jueves, 31 de agosto de 2017

Redes sociales



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Como no soy dado a las redes sociales me cuesta mucho trabajo mantenerme permanentemente en contacto, de hecho no lo hago, con mis amigos y conocidos mediante esas vías de comunicación que me resultan un tanto insulsas debido a su afán de protagonismo y a su, paradojicamente, impersonalidad. Cuando estoy en la cola del supermercado o esperando a ser atendido en cualquier establecimiento, compruebo como el personal se entretiene, mata el tiempo, con sus teléfonos en la mano enviando mensajes en Facebook, Twitter, Instagram y en ese plan, o sencillamente charlando mediante Whatsapp. Hace unos días comprobé como cinco de las seis personas que nos encontrábamos aguardando nuestro turno en una tienda de pinturas estaban embobados en la pequeña pantalla de su móvil, hasta el punto de que les costaba darse cuenta de que el dependiente preguntaba quién era el siguiente. Parece como si de esta manera nadie se encontrase solo, y en esa relativa virtualidad nos vamos defendiendo igual que el poeta se defiende con su voz interior tratando de memorizar los versos que le acaban de caer del firmamento sobre el que se posa de su mirada. Para los que preferimos una soledad acompañada de otra forma todo esto de las redes sociales nos resulta un tipo de aislamiento hacia fuera, a pesar de la aparente continua compañía que pueda denotar el hábito de no dejar de estar presente en cualquiera de estos medios, y tendemos a recurrir a eso de que no hay nada como un buen diálogo en presencia de otra persona, llegando incluso a pensar que nos encontramos en un proceso de decadencia comunicativa por mucho que parezca que ahora es cuando más fácil resulta estar en contacto con todo lo que ocurre. Pero de tanto pensarlo hay también un hueco para la duda, para cuestionarme si no estaremos en cierta forma equivocados y acaso no seremos nosotros, los que preferimos un libro o una charla o un paseo contemplativo, los inadaptados. Cada época y etapa de la historia tiene sus particularidades y sus  detracciones, sus rechazos a lo nuevo, sus manías de enquistamiento en lo aprendido durante la infancia, y de la misma forma que el Rock fue considerado una subversiva tendencia musical o la aparición de los primeros escritores que prefirieron usar un ordenador para trabajar hizo que aquellos otros que no entendían el oficio sino de la amanuense manera pusieran el grito en el cielo, ahora la queja se centra en la impersonalidad y la sospechosa velocidad a la que se cuecen las misivas y se tiene acceso a las noticias; recordemos que en la Grecia de Platón la escritura llego a ponerse en duda por considerar la memoria por encima de ésta; que se sepa Sócrates no escribió ni una palabra. Dicho esto llego a la conclusión de que hay que hacer un esfuerzo por pertenecer al siglo XXI, utilizando con la debida moderación esos canales cuya abundancia me dan repelus a primera vista, si no quiero quedarme anclado en la sobremesa del XX. Me doy cuenta cada vez que trabo conversación con uno de los jóvenes de mi equipo, tan acostumbrados como están ellos a manejar con una envidiable habilidad todo lo que tenga que ver con las redes sociales; entre otras cosas porque eso es lo que hay y lo que tenemos y lo que el tiempo nos ha ido dando. En fin, ya veremos, la cuestión es sentirse vivo y en contacto con los demás sin caer en la reiterativa opinión que a lo largo de la historia ha ido poniendo en boca de los hombres eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor.


