lunes, 29 de octubre de 2012

Sostenidos y bemoles.







El mimo de la calle Asunción sigue ahí, en su sitio, en el mismo sitio, junto a las oxidadas rejas de unos clausurados antiguos almacenes, como cada día, en dos turnos de no sé cuantas horas. Su mirada va dirigida a los pies de la gente que pasa cerca, al mosaico del embaldosado, al infinito del vistazo perdido, al espacio de un trozo de tierra encerrado en esos ojos más allá de los cuales se presiente un concentrado pensamiento recubierto de abundancia y de la paciente espera de algo que se adivina sosegado. El mimo siente y sufre, pero en silencio, en calma consigo mismo ejercitando la reflexión conectada con el directo del viandante camuflado con ropajes de precios insultantes; y no desespera ni distorsiona, no ríe si no es a los niños que se quedan embobados mirándole como a algo que hubiera sido sacado de un museo, del museo de la imaginación instalada en el pacifismo perpetuo de su serenidad de estatua de carne y hueso.

Su bombín de fieltro, con trazas de haber sido diseñado en una habitación de quién sabe qué calle de esta ciudad, en un hueco en el que además de descansar sus huesos de la escena callejera efectúan sus manos movimientos de rehabilitación para que sus entumecidos nudillos regresen al tacto del pomo y el jabón, en una buhardilla en la que yacen libros dedicados al cine y a la pintura sobre cuyas páginas cada noche trata de encontrar la pose con el nombre de mañana, encaja ajustándose a la cabeza como el compañero de fatigas que lo consiente todo; el frío y el calor, la primavera y el diluvio de sangre alborotada, el otoño caído y acurrucado en la nostalgia, la vida misma bajo la perspectiva de los atentos puntos de fuga del iris y la retina que no dejan escapar nada que tenga sustancia y sabor a comedia humana.

El leve contorno negro sobre sus ojos y la postiza palidez de su cara amordazan el llanto, no lo dejan escapar, lo distraen en una maniobra de tregua pactada para no ceder en la lucha de la recaudación de unas cuantas monedas con las que hacer música en los bolsillos. La filarmónica de los céntimos perdidos en el fondo de una caja de cartón no llega ni para una barra de pan que bien podrá ser sustituida por un trago, y llevan al recuerdo a posarse sobre aquellos tiempos en los que la escena era de tablas y con telón de fondo y claroscuros de guiones y muecas, de tamizados gestos de irritación y furia con los que el público se desgañitaba en las butacas y el camerino esperaba y era frecuente desearse mucha mierda. En el contraste entre sus zapatos y el resto de la indumentaria se percibe el savoir faire de quienes gustan de unos minutos para poner a tono el atuendo con el mensaje. Sus suelas hablan de kilómetros, de liebres y tortugas, de gatos y perros, de blancos y negros y de incandescentes binomios grabados en el alma de las venas, pero ante todo hablan de sabiduría, de entrega y desgaste, de pulsos y pulmones, de soles, de luces, de riqueza interior. La música corre a cargo de las arrugas de su frente, con las que ha sido creado el pentagrama que sirve de mapamundi a una partitura en la que son distribuidos los sostenidos y bemoles de las escalas del sigilo y la templanza bajo la batuta de los latidos de su corazón.

lunes, 22 de octubre de 2012

Alborada reflexión.





El día ha amanecido magnífico, esplendoroso, con una luz que me recuerda buenos tiempos y alguna de aquellas etapas en las que parecía que todo fuese Jauja, que no había que detenerse a pensar demasiado sobre nada, en las que todo aparecía bastante claro y las fuerzas estaban casi sin ser estrenadas. Hoy ya no todo es Jauja, para mí, en el sentido de que las obligaciones impuestas por la propia vida, para poder comer y consecuentemente mantener los ojos abiertos, y la mínima autodisciplina a la que uno se ajusta para abarcar algo de lo que más le gusta, todo lo cual necesita de un relativo buen estado de forma para disfrutar al máximo de las sensaciones, hacen que, además de los pensamientos existencialistas de los que creo que nadie se libra, siempre y cuando se le dedique algún esfuerzo al contemplativo acto de ver las cosas lo más claras que a cada cual le sea posible, uno se detenga al menos un segundo y porqué no un minuto a admirar la naturaleza de las cosas como no lo hacía, en mi caso, cuando tenía dieciocho años y parecía que el pie no cesaba de acelerar.Tengamos en cuenta que el ser que firma estas lineas es la imagen ideal de la perfecta vagancia reprimida cuyo sueño consiste en no hacer absolutamente nada después de estar harto de darle su esfuerzo a una eterna insatisfecha prole de empresarios que mienten más que cagan.

