martes, 11 de febrero de 2014

A la buena de dios





Cuando escribir en este espacio se convierte en una manera de mantener encendida la luz que a uno le ilumina en su día a día ayudándole a sentirse algo más vivo de lo que está, algo, mucho o casi todo de reconfortante alimento se acaba encontrando en este hábito, una sensación parecida a la tonicidad de una ducha de agua templada o al estímulo de un café recién hecho acompañado con tostadas regadas por chorros de aceite de un verde esmeralda. Cada vez con maś frecuencia me digo que sería maravilloso poder asistir a clases impartidas por profesores afanosos y afables, cultos e inmiscuidos en los pormenores de la creación, para escuchar de su viva voz aquello que no aparece en los libros, ese tipo de maestros que hacen de sus comentarios exposiciones de lucidez desmadejando los interiores de ese silencio en el que se trabaja con la música muy baja: gente que con su sencilla y sincera visión nos enseña a caminar sin esfuerzo a través de la dificultad ya que de sus lecciones saca uno en conclusión que no hay nada más lindo que entender la vida como una dedicación en si misma, y a partir de la observación de todos los detalles que la conforman ir tomando consciencia de cuáles son las cosas que realmente importan. En más de una ocasión he dicho que detesto la palabra trabajar, influenciado por la cara de desgana y desengaño que se nos pone cuando la mencionamos, porque hay pocas personas que gocen del placer de la dedicación en lugar del vía crucis de la envuelta en mezquindades y salidas de tono jornada diaria, de ese estado en el que hacer algo no se convierte en un constante martirio. Dice Muñoz Molina que él debe pertenecer a esa clase de gente perezosa que incomprensiblemente no deja de trabajar; y así quisiera sentirse uno al despertar, sabiendo que serán muchas las situaciones a las que tenga que enfrentarse a lo largo del día y de que hará lo posible por dejarlas terminadas, estando paralelamente convencido de lo maravilloso que resultaría dedicarse a la noble tarea de emplear el tiempo en sencillamente no hacer nada que revista matices de responsabilidad o ataduras a un determinado horario, andando libremente a la buena de dios en busca del aire fresco que gratuitamente despachan las calles, pero sin que asalten en la cabeza las sospechas de que la abnegación y la resignación se presentarán como muros infranqueables ante los que no haya más remedio que claudicar.  

lunes, 3 de febrero de 2014

Versión original




Desde hace unos días estoy concentrado en la lectura en inglés de algunos de esos libros que narran historias de fantasmas en el interior de un castillo o de detectives cuya intuición raramente falla, cuentos o relatos cortos escritos con sencillez y con la particularidad de haber sido adaptados para que aquellos que desean introducirse en otra lengua lo hagan de la manera más cómoda; adaptaciones que cuentan con el incentivo de ir descubriendo por uno mismo el significado de palabras y expresiones, deduciéndolo del contexto mediante el mecanismo de comparación que ejerce el cerebro con respecto a lo que ha sido escuchado en los bares o en la cola del supermercado, o en cualquier rincón de Marbella en este caso, ya que es frecuente encontrar a personas de origen anglosajón que un buen día decidieron instalarse aquí para siempre. Cuando escucho alguno de esos vocablos, dichos o frases, que ahora leo sobre las páginas de un ejemplar escrito en inglés, e identifico lo que con ellos se quiere decir disfruto de la momentánea alegría del autodidacta, de quien descubre que ha avanzado un paso sacando en claro que no se encontraba muy lejos de la solución. Hay que ver qué distintas son las formas de decir depende qué en cada idioma. La filosofía del lenguaje, el por qué de lo que se expresa, el cómo decir lo que se quiere, siempre me atrajo de la misma forma que la etimología: esa ciencia que va puliendo las palabras hasta dejarlas desnudas y en estado puro, a flor de piel, bajo circunstancias y voces que dieron lugar al origen de cada una de ellas. De otras lenguas, en las que no alcanzo a decir más de cuatro recurrentes y cotidianas frases como un buenos días o un hasta mañana, como es el caso del alemán, me atrae el mecanismo de sus declinaciones, la significativa finalización de cada oración, ese matiz en el que se encuentra la llave con la que abrir la caja de resonancia de la frase entera. Del francés, me agrada su musicalidad, la suavidad con la que las sílabas se escurren entre los labios, como si quisieran acomodarse al aire que las acompaña en forma de leve silbido, apenas levantando ligeramente su sonido; y del catalán me gusta su totalidad y riqueza, su originalidad en múltiples situaciones, sus puntos de concordancia con las otras lenguas romances, lo fácil y divertido que resulta aprenderlo. Letras que forman palabras, indefinidas combinaciones a merced de la comunicación. Hay otras lenguas, como el japonés o el árabe, que sólo por la curiosidad de su fonética a mi me gusta escuchar como quien mira un cuadro sin los conocimientos suficientes para entenderlo pero sin aburrirse al contemplarlo, investigando lo que querrá decir el conjunto de palabras y de gestos que configuran el marco en el que se desarrolla la expresión. Y así sucesivamente con todo aquello que tenga visos de lenguaje, como en una torre de Babel urbana, me gusta poner el oído al pasear cuando un mínimo ambiente cosmopolita lo permite, como viendo una película del presente en diversas versiones originales.