martes, 29 de septiembre de 2015

Clave de sol y sombra


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Hasta hace poco tuve el privilegio de vivir cerca de un conservatorio de música, cosa que me proporcionaba el beneplácito de disfrutar de los ensayos de unos alumnos a los que me imaginaba agarrados con tacto de seda a sus instrumentos, acariciándolos, mimando cada una de las teclas sobre las que se posaban las yemas de sus dedos. Salir en aquella casa a tender la ropa en la azotea era uno de los placeres accesibles de la vida que no costaban nada y que parecían caídos del cielo. Poner el oído, incluso en las peores sesiones, esas en las que se vislumbran los intentos del recién iniciado, del aprendiz que comienza a dar sus primeros pasos, era igualmente agradable porque en esos sonidos se intuía el preámbulo de una ilusión; más tarde, cuando salía a la calle, encontraba a dichos alumnos en la puerta del conservatorio, charlando, reunidos con sus instrumentos a cuestas, con esas fundas o cajas en las que parece que se encierra el misterio de las composiciones, el alma de las mismas, como a la espera de ser sorteadas por el viento. Se dice que la música amansa a las fieras, y en ese dicho aparentemente exagerado hay un matiz de atenuante, de parada, de alto en el camino, de silenciosa contemplación acompañada de las imágenes que el cerebro nos proyecta transportándonos por las sendas del recuerdo, de la nostalgia o de los planes futuros, de los sueños, de todo eso que se anhela y que se recrea en una especie de película que formamos con la ayuda del deseo. Hoy, que habito un lugar no muy lejano pero inaccesible al sonido de los compases del conservatorio, vuelvo a gozar del acompañamiento de una buena salud musical, en este caso de parte de unos vecinos que cada tarde hacen sonar unas cuantas melodías con las que a uno le resulta más fácil acometer cualquier tarea doméstica o inspirarse en una idea sobre la que escribir. A veces se escuchan unas piezas de soul y de blues tan sutiles que la voz que las envuelve le hace a uno pensar que es esa, la voz, el instrumento más difícil de tocar. Frecuentemente escucho a algún amigo o compañero decir que sin música no podría vivir, que necesita tenerla siempre puesta, en casa y en el coche, en los cascos con los que se sumergen en su mundo mientras caminan, incluso en sus puestos de trabajo si la situación se lo permite. Escuchar determinadas canciones puede ayudarnos a encontrar una salida en los días nublados o a hacer cima en el bienestar. Así, con este tipo de encuentros que el azar se va encargando de ponernos en bandeja, da gusto y no es nada complicado sentir gratitud por los detalles que salpimentan la vida, que la aderezan con las indispensables hierbas de esos guisos con cuyo vapor va uno presumiendo el adelanto del buen apetito.

