viernes, 30 de octubre de 2015

Un trozo de tiempo


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Parece como si los ciclos de los que se compone el año fueran encargándose de enseñarnos a disfrutar de ellos de la manera que no lo hicimos anteriormente, como si dispusieran de una memoria que nos advirtiera de la importancia de tener constancia de que cada etapa es irrepetible, cada estación, cada uno de los cambios de luz acontecidos a medida que avanza el calendario, cada gota de chiribiri o calabobos. Cuando llegan estas fechas siente uno ya la cercanía de la Navidad sin necesidad de que vengan a recordárselo esas letanías de anuncios que disparan publicidad hacia todos los frentes y públicos; la sencilla presencia de las nubes y el frescor de las tardes, junto con la adelantada caída del sol debido al cambio de hora, son huellas indelebles de un acto de la naturaleza, señales que nos manda el otoño para penetrar en su esencia; la vuelta a algunas zonas del armario reservadas para esas prendas con las que soportar el frío es un gesto más de los que le hacen a uno sentirse poseedor de un trozo de tiempo nutrido con recuerdos; ahora es más fácil acomodarse a gusto en un cine o en un teatro, es como si el cuerpo pidiera un poco de ese consolador refugio para el alma que suponen las estancias en las que el arte se nos brinda en bandeja mientras nosotros permanecemos en esa tenue templanza del refugio de una butaca. En estas fechas escuchar la radio y quedarse dormido con ella encendida es otro de los placeres accesibles de la vida, como si esas voces que escuchamos estuvieran ahí para nosotros, para ir lentamente cayendo en la modorra paulatina con la que uno se olvida de todo y sucumbe al placer del posterior sueño. El sonido de las hojas secas que se pisan al pasear por un parque es de por sí una de las músicas clásicas que nos ofrece la ciudad, como la del jolgorio con matices de revoloteo de pájarillos que se escucha desde las afueras del patio de un colegio cuando los niños juegan durante el recreo: músicas clásicas como las del agua al repiquetear en los cristales de las ventanas, o como la del goteo de las plantas recién regadas salpicando sobre las aceras debajo de los balcones. En estos días, en los que no hace ni frío ni calor, cuando aún puede uno permitirse el lujo de holgazanear a sus anchas por las calles vistiendo una ligera rebeca, es muy fácil pensar en todo lo bueno que nos espera de regreso a casa: una película, un rato de lectura, una cena sin el insoportable sopor del verano y sin necesidad de mantenerse a salvo de la calina en esa urna en la que se convierten la mayoría de los hogares sevillanos cuando se encuentran refrigerados, siendo todavía posible dejar que corra un poco de aire procedente de la calle. Ahora parece como si las nubes nos estuvieran resguardando del hartazgo del estío y nos brindaran la posibilidad del desquite para la bohemia que cada uno de nosotros lleva dentro. Ahora, cuando Octubre está a punto de irse, cuando se nos acerca Noviembre con treinta días con olor a castaña debajo del brazo, siente uno la fortuna de acordarse de cuando imaginaba ser un buzo o un marinero debajo de las sábanas.