Hoy, esta mañana, igualmente mientras amanecía he identificado la progresiva claridad de este albor, con la que la madrugada iba quedando atrás difuminando entre cobaltos y celestes el firmamento, con la de otro amanecer muy diferente al de los años del júbilo puro y duro, sin hielo ni agua que lo rebajase, de otro tiempo de extrema dificultad, con la de una ventana de un techo prestado en la que junto a mí yacía una guitarra y un cenicero con chustas de canutos formando una montaña, con la de un colchón en el que el tatuaje de los besos sin amor se confundía con los excesos de la ginebra y otras cosas, con la de un periodo de consciencia/inconsciencia en el que lo mejor que se podía hacer era continuar atravesando aquel túnel sin mirar atrás y no detenerse a lamentar nada, porque urgía salir de allí y sobrevivir. Esta mañana me he acordado, por culpa de una idéntica luz, de una misma tonalidad en los rayos del sol, de que casi sin haberme dado cuenta peino canas y paseo fotografiando desapercibidos sucesos, todos los cuales bien reunidos conforman una realista panorámica de la que casi no nos extraña nada, por desgracia; y por fortuna para mí conservo el hábito no sé ya si de la sorpresa pero si de quererme sorprender, y una de las cosas de las que extraigo mayor estupefacción es la de ver como a medida que trato de sensibilizarme con el entorno no paran de mostrárseme ejemplos de disfraces, de pieles de cebolla, máscaras, escondites y zulos en los que las almas se secuestran a sí mismas para no transparentarse por miedo a caer en la moderna insensatez de quedarse sin ases en la manga con los que poder seguir jugando al despiste.
Esta mañana, recapitulando, he hecho el inventario de las veces que a lo largo de mi vida me dio por estar deseando despertar para ver amanecer, y tras darme cuenta de que me encontraba en otra de esas fases que gustan de semejantes placeres, después de haberle sacudido el polvo a los rincones del alma y presentarme más que predispuesto para decir lo que pienso, me ha dado por caer en la tentación de entrar en el siempre conflictivo pensamiento interno de encontrarle solución a la enfermedad que sufre mi coraza cada vez que se resquebraja por culpa de sentirse débil ante el abuso de hipocresía, ante el toma y daca de tonterías que hay que aguantar a diario, por parte de todos como enredados en una madeja dialéctica confundida con lo que lo más brillante de la objetividad nos ofrece y que parece que preferimos convertir en sucedáneo, en desecho, en basura, estiércol, polvo, cuando de lo que se trata es del más preciado de los tesoros: el mismo transcurrir del tiempo en el que vivimos y de cuya percepción nos separa el telón de acero del materialismo despilfarrado en injusticias y barbaridades tales como querer ser cualquier otro menos nosotros mismos. Y antes de que echase humo mi cabeza he encendido un Samson, liado con la ambidiestra habilidad que no ha decaído a pesar de la ausencia de aliño, y con las volutas de sus nubecillas me ha dado por volver a refugiarme en el páramo de la nostalgia acercándolo a las posibilidades que la sencilla vida ofrece, tales como respirar y caminar con la sensación de que el espectáculo del mundo merece ser contemplado.


lunes, 15 de octubre de 2012

Visiones callejeras.






A lo largo del paseo, por las calles peatonales que conforman el puzzle urbanístico del centro de la ciudad en la que me encuentro, observo con atención innumerables locales, todos ellos ofertando algo: relojes, ropa, golosinas, gafas, alquileres, coches, maquinaria, catálogos, sillas, puertas, cosas que vender, cosas que comprar, y al son de este panorama se presenta la imagen de los cabizbajos ciudadanos que parecen haber perdido la brújula, el norte, las ganas, la motivación, la sonrisa, el ánimo, el código de barras de la normalidad, de lo que se necesita para estar tranquilo, ni más ni menos rico ni pobre que nadie, tan solo tranquilo; pero no sé si es que, creo tener la certeza, nos han tratado de enseñar un catecismo con cepo incluido en el que los dictámenes se encaminan a encauzar al rebaño hacia la travesía de la boca del lobo, recorrido en el que abundan las aduanas fronterizas de la desigualdad con cuya recaudación se llenan los bolsillos los arquitectos del proyecto en cuestión, y ahora a la vista de que todo es una pantomima da la sensación de que al tiempo perdido se le añaden la escasez de recursos y de ingresos y si te he visto no me acuerdo... Tranqui colega, la sociedad es la culpable, podría decirse saliendo por la tangente para dar respuesta al cúmulo de despropósitos acontecidos en este sistema tan aparentemente bien calculado y vigilado al que han llamado, al que han tenido la cara dura de denominar sociedad del bienestar, al que han vestido de democracia comercial y velado por leyes puestas en marcha por quienes vieron el hueco por el que se escurre la trampa, y entonces me pregunto yo, ingenuo camarero ¿y al vigilante quién lo vigila?

