lunes, 24 de septiembre de 2012

Ropa de entre tiempo.




Se fue el verano y la luz de los inconfundibles medios días del mes de Agosto, y los segundos que cada uno de los días de Septiembre le iba robando al astro rey hasta rematar el cuadro con la perfecta iluminación que el tiempo solicita. Los ventiladores deceleran su ritmo, se preparan las calefacciones, los radiadores, las colchas y las mantas, todos ellos a la espera de su turno, de la continuación de los puntos suspensivos del ciclo de las estaciones. Las hojas harán pronto acto de presencia sobre el suelo de las arboladas avenidas dándole la bienvenida a esa mezcla de marrones sin los que no camparía tan a sus anchas la imaginación de los prólogos del invierno. La poesía tomará del brazo a su abrigo y a su sombrero, y acariciará su cuello con una bufanda de cuadros a penas pasados un par de meses; pero entre tanto el aire se encarga de resguardar los borradores grabados en la retina del pasado estío y lanzará a volar los retratos de las memorias de la playa y la piscina haciéndolos huéspedes del recuerdo más cercano.

El otoño se caracteriza por una mesura que solo es comparable a la de la primavera, solo que mucho más templada en el riego sanguíneo, cosa que hace posible que los huracanes no se estrellen contra la muralla del desenfreno, adormecidos por el vaivén de la brisa que cuando choca en las melenas despierta a los relojes del alma avisando de la nueva etapa. Por eso creo que esta estación es la que reune toda la gama de colores en el blanco y negro que hay detrás de los castaños, pardos y rojizos tonos que acompañan a los fotogramas de los meses de Octubre y Noviembre. Huele a almendra y a miel, a madera bien ensamblada en los aromas del vino, a cobre, a ámbar, a melocotón maduro, a tabaco especiado, a cereales y a albaricoque. Huele a iluminaciones anaranjadas y crepusculares, a amaneceres refrescados, a ropa de entre tiempo, a camisa de manga larga sin camiseta debajo, a chaqueta ligera y mochila con cuaderno recién estrenado. Huele a lectura y a escritura de diario, a violín y a paraguas acostumbrado a la ley de Murphy, a paseo sin calina ni riesgo de catarro por exceso de humedad. Huele a mundo por descubrir y a esa inexorable aproximación de la navidad y el turrón que nos devuelve a la infancia y que por ahora resiste el envite de los años.

La calma con la que actúa el pensamiento, durante estas semanas en las que no hay que preocuparse de los ascensos del mercurio, da pie a contemplar desde la terraza cómo incide en las cosas el reflejo de los atardecederes reflejados en los objetos de la calle. Todo parece a la espera, mantenido en un suspense, como tratando de elegir vestido con el que caminar a lo largo y ancho de lo que queda de año. El cielo, depués de la cena, se pone un poco más serio que de costumbre pero sin llegar al enfado; se ven sobre él los cirros mejor dibujados, las nubes más algodonadas, los estratos de cúmulos formando islas amparadas por el lejano brillo de las estrellas sobre ese mar que ahora pasa a instalarse en las superioridades del campo de visión. Y como un trago de agua fresca nos entran por la garganta de los ojos el olor del otoño, los recuerdos de los instantes del comienzo de cada curso, el venidero cambio de hora que se dibuja en las sombras del momento y la inconfundible sensación de ver pasar los días desde el balcón de esta época anual en la que algo hace que la textura de los minutos tenga el sabor de la fruta escarchada, de las sigilosas gotas del otoño.



miércoles, 19 de septiembre de 2012

Contrastes de hierro y piedra.




Los bordes de las aceras se siembran de roces de neumáticos. Los tubos de escape descargan su tos, contaminando de ruido y humo la atmósfera. Frenadas señaladas en el asfalto como prueba de la existencia de las máquinas. Colas en la entrada de la ciudad, muy de mañana, a eso de las siete y media, a las ocho, a las dos de la tarde, a las seis y media, a las siete. Mucho motor y señales que guían el posible desconcierto; poniendo fácil la maniobra para que no se líe la de dios es Cristo al pasar un semáforo. Locos que andan sueltos creyéndose Fernando Alonso y sus compadres de escudería; la escudería de la calle, de la chapa, la pintura y el faro roto, la Fórmula uno del alerón tuneado y el espanto de las llantas cutres, los Fitipaldi del aloquín en dirección prohibida.