jueves, 29 de octubre de 2015

David contra Goliat


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Da gusto ver a unos cuantos hombres sobre el terreno de juego de un estadio de fútbol ampliado con alquiladas gradas supletorias para la ocasión, a un verdadero equipo con sentimiento de pertenencia y honradez y valor suficientes como para plantarle cara a la aparente omnipotencia de otros cuantos, dándolo todo a sabiendas de que es la oportunidad de su vida, de que tal vez no habrá otra, admirados por todos sus vecinos allí reunidos y movidos por lo irrepetible de la cita que el azar les tenía reservada. Es ahí cuando el pobre se siente satisfecho de su condición porque no tiene nada que perder y mucho que demostrar con su ejemplo basado en el esfuerzo, en el innegociable esfuerzo del día a día para el que no cabe discusión. Ayer, en un pueblo de Extremadura llamado Villanueva de la Serena, se jugó un partido que enfrentó a David contra Goliat, al poderoso contra el débil, a la abundancia de recursos contra la autarquía, a un multimillonario presupuesto contra un plan anual que a penas ocupa la cara de un folio más de la mitad del cual puede que llegue a ser el resumen de los gastos de mantenimiento de unas humildes instalaciones. Ver cómo una pequeña ciudad entera se vuelca en la celebración del enfrentamiento histórico entre dos equipos tan distantes entre sí, en todo y por todo, le hace a uno acordarse de Fuenteovejuna, de la unión de los pobres, del tesón y las fuerzas de flaqueza que se sacan del orgullo, de la condición de la clase trabajadora, de la pasión por, en este caso, ser futbolistas de verdad compartiendo dicha dedicación con un trabajo al que acudir a diario y del que realmente mantener a sus familias, como si esos empleados que aparecen desayunando sobre una viga en la famosa foto de la construcción del Building Empire estuvieran hablando de la estrategia diseñada para el partido de esa misma tarde contra los Ángeles Lakers. La mayor seña de identidad de los valores del espíritu es la colaboración y la unión de fuerzas por una causa justa, y todo el mundo tiene derecho a ganar al menos una vez en su vida. Que la inclinación de la balanza sea tan desfavorable a las clases de abajo, a los que corren y corren y no se sabe ya si detrás de algo o en plena huida, es de un hartazgo y de un aburrimiento que colma el vaso de la paciencia. En esta España nuestra en la que, a pesar de ser un país laico, la constitución reconoce la preponderancia de la religión católica, estamos acostumbrados a usar chascarrillos y refranes, frases hechas y proverbios, procedentes de una cultura enfrascada de religión en sus usos ordinarios, y de vez en cuando decimos que Dios aprieta pero no ahoga; lo malo es que eso no sucede con la frecuencia necesaria para que el aire se reparta por igual en todos los pulmones. Ayer Dios apretó pero no ahogó, y dejó vivo a un Goliat que salvó por los pelos su asombrada dignidad de gigante, ante la fuerza consagrada en esperanza que devino tras un empate que supo a apabullante triunfo a todos aquellos que tienen un sitio en el batallón de los nacidos para perder. Da gusto sentirse así.

miércoles, 28 de octubre de 2015

No hay manera

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Parece no tener remedio el ser humano en cuestiones de convivencia. Llega uno a poner en duda que sea el hombre un animal político por definición, que sienta la constante necesidad de relacionarse con los demás. Si echa uno un vistazo a su alrededor acaba comprobando lo desamparados que andamos de compañías de verdad, de gente que nos aguante y al mismo tiempo nos critique y nos haga avanzar. No lo soportamos, no admitimos que nadie venga a ponernos las peras al cuarto, no toleramos que nos hablen de nuestros defectos y de nuestros malos hábitos, que nos digan a la cara lo que realmente transmitimos y no lo que queremos escuchar; estamos diseñados para la auto complacencia y el orgullo, para marearnos la perdiz los unos a los otros, para formar corrillos y conciliábulos en los que las idas y venidas de un empalagoso darse la razón conforman la solidez de las relaciones. El que lleva la contraria, solo por el gusto del debate, de la discusión tras la que deviene el punto suspensivo de la nueva idea, es un aguafiestas. Con frecuencia consideramos sacar los pies del plato, o poner las cosas más difíciles de lo que están, o meternos en un charco o llamar a una puerta a la que nadie nos ha invitado, al hecho de pensar y tratar de profundizar en aspectos esenciales que repercuten directamente en no caer en la locura de tratar de obtener mejores resultados haciendo lo mismo. El miedo al cambio es un mal endémico, como lo es la brutalidad con la que un agente de policía ha sacado del aula de un instituto norteamericano a una alumna arrastrándola por el suelo. Pero por no cambiar no estamos dispuestos a hacerlo en nada, y menos en lo relevante al racismo y al asco que sentimos los unos por los otros. Parece mentira que todavía rechacemos al prójimo por ser su piel de otro color, o por pertenecer a una comunidad de la que creemos que nada tiene que ver con la nuestra, cuando si hay algo que nos une es el sencillo hecho de estar vivos y reunidos en este planeta en el que parece que es irrevocable nuestra decisión de hacernos la vida imposible. Que le pongan vallas a las fronteras austriacas para frenar el éxodo de inmigración nos resulta una medida tan previsible como añadirle unos granos de sal a un huevo soso, como si esa acción justificara la lógica de la que se deduce que cualquiera hubiera hecho lo mismo, aludiendo a razones de organización para poder de esta manera controlar mejor la masiva entrada de pobres gentes, de miles de mujeres y niños y hombres desesperados que previamente han sido desvalijados de todos sus ahorros por unas consentidas mafias sospechosas de supinos planes conspirativos contra el engranaje de las políticas europeas. Uno de las peores consecuencias de la demagogia es que acaba por implantar verdades fraudulentas, mentiras, como si se tratasen de los mandamientos de un correcto canon de conducta, llevándose por delante la planificación entera de un modo de vida, de una filosofía, basada en siglos de trabajo y de progreso; y esto puede suceder en el momento menos pensado, en cuanto a los grandes capitanes les dé otra vez por mover una  de las fichas de su tablero, movidos por el cáncer del odio que les corroe por dentro y con el que pretenden dar ejemplo.

