, entorno, educación y memoria, de modo que podemos afirmar que existen tantas interpretaciones como lectores tenga una poesía, extendiendo así el concepto de creación hasta hacer del lector parte de la trama compositiva, es decir que es el lector quien termina de escribir el poema llevando a cabo la lectura del mismo, todo lo cual a mí se me figuró que podríamos llamar lectura libre; y un segundo nivel en el que hay que indagar más en la intención del poeta, en lo que habrá querido decir, siendo de gran ayuda toda la información que dispongamos de la vida del autor, de su trayectoria vital, de todo aquello que nos pueda acercar a comprender mejor, antes que al artista, a la persona en cuestión; y ahí encontré un punto de inflexión entre los dos niveles a los que se aludía a lo largo de la exposición: de la misma manera que existe una lectura libre en la que es fundamental todo lo que ataña al lector, existe una escritura libre en la que rezuma por los cuatro costados de la inspiración todo lo que tiene que ver con el poeta, de modo que la libertad, o al menos esa conclusión saqué yo, es condición sine qua non tanto para la creación como para la comprensión de la obra poética de cualquier escritor, y por el mismo razonamiento podríamos igualmente decir de cualquiera que sea el carácter de la obra literaria, independientemente del género de ésta.
Carmen Ciria nos invitó a leer, como introducción a futuras lecturas de mayor complejidad, a Mario Benedetti, Gioconda Belli, Felipe Benitez Reyes y Juana Castro; y se nos pasó el tiempo de una manera tan agradable como cuando uno se encuentra haciendo algo que le embriaga precisamente tanto como una buena lectura. Recobré la sensación perdida de estar en una clase de literatura, de las tantas que desaproveché cuando tuve la oportunidad, pero salí con un agridulce sabor de boca, por culpa de la intromisión de un concepto que por desgracia también aparece en la poesía, en el arte, en todos los campos de la creación , tan del lado ésta de la libertad como se le supone para campar a sus anchas, tan necesitada de las alas de la soledad acompañada, de las musas silenciosas, de la bondad iluminada por los destellos de la parsimoniosa calma del amanecer; ese concepto que me atormentó un poco es el de la crítica, el de quienes se encargan de decidir qué es lo bueno y qué es lo malo, qué está bien y mal escrito, como si fuesen los poseedores de una verdad universal y única fuera de la cual no existe espacio para la subjetividad, para esa libre interpretación a la que se aludió en esa noble primera fase de entendimiento de la lectura; hasta el punto de que nuestra simpática profesora dijo que hay poetas, como Luis García Montero, que no escriben para ellos sino para la crítica, para ganar premios, y... no tuve más remedio que discrepar con ella al respecto, porque para mí, y con todos mis respetos, esta señora no conoce suficientemente a este autor como para ponerse semejante barbaridad en la boca; y es que, pensé, en el ámbito de la literatura, como en todos los que conforman esta merienda de negros afincada en la nave de los locos en la que se ha convertido este mundo, además de mucho arte existe también mucha mala leche.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Engendrando la peste.