 Casi no caben de tantos como son todos estos cacharros. Los callejones se sienten más estrechos de lo que su naturaleza les concede y andan a la huida del estertor, del maloliente pánico de las bocinas y el caucho. Aparcamientos en doble fila. Luces de emergencia, intermitentes sin tregua indicando sospechas de demoras que se hacen las tontas, camuflando un quiebro. Gorras de agentes con gafas de sol. Lápiz y papel en mano. Multas, denuncias, grúas sin piedad y manos en alto del ciudadano que ha llegado tarde al rescate del vehículo. Cien, doscientos euros del ala.

 Lineas amarillas, rojas, azules, blancas. Dispositivos en los que adquirir un tique que demuestre que nos hemos preocupado, que no nos hemos dormido y contribuimos con la causa, como niños buenos. Parabrisas en los que unas manos dejan panfletos que anuncian el alquiler de plazas de garaje, a muy buen precio, aquí mismo, muy cerca, y olvídate del temor y el chasco de ver que se han llevado tu carro. Anotaciones, policía, miedo, dinero, recaudaciones, prisas por no llegar tarde, excusas de que no he encontrado sitio, jefe, de verdad, no es lo que usted piensa, que lo he tenido que dejar en el quinto carajo; pero el transporte urbano no cubre todos los horarios, ni todos los trayectos que mejor me vienen, y ya sabe. Que quiere usted que sepa; lo único que veo es la autopista llena de coches en todos los cuales solo viaja una persona, y cada vez con más frecuencia, y cada vez con menos espacio para peatones y bicicletas, y cada vez más encerrados en la lata de sardinas del contraste entre el hierro y la piedra.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Mangas por hombro.




Resulta incómodo aceptar la serie de condicionantes que se le ponen al usuario, al ciudadano que busca un poco de respiro en la soledad bien acompañada por la lectura en la biblioteca, cada vez que desea hacer uso de las instalaciones de las salas de estudio y de ordenadores del lugar disponible para ello en Huelva. A la entrada se encuentra un agente de seguridad que saluda y dice adelante con la marcialidad propia de quien se siente orgulloso de un uniforme con galones; si lo que se quiere es utilizar una computadora es preciso rellenar una ficha, cada vez que se accede a ello, en la que dejar registrados tu nombre y apellidos así como tu número de afiliado, y decir en qué lugar te pondrás a darle un rato a la tecla. Pasados sesenta minutos, cada hora en punto, se apagan todas las máquinas y hay que esperar a que se reinicien los programas de las mismas para continuar por donde habías dejado la faena, eso si no hay nadie esperando a ocupar tu lugar ya que solo se concede una hora de empleo. O sea, con el agua al cuello para no olvidar que has de ir cerrando ventanas a medida que se aproxima el fatídico momento del apagón.

Pero lo mejor viene cuando has de rellenar otro papel en el que informar de cuál será el lugar, la silla, el sitio, que ocupes en la sala de estudio. No me había ocurrido en la vida. De modo que uno se siente observado, vigilado, acechado por los inquisidores ojos de un montón de empleados, que digo yo que serán funcionarios, la mitad de los cuales hacen bastante poco, que no se olvidan de recordarte que tus datos han de ser registrados. Da gusto ver como leen el periódico, por la mañana, mientras te indican el lugar en el que has de dejar la huella de tu firma. Da gusto ver como bromean y se cuenten chistes; pero la culpa no es suya. La culpa es de quienes no instauran un organizado sistema de trabajo que impida, por ejemplo, que uno de ellos se vuelva loco para encontrar un libro de Bertrand Russell, de Bertrand qué, por el que me siento interesado, porque los estantes se encuentran desordenados, mangas por hombro.

Mostradores, pasillos, escaleras, ascensores, tablones de anuncios en los que paradojicamente aparecen las fotografías en busto de personalidades como las de José Saramago, aquí, en este lugar en el que la censura, que la hay, es evidente cuando no puedo comentar en determinados blogs como es  el caso de Errante Fugacidad, de Dyhego, al que no puedo acceder porque se me indica que su contenido no es apto para menores y que no se encuentra dentro de las finalidades del servicio de la biblioteca dar acceso a determinados lugares tan lúcidos e instructivos como este. Lo nunca visto. Y es que ya desde la entrada da la sensación de que la tristeza, en un lugar tan dado a la alegría intelectual, es patente; y la incultura, desazón y abnegación de muchos de los que por aquí andan se contagia tanto como para pensar que Juan Ramón hizo bien en retirarse a otros paraderos para encontrar la tranquilidad de pensamiento.

