martes, 31 de enero de 2017

Veinte minutos


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En veinte minutos caben una y mil posibilidades y noches y amaneceres, un mundo y medio que son dos y que giran en torno a la fabulación de una boca, de unos susurros y espasmos y delirios y aconteceres ensimismados en la perfección de unos dientes que sobresalen entre la abertura de la ópera de unos labios propicios a la tentación, una espera que ha obtenido el aroma a saliva envuelta en café, una charla con la que se dé comienzo al inicio de una relación que desemboque en lo inesperado, un imprevisto resuelto con las herramientas que a su disposición tiene el intelecto para no sacudirse en un alboroto de platos rotos ni de vasos mal brindados, un cosmos de lo que ni siquiera había sido imaginado, un te quiero y no te quiero y no sé cómo ni de qué manera he llegado a ser tan dependiente/independiente de tus postulados: aquello que de platónico pasó a real, a tangible y musical, que de funeral pasó a júbilo y celebración y reencuentro con la seda del otoño, a resurrección, a ramillete de violetas, a volteretas sobre el pedestal de las estatuas de los poetas de los que nadie se acuerda en esta ciudad. En veinte minutos da tiempo a hacer tantas cosas que la capacidad de asombro de la que uno dispone nunca es suficiente, porque sólo en uno de esos veinte minutos pueden amasarase tantos besos como versos en La Divina Comedia de Dante Alighieri, como rimas en La vida es sueño de Calderón, como trazos en Los girasoles de Van Goth, como notas en El bolero de Ravel, como posibilidades de lectura en Rayuela de Julio Cortázar, como curvas en una carretera de Los Andes, como interpretaciones de Matisse sobre las manchas del techo de un cuarto de alquiler, como logaritmos aristotélicos en una pasión desenfrenada y bisílaba, mojada por el caldo de cultivo de los efluvios humanos más acordes con ese viaje a la Luna que acaba en resfriado, en mocos compartidos, en silbidos de entusiasmo, en rímel marroquí con el que se embadurnan las costas de unos párpados. Lo malo del tiempo, además de ser inexorable y de, en homenaje a Heráclito, es no poder, cagonlaleche, bañarnos dos veces en el mismo río, es que se acorta o se alarga a su antojo y en función de las sensaciones salidas de las circunstancias como por arte de magia, y hay que saber manejar esa faceta suya para no verse atrapado en el confín de las irresoluciones del presente, en el galimatías de lo no explicado, en la eterna duda del por qué ahora que tanta falta nos hace su arena, su agua, su aire y su fuego, hemos llegado a la combición de que es lo más importante. Si lo relativo es la cualidad de la relatividad que se conforma en virtud, vamosaver en don, de la que tan magistral prueba dio nuestro querido José Saramago,casi nunca lo es tanto como cuando nos ponemos a pensar en el paso de los minutos, de los veinte minutos que se esfuman en un abrir y cerrar de ojos, en el visto y no visto de ese poco más de un cuarto de hora, en la fugacidad empaquetada en el recipiente de las imposiciones ordinarias, porque de ello depende nuestra valoración con respecto a la irrepetible importancia de lo sucedido durante esos veinte minutos en los que puede que corramos el riesgo de que se nos queme una tostada o de que la cafetera emita sus gemidos de vapor como avisándonos de que todo tiene un límite si no queremos acabar rompiendo la dulce monotonía de Machado, el transcurrir de los segundos de la clepsidra cotidiana, el devenir del puro tacto y del placer de lo que más cerca tenemos, tan sencillo como los guantes de lana que nos cubren las manos en los días de frío polar, tan humilde como la sensación de cariño que se pueda tener de un recuerdo de la infancia, tan noble como el saludo dirigido a un vagabundo, tan simple como el inconsciente acto de respirar que de tan automático que nos parece se nos olvida al igual que se nos olvida lo que puede llegar a durar un trozo de tiempo bien aprovechado en el limbo del silencio y de la penumbra, en la meditación enclaustrada en la concentración de una sombra, en los claroscuros de la figura de una mujer recién levantada caminando por la angostura de un pasillo, en los labios que dicen Amor en la oscuridad de una habitación durante el pedazo de madrugada extendido sobre las luces del nuevo día. Veinte minutos son una galaxia que no se quiere desprender de su forma de entender de otra forma el universo.