A pesar de la contrariedad, del nuevo ritmo, del orden en el que ahora se valoran las cosas, de los cambios de moneda, de los vaivenes del mercado, del agotamiento de los recursos naturales y las fraudulentas políticas a favor de las energías renovables, de las continuas quejas con las que unos partidos atacan a otros cayendo en el peligroso, bochornoso y barriobajero círculo vicioso de la demagogia; a pesar de la globalización y sus estafas y lo que venga detrás que no es poco y veremos a ver por dónde salen los tiros, no parece que sea tan sencillo asumir que la vida está cambiando, que se esté jugando libremente con el pan de las personas, sin miramientos, a tenor de lo que se ve, de ese indolente dejarse llevar de una mayoría que se queda en casa; manadas de borregos adiestrados para ir en fila y en silencio a parar al paredón de fusilamiento de la propaganda y la publicidad, desertores de conciencia, hijos del miedo, extasiados por el aburrimiento, rezando para que llegue pronto la hora en la que poder salir de nuevo a comprar cosas inútiles, cacharros, cachivaches, lo que sea, lo mismo da que da lo mismo, lo importante, lo que cuenta es comprar, gastar para saciar la ansiedad como método, como terapia para que la tensión nerviosa mengue y podamos decir mira lo que tengo, tengo más que tú, tú no lo tienes, a que no sabes dónde lo he comprado, mira que ganga, qué me dices; haciendo zapping y siguiendo al pie de la letra los consejos publicitarios, obnubilados por la capacidad que tienen los futbolistas para ganar dinero, diciéndole a sus hijos eso es lo que tenéis que hacer vosotros, ganar dinero, mucho dinero, sea quien sea a quien haya que llevarse por delante, eso es lo de menos, que más da, la pasta, el parné, el oro, los cuartos, la moneda, la plata, la guita, los posibles, el ajuar, la abundancia desmedida, las perlas, el platino, los diamantes, y películas de tiros, peliculones con muchos tiros y carreras, mucho hacer el tonto y no coger un libro porque eso es muy aburrido, eso es un tostón, un coñazo, una lata, un fastidio, no seas plasta ni me des la tabarra ni la barrila, pasa, joé con er tío.... mientras otros, quienes lo tienen realmente claro y no soportan más la impotencia y la indignación, quienes saben de la perentoria necesidad de la actuación para no avergonzase de no haber movido un dedo, quienes al menos lo intentan dando muestras de un comportamiento que afortunadamente aún no se ha extinguido del modo de hacer en común algo que repercuta no ya al presente sino a quienes se encuentren en nuestra posición a penas nos hayamos ido de aquí, se baten el cobre para encontrar la manera de salir de una vez de una situación como en la que tristemente nos encontramos desde hace años, no días sino años, interminables años en los que los meses transcurren con ese mortífero sopor que va formando parte del sigiloso levantamiento de la estructura de un edificio en el que será encerrada toda la injusticia y con ella los que queden fuera de la ruleta rusa del sistema, generalmente los más tontos según parece, es decir quienes no pasan por el aro y son capaces de llevar sus ideas hasta el último extremo, por dignidad y respetable sentido del humilde orgullo de una existencia plena en la que no puede pasar desapercibido el ladrar de los perros de Cervantes, ni el mandar en el hambre propia del campesino andaluz de Machado; porque los ejemplares perdedores son esos que a sabiendas de la derrota ésta no disuade sus impulsos - Luis Antonio de Villena - y nunca pierden la esperanza ni se rinden a las primeras de cambio, porque saben que es fabuloso ser un loco cuando se es razonable - Elias Canetti -. Estos cuantos, que aunque sean muchos no dejan de ser unos cuantos, quienes hacen uso de su lucidez para alumbrar el camino, se dejan la piel en plazas y avenidas y calles, manifestándose, jugándose el tipo delante de la policía, aguantando golpes y correrías de caballos, insultos y desprecios por parte de dirigentes del gobierno y representantes de un pueblo que les dio la oportunidad de sentarse en el poder; a estos valientes que dan la cara por el resto, cuyos logros no habrá quien tarde en salir a celebrar sin saber de lo que vaya la vaina, se les paga con devaneos de atención con los que son ignorados por los ujieres, caciques, leguleyos y chupatintas de medio pelo. Que es así, a la vista está, mucho sacar pecho pero a la hora de la verdad, cuando hay que decir eres un Judas desde la jota a la ese, guardamos el pico, nos encojemos, nos arrugamos y no queremos saber nada que no tenga que ver con lo a gustito que estoy yo aquí, que la virgencita me deje como estoy y ande yo caliente... engendrando la peste, en homenaje a William Blake, por no actuar.

martes, 14 de mayo de 2013

A lo largo y ancho.