Diccionarios


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No deja de sorprenderse uno de la inmensidad de nuestra lengua, de la cantidad de palabras que tenemos, de las diferentes formas en las que se puede decir lo mismo. Cuando me pongo a escribir suelo abrir un diccionario para buscar en él tanto los sinónimos que no me hagan caer en la reiteración de un vocablo así como el significado de ese término que puede traicionar el mensaje; la consulta ortográfica ocupa también un lugar importante. Una palabra mal colocada puede dar al traste con la intención de lo que se quiere decir, tergiversando así el contexto o cayendo en el vacío de la confusión que deviene en duda y en aburrimiento, y en ese peligroso trance de la escritura que consiste en irse por las ramas. Los diccionarios son el cosmos de la semántica, el mundo en el que se encuentra la explicación de los conceptos y la razón de ser de la etimología. Descubrir la procedencia de una palabra nadando en el mar de la etimología es un acto que tiene algo de apasionante porque en dicho hallazgo descubrimos parte de nuestra historia, de lo que nos ha llevado a que las cosas se digan de una determinada manera. La filosofía del lenguaje, el por qué hablamos y escribimos así, define el pensamiento de una sociedad, su arquitectura mental, la razón de ser de su vehículo de comunicación. Muchas veces me he preguntado cómo se ha ido, a lo largo de los tiempos, formando la articulación de los diferente sonidos a partir de los cuales el ser humano ha hecho posible que se vayan sentando las bases del entendimiento, ese llamar a las cosas por su nombre. Fijar las sílabas que definen la presencia de un objeto, a nivel fonético, debió de ser una ardua tarea que llevó implícito en nuestros antecesores el esfuerzo de tener que ponerse de acuerdo para que la emisión de un mensaje tuviese la consistencia tanto de la comprensión como de la credibilidad. La aparición de la grafía, del dibujo en el que se resume cada letra, hubo de ser del mismo modo otro acontecimiento que yo imagino de los más significativos de la historia; y después poner una detrás de otra para hacerlas concordar con las articulaciones que consuetudinariamente se habían memorizado. Sin ir más lejos esta mañana he estado tomando unas cervezas en La Academia y he solicitado la ayuda de un diccionario para ver cómo se escribe la palabra dislexia, término al que mentalmente siempre le pongo una errónea pe intercalada y una equis en el lugar que no corresponde, y al definitivamente aprender cual es la acepción correcta he vuelto a sentir la alegría del aprendizaje. Un diccionario es un edificio de una solidez tal que en él puede uno ir de una a otra de sus estancias como quien pasea por un infinito museo sin dejar de fascinarse por la riqueza de la lengua.

martes, 29 de agosto de 2017

Recién levantado


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La perspectiva con la que se afronta un día de esos en los que uno se ha levantado bien, digamos que con ganas de verle el rostro a La Ciudad y darle sentido al fructífero paseo que se realice sobre ella gastando la suela de los zapatos, que es como según Walter Benjamin ser ha de viajar, predispone a los sentidos a mantenerse alerta y a no descartar ningún detalle susceptible de formar parte de un verso. Hay un momento cada mañana, durante el trance de la vigilia, en el que uno se pregunta quién es y dónde está, llegando incluso a, más allá de plantearse qué hará hoy, realizar un breve recorrido de su existencia para situarse y no perder el norte, tratando de poner los pies en la tierra, reconociéndose, llegando incluso a mirarse las manos para ver si cada una de ellas todavía tiene cinco dedos. Disponemos de una lupa interior que nos va dando pruebas a cerca de nuestra razón de ser, y un reloj que sin marcar las horas nos indica la distancia entre lo que hemos ido haciendo y lo que somos, un continuo flujo de pensamientos a través de los que tratamos de aceptarnos. Echarle un vistazo desde la cama al estudio y contemplar como se encuentra todo más o menos en perfecto desorden es un ejercicio, un diálogo con los enseres que nos acompañan, a partir del cual nos vamos situando en la escena del presente para dar el primer paso de la jornada; ese ir barruntando de memoria el itinerario de la agenda. Disfrutar de la luz del nuevo día, a ser posible muy temprano, marca en cierta forma la senda de una inusitada claridad de sencillos razonamientos que acaba por definitivamente despertarnos ayudándonos a apreciar el valor de, como le gusta decir a Heri Nowen, el aquí y el ahora en el que nos encontramos, siendo testigos de cuanto sucede en el mundo y aportándonos las fuerzas suficientes para que la lentitud de nuestros movimientos tenga el respaldo de la memoria, el sustento de la inercia positiva, el alimento del breve proyecto esbozado sobre el mapa de las próximas veinticuatro horas. Mira uno, mientras toma el primer café, la lectura que anoche dejó empezada, y trata de hacer el ejercicio de recordar por dónde quedó esa historia basada en La Ciudad del XIX, y la correspondencia entre la recapitulación y el gesto de tomar la taza hace que vuelva a ser posible el gozo de mantenerse vivo también en esa otra vida que hay en el interior de la novela de la que ya se cree uno de sus personajes. El comienzo de cada día tiene algo de suspense y de emoción, de intriga, algo que emparenta el deseo de hacer algo con el impulso que nos permite realizarlas, aún a sabiendas de que nunca, jamás, podremos saber qué nos va a pasar hoy.