viernes, 27 de enero de 2017

El primer hombre


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Me pregunta mi amigo y poeta inédito Javier Castro, ilustre tabernero de la taberna-café Casa Joaquín del barrio de San Lorenzo, que cómo me puede gustar la calle San Fernando con la cantidad de bares que han abierto en ella. Hay qué ver cómo dos personas que aparentemente tenemos tanto en común, debido a los lazos de nuestra afición por la literatura, podemos tener un concepto tan distinto de las sensaciones que nos proporcionan una calle o una plaza o una avenida, o uno de esos bares tan cargados de las metáforas de la vida cotidiana en los que uno encuentra, salidos de la boca de quienes allí reparten la esencia de la bohemia, los versos del presente continuo emanado de las voces con las que se engrasan las fabulaciones que enriquecen mi deambular por la ciudad de la Gracia. Javier es, además de poeta y tabernero, un sevillano estudioso de Sevilla, un conocedor de las claves del urbanismo hispalense y del origen de los usos y costumbres que envuelven a esta ciudadanía de ese halo de sentimiento y espontaneidad, de altanería e improvisación, de religión y paganismo, de historia y perfecto desorden, de una manera de entender la vida cuyo código de barras se le va tatuando a uno en el alma debido a personas como él. De la mano de Javier he llegado a José María Izquierdo y a Rafael Laffón, a Romero Murube y a Alfonso Álvarez Benavides, y durante sucesivas conversaciones me he ido introduciendo en los vericuetos y curiosidades de una ciudad tan rica en matices como lo pueda ser El jardín de las delicias de El Bosco. Ahora Javier prepara la presentación de un libro que rinde honor a la justicia poética de ver negro sobre blanco y editada una selección de poemas y de fragmentos en prosa escritos por su padre, también tabernero, a lo largo de toda su vida. Entro en Casa Joaquín y veo a Javier sentado a una mesa y rodeado de papeles, inclinado sobre la pantalla de un portátil en el que trabaja en la meticulosa recopilación de dicha obra combinando ésto con la innumerable lista de responsabilidades que conlleva mantener un negocio abierto muchas horas al día, y la pose, la imagen, el fotograma, la instantánea que se puede contemplar es la de un hombre feliz y dedicado, absorto, inmiscuido, aplicado, ilusionado con un proyecto que para estar siendo fraguado desde hace a penas unos pocos días lleva el ritmo y la dirección de la certeza y la credibilidad, del amor a las letras, de la línea recta de un nulle die sine linea en el que él se sumerge organizando, yendo a instituciones y hablando con los clientes que más conocen a su padre, Don Joaquín, pidiendo colaboraciones y ajustando su horario a las pertinentes visitas con las que sacar en claro cuál será el siguiente movimiento para que la edición de esta obra llegue al puerto deseado suponiendo el más firme y merecido homenaje a uno de esos hombres que no tuvieron la culpa de nacer en una época en la que difícilmente podía uno elegir su vocación. En Casa Joaquín encuentra siempre uno la posibilidad de descubrir algo nuevo sobre una estantería o colgado de la pared: un recortado artículo de periódico, una frase escrita con tiza, un libro, una máquina de escribir en el interior de cuyo carrete hay un folio sobre el que se encuentra escrita la bienvenida a los clientes, una Palma de Semana Santa o un verso alusivo al papel que juega el tiempo en nuestras vidas. En breve tendremos la satisfacción de ver culminado el noble proyecto de Javier, podremos disfrutar de un entorno privilegiado durante una tarde en el que el estado de plenitud de quienes allí nos citemos sea comparable a la consagración de un gran artista, porque para alcanzar la gloria en vida no hace falta nada más que tener buenos y bastantes amigos, y Don Joaquín es una de esas personas que se ha ido encargando a lo largo de su octogenaria existencia de, además de trabajar con denuedo y de sacudirle el polvo a los rincones de su alma con la escritura, de cultivar el buen gusto de la amistad, de la tertulia y de la escucha, del civismo de los hombres buenos que suponen ese punto de referencia, esa buena sombra en la que cobijarse y de la que aprender a saber como hacer sonar esa nota tan difícil de tocar que es el silencio. Da gusto ver cómo le van saliendo bien las cosas a un amigo en estos creativos trámites de la edición de la obra de su Primer Hombre.