Esta mañana he estado paseando por el litoral atlántico de Huelva. Me he acercado a la zona del Rompido para respirar algo de ese aire fresco del que tan necesitada anda la capital, en la que la polución alcanza cotas que superan con creces la media permitida, y ante las que parece que todavía prevalecen los conflictos de interés que impiden desplazar los polígonos industriales cercanos al casco urbano hacia lugares en los que el desarrollo de las factorías no se riña con la salud de los habitantes. Cuando uno se encuentra en parajes como este de la zona del Rompido, muy cerca de Cartaya, comprueba la riqueza que todavía tenemos, las posibilidades de encontrar un rincón en el que las hectáreas de pinos no hayan sido arrasadas por el fuego. Asalta la macabra duda de cómo lo habrán conseguido, porque aunque sea triste decirlo parece mentira que de un año para otro algunos bosques se salven de la devastación de los incendios. Son tan brutales las imágenes de la flora en llamas que cada verano han pasado a formar parte del ineludible repertorio de sucesos de cada informativo, a las que accedemos con la misma instintiva naturalidad con la que nos comemos el turrón por Navidad o nos lavamos los dientes antes de ir a dormir, hasta el punto de que día y noche se perpetúa en los noticiarios la aparición de estas catástrofes, hasta instalarse en un silencioso y monótono letargo mental, tanto como la desagradable e impotente melancolía que traslucen las crónicas de la guerra en Siria, de la corrupción política o de una nueva matanza perpetrada en Estados Unidos por un joven aficionado a los juegos de roll y las pistolas, que hemos perdido la cuenta de las hectáreas que quedan sin quemar por habérsenos escapado de las manos el asunto, por haber perdido la perspectiva del problema de tal manera que  a penas nos entra nada por el cuerpo. Iba pensando en los pinos que veía a la vez que me acordaba de las teas que el año pasado arrasaron parte de España, las mismas de las que pasados unos días ya nadie parecía acordarse. Hay que ver lo mal programada que está la función selectiva de la memoria cuando se trata de la conciencia, del futuro al que no le echamos cuentas porque para entonces ya no estaremos aquí para contarlo, del bien común, del planeta, de los que vengan detrás para los que lo único que parece que se nos ocurre dedicarles es eso tan grosero de que arreen. Esperemos que lo hagan, pero en dirección opuesta porque a este paso no llegamos.

Dejo durante un rato de pensar en eso y me centro en el camino, en lo que se muestra por delante, en la prematura aridez de los márgenes de los carriles, en las hierbas que piden a gritos algo de lluvia. A medida que uno se aproxima se va dilucidando la presencia de la arena y el mar sin llegar a otear la completa imagen de una playa, en una visión en la que se interpone el ramaje y tras la que se adivina la inmensidad del agua, dejándose acariciar el paisaje entre curva y curva en tanto se va teniendo la sensación de que debe quedar muy poco para llegar. Es frecuente la aparición, a lo largo y ancho del recorrido, de urbanizaciones que en otro tiempo no muy lejano estuvieron habitadas durante casi todo el año, pero que hacían que hoy el panorama fuese más bien el de una serie de casas en hilera, de chalets adosados, con semblante de fantasma. Cerradas a cal y canto, cubiertas por ese velo de polvo y descuido que delata que desde hace varios meses, tal vez más de lo que se pueda a simple vista deducir, no han sido siquiera visitadas. Algunas, muchas, no han sido vendidas y sobre sus fachadas penden horribles carteles en los que desdibujados por el paso de las estaciones se perciben unos números que supuestamente pertenecen a un teléfono, y reposan a la espera de un comprador llenando este crucigrama de residencias de esculturas de hormigón tristes y desfallecidas, lujosas e inutilizadas, fuera de órbita, como princesas que se quedaron sin príncipe azul que les alegrara la cara. El óxido de algunas alambradas que las rodean da fe también del poco cuidado que va quedando, de que tampoco existe miramiento por parte de las constructoras o inmobiliarias a la hora de mantener la dignidad de la fachada y el entorno. Parece que las mermadas fuerzas por la crisis no respetan a nadie, que es habitual la desatención sobre todo aquello que no parece muy dispuesto a dar réditos de momento, y ahí van quedando manzanas de hogares vacíos y a la deriva del olvido de los ricos, mientras miles de familias se debaten en el duelo del desahucio y la indigencia. Al final de un muro atisbo que hay unas letras escritas, que sin llegar a la belleza de uno de esos fantásticos graffitis con los que algunas veces se alegra la vista del paisaje urbano, alcanza a tener una incontestable carga de significado. Dice así: Vivir en una tierra tan rica y ver el poder en cerebros tan pobres.

lunes, 13 de mayo de 2013

Barbarie.