Hago repaso de los carteles anunciadores de cualquiera de las ofertas y, además de encontrar una infinidad de desaparecidos acentos, como por arte de magia, manía muy nuestra como la de decir que las mayúsculas no se acentúan para ahorrarnos tener que recordar tres reglas, me paro a pensar en la cantidad de inutilidades que supuestamente se necesitan para cubrir necesidades inventadas, ficticias, creadas para que no pare la rueda, para que la bola de nieve sea cada vez más grande, para que los bosques se vayan a pique, para que el cielo se tiña de gris, para que los mares lloren manchas de aceite y los pantanos acaben sacudidos por el cloro, y los campos sembrados de bolsas de plástico que tardarán siglos en desintegrarse; y prefiero parar de pensar en esto. Retrato el instante, lo que sucede. Veo obras inacabadas, paradas, grúas que ahí quedaron hasta que alguien se disponga a volver a moverlas, andamios oxidados, idílicos letreros en los que son expertas la inmobiliarias. Veo a una señora haciendo mimo vestida de Charlot, y junto a sus pies una caja de zapatos, vacía, en la que aspira encontrar algunas monedas después de no haber pestañeado durante casi una hora. Me cruzo con dos damas que discuten porque una no le ha cedido el paso a la otra en mitad de una pequeña cola, generada en la puerta de una administración de lotería, todo un dato del sueño dorado, y se gritan barbaridades que bien valdrían un fotograma. Un vagabundo sonríe haciendo de su guiño un gesto de superioridad, de pacífica declaración de intenciones y poema al saco roto de la memoria. La presencia de dos agentes de policía, sus gafas de sol y el peliculero plagio de sus andares, me hacen ponerme en el pellejo de otro país. Las aceras me acompañan, me hablan. Las fachadas me refuerzan la mirada, me arropan en este caminar en el que cada vez es más frecuente ver la inspección de un contenedor de basura, sea la hora que sea, por parte de cualquiera que podría ser yo mismo. El cielo no se permite una nube de mas, ni el sol un rayo que ilumine la ceguera, sencillamente se trata de visiones callejeras.

miércoles, 10 de octubre de 2012

A la vera de los años.




A la vera de los treinta y diez uno se siente sonriente por haber llegado mas o menos sano y salvo a estas alturas del camino; no del todo ileso, ni mucho menos, ya que han sido bastantes las tonterías y atropellos cometidos, los sinsabores provocados por la falta de comedimiento, los tropezones sin remiendo inminente, los descalabros de los que no queda mejor salida que la lección mejor aprendida, pero con ganas de continuar dando guerra sin acordarme demasiado de las amarguras, de los tatuajes con tinta china en el corazón, de la temperatura de los polos, de los infiernos del desierto en el que acabó lloviendo, todo ello aderezado con el indispensable condimento de la emoción de andar siempre sin un duro en el bolsillo, de haber superado mis guerras internas olvidándome del dinero y apostando por la salud de las retinas, por la vida que hay en cada gesto, en cada rasgo de la realidad merecedor de ser atendido, no creyendo en nada que no sea lo que nos ofrece el día a día ni asintiendo como una marioneta a los cuentos de quienes los cuentan, pasando por taquilla, por supuesto, pero no perdiendo el tiempo en dar parabienes que huelen a cobardía.

