lunes, 26 de diciembre de 2016

Encontrar un regalo


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Buscar un regalo es un tarea que no siempre reporta la satisfacción deseada de forma inmediata, es algo que necesita de la tranquilidad del guiso que a base de un ininterrumpido chup chup va cociendo las legumbres a su amor, amalgamando las sustancias en un cuerpo de sabor, traduciendo en los efluvios del vapor la métrica de la fusión. Qué expresión tan bonita cuando al describir la elaboración de un plato nos sale eso de a su amor, como si con ello quisiéramos decir que la paciencia y el transcurso del tiempo se encargan de poner las cosas en su sitio, con esa certidumbre forjada en los versos de Benedetti en los que las piezas del puzzle cotidiano forman el caleidoscopio de la riqueza de un devenir siempre contagiado de una cierta gratitud hacia lo poco que se tiene, hacia la abundancia de tener pan para hoy dándole de comer a nuestra voluntad con las metáforas del convencimiento de que la bondad puede mover la tierra. Para hacer un buen regalo se necesita ni más ni menos que el tiempo que tarde el regalo en encontrarnos a nosotros, en mitad de la calle pensando en otra cosa, metidos de lleno entre los estantes de unos grandes almacenes, deambulando como fantasmas diurnos por las aceras de la poesía de la voz interior, perdidos en el desconsuelo de no dar con el objeto que buscamos, viéndonos reflejados en el cristal de un escaparate tras el que se encuentran bien colocados esa serie de cachivaches que nos transportan a un pasado reciente o a un futuro lejano, a las órbitas del recuerdo de las veces que pensamos en dedicarle a alguien un detalle en forma de talismán o de lectura, de complemento en el vestuario o de atracción cinematográfica, de pluma estilográfica a lo Alejandro Dumas o de lápiz con ese olor tan penetrante a aula de colegio, esa fragancia con matices de primeros ladrillos del pensamiento. Doy con un ejemplar de Ocnos, de Luis Cernuda, y por ese tipo de relaciones que la vida nos pone en bandeja, uniendo lo inverosímil, lo que no pega ni con cola, me decido a comprarlo para hacerle un regalo a un compañero de trabajo que seguramente no sepa que el nombre de uno de los mejores vinos blancos andaluces procede de una de las mejores obras en prosa poética del siglo pasado, junto a Azul de Rubén Dario y a Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, escrita por ese singular y atildado sevillano que nació en la calle Acetres y vivió en la calle Aire, que salió de España enfrascado de melancolía entre el desengaño y la humillación, entre su talento y sus desarropadas náuseas de alguien que le acompañara en el camino de la soledad hacia lo sublime. Acto seguido, seguido por el olfato de las casualidades, me topo con una serie de poemas, alguno de ellos escritos en esa exquisita prosa que poseen las almas más sutiles del planeta, de Gioconda Belli, y mi reacción es la de haber encontrado el regalo perfecto para otra compañera del trabajo con la esperanza de que extraiga de ellos la esencia de lo escrito extrapolándolo hacia nuestra dedicación diaria, alimentándola, complementándola, cargándola de la razón de ser de lo sutil. Pero hay regalos a los que uno se dirige con el convencimiento de que acertará de lleno; eso sucede cuando empezamos a conocer relativamente bien a una persona, y por eso sabía que no había opción para el fracaso regalándole unos tirantes a otro de los que forman parte del equipo al que pertenezco, porque en esos tirantes se encuentra el misterio de una relación forjada a base de idas y venidas laborales que por dos veces en nuestras vidas nos han hecho coincidir, compartiendo sinceridades y desengaños, buenas y malas jornadas, cosas. Hacer un regalo nos libera de la forja personal de la intromisión, nos hace más humanos, nos conduce hacia el acercamiento, nos enseña a entender la generosidad como algo necesario, y en muchas ocasiones se trata de lo más parecido a la Ley del espejo, aunque no siempre se cumpla el deseo.


   