domingo, 27 de septiembre de 2015

La paciencia


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La paciencia es un don demasiado poco desarrollado hoy en día, un valor en constante declive, demodé, falto de devotos, hecho para unos cuantos que creen en la constancia y en las virtudes del poco a poco y con buena letra. La paciencia se extingue, se escurre entre nuestras manos sin darnos cuenta; es como uno de esos trenes que pasan por delante de nuestras narices y no alcanzamos a ver, como el bosque tapado por la frondosidad del árbol. Ese don que tantos beneficios reporta deja de ser aparentemente útil a partir del momento en el que las ansias por llegar deprisa a no se sabe dónde aumentan, y con ello la devaluación de la meditación, del pararse a reflexionar, del detenerse a pensar las cosas. En ella, en la paciencia, se encuentran los resultados de largas esperas que, como esas pequeñas piezas de pastelería llamadas petit four, se van fraguando a fuego lento, con la animosa esperanza de la monotonía enriquecida por la buena voluntad. Las mayores obras, las obras maestras, no son solo el resultado de muchas horas de trabajo, bien es cierto que la genialidad es una parte importante en ellas pero ínfima si la comparamos con el esfuerzo necesario, con la perseverancia, con lo que realmente sostiene la hilvanado de ideas que componen el cuerpo de la creación. A diario nos suceden cosas que no aprobamos y que con un gesto de resignación interna soportamos con el estoico espíritu de los filósofos contemplativos, llegando a tolerar más de lo debido con tal de no distorsionar el ambiente para salirnos con la nuestra y a ser posible con premura. Es curioso ver cómo en esta sociedad de la transparencia nos vemos obligados, sometidos, a acatar mucho más de lo que creemos y nos gustaría, sin darnos cuenta, como obnubilados por el falso caramelo de una absurda recompensa. Decía Saul Bellow que para gobernar un país es preciso entretenerlo, y víctimas de ese entretenimiento nos vemos forzados a la imposición de la impaciencia, al vísteme deprisa que tengo prisa. El galimatías actual en el que se enfrasca la convivencia ha sido generado por una serie de procesos en serie armados hasta los dientes de una consentida desobediencia cívica que frecuentemente pasamos por alto: nadie se preocupa por nadie, encontrándose ahí el germen del todo lo quiero ya, ahora, de inmediato, en este preciso momento, lo antes posible, sin percatarnos de que puede que haya otros que tal vez están esperando algo parecido pero con una necesidad más acuciante que la nuestra. Estacionar el coche sin reparar en la linea divisoria de dos plazas de un aparcamiento porque estamos a punto de llegar tarde a la peluquería, dar un portazo sin tener en cuenta la hora ni el descanso de los vecinos porque no sabemos ir de otra forma por la vida, poblar el suelo de colillas y de papeles por no esforzarnos en ver a dónde hay una papelera, hacer rugir los motores a altas horas de la noche ignorando las señales  de tráfico por el mero gusto de ir de prisa, interrumpir conversaciones por no soportar esperar nuestro turno de palabra, querer ser siempre los primeros, no considerar la edad del señor o la señora que esperan en la cola del supermercado, en definitiva desprestigiar con nuestro continuado hábito de egoísmo todo aquello que hace posible la convivencia acaba por confundir los valores y por contagiar de cierta aura de imbecilidad los certeros ademanes de buena conducta que de vez en cuando hacen acto de presencia como si de residuos o reliquias se tratara. Confundimos la libertad de expresión con hacer lo que nos venga en gana sin reparar en  las consecuencias ni en la presencias de terceros que puedan verse afectados, y todo a causa de una velocidad sin control imprimida por la incongruencia de al mismo tiempo ser unos eternos aburridos. Las prisas por llegar a ningunas parte nos impiden darnos cuenta de la cantidad de veces que tenemos al cabo del día de ayudar a alguien, pero no lo hacemos porque uno de los mayores males no es ya no pensar en nadie, sino que además pensamos que nadie piensa en nosotros.

jueves, 24 de septiembre de 2015

La textura de la luz


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Una de las cosas que se agradecen con el paso del tiempo es la cualidad de la luz, su textura, cada vez que de una siesta o al amanecer uno se despierta con predisposición contemplativa y con ganas de tener la vida por delante. En Sevilla la luz es uno de los ingredientes principales que hacen posible la aparición de los permanentes reflejos de belleza en cada cosa que se posa la varita mágica de la claridad, incluso en esa tímida insinuación de una tenue sombra de oscuridad que complementa a las irradiaciones del brillo. No hay objeto que en cualquier época del año se resista a la maravilla de la hermosura que emana de los múltiples matices proporcionados por la luz. Cómo no iban a dedicarse Velázquéz o Zurbarán, Juan de Zamora o Luis de Vargas, a la pintura. Sólo con la información que esos ojos recibieron durante la infancia quedaron ya en sus cerebros grabados los contornos que después fueron puestos a merced de la imaginación tocada por la musa del óleo. La luz nos convierte, nos informa y posiciona, nos estimula y tranquiliza, nos hace pensar en verde; la luz cambia nuestro estado de ánimo, nos condiciona, nos lleva por caminos que no pensábamos pisar, nos alienta a continuar, a no dejar de investigar, a hablar y a escuchar; la teoría de los climas de Buffon y Montesquieu no iba mal encaminada, y eso se palpa, gracias a la luz, en sitios como el Sur de España. A esas horas de la tarde en las que está anocheciendo a la inminente desaparición de la claridad se le superpone un espejismo culminado en el encendido de las primeras farolas, constituyéndose así un momentáneo estado de embriaguez parecido a una celebración de los astros de la meteorología que parecen divertirse haciendo sus fotos desde algún lugar del universo. En función de la época del año la luz nos conduce por las sendas de los paseos más largos, por las ganas de salir a la calle temprano y disfrutar de esas primerizas horas en las que el mundo se encuentra recién pintado y puesto en bandeja, inmaculado y en un estado de fantástica virginidad diaria que nos invita a recorrer las calles con la sensación de estar haciéndolo por el dédalo de un cuento. A veces pienso en la suerte que tengo de vivir en una ciudad como esta, y de haber sido adoptado en ella con tanta fortuna. Uno es de donde pace, y todos los que hemos acabado llegando a Sevilla somos en mayor o menor grado conscientes de la importancia, de lo que significa vivir aquí una vez que descubrimos las virtudes de una luz contagiosa de felicidad, de la anárquica armonía en los destellos de los baldosines y los mosaicos de los patios, en las hojas de las plantas, en el espejismo del asfalto en verano. La luz nos impulsa a recordar otras luces de otros tiempos y otros sitios; la luz emerge de un planeta solitario y de una mole llamada Luna que por correspondencia con las reverberaciones del Sol puebla los campos de un blanquecino manto de visión. La luz de Sevilla es como la leche que aclara el café del desayuno, como la tonicidad del zumo de naranja, como el aire limpio que se mete por todos los rincones del alma oxigenando los pulmones.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