Escribo así porque soy un recién llegado a Huelva, porque allá donde me dirijo suelo frecuentar el alimento de las bibliotecas, y no puedo consentir que esté sucediendo algo así en el sitio al que he venido a ganarme la vida y en el que espero estar haciéndolo durante mucho tiempo. Aquí me he sentido muy bien recibido, muy bien hallado, pero la sombra la ocupa el lugar en el que debería estar el acercamiento a la cultura que, de momento y según parece, se encuentra muy lejos de la libertad de expresión.

martes, 11 de septiembre de 2012

Despierta la ciudad.





En la ciudad amanece con prisas, sin la calma necesaria para disfrutar del desayuno, con la certeza de tener muchas cosas que hacer a las que se les ponen por medio los semáforos como obstáculos que salvar para llegar a la meta desde la que preguntarse y ahora qué. La ciudad inunda el asfalto de pisadas de neumáticos y manchas de aceite, humo de dolencias, miradas tristes de los faros, farolas deseando apagarse para no contemplar el espectáculo del mundo, el caos de la sinrazón del apremio. En la ciudad parece que todo es posible y los que en ella viven dicen estar muy contentos porque ahí lo encuentran todo; pero nada que ver con lo que significa, aunque uno trabaje en la ciudad, como es mi caso, despertar en un pueblo y oler todavía a campo, a libertad de café con tostadas, a brisa sana que no hace tan dramático el madrugón.

La ciudad tiene sus ventajas, no lo dudo, pero parece que cada mañana se afana en hacerse más feroz, más rápida y peligrosa, menos sensata, más asesina, y no lo soporto. Me invade una tristeza crepuscular cada vez que pienso que tengo el pan en la ciudad, en medio de todo esa jungla de cadáveres andantes y desviadas miradas que acentúan su arrogancia con corbatas y zapatos color marrón; miradas que sospechan una firma, el comienzo de un trato, de un negocio en cuya cadena alguien tendrá que salir perjudicado y sálvese quien pueda. La ironía de las sonrisas es el tumor detrás del cual se esconde el cáncer, la mortal enfermedad de la hipocresía, el luto de la transparencia, los escombros del rascacielos de la congruencia.

Pero hay que caminar y observar, servirse del circo, de las secuencias que nos regala el día a día sobre el adoquín. Las aceras se pueblan de humanidad cada vez que alguien delata una felicidad inmensa, que los hay, leyendo un libro sobre la mesa de mármol de un antiguo café o sobre el banco de un parque. Hay lugar para ver que cabe la posibilidad de sobrevivir, aunque sea con el poco recomendable plato de la resignación, y acertar a descubrir los misterios que encierran los portales, los callejones y museos, las avenidas enarboladas, por las que la luz campa a sus anchas, y gozar del placer de leer el periódico cada mañana siendo testigo de los acontecimientos y poniendo la lupa en la realidad escondida detrás de la realidad, donde se encierra lo que esconde la ciudad.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Recuerdos de Conil.





 Recuerdo las cañas en el bar Portillo, con sus pescadores ennegrecidos por el sol salado de las faenas del mar. Recuerdo al creador de fundas para encendedores, hechas a mano, que representan rostros femeninos, esculpidos, tallados, deslizándose en sus manos mientras le pone tres sobrecillos de azúcar a un café y se pasa los dedos unidos sobre la frente, y no se explica nada, y se lo explica todo ese hombre abatido por los años y la soledad, por el saco de patatas que lleva en las sienes, por las canas, por la maestría, por las ganas de mandarlo todo al carajo y quedarse con las vueltas.

Recuerdo, en ese mismo bar, al corredor de seguros que todos las noches se había hartado de follar, contando sus hazañas mientras el resto dejaba que desahogara con palabras el equivalente al contrario de sus experiencias e irrumpieran casi en aplauso las afectuosas felicitaciones entre vítores y risas. Y a Blas, el camarero con nombre de camarero de novela, cortando el bacalao y poniendo orden, y cerrando la puerta, a las dos de la madrugada, para decir a boca llena ahora podéis fumar mientras se sirve un whisky con naranja tamaño nodardosviajes. Recuerdo la calle Extramuros y los curiosos nombres de las que se encuentran en el mismo barrio: Dorada, Pargo, Sardina, o Azucena, Clavel...  Pescados y flores entre casas blancas, entre cal y adoquines y escaleras, entre callejones angostos de trazado musulmán.

Recuerdo a Antonio el peluquero, el Cerillito, tan delgado como el papel de fumar, diciendo que lo bueno que él tiene es que cuando engorda unos gramos se le nota bastante y le sienta muy bien, tan afable y sonriente, que aprendió el oficio en el servicio militar porque algo había que hacer, y ahora lleva venticinco años cortándole el pelo, en el mismo sitio, a la ciudadanía conileña que jovialmente le echa en cara no haber sido nunca invitada a un pelado aunque, eso si, no se podrán quejar de los repasos, que cobrar no cobra ninguno, es más: son una buena publicidad.