 Contemplo a los pájaros y a las estrellas, a las nubes, al agua cuando cae a cántaros y al sol cuando brilla a través de los agujeros de las persianas, a la gente que anda por la calle, a los vagabundos y a los banqueros almidonados, a las señoras que tiran de un carro de la compra y a la joven que limpia el portal, a todos con el mismo pasmo del que no sabe nada de nada, de quien no se ha enterado de la misa la media, del que anda en busca de algo que no alcanza a explicar lo que es, con la curiosidad propia de quien quiere inventarse una historia para cada una de las cosas que admira; esa sensación de aturdimiento que uno siente cuando le da por imaginarlo todo de otra manera, barruntando que es posible pero no lo es; lo miro todo como asombrado, con la constante sensación de estar perdiéndome algo, queriendo cogerlo sin saber por donde empezar, y debe ser por ello por lo que no ceso de darme de frente contra las paredes de la cima de lo material.

Confieso vivir en un sueño continuo, tener el hábito de pensar lo que me sucede como si estuviera ocurriendo en una novela, desvinculándome de este mundo para refugiarme en el que llevo a cuestas desde que era un niño; ese universo que todos nos creamos y que a mí me ha durado hasta ahora, no intacto pero si duradero, con las evoluciones concernientes al paso de las estaciones, con el complemento de las canas, con la compañía de un montón de papeles cada vez más grande, con la comunidad de las borracheras que no consiguieron acabar con mis neuronas, con las musas del tabaco, con los callos y las rozaduras en el alma y en los pies de mi oficio, con los cruces de sinuosos caminos que se enderezaron, con atisbos de milagros porque si no sería imposible estar aquí contándolo, con tantas y tantas cosas como para hallarme bien acompañado cuando estoy solo.

Hoy y mañana brindaré por vosotros.
 

jueves, 4 de octubre de 2012

Siete Soles.



Erase un hombre, un andrós, un androide o ántropos con nombre de hombre, a las seis  de la mañana. Erase un desayuno de aguacate y pan de centeno junto al de cabeza recuento de la agenda del día, sobre una silla de madera, sobre un mantel a cuadros y de tela servilleta que seca la traicionera gota de leche de soja. Erase ese mismo hombre en bicicleta cruzando un puente que a pie no puede porque le es inaccesible la pisada al caminar que anhela tocar el suelo con las suelas de sus zapatos, ya sea para dar un paseo o para el rutinario cometido de ir en busca del chusco, y cada día recuerda la lucha que no flaquea para que un elevado paso peatonal sea conseguido a favor de la ciudadanía de un mítico poblado con nombre de batalla. Cada día se acuerda, cada día se dice ya queda menos, cada día pedalea de ida y vuelta desde El sueño de la lagartija hacia una factoría plagada de números y de tuercas, de papeles y planos de máquinas con silenciador, de albaranes y gráficos de producción, de controles de calidad y teclas que buscan un respiro.
 Erase este, nuestro hombre, el hombre al que le seguimos la pista, con casco y chaleco reflector entre la niebla y el rocío, bajo el sol y la sombra de las últimas luces del atardecer pilotando el ingenio de dos ruedas con el que refresca sus pulmones del encierro ordinario en la catedral del accesorio automovilístico; y a su espera un par de dos sin par, uno de ellos instalado en la dulzura de la fantasía de la infancia que lo absorbe todo y otro volando en el aire de un patio y soñando que entre hombro y hombro sobre su espalda aparece su nombre grabado en una camiseta de tirantes a la que ahora le da alas un tal Carter. Erase nuestro hombre entre la geometría de troncos de encina apilados para sacudirle los terrores del mercurio al invierno, entre repasos de lecciones y recordatorios de obligaciones, entre flexiones de brazos y asambleas vespertinas, erase este hombre con un clavel en la mano que tomó como testigo en la carrera de relevos que recorren las generaciones con la intención de acercarse a la dignidad del trabajador.   
Erase una dama con la cabeza llena de versos y de prosas, de besos y de estrofas consagradas para la ocasión, al volante mientras se repite de memoria lo que se le acaba de ocurrir en cada semáforo, y contempla el espectáculo del mundo desde la ventanilla del vehículo por la que entra la risueña brisa de la libertad literaria que ofrece la realidad de la que en silencio se empapa justo antes de encomendarse al ritual de la entrega de un par de manjares que degustará, reponiendo sus fuerzas, el hombre objeto de esta historia. De un recipiente sale un bosque de lechuga al que le ha llovido oro líquido y de otro un guiso de gloria bendita en los efluvios de cuyo vapor, al ser destapado, aparece grabada sobre la nitidez del aire de una oficina la palabra FELICIDADES.