La ley del embudo


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Ayer escuché unas declaraciones de Javier Arenas en las que contestando a la pregunta sobre si estaría dispuesto a ser candidato en las próximas elecciones generales decía que no, que él ya lo había sido todo y que ahora se encontraba muy cómodo en su posición de senador. Ciertamente en ningún momento faltó a la verdad. Realmente es muy fácil imaginar dicha comodidad teniendo en cuenta la consabida función de los miembros de la cámara alta, más de una vez puesta en duda incluso por ellos mismos, pero de ahí a regocijarse en el acomodo tras del que deviene una inexorable y más que demostrada ramplonería, a tenor de lo que está cayendo, hay una, pongamos por caso, falta de respeto hacia el esfuerzo que supone mantener el sueldo de miles de políticos, y una falta de conciencia que corrobora el desapego y desdén con el que nuestros supuestos representantes afrontan lo que sucede en la calle y en el taller, en la barra del bar y en las aulas, en el supermercado y en el comercio, en la carpintería y en el campo, en la vida de a pie que ellos gastan sobre coches blindados, escondidos en su propio miedo, no sé si a sabiendas o no de que no es ético lo que hacen ya que posiblemente ni se les pase por la cabeza, al menos al señor Arenas, y por extensión a cualquier, tal vez a todos, otro político. Parece ser que se las trae al pairo. El decálogo de mandamientos de la ley del embudo es como el catecismo puesto en práctica a diario por aquellos que gozan dentro de su ramillete de virtudes de una inquebrantable fe sobre unas creencias tan firmes como la tendencia sin retorno que las soporta: la de la injusticia resultante de la atroz manipulación amparada por los sobornados medios de comunicación. De ahí que ahora se haya puesto de moda afirmar que España es un país emergente, con un crecimiento sin parangón, con una recuperación ejemplar, con múltiples posibilidades de adentrarse en diversos mercados, vamos con todo lo necesario para que estemos tranquilos y no demos más la lata con lo que no hace falta que nos cuenten porque lo vemos con nuestros propios ojos: cinco millones de parados y cincuenta euros que cada día duran menos en el bolsillo; vagabundos a doquier durmiendo en aceras y soportales; gente que hace cola en tiendas regentadas por familias orientales porque la economía no les llega ni para cambiar el palo de la fregona; sueldos congelados desde hace casi una década; alquileres equiparables en comparativa a los de centro Europa; jornadas maratonianas en las que después de haberte dejado la piel aún, y si es posible, se te exige algo más, un plus, un último apretón; cero coma cero señales de agradecimiento; un sistema educativo encaminado a otorgar las mejores posibilidades a aquellos que puedan permitírselo económicamente y no a aquellos que se lo merezcan por méritos propios; una fuga de talentos que tarde o temprano hará mella en nuestra toma de decisiones ya que éstas serán llevadas a cabo por una mal adiestrada tecnocracia que comprará sus títulos y echará el ancla en el sillón del despacho; ande yo caliente ríase la gente; planes de urbanismo que culminarán en residencias privadas, en círculos cerrados, en ciudades dentro de ciudades con frontera, pueblos dentro de pueblos con aduana, en la bochornosa diferencia que separa al rico del pobre sin tener en cuenta los valores, y así todo seguido hasta el final. Qué sopor, escuchar cómo dicen esto y lo otro quedándose tan panchos, tan tranquilos, tan anchos como la boca de la ley embudo.