Con frecuencia, cuando me dejo llevar por el irresistible paso de las páginas en el interior de una de esas obras en las que desde la primera a la última línea aparece la consonancia con el presente, me salen al paso temas a cerca de los cuales aspirar a escribir unas lineas. Una de las conexiones que hacen de esas lecturas una fiel representación de la actualidad es precisamente su constante mención a hechos pasados, a movimientos y dirigentes, a etapas y épocas en las que se luchó por conseguir algo digno de ser llamado tal que humano. Ayer, enfrentándome al insomnio, tomé uno de esos libros que precisan de varias lecturas, por ameno, y que conviene no tener lejos, para refrescar la memoria, para no adormilarse en los laureles de la comodidad, para esculpir la conciencia y encontrar los motivos sobre los que sostener la firmeza de las creencias que hacen que enarbole uno la bandera de la esperanza por muy mal que pinten las cosas. Me refiero a Inquietudes Bárbaras de Luis García Montero. Mientras leo salen al paso motivos para esta entrada, o para la de mañana, o para la de cualquier día, porque son tantos y tan sensatos los argumentos que acaba uno rindiéndose ante semejante muestra de lucidez optando por continuar disfrutando de las lecciones, de esa literatura de ensayo en la que se habla de la II República y de Antonio Machado, de Fernando Giner de los Ríos, María Luisa Navarro, Pedro salinas y Manuel Azaña, entre otros muchos protagonistas, testigos y colaboradores de esa época en la que se aspiró en España a poner en práctica lo mejor del sentimiento ilustrador tratando de formar ciudadanos en igualdad de posibilidades, con el sencillo rigor de la protesta cultivada en el sentido común.
Pero no siempre, casi nunca por más que lo intente, acaba uno por sembrar el papel en blanco con aquellos razonamientos que le inspiró una lectura, haciendo uso de las notas con aspecto de jeroglífico sobre el cuaderno; hay momentos en los que la intención con la que se va barruntando por la calle el cómo, el por dónde y el cuándo se empezará hoy a escribir, es sustituida, por culpa de un fortuito encontronazo, de morros, por la estampa de la pura y dura realidad, de la que tanto se alimentan las ficciones y con la que la novela que cada cual lleva a cuestas sufre los envites del descalabro y del placer, y no en la misma proporción. Por eso esta tarde he pasado de las inquietudes bárbaras a la barbaridad a secas, sin más, al pasar por la puerta de una cafetería, situada en la calle Asunción de Huelva, en la que se increpaba a una escuálida e indefensa muchacha - ébano de Costa de Marfil o de Senegal, de Tanzania o de Mozanbique -  con improperios tales como que por cada veinte inmigrantes que entran deberían morir treinta; todo ello fraguado en la delicadeza y la sabiduría de una señora que, cigarrillo y copa en mano, aparentaba pertenecer a esa clase de indeseables cuyo miedo les impide ver más allá de sus narices y por eso apuestan por lo privado porque lo público y compartido les aterroriza, cuyos complejos de inferioridad hacen desear que nadie saque la cabeza ni que sirvan de nada los dignos esfuerzos por ampliar las miras sobre el horizonte y la visión del campo abierto, cuyo rostro expresa motivos suficientes para no ser ningún ejemplo a seguir, cuyos cabellos parecían recién salidos de un salón de belleza, como sus manos y sus pies, todo menos su corazón y su cerebro empecinados en hundir a esa joven criatura que miraba para atrás, con esa muestra de inseguridad que otorgan la humillación y el desconsuelo, preguntándose si cabe la posibilidad de que arrastre uno el peso del fracaso de manera perpetua o si definitivamente nos hemos vuelto locos que carecen de inquietud alguna, salvo la barbarie en la que nos revolvemos como marranos en charcos de barro.

domingo, 12 de mayo de 2013

Un montón de gente.