martes, 24 de enero de 2017

Los regalos del presente


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Abre uno los ojos e indefectiblemente se encuentra con una realidad a la que hay que recibir y escuchar, a la que hay que corresponder con el noble y recíproco beneficio del saludo, a la que no se puede dejar escapar como el agua entre las manos mientras vemos pasar a los trenes de los verbos ser y estar cargados de puntos de partida, de primeras palabras; una realidad con la que hay que hacer algo que se vaya moldeando como esos trozos de piedra volcánica que esculpen los habitantes de La Capadócia imitando la hospitalaria belleza de sus montañas; una realidad en la que hay que inmiscuirse para que el río de las circunstancias dependa en cierto grado de los granitos de arena con los que se va construyendo la duna de la existencia instantánea más allá de los confines del desierto en el que se quemaron las amapolas del pretérito sufrimiento que tanto nos sirvió para crecer y llegar a ser lo que somos, sabiendo hacer uso de la cuenta del Haber en la que se encuentran los fallos cometidos y dejando para el Debe los reproches y lamentos con los que se engordan los rencores que apolillan la ilusión de las posibilidades: en el aquí y en el ahora que nos pertenece, en el momento de cuyo oxigeno se llenan los pulmones haciendo crecer las flores en los ramilletes de alveolos que pueblan el pecho deseoso de ser cultivado como un campo fértil en corazones y yermo en espinas, con más certidumbres de que la tierra gira sobre su eje gracias a nuestras intenciones de querer acaparar sensaciones impregnadas de la lúcida gratitud hacia lo que nos mantiene en pie que de ese derrotismo atroz que lo envuelve todo de un aburrido e histriónico melodrama que aburre al más pintado, que desconecta los cables de la sensibilidad y amodorra a los sentidos en un letargo poco higiénico y cruel las más de la veces.  El presente es una raya en el agua que se dibuja con el lápiz de la inspiración, con las ganas de vivir, con la intuición a cerca de los movimientos acertados que nos va dictando el corazón; el presente se deja ver, oler y tocar, sólo hay que saber mirarlo, recogerle su melena rubia y rizada en una cola con la que se decora el desayuno, bebérselo en una infusión de cáñamo contra la tos y la plastilina de los mocos. A veces ver el resultado tras haber ordenado los papeles que han ido quedando acumulados a lo largo de meses en nuestro escritorio nos proporciona una sensación de plenitud que nos lleva a pensar que en los primeros pasos de cualquier proyecto se encuentra la posterior sensación de gratitud por haber decidido ponernos manos a la obra sobre las tareas que se vuelven tediosas debido al constante veredicto de prematura derrota emitido por ese fiscal que nos habla desde el interior y nos mira por encima del hombro, ese juez anticipado a los acontecimientos empeñado en hacer de nosotros mismos nuestros peores enemigos; otras es el simple gesto de estar tumbado y reflexionando sobre los tesoros que poseemos en forma de energía y vitalidad y humor y apetito y ganas de hacer grandes cosas como si de felices hormigas se tratara, sobre las amistades y el lugar en el que vivimos, sobre el trabajo que tenemos y la carencia de enfermedades graves que vengan a quitarnos el sueño, lo que nos hace ser conscientes de que el presente se empeña en otorgarnos sus bienes a pesar de nuestra endémica sordera, de nuestra atrofiada búsqueda de soluciones a la pesadilla de no saber cómo encontrar la salida de ese callejón llamado problema que consiste en creernos los ombligos del mundo. El presente nos puede regalar la satisfacción de elegir un trozo de queso y unos guisantes, un saquito de garbanzos o una rebanada de pan de centeno, una prenda con el inconfundible aroma de una piel, un canelón de aguacate con buey de mar o un abrazo en ese momento del amanecer en el que lo que menos importa es la hora que sea, una botella de vino o una película, una cena frugal a base de un pedazo de pizza antes de ir al cine o unos brotes de rúcula coronando las tostadas, un chorro de aceite de oliva o una novela, un fragmento de prosa poética o una charla, un beso o la mirada de unos ojos oceánicos que se atreven a mirar, a contemplar la textura del tiempo dentro de un agujero azul en el que uno se encuentra como exiliado en el limbo y en el país de las maravillas, en esa parte del mundo a la que todavía no han llegado los expedicionarios de National Geographic porque al alma de las cosas no se llega en Todoterreno ni en camello sino en ese tranvía llamado Deseo que corre por nuestras venas haciendo parada en las estaciones de un carpe diem cabal y coherente, responsable y sincero, generoso y humilde como la inmensidad de la luz de una vela, de la vela que arde en la cera del presente, en el guión de lo espontáneo y ligero como los versos del aire de la tranquilidad.