martes, 22 de septiembre de 2015

Tren de cercanías


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Revolver los rincones de una casa para sacar todo lo que ha estado en ellos durante más de un año es lo más parecido al expurgo de una biblioteca. No faltan papeles olvidados que aparecen casi por sorpresa y por todos lados, direcciones que puede que ya no existan, números de teléfonos garabateados con prisas y tarjetas de visita que son algo así como la representación de las paradas de un recorrido, del itinerario sobre el mapamundi de una ciudad; sobres en los que se han ido guardando ese tipo de documentos caducados por los que se siente un cierto recelo y pudor de desprenderse de ellos por si acaso algún día son necesarios para resolver un engorroso trámite burocrático cuando menos se esperaba; cuadernos con anotaciones de lecturas de etapas muy recientes, frases que se recaudaron con las ansias del coleccionista de palabras y expresiones que aspira a escribir algo así en alguna ocasión, de una vez por todas; amontonados suplementos culturales del periódico de los sábados; reliquias de un pasado no muy lejano que han sido parte de mi indumentaria trashumante; objetos con apariencia de amuleto que uno no supo donde guardar y que siempre anduvieron al resguardo de la silenciosa quietud de lo que ha de volver a ver la luz, como si aún no hubieran encontrado su sitio en el mundo y ahora les hubiese llegado la hora, el momento. Una concha marina que anduvo a mi espera sobre una mesa de estudio de la calle Rascón de Huelva; marca páginas con frases de Hemingway y de Mario Benedetti; una pequeña lámina pintada con spray en dos minutos por uno de esos expertos en dibujar paisajes marinos en mitad de la calle a cambio de la ínfima cantidad de dos euros; un pen drive con fotos de un lugar de Cantabría en el que me dejé la piel y el corazón; una Moleskine usada en Asturias con las huellas de la escritura que apuntaba las maneras de un perfecto desertor; sábanas que inexplicablemente han soportado el continuo trasiego de mis maletas desde Murcia a nuestros días durante más de ocho años; bolígrafos y lápices que fueron comprados por el sencillo placer de tenerlos para poder tocarlos, debido a ese vicio que supone no salir de una papelería sin haber adquirido algo que a uno le atraiga y lo transporte a la infancia tanto como el aroma a goma de borrar del colegio. En cada bolsa que se llena hay un pensamiento de nostalgia que enlaza el próximo futuro con la trascripción instantánea del pasado conformado por los objetos que la colman. El mapa formado por los márgenes del polvo de todo aquello que reposó inerte sobre una estantería es como el contorno de una costa que marcase los límites de la privacidad, de la intimidad en ese sitio en el que ancló el barco y echó amarras esperando a que capeara el temporal. Cada salida tiene un destino, y cada mudanza es un encuentro con algo de uno mismo que aún no sabía que tenía y sobre lo que ha de seguir conociéndose, como con la nueva cafetera o tostador, como con la nueva lavadora o termo del agua, como con cada uno de los enchufes e interruptores que encenderán la luz del nuevo tren de cercanías en el que uno viaja cada vez que se introduce en el interior de su nuevo apartamento.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Mudar la piel