Recuerdo los ruidos de las madrugadas, retumbando como en el interior de una cueva, emitidos por incívicos y beodos rebaños de trasnochadores poco dados a la poesía, los coches que aceleran en vías estrechas, las motos que relinchan y el olor a gasolina quemada de  una manera tan cruel e incoherente, desviando mis ojos de la dulce monotonía de la lectura junto a la que aterricé sobre más de una mañana. Recuerdo mi blog de notas junto a la cama y la promesa nunca !@#$%^&* de adaptar mi horario al habitual recorrido del sol.

Recuerdo las furgonetas del afilador y el tapicero, como antaño, de pueblo en pueblo pregonando, ahora no a voces ni en bici sino por unos minúsculos altavoces atados con cuerdas sobre el techo de sus vehículos, la variedad y virtudes de su artesanía y el buen precio por el que realizan sus trabajos. También la paradójica venta de turrones navideños en pleno mes de Julio, cada día en la esquina de la calle de la iglesia, calificando de ganga la oferta.

Recuerdo el aroma de la escalera de mi portal cada vez que doña Clotilde hacía tortilla para sus nietos, y el trocito que me llevaba a casa, que como veo que usted se queda hasta tarde, lo mismo en mitad de la noche le da por un bocado, que fría está casi mejor; yo me comprometía a ser quien cerrase la puerta de abajo, cual el guardián del bloque, llegada cierta hora en la que ya era poco probable que entrara nadie, solo el ruido del rebaño por la ventana.

Recuerdo a Basilio el pescador, que bien se podría llamar Santiago como el héroe de Hemingway, explicándome las partes en las que se divide un atún, morrillo, mormo, contramormo, ventresca, parpatana, galeno, tarantelo, lomo, solomillo; pero que me van a contar a mi ahora estos ignorantes que no saben ni lo que se comen, anda, chaval, líate un cigarrillo, que en todos los trabajos se fuma. Recuerdo el recorrido entre Zahora, Caños de Meca, Barbate y Zahara de los atunes, y la subida a vejer, y el desplazamiento a Medina Sidonia. Belleza vestida de blanco con aroma a yodo.

Recuerdo la procesión de la virgen del Carmen, sacada por lo marineros sobre un barco, y el gentío celebrando apiñado junto al paso, en su recorrido en tierra por las calles, otro año en el que el carácter del mar acentuado por el levante, el mismo viento que lleva las ropas de un tendedero a la terraza del vecino y revuelve las cabezas, no impidió la salida. Recuerdo muchas zetas juntas y muy pocas eses, palabras que forman parte de la jerga, de un idioma de estos lares. Recuerdo a un payaso llenando una plaza al aire libre repleta de niños con sus padres, y su magia con cuatro pelotas pegadas, y su maleta de retirada a una pensión de la calle Cádiz, y su rastro de melancolía con perfume a subsistencia.

Recuerdo haber vivido aquí las transfusiones políticas, el aumento del paro, la subida del IVA, haber sido campeón del mundo junto a un pueblo entero que soñó con el fútbol poder olvidar las sacudidas del presente, recuerdo haber comenzado de una vez aquí a escribir mi diario, como Ana Frank, como Benedetti, como Delibes o Grass, como ese bolígrafo Bic preferido que se deja llevar y llena unas hojas sin decir demasiado.

Recuerdo la avalancha de turistas sin dinero de este Agosto, la puesta de sol desde mi azotea, la torre de Guzmán, el museo de las raíces del lugar, las exposiciones de fotos, el locutorio de los fines de semana, la inspiración para las entradas que surgieron como salidas del agua de estas olas tan cercanas. Personajes, situaciones, luces y sombras de este rincón de Andalucía de calles estrechas y gente divertida y cerrada como su lengua.

Recuerdo el primer día que visité la biblioteca, tan menuda y tan escasa y al mismo tiempo tan extensa y suficiente para amparar el exilio de quienes preferimos, llegado el casio, refugiarnos de las llamas de la hipocresía laboral en los mares de los párrafos. Aquí pasé tardes enteras y algunas mañanas, aquí escribí cuanto pude sobre estas teclas, aquí descubrí autores que no conocía, aquí fui feliz  disfrazándome de estudiante a pesar de las canas. Aquí, en Conil de la frontera, pasé un verano entre gente sureña.

 

 

sábado, 1 de septiembre de 2012

Tontos por ciento.







