domingo, 3 de agosto de 2014

El Sirio





Una de las zonas que más frecuento de Sevilla es la que se encuentra entre la calle San Fernando y la Puerta de Jerez. Allí, junto al ambiente propio de los universitarios tomando café y cervezas en las terrazas cercanas al hotel Alfonso XIII, puede uno encontrarse con el turisteo curioso y obsesionado por la fotografía, con los carros de caballos, con el famoso quiosco de prensa que se hundió durante las obras del metro, con alguna manifestación, con el quejido y el silbido del tranvía, con una agradable escultura acompañada de una fuente dedicada a los poetas de la generación del 27, con una parcial panorámica de la Torre del Oro, con la Sevilla más cosmopolita y con el restaurante El Sirio, entre otras cosas. Hace unos seis años pisé por primera vez un local de comida Halal llamado Restaurante Venecia; su dueño se afanaba cortando carne, haciendo pizzas, envolviendo panes de pita, dándole forma a los faláfel, esparciendo salsa de yogurt sobre los kebabs aún abiertos, cortando col lombarda y tomate en rodajas, y atendiendo a una incipiente clientela en un espacio de a penas veinte metros cuadrados. Tres años después esta casa de comidas, regentada por el mismo dueño, ya se llamaba Restaurante Halal; parecía como si una decisión provocada por la valentía de querer llamar a las cosas por su nombre hubiera sido la detonante de que este hombre pusiera esa palabra en el rótulo de la fachada: algo era algo después de tantos meses batiéndose el cobre. Pero hoy en día esas ganas de identificación, de querer decir esta boca es mía, de dar a conocerse de una manera más auténtica y menos cargada de ridículas estrategias de marketing, ha hecho que este sitio literalmente se llame Restaurante El Sirio, así, ni más ni menos. A este hombre le ha costado seis años de denodado esfuerzo hacerse un hueco entre la competencia sevillana. A lo largo de este tiempo le han colocado a los lados franquicias de esas que venden bocadillos a precio de saldo, hamburgueserías con nombre de rancho tejano y restaurantes de comida rápida atendidos por chicos y chicas con gorra de béisbol, pero el Sirio siempre ha estado ahí, a lo suyo, con sus melodías con un trasfondo como de cítara, con su televisión siempre emitiendo programas de su país, y con los pajarillos que frecuentemente entran a picotear las migas que van quedando debajo de los taburetes; ahí está El Sirio, con su ventilador a toda velocidad que a veces da la sensación de que se va a llevar volando todas las cosas, con su esfuerzo por hablar cada día más correctamente el español, utilizando expresiones de uso poco frecuente entre la mayoría de lengua castellana, y no dejando de sonreír. Qué envidia sana da ver el espíritu de superación de algunas personas, la verdad.

viernes, 1 de agosto de 2014

A puerta cerrada





Algunas veces me da por reír sin venir a cuento, porque me da la gana, como un loco perdido que necesitara ese momento de solitario exilio para recrearse en una realidad que a sus ojos se presenta incoherente pero cierta, en soledad o acompañado por las sombras de mi habitación, o en la calle que es donde más placer da reírse a corazón abierto, como hacen los desdichados borrachos que llevan muchos días durmiendo sobre el suelo. Algunas veces me da por pensar en cosas raras, de esas que aburren a quienes lo que más les gusta es escuchar lo que quieren escuchar, y me da por ponerle nombre a mis personajes, a esos seres que aún no conocen una página de su vida, o a los que llevo dentro, a los que me habitan, a los que malviven conmigo y tantas veces me hablan a la cara; a veces me da por ponerle título a los libros que me invento mientras estoy despierto, como quien sueña que vive en otro planeta porque con éste no se siente satisfecho. Algunas veces pienso en el miedo a la locura de quienes llevan mucho tiempo solos, sin distancia y sin concierto, sin almohada fija y sin asilo poético, sin chaleco salvavidas ni antibalas y sin prorroga para pagar sus impuestos. Algunas veces sale el sol en mis campos de concentración, en mis pesadillas y en mis desiertos, en mis dudas sin maquillaje en su interrogación, en esas cuatro paredes, en las que mi alma habita, y se me encoje el corazón en un tirabuzón de renovados pensamientos que pronto sufren el mal de querer salir corriendo: ilusiones por cumplir y promesas a duras penas realizadas, de cuentos de hadas recién peinadas al alba de un descubrimiento, de un algo interesante que contar que consiga salir de lo que la noche anterior a penas era un boceto, de un despertar más cercano a la dignidad de la frescura de una rosa que al de los siempre temibles síntomas de mis resacas, de mis ojeras de fantasma, de mis habilidades como arquitecto para la desidia que no encuentra el momento idóneo para poder reconocerlo. Algunas veces uno calla y se enfada consigo mismo, enfurece y se desmalla en silencio, ensanchando las autopistas de sus duermevelas, paseando por el desierto, camuflado en la jaula de una desalojada biblioteca, porque todo el papel que presumía fecundo ha quedado en blanco, inmaculado, sin rastro de sed ni de sufrimiento, pero tampoco de alegría ni de ápices de destellos alfabéticos, ni de trabajo ni de correcciones ni de ensayos ni de borradores medio vivos ni  más bien muertos, en una de esas penas como otra cualquiera pero que carecen de nombre, de adjetivos, de atributos, de apellidos, de sangre, de latidos, de sujetos ni verbo ni predicado, resumiendo de significado. Algunas veces, cuando cierro los ojos, me dejo llevar por la presunción de algún buen agüero, y trato de ponerle cara a los seres que no se impacientan a mi espera, a mi consuelo pasajero en ese vagón con dirección hacia el infinito de lo eterno tan simple y tan cercano, de lo no vivido nada más que en ese magnífico universo en el que las cosas reposan y callan bajo el paño limpio del anhelo: soñar, qué más se le puede pedir a la vida que sea tan verdadero.