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Todo inicio encierra un nuevo mundo, un campo abierto al descubrimiento de todo eso que aún no se sabe a cerca de algo, sobre un hogar a la espera de que en él se habite viviendo con gratitud la existencia, sobre lo que rodea al entorno en el que se desarrollará tu vida durante los próximos meses. Cuando uno cambia de casa va llenando las maletas con los recuerdos de lo que el paso del tiempo ha ido dejando en el archivo de la buena memoria, de la memoria selectiva de los otoños y los inviernos de grata lectura hasta las tantas, de las mañanas radiantes en una terraza desde la que se escuchaban los acordes de los alumnos de un conservatorio, de los vecinos que fueron llegando y marchándose casi al mismo tiempo que se cruzaban con sus antecesores por las escaleras, en esta época en la que se ha puesto de moda lo efímero, en la que ha dejado de ser noticia lo sucedido hace diez minutos. Todo comienzo tiene un halo de inocencia, un matiz de nostalgia hacía el futuro, una predisposición hacia los planes y los proyectos; un puzzle que habrá que ir componiendo, unos libros de los que se extraerán las eléctricas descargas de la inteligencia, un pintura que se irá completando a medida que los ojos se claven en los diferentes puntos de fuga de la naif imagen diseñada en el cerebro, pinceladas de témpera que dibujen botellas, enseres que pueblen huecos a la espera de bodegones armados con materiales reciclados, ventanas por las que ya ve entrando la luz de estos días de finales de septiembre desde un patio con plantas y con sillas de madera, con azulejos y baldosas en cuyas juntas se acumula el musgo de los años pasados desde el siglo XIX; la macetas recién conocidas, la exploración de los nuevos rincones, las cerraduras a las que ir acostumbrándose, los nuevos ruidos y sonidos que irán haciéndose familiares a medida que el oído vaya identificando cada señal externa, los tics de los electrodomésticos, los pomos sobre los que se posaron muchas y diferentes desconocidas manos antes que las nuestras; la dulce monotonía de Machado cuando lleguen esos días de lluvia en los que no haya casi nada mejor que hacer que volcarse en las labores del alma dentro de cuatro paredes, el horizonte sin mando a distancia, el calor del cobijo para el descanso del guerrero. A un lado la Plaza de San Lorenzo, al otro la Alameda de Hércules, y allá a su frente la casa donde nació Gustavo Adolfo Becquer. Cuando uno pega en el buzón del correo un papel con su nombre se siente habitante de un lugar en la tierra, de un hueco que le pertenecerá tanto como su carné de identidad. La suma de las ciudades en las que uno ha ido viviendo se concentra en algo que da como resultado una nueva adaptación a unos cuantos metros cuadrados en los que ir dejando constancia de las habilidades domésticas aprendidas en el camino. Cada una de las perchas que son colgadas en el nuevo armario ropero anticipan la fragmentación de movimientos en los que irá consistiendo hacer de este apartamento un lugar en el que vestirse y desnudarse con la sensación de renovación necesaria como para que uno pueda sentirse libre y a sus anchas en su propia casa. A veces cambiar de sitio es como mudar la piel.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Mal gusto


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La conmiseración es un sentimiento que nos lleva a la pena ajena en nuestro fuero interno. Darle la razón a los locos no deja de ser una forma de conmiseración, una manera de dejarles caminar a su aire y no saber cómo explicarles nuestras razones para que entren en razón; también una forma de cobardía, y en el peor de los casos de falta de respeto, pero eso ya no es conmiseración, eso es reírse de los demás a costa de sus desgracias; pero al no existir responsabilidad alguna la conmiseración carece de remordimiento porque al fin y al cabo no hemos intervenido en el desenlace del entuerto, porque no ha dependido de nosotros la aparición de la mala fortuna, porque en definitiva es otro quien se encuentra en ese lamentable estado de desdicha y allá él, aunque como digo dándonos ese tipo de pena que ahondando un poco en el análisis del entorno puede alcanzar a otorgarnos el papel de jueces y parte, que unos llevan bien porque se desentienden mirando hacia otro lado, y otros peor porque no se explican el desaguisado de esta merienda de negros. Dice Robert Zimmerman, más conocido por Bob Dylan, que el vagabundo, el Clochard, que está llamando a tu puerta lleva puesta la ropa que tú vestiste una vez; y escribo esto porque hoy la cosa va de vagabundos, concretamente de un hombre que muchas mañanas me encuentro en el portal de mi casa, tirado, desvencijado y desvalido, incapaz de articular dos palabras seguidas, como una puerta astillada en pedazos, apestando a alcohol y a sudor de varios días, ido, casi siempre delirando en voz alta; un ex legionario que no ha olvidado los himnos y los hábitos de la compañía militar a la que perteneció en una época en la que ir al Tercio era señal de máxima valentía y desquite de persecuciones policiales, una época en la que también podía uno alistarse para tener así la seguridad de comer y vestir y de paso hacerse un hombre. Este clochard de mi calle no ha abandonado  la beoda costumbre de andar como una digna cuba deambulando como un zombie por Sevilla, siendo dueño y señor de su melopea y de un curioso orgullo marcial del que parece no haberse desprendido como si aún formara parte del regimiento del que formó parte, del batallón de los pobres, de los nacidos para perder. Pero toda tesis tiene su antítesis, de la misma manera que para que exista el bien hemos de poder compararlo con el mal. De ahí que existan también energúmenos serenos, sobrios y repeinados, monaguillos vestidos de frailes de la basílica junto a la que vivo, hermanos mayores de la más importante cofradía de Sevilla, gente de bien, religiosos confesos y practicantes, capillitas malas sombras, listillos de barrio, semanasanteros que se aprendieron la música y olvidaron la letra, personas que gozan del mal gusto de reírse de este vagabundo insultándolo, gastándole bromas pesadas, tirándole vasos de agua fría a la cara, grabándolo en sus teléfonos móviles para recrearse después con sus amigos en la contemplación del macabro vídeo de la desgracia humana, delante de mis ojos, sin cortarse ni un pelo, divirtiéndose en ese afán tan nauseabundo como detestable, en esa representación de la poca vergüenza y consciencia, en la repulsiva imagen que me merecen estos descerebrados apóstoles de las carcajadas a costa de las miserias ajenas, estos mezquinos e hijos de puta a los que posiblemente habrá que perdonar porque no saben lo que hacen.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Políticamente incorrecto