Me ha sucedido, en más de una ocasión, que después de haber mantenido una serie de mínimas relaciones cotidianas, como las que humanamente nos conectan con nuestros vecinos y conciudadanos, a los que nos vemos unidos mediante unos cuantos lazos de carácter cívico, por el mero hecho de compartir la existencia, aunque cada vez con más desanimada insinuación esto vaya pareciendo una tontería, como un saludo y unas palabras con las que hacer uso de la coherente sociabilidad que no espera nada a cambio, como una consulta y una recomendación realizada de veras y con buena fe, o un comentario y una breve conversación en la que incluso ha habido lugar para una broma, con una de las cajeras del supermercado al que voy dos veces por semana, con el estanquero o con el señor del quiosco de prensa que tienen preparado lo que les voy a pedir antes de que se lo diga, con la chica que amablemente me atendió en la zapatería,  o en la panadería o en cualquier sitio al que uno haya entrado para comprar una de esas cosas que nos hacen tener la vida atestada de cacharros, momentos de todos los cuales sale uno muchas veces con la sensación de que da gusto tratar con personas sonrientes y afables, de que la vida es fácil y sencilla a pesar de los problemas que no llegan a tanto gracias en parte al influjo positivo del efecto de la simpatía, sucede, decía, que al cabo de unos días, en los que la casualidad ha hecho que una de esas personas y yo coincidamos en una esquina, o en la cola de otra tienda, o en la fila india de la silenciosa espera para ser atendido en la ventanilla del banco, o en la misma puerta del establecimiento en el momento que éste se dispone a cerrar, el resultado derivado de nuestros anteriores encuentros ha sido un mutismo y una falta de atención, una enfermiza desgana con tendencia al desconocimiento, una ausencia de desearse buenos días o buenas tardes o dedicarse un vaya usted con Dios, al menos, tal que no puedo menos que quedar desconcertado y sentirme, como dice la canción de Amaral, solo en medio de un montón de gente. Pocas veces como cuando me pasa algo así siento lo vulnerable que soy a la inercia de una manera de vivir que parece haberse confundido conmigo y haberme metido en el paquete de un tiempo distinto al que me correspondía en el momento de ser puesto sobre la tierra.

Sé que vivimos en una sociedad desorientada debido en parte a un individualismo fomentado por las absurdas formas en las que el éxito nos está siendo envasado y presentado para su fácil consumo, centrando en ello el sentido de la existencia, aspirando cada uno de nosotros a los diez o quince minutos de fama que Andy Warhol auguraba para nuestros días. No lo descarto, como si éste, el individualismo, se tratara de una opción mala y repugnante, siempre y cuando no sobrepase la esquizofrénica frontera de la radical obcecación. Muy al contrario me encanta la soledad debidamente acompañada, en esa justa medida que aporta serenidad y templanza, y una cierta independencia que no llegue al extremo de la egolatría. Detesto los convencionalismos, las generalizaciones y los refranes con los que se pretende dar muestras de una verdad con bases tan sólidas como poco fiables, con ese tono sentencioso que no da más posibilidades y que trasluce el freno con la fuerza de la ley que impone la superstición, tras la que se esconde una trampa mortal para el individual desarrollo del sentido crítico. También puede conmigo que alguien trate de derivar una charla hacia asuntos personales que no vienen a cuento, cuando menos te lo esperas, o que traten de convencerme de qué es lo que se lleva o lo que no. Huyo del gregarismo, que considero como la peor de las maneras de recaudar adeptos para engordar el ego de quienes ven en la charlatanería una válvula de escape con la que dar rienda suelta a sus complejos, que solo son capaces de saciar llevando a cabo un cierto espíritu sectario, para luego darles, en el momento menos pensado, la espalda a quienes apoyaron su causa pensando que valdría la pena, o que simplemente lo hicieron por ignorancia o por miedo a ser diferentes, siendo engañados por su inocencia. Envidio la capacidad que algunas personas tienen para definir sus intenciones y manifestarse de brillante manera ante cualquier vicisitud o contratiempo, o explicando cuáles son sus planes y pensamientos, para todo lo cual es indispensable un cierto margen de retiro, de exilio voluntario en el convento de la reflexión, del sano meditar del que sacar fuerzas para enfrentarse al torbellino de la vida. Pero de ahí a no mirarnos a la cara, al desconcierto y a la aparente falta de rumbo cuando nos quitan la manzana de la boca, va un trecho difícil de salvar si no se echa mano de una coraza tan fuerte como para no querer enterarte de nada ni querer saber nada de nadie más allá del utilitarismo relacional entre personas, manifestante de una endémica grave crisis nerviosa, encerrándote en tus asuntos de una manera próxima a un provocado autismo con el que tratar de combatir el envite de la realidad, cosa a la que me niego porque del mismo modo sé y estoy convencido de que existe una salida, a pesar de que, como dice Felix de Azúa, las medicinas que nos venden agravan la enfermedad que padecemos, pudiendo tratarse dicha enfermedad, o una de las que nos acucian, del afincamiento en una insularidad personal desprovista del sano juicio de los saludables -salud dar- hábitos de creer en los demás.