lunes, 26 de octubre de 2015

Aire de Conrad

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Ir a la presentación de un libro es ir a descubrir algo de su autor, algo de lo que anda uno persiguiendo de verdad dentro de la ficción que cada novela encierra, dentro del abismo que separa la realidad de la que se alimentan las historias de lo que éstas nos acaban contando. Conocer al autor es tanto como conocer las claves de su obra, porque siempre escribe uno sobre lo mismo, sobre si mismo. La literatura es una confesión que uno hace en boca de sus personajes, un querer decir por tantas vías como les sea posible a las vivencias que el escritor ha tenido con anterioridad, un recorrido por la memoria y los recuerdos, por los traumas y alegrías que la existencia se encarga de ir sembrando a lo largo y ancho del itinerario, por las vicisitudes y los logros, por el camino de la vida. Hoy no he ido a la presentación de la última obra de Luis de Lezama, El capitán del Arriluze, aunque me hubiera gustado escuchar a su autor explicar las razones que le llevaron a contar esta historia basada en hechos reales, cuyo principal protagonista fue un familiar suyo; me hubiera gustado escuchar la forma en la que un escritor cuenta cómo transcurrieron los días de la creación, de qué fuentes ha bebido, con qué dificultades se ha encontrado durante la documentación, porque es ahí donde radica la conjunción del genio con el resultado: en el método y en la infatigable labor de la investigación, en permanecer inmune a la desidia y estar siempre dispuesto a ponerse manos a la obra. En cada novela hay una parte de verdad incuestionable, tal vez la perteneciente al relato de los hechos tal y como en ella se cuentan, pero sesgados por la resolución de la ecuación que dé como resultado el final deseado por el autor; por eso cuando uno lee una novela lee al mismo tiempo el deseo implícito en el planteamiento de muchos pequeños detalles por parte de quien escribe, la recreación de una realidad a su antojo cuyo fondo es el mensaje que se quiere dar a entender, la moraleja de todo buen relato, ese pensamiento íntimo que nos sacude el alma cuando leemos una frase que no queda más remedio que subrayar. Hablar con un hombre de ochenta años que contempla las cosas con la proyección de un joven es un alimento útil para el cuerpo, una más de las razones para seguir creyendo en el trabajo como tabla de salvación. Hoy no he ido a la presentación de la nueva novela de Luis de Lezama pero he tenido la fortuna de hablar durante unos minutos con él, y de ser testigo de una de esas declaraciones en las que se encuentra el alma de la literatura, una de esas cosas que los escritores dicen como no dándoles importancia pero cruciales para el lector a la hora de enfrentarse a la obra; el padre Lezama me ha dicho: "esta obra tiene un aire de Joseph Conrad, apúntatelo". 