jueves, 19 de enero de 2017

Los demás


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A decir verdad uno de los mayores placeres que puede concederse uno es el de ver cómo disfruta la persona que ha aceptado, por ejemplo, ir a cenar dando lo mismo la fecha o la epifanía, el motivo o la hora, o esa otra que desenvuelve con entusiasmo un regalo sea o no el día de su cumpleaños, hayan venido o no Papá Noel o los Reyes Magos. Dentro del acto de querer agradar hay un poso de humanidad que a menudo puede sorprendernos a nosotros mismos, enseñándonos cosas de nosotros que ni siquiera nosotros sospechábamos que sabíamos; ocurre lo mismo en todo tipo de creación que uno aborde investigando, escudriñando, desenlazando nudos de pensamientos enquistados y nunca atendidos topándose con conclusiones y decisiones que le hacen comprobar el buen sabor de boca que deja ponerle un granito de arena a la concordia, sea artística o personal, de cuanto se trae entre manos. La contemplación sobre la belleza del goce de los demás, cuando hemos tenido algo que ver en el empeño por hacer de nuestro entorno algo mejor, acto que por el sencillo ademán de intentarlo ya es un dato halagüeño de afirmativo desarrollo personal, es la recompensa a la acertada intuición sumada a la gratificación que supone emplear el tiempo en algo tan estimulante como dirigir el pensamiento hacia el lado favorable de la convivencia, hacia la esencia de la amistad, hacia lo que ayudará a que la tierra tome el impulso necesario para continuar girando sobre sí misma. Desvincularse del egoísta hábito de ser nosotros los primeros a los que más les interesa que el fin último de una cita o de un gesto sea nuestro propio deleite le reporta un tipo específico de vitaminas a nuestra química cerebral que nos pone en situación favorable para afrontar cualquier imprevisto, porque el regodeo con el que percibimos la satisfacción en los demás nos impele a ese tipo de equilibrio tan necesario en nuestras relaciones diarias, en el acto mínimo de mover un dedo con la intención de pulsar la tecla del pensamiento positivo. Sucede lo mismo en el terreno laboral, y lo echa uno en falta, a decir verdad también; no estamos acostumbrados a ver cómo puede un compañero sentirse realizado a causa de nuestro trabajo, fruto del cual se habrá abonado el campo para la progresión del suyo; somos demasiado autónomos a la hora de pensar en las consecuencias favorables de las ondas expansivas de la bondad acaparando demasiada atención en el lucro y en el usufructo de cualquier ventaja que nos puedan aportar los esfuerzos de otros sobre la ejecución de un planificado proyecto del que se nos olvida con frecuencia que asimismo formamos parte; no se nos pasa por la cabeza la posibilidad de que un equipo es un engarce de piezas en cuya unión se encuentra el punto de partida a partir del cual pueda tener un buen comienzo el fragmento correspondiente a quien se encuentra a nuestro lado y con quien pasamos muchas horas juntos al cabo del día, como en una especie de efecto dominó que no sólo consiga el logro de objetivos materiales y concretos sino que se atreva a mirar más allá de la producción dándole el debido valor al gusto por sentir parte de nuestra realización personal en la tranquilidad de haber actuado bien y en consecuencia de una causa tan simple, y paradójicamente tan inusual, de fomentar una atmósfera dinámica y humanamente válida a la vez que responsable, con un criterio ético y moral  a la altura de lo que por infrecuente se vuelve perentorio. Me da repelús la expresión "a lo mío", me separa de los deseables atisbos de creatividad que puedan ser compartidos y tras cuyo crecimiento se halle el descubrimiento de lo originalmente sano y a salvo del plástico de los envases al vacío de la incongruente falsedad que nos satura como el azúcar a las levaduras de la fermentación de un Pedro Ximénez, generando en mí una desconfianza anticipada que hace que venga una mosca a posarse detrás de mi oreja, un prejuicio del que me cuesta trabajo separarme pero del que no se deja de aprender. Ir a lo lo de los demás siempre es una celebración de conquista de un trozo de desconocido mundo personal, una manera de entender que la felicidad es una actitud que nada tiene que ver con la codicia de no saber lo que queremos queriendo abarcarlo todo.