A partir de hoy  todo, menos respirar, cuesta un poco más, algo más o mucho más, en función de si el porcentaje aplicado al aumento del IVA  se dirige a uno u otro producto. Números por aquí y por allá. Números rojos. Números basados en datos y estadísticas que la mayoría no entiende. Cifras que se pierden entre las mentiras y los intereses. Tontos por ciento. Balones echados fuera por parte de un gobierno que culpa a sus antecesores, no solo de la situación actual, sino de la aplicación de estas medidas que resultan ser, literalmente dicho en boca del presidente, dolorosas e imprescindibles. Prescindible-imprescindible, una buena relación para acordarse de la utilidad de las cosas y de lo que puede que con su mera ausencia, con su sencilla desaparición de la faz de la tierra, nos beneficie la estancia a los que nos conformamos con menos. Prescindible-imprescindible, le doy vueltas y efectivamente hay asuntos, engaños, camelos, abusos, patrañas y gazmoñerías de las que conviene prescindir, menos de las exquisiteces de la miseria, que son muy honradas, tanto como un plato de garbanzos sin tocino.

Me pregunto si detrás de el desmesurado aumento del impuesto del valor añadido con el que se han visto atacados los asuntos concernientes a la cultura no existe el miedo a que nos despistemos demasiado del camino, a que nos dé por soñar o por el siempre peligroso acto de pensar en el que encuentran una amenaza quienes no entienden que haya algo que vaya más allá de las insultantes obligaciones cargadas de un trasfondo de complejos; esos mismos que deben ver en la cultura, en la música y en el cine, en el teatro y en la lectura, en el alimento del intelecto y en la cívica convivencia del espectáculo que representa la expresión, algo parecido a un artículo de lujo y no se paran a pensar en la fatales consecuencias que acarreará sobre el desarrollo del pueblo al que tanto aseguran querer.

Sube la vida cotidiana, lo mínimo y necesario sube, sube lo que hace que mantengamos nuestras constantes vitales en pie, aportándole al ambiente un matiz de robo de esperanza. Tipos generales y reducidos, tipos de algo que no se entiende cuando se juega con el fuego de la educación, con las bases y los cimientos de la libertad, con las piedras angulares del crecimiento personal de las generaciones que están a punto de tomar el relevo. Pero debe estar todo pensado, también habrá ya en la recámara futuros sustitutos formándose fuera del país, paradojicamente avergonzados de sus sistemas institucionales, todo un revoltijo de incongruencias, toda una serie de estrategias como la que acontecerá el día en el que sea la banca la que tome el timón, que será pasado mañana, después de que se haya hecho todo lo contrario de lo prometido y las pagas vitalicias se encuentren al resguardo de la buchaca.

Hombres y mujeres de un pueblo cegado, perdido, sin rumbo, sedado por la ignorancia, estafados, siempre estafados, pero siempre predispuestos a dar la bienvenida a cualquiera, siempre ayudando a quien lo necesite; eso no se le puede negar a un pueblo acostumbrado a recibir a cientos de inmigrantes que viajan en patera, o de polizones en un barco, e ingresan en la comunidad pasando fatigas pero sin ser detestados como perros piojosos por parte de la ciudadanía, amparados con una manta y una taza de leche caliente en primera instancia, integrándose poco a poco entre los demás, entre trabajadores, entre paisanos de estas tierras, entre médicos que se niegan a aceptar radicales medidas que les impidan proceder en caso de necesidad, que les hagan imposible ejercer a favor de la salud de un ser humano, venga de donde venga, pero la falta de escrúpulos no tiene fin y continua poniendo barreras.

Ahora serán unas 150.000 personas las que dejarán de tener derecho a una tarjeta sanitaria con la que recibir atención gratuita, ahora se liará la de dios es cristo en los mostradores de los hospitales, ahora se va a ver donde se encuentran encerrados los dobermans, los sabuesos, la escoria que no se merece ser mirada a la cara si piensa que está en lo cierto siguiéndole el rollo a las descabellantes proposiciones de las almas impías y aterradoramente crueles. Ahora, estos miles de inmigrantes, tendrán que pagar los gastos que superen las prestaciones mínimas, pero con qué, con qué van a pagar; con mala leche, con indignación, con contribuciones a que esto empiece a ser un infierno, o se quedarán callados, o se morirán, o no serán curados y comiencen una serie de enfermedades a correr el riesgo de ser contagiosas. Crueles, xenófobas e ineficientes medidas que no se aplican de la misma manera a aquellos que viniendo de la más lejana y pobre tierra, siendo cual sea el color de su piel, aterrizan con maletines cargados de billetes y de sobornos. Tontos por ciento.