jueves, 22 de octubre de 2015

Las miradas de un museo


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Las miradas del interior de los cuadros de un museo disponen de la particular cualidad de parecer estar esperándonos, como si nos estuvieran viendo llegar y se fijaran en nosotros mucho antes de que demos con ellas, como si quisieran definitivamente transmitirnos algo una vez que nos paramos frente a la imagen que representan, clavadas no sólo en el tiempo en el que fueron pintadas sino conservándose además instaladas en el presente mostrándose cómplices de los acontecimientos actuales. Las miradas del interior de los cuadros nos llevan a un diálogo con otros siglos, con otras décadas en las que a pesar de vivirse de otra manera los seres humanos celebraban la fortuna y padecían la desgracia igual que ahora, cada cual lo mejor que puede y le dejan. La paz que se vislumbra en los ojos entornados de una recostada mujer dibujada por Egon Schiele le hace a uno de inmediato encontrarse más relajado porque esa calma pervive en la obra y es compartida con el visitante, haciendo también compartir la coherencia que lleva a pensar en la suerte de poder al menos sentir el privilegio de la contemplación, del atrevimiento de mirar. Sucede lo mismo cuando uno admira los trazos de un dibujo de los miles que hicieron Pablo Picasso o Salvador Dalí, Gustav Klimt, Edgar Degas o Auguste Rodin: que se inicia una comunicación guiada por la imaginación, un diálogo con las manos de estos genios que nos hace acercarnos mucho a las láminas expuestas en un intento de encontrar el impulso de la creación como queriendo ver el lugar en el que fueron dibujadas, adivinando aquello que llevó a estos artistas a realizar esos bocetos, muchos de los cuales acabaron en conmovedores óleos. Existe en los bocetos una parte de misterio y de virginidad que como ninguna otra cosa los aproxima a la esencia misma del arte, al fogonazo, a la instantánea, a la espontaneidad, a la pureza del acto reflejo del trabajo que no cesa, al vicio de la creatividad, a la descarga eléctrica de la inteligencia. El conventual silencio de los museos proporciona un estado de bienestar semejante al que se ostenta cuando tiene uno la seguridad de tener la vida por delante, todas las horas del día a su disposición haciendo lo que más le gusta sin que nadie le moleste, deteniendo el reloj en ese estado de ingravidez suficiente para pararse a pensar bien las cosas y extraerle todo el sentido a la belleza inherente en las líneas que conforman el contorno de una figura levemente insinuada. Sucede con muchos dibujos lo que pasa con la lectura de las buenas novelas: que hay una parte reservada para quien las disfruta consistente en completar la obra imaginándose lo que sucederá o lo que pudiera haber sido, suponiendo, transportando al mundo interior del espectador o del lector la posibilidad de terminarlas o de moldearlas a su antojo en función del sugestivo poder de la elipsis. Visitar un museo es como viajar en el tiempo y en el espacio, es como entablar una fiel y sosegada correspondencia con la grandeza del ser humano.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Mal menor


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Existen tantas razones para escribir procedentes de dantescas y maltrechas situaciones que incumben a cualquier asunto diario, razones nacidas de una noticia que le haya a uno llamado la atención y sobre la que le apetezca dar su particular punto de vista, que se para uno a pensar si servirá de algo o no dedicarse a hacerlo una vez que ya hemos sido saturados con imágenes y comentarios que ponen la piel de gallina, una vez que todo el mundo habla sobre lo sucedido con esa cierta dosis de desdén con la que se habla sobre los hechos dados por sabidos. No hay mañana que no sea recibida en los noticiarios por el desplome general del civismo, por la preponderancia del contrabando humano, por el negocio de las malas entrañas de las armas, por la cobardía de unas cuantas almas insatisfechas que gobiernan el mundo dirigiendo las batallas desde esos despachos en los que se firma la paz haciendo la guerra; no hay día en el que no se encierre un interrogante más, en el que no se líe más la madeja de la confusión, en el que la pura y dura supervivencia de millones de personas no haya dejado de ser su rito de organización ordinaria; no hay momento en el que una noticia atroz no suplante a otra aún más aterradora: inmigración, asaltos, robos, pobreza, devaluaciones, asesinatos en serie, estafas por parte de multinacionales, elecciones fraudulentas, tráfico de blancas y de pólvora encapsulada, sobornos, demagogias de medio pelo trufando la cuestión. Tanto es así que lo peor de todo acaba siendo que nos estamos acostumbrando, quedándonos por otra parte la duda de si habrá otras muchísimas cruciales noticias que no salen a la luz, que no se cuentan, que no interesa que sean tema de debate. llego por tanto a la conclusión de que basar los noticiarios en supinas calamidades puede llegar a ser una de las formas elegidas para desviar la atención, porque hay tanto malo donde elegir que con algo habrá que quedarse, digo yo, y una vez que no hay sitio para todo hay que sopesar y quedarse, tal vez, ojo, con lo menos malo; pero nunca se sabe ni se sabrá. Que el tiempo dedicado en los medios de comunicación a los deportes sea de una desproporción tan evidente roza con los dictámenes impuestos por una religión fundamentalista; arropar el consuelo del pueblo en el fútbol, y en la desmesurada desigualdad que de por sí representa dicho negocio, es una firma prueba de hasta qué punto está mermada la capacidad de reacción de la gente, lo bien planeada que está la ingesta del opio que adormece las conciencias, lo maquiavélicamente estructurado del asunto del entretenimiento, de la cosa. Siempre escribe uno sobre lo mismo, siempre escribe uno como propulsado por la tentación de decir algo importante, pero al final se da cuenta de que todo esto va sabiendo ya a comida recalentada, como ese tipo de males menores que se han convertido en los ingredientes principales del guiso de la rutina, de nuestra desinformada rutina en esta sociedad de la transparencia, de una transparencia que lo tapa todo. 