miércoles, 18 de enero de 2017

Perspectiva


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Como trabajo con personas bastante más jóvenes que yo aprecio mucho las conexiones entre lo que yo hacía cuando tenía la edad que ellos tienen ahora, sobre todo cuando percibo su vocación de la misma forma que yo sentía la mía hace ahora veinte años, y si no es así siempre cabe la posibilidad de afrontar el reto de explicar los puntos que ensamblan mi oficio con la vida tratando de encontrar alguna relación con la que persuadir a aquellos a los que ni les va ni les viene de que nunca el tiempo es perdido si se le abren los ojos a la realidad. Cuando uno anda en los veinte ve aún muy lejos la edad en la que se encuentran sus maestros, y pisa el acelerador sin temor, como si nada fuera eterno, se lo come todo, vuela, salta, respira hondo y rápido, sube de dos en dos las escaleras, se atreve a retar al futuro con faroles y aspavientos, vende su alma al diablo y roza el peligro de incendio continuamente; son esos años en los que a uno no se le pasa por la cabeza la idea de que sea posible hacer el amor sin quitarse la ropa, años en los que las manzanas se comen incluso con gusanos y no siempre se saborean con la pasión merecida en caso de estar completamente sanas; años en los que los torrentes de agua nunca alcanzan a saciar una sed irrefrenable y ansiosa del líquido condimento de lo desorbitado, de lo iluminado por el neón de las discotecas y por las volutas del humo del hachís; luego de una década en la que se van acumulando vivencias las piezas del puzzle empiezan a ponerse en su sitio y la primera criba hace acto de presencia, como si hubiera cosas que comienzan a sobrarnos movidos por el interés que nos suscitan otras que, en el mejor de los casos, darán como resultado el camino a seguir sobre el que ir desarrollando definitivamente un oficio; pero al cabo de veinte años de idas y vueltas a empezar lo que más claro llega a tener uno es que todo esos materiales le sirven para resolver el mayor número de problemas en el menor tiempo posible. Recuerdo que cuando comencé a trabajar con profesionales de mucho nivel a mí me parecían inalcanzables algunas de las destrezas que ellos desempeñaban con la habilidad de quienes han empleado bastante tiempo y concentración en lo que hacen; después poco a poco se fueron instaurando en mí las destrezas deseadas a base de una incesante práctica con la que una de las más importantes conclusiones es la de que lo sencillo siempre es un plus. Cuando uno es muy joven, y debido a esa misma inercia con la que tiende a comerse el mundo, tiende a lo barroco, a lo enrevesado, a rizar el rizo como quien trata de aprender a dibujar llenando láminas de trazos inconexos a sabiendas de que dispone de mucho tiempo por delante, de que se puede permitir el lujo de equivocarse; a medida que pasan los años esa tendencia se vuelve algo más pausada, como pensándose uno mejor en qué emplear las energías y los recursos de los que dispone, seleccionando las amistades y los lugares de encuentro, diciendo cada vez con más facilidad que no, prefiriendo estar sólo a mal acompañado. Ahora que trabajo con jóvenes en ciernes de ser grandes profesionales, preciosos diamantes en bruto, me doy cuenta de lo que ha cambiado la vida, de la diferencia generacional en las inquietudes, en la forma de manifestarse, de comunicarse, en la manera en la que estos chicos afrontan su porvenir, en lo que más les interesa, en lo que para ellos supone un descubrimiento y en lo que no reparan porque les parece obsoleto. Si mantiene uno su capacidad de escucha activa con quienes vienen detrás, y pegando fuerte, no sólo aprende mucho sino que se encuentra con la satisfacción de formar parte de un grupo en el que a priori no tiene un hueco más allá de su labor docente; me refiero a lo que significa poder compartir horas de trabajo y de entusiasmo con personas que todavía no se hacen una idea de lo que les espera, del manantial de anécdotas que les aguardan, del cúmulo de conocimientos que paulatinamente pasarán a formar parte de su haber; y es en esa convivencia en la que uno se basa para agarrarse al presente disfrazándose de estudiante, resistiéndose a muchas formalidades, disfrutando del agua fresca del divino tesoro de ver las cosas con una perspectiva a la que le ha llegado aquel momento que parecía tan lejano.