lunes, 28 de agosto de 2017

Pitiplum


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Entro en Google y me asalta la impresión de la abundancia, de lo desmesurado; el todo y la nada, el horizonte sobre el que se dibuja la copiosidad del efímero presente continuamente solapado por el siguiente movimiento de unos dedos. Imagino el mundo de la red como una infinita e inabarcable extensión que de tan grande como es va dejando tras de sí el rastro de la sospecha, no solo la sospecha de la poca veracidad que puedan tener muchos de los conceptos que en ella encontremos sino el amargo presentimiento de que se nos está fabricando un mundo con todos los ingredientes para no salir de casa. Uno de los frutos de la aparente y masiva información es el aislamiento. El individuo compra desde casa, lee las noticias en la pantalla, descarga películas y documentales, encuentra la música que le venga en gana, escribe y publica como yo, opina, cree estar al día, se encuentra cómodo porque siempre encuentra un sitio que le dé la razón, un sitio a su medida que le proporciona la medicina que quiere y necesita, ni más ni menos. La fuerza motriz que impulsa el progreso de la confusa empatía desemboca en la destrucción del criterio por la falta del estímulo comparativo. ¿A quién se le ocurre desayunar galletas cuando tiene un bollo recién salido del horno elaborado justo a imagen y semejanza de su, por otro lado, manipulado gusto?, a unos cuantos locos encontrados. Internet nos ha dado la posibilidad de acceder de manera inmediata a muchas cosas que nos interesan y a una, también hay que decirlo, divulgación de la cultura de forma más alcanzable, por supuesto; de hecho da gusto viajar en el tiempo de la historia del arte desde la silla del escritorio en el que se encuentra el ordenador, y en esa línea sucede lo mismo con muchas otras facetas de cautivadora información que contribuyen al gozo y disfrute del caviar del intelecto que los grandes hombres han ido dejando a lo largo de los tiempos sellado en la posteridad. Pero la actualidad está en la calle, en las esquinas, en las voces de la gente, en los gestos y miradas, en las declaraciones públicas de insatisfacción, en las anécdotas, en las bibliotecas y salas de estudio y conciertos, en los auditorios, en los cines y teatros, en los bares y mercados, en los museos y en las librerías, y en las luces y sombras del ser humano desparramándose por el laberinto de la existencia de La Ciudad. En cambio da la impresión de que todo se encontrara ahí, en esa tela de araña de la globalización con  la que se engatusa al personal y se le hace ser feliz a su envasada al vacío manera, con la que se le permite exhibirse y atenuar así su complejo de inferioridad y su tendencia a la abnegación y el aburrimiento, y con solo apretar un botón podemos acercarnos a cualquier punto que nos suscite un mínimo de interés, de entretenimiento o de pertenencia. La identificación con algo es algo que debe ser cocido a fuego lento en las brasas de la meditación, en las ascuas del discernimiento, y si se lleva a cabo por la senda del proselitismo y de la ramplonería corremos el riesgo de la vacuidad, de la falta de contenido o profundidad de nuestros pensamientos alejándonos de lo que realmente somos o aspiremos a ser, alimentando el mal de muchos y dejando a expensas de los directores del teatro global el movimiento de los hilos de nuestra marioneta. Escribe uno la palabra pitiplum, es un decir, y sale algo que viene a tratar de explicarnos el significado; hay fotos y foros, comentarios, estadísticas, historias, alusiones. Tanto da lo que trates de buscar, siempre hay un roto para un descosido. Mientras el ser humano no sea educado a separar el grano de la paja Internet seguirá siendo un instrumento de distracción con visos de una tendencia basada en el inmovilismo cerebral, tanto por su abundancia como por la velocidad a la que en él ingresa la información. Existe una relación directa entre la lentitud y la memoria y entre la velocidad y el olvido, como muy bien nos explica Milan Kundera en so obra La lentitud, y la atmósfera cibernética tiende a que no le prestemos la menor atención a lo que sucedió ayer, de modo que nos encontramos ante el peligro de olvidarnos hasta de nosotros mismos.