jueves, 15 de octubre de 2015

Una licencia

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Decía Francisco Umbral que la mejor receta para escribir, lo mejor que él conocía para alimentar la inspiración, era haber descansado bien. Ahora es la una de la madrugada de una noche de otoño en la que el servicio ha acabado antes de lo habitual, y por primera vez en mi vida me pongo a escribir desde el lugar en el que trabajo, siempre tan dado yo al pudor que transpira la responsabilidad; los últimos clientes han pedido una copa, después de haber pagado, cuando ya estaba todo preparado para salir, influenciados por lo a gusto que les hemos hecho sentir aquí, justo cuando nos estábamos frotando las manos con esa emoción anticipada que supone saber que se dispondrá de un rato más de lo habitual para tomar una cerveza,  para hacer una parada antes de llegar a casa, para que dé tiempo a leer tranquilamente durante un rato esas páginas salvadoras que a uno le alimentan como el pan suyo de cada día. Estoy cansado pero me encuentro bien, con ganas de escribir sobre lo que sea, como cuando Ortega y Gasset se puso delante del marco de un cuadro y comenzó a escribir aquel famoso ensayo de los límites de una obra de arte por no encontrar nada mejor a cerca de lo que hacerlo; me siento como un cazador furtivo de palabras deslizando mis dedos sobre un teclado en el que siempre he escrito nombres de empresas y de clientes que van a parar a facturas que corresponden a créditos que el restaurante le concede a importantes compañías. Escribo por vicio y por inercia, por el morbo que proporciona la tenue luz del pasillo de la galería en la que me encuentro, y lo hago de pie mientras me viene a la cabeza la figura de Günter Grass, porque él debió de escribir así, de pie, en su pupitre vertical, pero no una solitaria noche de otoño, sino durante muchos días de su vida; me vienen a la cabeza los más de diez mil versos memorizados por Aleksandr Solzhenitsyn en un campo de concentración en el que no había más papel que la tenacidad del recuerdo; me viene a la cabeza Valdislav Spilzman y sus ensayos basados en la rememoración de algunas piezas de Chopin, tumbado sobre un destartalado y mugriento sofá de Varsovia a la espera de que uno de los ruidos que escuchaba no fuera la bomba que destrozara la casa en ruinas que le servía de improvisada guarida; me vienen a la cabeza las coplas a la muerte de su padre escritas por Jorge Manrique desde una trinchera; me viene a la cabeza aquella oficina del ayuntamiento de Granada en la que Antonio Muñoz Molina escribía con la misma sensación de estar transgrediendo una norma, con la excitación de estar haciendo algo que no se debe hacer, cumpliendo al mismo tiempo con una de las máximas de la literatura que es la de dedicarse a ella en todo momento, incluso cuando se pasea, mientras uno se afeita o se ducha, mientras habla con un cliente o con un compañero, mientras el duermevela de una cabezada acompaña con frases sueltas al pensamiento. Ahora he vuelto al teclado en el que habitualmente escribo, ya no estoy en el restaurante, han pasado más de doce horas y recuerdo el instante en el que comencé a hacerlo anoche como uno de esos momentos en los que uno se concede una licencia, un capricho atado a una necesidad, una vez que todo estaba a punto de irse a dormir bajo mi firme creencia de que las cosas viven, una vez que los muebles y las lámparas permanecían en ese estado de quietud fantasmal que atesoran los enseres de una casa palacio, y he vuelto a sentir de nuevo la fortuna tanto de vivir en esta ciudad como de trabajar en ese sitio en el que ayer transgredía la norma de no hacer nada que no tenga que ver con el escenario.