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El dinero que a algunos le rebosa en los bolsillos es un mal endémico que amenaza con constituir el virus de la peste moral de la existencia y el peor de los ejemplos a seguir para conseguirlo caiga quien caiga. Todo por dinero. Sin dinero no vas a ninguna parte. Comisiones, fianzas, préstamos, chantajes, deudas, compras, ventas desorbitadas, chanchullos. Escribo bajo los síntomas del nerviosismo y de la indignación, quién sabe si a punto de mandar a freír espárragos mi puesto de trabajo. Escribo harto de estar harto de esa gente que va por la vida de gorra, de gañote, de válvula, por la cara, a costa del esfuerzo de los demás, sin reparar en el sacrificio, en el trabajo de cuanto supone poner un escenario en marcha, adecentarlo, pulir sus detalles, sacarle brillo, nunca supervisar lo suficiente, seguir pensando, echarle muchas horas, reflexionar, llevarte los problemas a casa, crear una atmósfera adecuada para cada situación, tratar de repartir felicidad, buscarte la vida dando lo que tienes a cambio del sencillo gesto del agradecimiento. Me refiero, a sabiendas de no ser políticamente correcto, a esos tipos y tipas monas con aspecto de modelos, pero con una recalcitrante falta de saber estar, que se presentan en el restaurante y por el mero hecho de pertenecer a tal o cual agencia se creen en todo su derecho de hacer momentáneamente de la sala su feudo a la espera de que se le ponga una alfombra roja: no tienen suficiente con que la casa les llame para acudir aquí y ver cómo y qué hacemos, sino que son ellos ya los que reservan una mesa, acompañados de sus cónyuges en una noche de gorroneo, ni si quiera de trabajo, añadiendo la importancia de su visita, como si fuesen alguien, como si fuésemos tontos, como si todo esto fuera lícito, y cuidado con lo que haces, pasándose por el forro de sus pocos escrúpulos la consideración hacia sus semejantes. Qué aburrimiento. No pretendo pasarme de listo, pero no me apetece tener ni un pelo de tonto. Hay que tener muy poco miramiento para con el entorno, y para con la empresa en la que trabajas, para ir por el mundo de esa manera sin una simple tarjeta de visita que te acredite como fulano, o fulana, de tal. Hemos llegado al punto álgido de la desvergüenza, como el caballo de Atila. Las amenazas siempre han sido el alimento de las almas pobres, y de almas pobres anda el planeta lleno, por eso hay tantas guerras y no nos miramos a la cara al cruzarnos con un vecino. Dime cuánto tienes y te diré cuánto vales, quién eres, a dónde vas. Dime cuánto me vas a dar y ya veremos. Dime tu nombre en forma de dígitos y me caerás más o menos bien. Dice Sabina en Pobre Cristina que era tan pobre que no tenía mas que dinero, pero hay una manera aún más triste de ser pobre que consiste en ser pobre de alma, de espíritu, de personalidad, ser pobre de cultura y de conocimiento, carente de mundo propio, en la órbita del desamparo si no se tiene nada ni nadie a quien comprar. El estilo es algo que, como la maestría, llega con la práctica, y la falta de ganas de afanarse en ello nos lleva en ocasiones a presenciar las más dantescas muestras del comportamiento humano en lo que a humildad se refiere. La arrogancia, detestable de por sí, es insoportable cuando no es avalada por las mínimas formas de la escucha, cuando nos sentimos por encima de todo sin haber salido del cortijo. La ignorancia es el sospechosos peligro de incendio de la falsa sabiduría de los acomodados y los rastreros, de las serpientes que provocan su cambio de piel, de ahí su escasa facilidad para mostrarse naturales. Qué hartura.