Cuatro gotas


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El agua que acaba de caer, durante el tránsito de la noche al día embadurnado de bochorno, hace que me acuerde de mi paso por Cantabria; allí raro era el día que no llovía, parecía como si no se sintieran plenos los dioses de la atmósfera sin unos minutos de humedad; al despertar comprobaba que de madrugada las nubes habían ordeñado sus algodones dejando un leve atisbo de humedad sobre el pavimento y abrillantando aún más la frondosidad de las hojas del paisaje. La luz de un día que amenaza unas cuantas gotas de lluvia en esta época del año me transporta a los albores del inicio del curso, cuando había que ir pensando en la escuela. Los finales de verano con aroma a escampado huelen a lápiz recién elegido, a goma de borrar, a libro de texto que tendrá que ser forrado con papel transparente, a prendas de vestir con las que habrá que ir recomponiendo el aspecto del armario para adecuarlo a la próxima estación. Ese claroscuro de una tarde con nubes, y de una inusual mañana en la que hay que subir las persianas más de lo que durante los últimos tres meses estábamos acostumbrados, le confiere al ambiente del hogar la autenticidad del paso del tiempo, un mensaje en la botella del calendario recordándonos que es inminente el cambio de rutina, que la casa empezará a oler a café cada vez más temprano. Estoy escribiendo esto y me doy cuenta de que acaba de salir el sol, ese sol que viene y va y no se pone de acuerdo con los astros que tratan de ir dándole la bienvenida a las hojas que en menos de un mes se encargarán de ponerle la alfombra al otoño en ese largo pasillo del final del estío tan característico del Sur. Pronto dejará de escucharse el sonido de los aparatos de aire acondicionado que pueblan el semblante vertical de La Ciudad para darle paso al panorama de ventanas abiertas y mangas de camisa, de chalecos al hombro y de vespertinos y pausados oscureceres. La lluvia es una suerte de música clásica agradable de escuchar cuando uno está durmiendo, hasta el punto de que acompaña la pomada de los sueños y el placer del cobijo entre las sábanas. Cuatro gotas son suficientes para que la modorra tire de la poesía del dulce duermevela del amanecer. Los días así tienen un aire de cine y de lectura, de sosiego y de esperanza y de cierta nostalgia.

sábado, 26 de agosto de 2017

Prejuicios literarios


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Uno de los prejuicios que me persiguen a la hora de elegir mis lecturas es el de creer que sólo me resultarán interesantes las escritas por autores contrastados; por eso cuando cae en mis manos una obra de esas que han sido récord de ventas sospecho que lo único que puedo encontrar en ella es mucha paja y poca profundidad, muchas páginas escritas con la única intención de entretener pero sin un ápice de compromiso ni de crítica. Pero no es así, porque existen novelas escritas por autores desconocidos que además de entretener gozan de una calidad literaria, y de una estructura narrativa y documental, tales que hacen que acabe uno por replantearse su viciado criterio de selección. En esto de la literatura parece como si más allá de los autores que gozan de la reputación de ser académicos, o aquellos otros que sin serlo han tenido la suerte de instalarse en el mercado gracias a la consecución de un premio, no hubiera hueco para la confianza en autores que, o bien acaban de empezar o bien se dedican a escribir sobre temas sin aparente atractivo de erudición. A algunos lectores como a mí nos incita a optar por un libro y no por otro un cierto aire de búsqueda de intelectualidad, de conocimiento filosófico, cosa que en muchas ocasiones nos lleva, a pesar de no terminar muchas de las lecturas que empezamos, a decidirnos por el ensayo; pero puede uno llevarse alguna que otra grata sorpresa. También sucede que las personas que creen conocernos mejor nos regalen libros aún no siendo ellos lectores, por lo que no es de extrañar que al abrir el envoltorio de un regalo uno se encuentre con las vivencias en las Alpujarras granadinas del célebre componente de una banda de rock o con uno de esos ejemplares en los que un entrenador de fútbol desentraña las claves de su éxito. Nada es desechable, todo tiene algo que aportarnos; y bien mirado, y desde el punto de vista de la dedicación y el esfuerzo, toda obra, por simple que nos pueda parecer, se merece un respeto y una cierta dosis de admiración. Algo así me pasó hace ahora un año cuando mis amigos Amandine de Sousa y Rafael Charquero decidieron regalarme El pintor de sombras, de Esteban Martín: una obra basada en la Barcelona de Picasso en la que el pintor se ve indirectamente involucrado en una serie de asesinatos cometidos por un facineroso miembro de la nobleza de la época que se regodeaba enviando al periódico La vanguardia una nota después de cada crimen bajo el seudónimo de Jack. En un primer momento pensé que se trataría de una novela sin demasiada molla, una más de las que atiborran los estantes de las librerías de saldo, uno de esos libros de los que el personal se desprende sin reparos. Ayer la leí de un tirón, no pude dejar de leer durante unas pocas horas en las que no me apetecía nada más que prestarle atención a las investigaciones de los detectives que trataban de resolver el caso, embaucándome en el ambiente bohemio de finales del XIX, con sus artistas y prostíbulos, con sus cafés y sus calles y sus coches de caballos, con sus rufianes y borrachos, con su miedo a meterle mano a los intocables de siempre, regocijándome con la habilidad del autor para poner en contacto el Londres de Conan Doyle con la Barcelona de Picasso. Desprenderse de algunos prejuicios a la hora de abordar la lectura de una novela me hace ver con más claridad la inmensidad de historias bien escritas que deben andar por ahí esperándome para ampliar mi campo de visión y para disfrutar de la buena literatura, que muchas veces se encuentra en uno de esos libros que nos andan esperando en nuestra misma casa.