martes, 17 de enero de 2017

Inspiración


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Todo lo concerniente a la inspiración es uno de los temas que más me atrae cada vez que pienso en cómo se las arreglan los escritores a los que admiro para llevar a cabo una tarea literaria y periodística tan extensa y rica en matices, usando la paleta de su intuición incrustando sus ideas en la configuración de frases que alcanzan la categoría de proverbios, de ese tipo de verdades con las que uno se siente identificado pero a las que nunca había llegado, sin desvincularse de la objetividad en sus opiniones y mundos creados; una tarea informativa y documental, lectora y escritora y estudiosa, apegada a los avatares de un oficio en el que parece que la cabeza no cesa de concatenar reflexiones e ir depositándolas en un cajón desastre al que habrá después que recurrir para poner negro sobre blanco parte de la información recaudada, mediante ese reino interior de las voces en el que habitan los escritores, allá donde la mente del artista va escribiendo al mismo tiempo que pasea y atisba los mensajes de un perfume, donde se toman notas con las retinas abiertas de par en par como si de las ventanas del continuo asombro se trataran, sin querer perderse nada, intentando obtener una visión lo más global posible y en forma de boceto de todo aquello sobre lo que se encuentra inmiscuido el intelecto a la vez que atisba la consecución de los actos más sencillos, donde todo lo que acontece en el más próximo entorno se complementa con lo que se va aprendiendo en libros y en conversaciones y en encuentros fortuitos o deliberados y en múltiples detalles que pueden ir desde un sonido al ángulo proyectado por una sombra, en idas y venidas sin tener nunca la certeza de estar de vuelta de nada, en las revueltas de las cuestiones más dispares, en la confrontación entre el sentido común y la imposición de normas y costumbres ajenas a la voluntad del escritor que rozan el vitalicio estado de desacuerdo, la permanente curiosidad, el inconformismo vital mediante el que desentrañar las claves del progreso, la incomprensión y la protesta y la reivindicación que nadie se ha atrevido a hacer todavía, desembocando en el hecho de asumir lo que sucede como método para explicarse y convivir con el mundo que le ha tocado y con el incesante flujo de los cambios que en él se producen, formando parte de un todo en el que siempre hay un resquicio por el que se cuela la lupa del análisis y la contraposición de los métodos, el pormenorizado examen de la Historia repetida y las manos en la cabeza y en la masa cerebral de la palabra. La inspiración puede encontrarse en un estado de ánimo y en una flor, en el olor de una piel y en la sonrisa que le abre paso a  unos dientes bien formados, en las huellas que el carmín dejó en una boca recién acariciada por otra boca, en las arrugas de unas sábanas sobre cuyo plano se arremolinan los cojines desordenados por el frenesí de una noche de pasión encendida en la benévola hoguera del séptimo cielo, en la espalda de una mujer y en su pelo rizado, en el vestido rojo que deja entrever los hombros de una dama, en una aventura escuchada o en un cartel publicitario, en una noticia emitida por la radio o en una mirada que lo dice todo sin decir ni mu, en un reflejo o en un sobresalto. La inspiración es el alimento con el que las almas de los escritores satisfacen su apetito pasando de lo conyugal a lo pasional de su sagrado oficio, de lo reglamentario a lo extraordinario y repentino, de lo recurrente a lo genialmente encontrado por culpa de la constancia en un trabajo calado de vida hasta los huesos, de lo manido a lo original o a lo de que aún habiendo estado dentro de la mente desde hacía mucho tiempo no se tenía noticia hasta el preciso instante en el que florece el vocablo exacto a partir del cual la línea a seguir es el trazo que se dibuja en el agua de un mar policromado en el que abundan las conclusiones. Haber descansado bien, como decía Francisco Umbral, es sin duda una magnífica receta para la inspiración, y si a eso le sumamos las ganas de ser un observador a lo Ortega y Gasset, diseminando los detalles en los que se pormenoriza el paisaje circundante a la visión, la sugestión para enlazar ideas puede encontrarse con la musa de la expresión, con los versos que se engarzan como en un rosario enquistado en la memoria, como el fluir constante de la respiración en los alveolos del querer decir. La inspiración digamos que está, en mayor medida, en el amor a la vida.