FELICIDADES, SIETE SOLES. 

lunes, 1 de octubre de 2012

Por activa y por pasiva.





Es habitual en mi manera de vivir no prestarle atención a la televisión, prescindir de ella, no preguntar si dispone de una el piso en el que me vaya a instalar ni reparar en si se encuentra en el conjunto de enseres que forman parte del inventario del apartamento que me acaban de enseñar. Ha habido ocasiones en las que, aun disponiendo de un ejemplar, lo he escondido debajo de cualquier mueble que lo pudiese albergar o lo he tapado con algún paño que diera buena vibración decorativa. Han pasado etapas en mi vida durante las cuales no he visto nada a través de la pantalla, en las que la radio y los periódicos han sido mi brújula para saber mas o menos que ocurría en el mundo más allá de lo que no presenciaba en la calle, y todo ha ido muy normal, diría más, ha ido mejor debido a la carga de imaginación a la que hay que someter a todo aquello que escuchas en las emisoras o interpretas mediante la lectura de los artículos y crónicas de los diarios.

El aspecto que siempre me ha delatado, antes de declarar en cualquier conversación mi ausencia de hábito televisivo, ha sido mi total desconocimiento de tal o cual anuncio en el que sale esto o aquello que hace no sé qué o no sé quién con lo que te ríes mucho, momento en el que informas de tu desinterés, ante alguna que otra inesperada mirada, y a partir del cual te dices que a lo mejor no estaría mal probar un poco. El caso es que desde hace unas tres semanas vengo ejerciendo, mesuradamente, el acto de haberme convertido en espectador, en ejecutor digital del mando a distancia, de una serie de canales, muchos, que pueden ser vistos en el reproductor de imágenes del que consta el lugar en el que vivo de un tiempo a esta parte. La intención es salir de la cueva,  dejar de ser uno de esos bichos raros que no se someten al cinismo Zen de la caja tonta; la intención es ser uno mas, un tío normal y corriente y moliente, uno como todos que consiga dejar de decir que él no hace eso. Pero no hay manera, es infumable, imbebible, no apto para raciocinios que deseen salvaguardar la salud de sus elucubraciones. Y mira que lo he intentado, por activa y por pasiva, pero el resultado ha sido un total desencanto que me ha llevado a tener un concepto aún peor del que ya tenía de la compra-venta del alma sea cual sea el precio que haya que poner sobre la mesa.

Bien es cierto que no siempre, mediante buenos ejemplos, se puede aprender a cómo hacer las cosas sino que, en ocasiones, hay que ilustrarse de cómo no hacerlas, y para ello nada mejor que la tele. Además del exceso de manipulación mediática, que es una auténtica vergüenza, por otro lado tenemos una serie de enfurecidas tertulias en las que los allí presentes parecen haber sido entrenados para actuar como seres propios de ir con un collar al cuello o remunerados para ladrar constantemente a cerca de una serie de cuestiones que traen en vilo a una sociedad de la que parecen no formar parte porque si no no se sentarían a hacer el ganso de la manera que lo hacen. Luego están las películas, los tiros, las bombas, los descalabros, los expertos en artes marciales y bofetadas, la munición, la guerra, la norteamericana ideología de estado que todavía anda suelta en forma de batallas del Vietnan; y después se encuentran los sorteos, los programas en los que ganar dinero a base de preguntas con las que se te cae el sombrajo y para cuya respuesta se recurre a una llamada que ponga al concursante en contacto con su aburrida suegra o con un primo lejano que se encuentra en casa con el ordenador enchufado por si las moscas. Todo un acercamiento a lo que nos rodea, a lo que nos hace sumergirnos en la irrealidad que nos mastican para que no pensemos que el agujero en el bolsillo cada día es mas grande.

Como en todo hay honrosas excepciones que se encargan de hacer llevadero el calvario, espacios en los que alguna que otra mente lúcida trata de indagar en lo que se esconde detrás de toda la mentira con la que se nos entierra, y por desgracia siente uno un doble desconsuelo: ver que a esa gente lista e inteligente, a esos periodistas que informan con objetividad, se les responde con descaro a cerca de asuntos de vital importancia como lo son la educación y la sanidad, instantes en los que uno no tiene mas remedio que pensar que el pescado está mas que vendido y que efectivamente la televisión es de lo más instructiva del mundo ya que cada vez que la enciendo me dan ganas de irme a leer un libro.