lunes, 12 de diciembre de 2016

Veinte céntimos


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Acabo de comprar una novela, en una librería de saldo situada en la calle Tarifa de Sevilla a la que raro es el día que no vaya, aunque sólo sea por el gusto de pasearme entre sus estanterías y quedarme allí unos minutos mirándole el lomo a los libros en busca de un nombre que haga saltar la señal de alarma que desde el cerebro envíe una orden a mis manos para decidirme a como mínimo mostrarme interesado por la obra en cuestión que se presente ante mis ojos, abriéndola por cualquiera de sus páginas, oliéndola, descifrando los mensajes secretos que el destino se ha encargado de llevarla hasta allí, y nada más salir a la calle compruebo algo de lo que no me percaté mientras manoseaba el ejemplar, cuya primera frase, como siempre, fue en su momento el reclamo más interesante de mis intenciones; de lo que me doy cuenta es de que está firmado por una tal Rosario Carrasco; la fecha de la firma coincide con la de la edición, 1982, en aquel año del Mundial de fútbol y de la paloma de la paz de Picasso, cuando Felipe González todavía no era sospechoso, aquel año en el que los niños de un pueblo de Jaén jugábamos al trompo, a  la lima y a las canicas y soñábamos con ser Maradona, cuando coleccionar cromos era una de las aficiones más irreductibles para los que, como yo, hacíamos de un trozo de calle lo más parecido al terreno de juego en el que llamarnos Juanito o Quini o Arconada o Satrustegui, y apenas sobresalían de nuestros brazos los bíceps perfectos en los que el Capitán  Trueno se tatuaba calcomanías con saliva. Ese libro ha sido dejado allí sin más pretensión que la de adquirir unos cuantos céntimos a cambio, veinte en concreto, despojándose así su antiguo propietario de la carga que puede que supusiera durante años un montón de volúmenes adocenados casi con el propósito de no distorsionar con la decoración del salón; de hecho creo que muchas de las enciclopedias que se vendieron durante buena parte de la segunda mitad del siglo pasado fueron presentadas bajo el atractivo disfraz que hacía de ellas inmejorables candidatas a ocupar un puesto/el puesto privilegiado en ese mueble en el que se iban guardando las piezas más cotizadas de la vajilla y la cristalería con las que agasajar a las visitas en momentos especiales, con esa manera de ser generosos que se ha cultivado en esta España nuestra consistente en no disfrutar de nada de lo que tenemos reservando el ajuar menos convencional para aposentar en él la creencia de que han merecido la pena los esfuerzos y sacrificios que durante años han sido acompañados de platos y vasos gastados de tanto uso. Rosario Carrasco puede ser el nombre ideal para uno de los personajes de una novela basada en la vida de una familia que un buen día decidió vender todos sus libros, en virtud de un consensuado acuerdo familiar que la llevó a tomar esa decisión para salir del apuro de no tener ni para pan; puede también ser el nombre de una mujer, de una dama o muchacha o chiquilla o joven estudiante, el de un ama de casa o el de una oficinista a la que no le interesa guardar las cosas que acaban acaparando ese polvo que se posa sobre las estanterías como dejando la muestra de la naturaleza de un reloj cuyas manecillas son los corpúsculos y las limaduras que el paso de los meses traduce en una capa de blanquecina apariencia de desidia. A veces se encuentra uno con la sorpresa de que los detalles mínimos de la vida cotidiana, todo eso que está vestido con el sayo de la trivialidad, conforman el entramado o el complemento de la plenitud de la existencia, delante de nuestros ojos, a la vuelta de la esquina de nuestros más simples movimientos, tras el rastro que deja la huella de un libro a cambio del cual se han recibido veinte céntimos de Euro.

jueves, 8 de diciembre de 2016

Impostura creativa


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Continuando con el tema de la impostura implícita en el hábito de escribir, que quedó un poco colgado en la entrada anterior, cuando me refería a lo fácil que puede resultar ver los toros desde la barrera cuando se escribe, sigo pensando sobre el tema, que por si mismo ya es un tema: ¿hasta qué punto esa manera aparentemente clara de ver las cosas por parte de aquellos que escriben coincide con la realidad que los sustenta, con lo que realmente piensan, con sus valores y principios? Para los escritores que me han ido sirviendo de referencia, desde que comprendí que los libros son un magnífico lugar en el que descubrir muchas de las claves de la existencia enriqueciendo ésta con los paisajes de la diversidad, esas fuentes del pensamiento de las que va uno bebiendo su agua al mismo tiempo que siente que con ella se riegan las plantas de los planteamientos que uno se hace en torno a los aspectos más esenciales del presente continuo en el que habita y sobre cuya atmósfera va dando brazadas su mapa personal, manantiales de los que brota el sano chorro de la reflexión, la crítica y el análisis, la fabulación es una extensión del deseo del escritor en pos de formar parte de este mundo que conocemos y en el que habitamos, con todo lo que ello conlleva, una continuación de las obras que lee, haciéndose así mismo partícipe del mundo que habita mediante los materiales que recauda de lo que vive y lee y siente, haciéndolos coincidir a través de una serie de vasos comunicantes con las más palpables situaciones que saturan un acontecer diario cargado de incongruencias que de una u otra manera hay que hacer confluir para darle explicación a lo que la vida nos depara, inculcando en ese estudio algo de los aspectos personales que den pie a manifestar una serie de insatisfaciones mediante las que declararse a favor o en contra de lo que sucede. Bien mirado, al fin y al cabo, uno no es mas que las cuantas conclusiones que saca en claro de todo cuanto le ocurre, por eso es tan importante la memoria, todo ello pasado por el tamiz indagador de los detalles que han podido en primera instancia quedar rezagados en el árbol de la experiencia, que en el caso de la labor de la escritura se presenta como asunto principal al tratarse ésto de lo que va a constituir el soporte de la credibilidad del escritor, lo que es, en lo que se define, su posición en el mundo, todo ello traducido en su manera de acercarse a los lectores mediante las conexiones de índole existencial que integren unos pensamientos con otros: los de quien escribe con los de quien lee, y a ser posible sin fabular más allá de la peligrosa frontera de la demagogia, ese punto a partir del cual se pierden los papeles y todo vale, esa cosa rara tan enfrascada de charlatanería que por desgracia muchas veces se confunde con la Literatura. El tema/Tema de la responsabilidad para con lo que uno escribe es algo que va empezando a preocuparme,  algo en lo que ahora pienso en serio, ahora que me he propuesto iniciar mi primer proyecto de un más o menos largo recorrido: escribir una novela con la intención de no caer en la impostura creativa que se desentienda de mis más firmes convicciones.

martes, 6 de diciembre de 2016

Impostura cotidiana


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Pasear es uno de los placeres accesibles de la vida que para mi son más gratos cuando el acto de ir de una calle a otra se acompaña de lo que Nietzsche denominaba el pensamiento caminado; de hecho creo que es uno de mis hábitos más frecuentados, dejarme llevar por lo que la mente me va dictando, tomando notas de lo que veo con la malograda idea fija de que no se me olvide para poder después escribir sobre ello. Cuando uno se encuentra en casa, a punto de terminar con ese tipo de obligaciones domésticas que se resumen en fregar los platos mientras se hace el café después de la comida, y piensa en la inminente salida que tendrá lugar a penas media hora más tarde, se imagina el panorama urbano con unos matices de tranquilidad muchas veces contagiados por la calma hogareña vestida de música clásica y volutas de las musas del tabaco, a lo sumo interferidas por la levedad del ser de los ruidos de un piso adyacente o cercano de esos que forman parte de la misma casa antigua y reformada en la que se encuentra el apartamento en el que uno vive a sus anchas el trance de la soledad acompañada de la libertad que entra por las ventanas, y ese prejuicio hace que la sorpresa sea aún mayor cuando se introduzca en la pacífica avalancha de ciudadanos con ganas de un poco de oxigeno vespertino y atenuante de los dolores musculares que atenazan los cuerpos deseosos de salir de casa aunque solo sea a dar una vuelta, a ver qué pasa más allá de la frontera del televisor y la mesa camilla, de este invierno en el que las continuas referencias al entierro de las cenizas de Fidel Castro es una de las peores comidas recalentadas que emiten los telediarios. En un día festivo como el de hoy en el que las bondades del clima nos han regalado unas horas apacibles sin la serenata del tintinear de la lluvia en los cristales, en el que los claxones de los coches reinan por su ausencia, en el que un aire de domingo se apodera de la Alameda de Hércules y en el que quienes sacan a pasear a sus perros gozan de esos semblantes de despreocupación laboral muy dada a desayunar churros con chocolate, puede encontrarse uno, sin esperárselo, el centro de la ciudad tan lleno de gente como pocas veces lo había visto antes. Caminar entre grupos de personas que atiborran la calle Sierpes, que frenan impidiendo el paso de quienes van detrás, es como ir por un bosque lleno de maleza que hay que ir quitándose de encima para poder continuar abriéndose camino de esquina en esquina, rozándose con los cuerpos de quienes, como uno, se arraciman ante el colapso creado por unos paisanos que se saludan con el énfasis de quienes no se han visto desde hace mucho tiempo, pidiendo permiso para no tropezar indeseablemente con algún niño que corre detrás de su globo recién soltado de una mano moldeable como la plastilina de su imaginación. En medio toda esa marabunta recuerdo a Henry Nouwen tratando de adivinar el pensamiento y las inquietudes de los transeúntes y se me aglomeran en la cabeza los apuntes, las notas, los versos y las palabras con las que me gustaría equilibrar el desajuste de esas cuantas metáforas posibles según Borges. Conviven entre el gentío los que piden limosna con los que estrenan traje, los que tocan instrumentos con los que no saben a dónde dirigir su mirada, los que pintan una lámina en dos minutos con los que acaban de salir de uno de esos comercios que parece que no cierran  nunca, los que sirven cafés en las terrazas con los que no saben de la ciencia de la paciencia, y justo entonces, cuando me percato de ser yo uno de todos los que forman esa mancha pensante y andante, reflexiono sobre la impostura del acto de escribir y de este vicio de ver los toros desde la barrera en el que consiste describir lo que uno va observando ocultando la mirada tras sus particulares gafas de Pla, ausente de la responsabilidad de intervenir, convirtiendo lo que le venga en gana en material del presente de las palabras escritas por la mera necesidad de verlas reflejadas en la pantalla, nadando entre la inmensidad de lo que nos rodea, de lo inabarcable, de lo inverosímil y disfrazado, de lo puesto en bandeja para que el recuento del recuerdo cosa a medida el traje con el que saciar el instinto del blanco sobre negro en el que consiste cada una de estas parrafadas inconclusas y desvaídas, hechas con los retazos de las insinuaciones que la costumbre de indagar en los rostros y en las cosas sacan en claro para mantenerse firme en el nulle die sine linea que corrija el desajuste de un prisma personal muchas veces mal enfocado. Escribir es ordenar el pensamiento, vuelvo a decir, y gracias a ello puede uno darse cuenta de muchas cosas que ni siquiera sospechaba que sabía; he ahí la grandeza de algunos hábitos, por dados a la impostura que puedan parecer, como el de la escritura.