viernes, 25 de agosto de 2017

Silencio


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No hay nada más atronador que el silencio, en su fuero se multiplican los pensamientos y tocan todas las orquestas, se desatan los pormenores del sonido hablándonos de cosas que no queremos escuchar y de situaciones que nos reconcilian con el presente. En el silencio cabe todo, lo bueno y lo malo y en ese plan, se desenvuelven a sus anchas los demonios del ruido contagioso y atroz, mezquino y aparentemente sereno de los ojos que se clavan sobre las manchas de un techo. El silencio nos abandona y nos acompaña, nos recibe con los brazos abiertos para saborear la paz e induce a nuestros diferentes heterónimos a ponerse en conversación sin saber qué decir o sin dejar de hablar, enlazando un monólogo con otro hasta que se cierran los ojos, hasta que el cuerpo cae en las profundidades del sueño efímero y eterno. La poesía y el silencio van de la mano porque se necesitan la una al otro, como en un juego de introspección del que dependiera el mutismo necesario para encontrar la palabra exacta. De la misma forma que el negro es la mezcla de todos los colores el silencio es la amalgama de todos los sonidos, es la definición del estallido hacia dentro, nos relaja y pulveriza, nos instala en el limbo y en la multitudinaria manifestación de nuestros egos, disfraza nuestra cobardía y nos prepara para ser valientes. Podemos encontrarnos en medio del bullicio y el griterío, del barullo y la verbena, de la fiesta y el vocerío atroz de las gargantas escandalosas y no oír nada, recluyéndonos en una especie de isla desierta, camuflados por el misterio, sumergidos en el fondo del mar de la afasia. El silencio no es mudo, todo lo contrario, es capaz de someternos al más cruel de los interrogatorios hasta desentrañar las claves de nuestra conducta, hasta darnos en la cara con la verdad de la apatía y con la razón del jolgorio. Disfrutar de la quietud es un hábito sostenido por ese fino hilo que separa al tedio de la pasión, puede llegar a resultar enfermizo, aunque su necesidad es tal que sin la soledad del silencio no nos acordaríamos ni de nuestro nombre. El silencio recoge lo que nos queda pendiente y lo pone en su balanza, sopesa las posibilidades y nos pone al corriente de que nuestro peor enemigo somos nosotros mismos. Un silencio vale más que mil palabras.

jueves, 24 de agosto de 2017

De los sueños y lo sencillo


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Después de haber leído dos novelas seguidas de Haruki Murakami, Sputnik, mi amor y Tokio blues, sale uno con la sensación de que hay un cúmulo de detalles cotidianos que se encuentran reflejados en su escritura, destellos de la vida ordinaria que sirven de material para decir lo que se quiere contar. Enlazo esta idea con la tendencia del autor japones a ir archivando datos en los cajones de su cabeza, que es como según él clasifica sus vivencias y observaciones en los diferentes recipientes mentales en los que se encuentra dividido su cerebro para ir acumulando en ellos datos, experiencias, particularidades del día a día en depende que momento. La calle y sus esquinas, el hogar y sus ventanas, los parques y sus árboles, las aulas y sus libros y sus apuntes prestados, los bares y la fugacidad de un almuerzo en ellos, las tiendas de discos, los cines y sus estrenos y sus sesiones golfas, los hoteles y los hospitales y los apartamentos de alquiler en la periferia de la gran ciudad, los bosques y las carreteras y los senderos, todo tiene eco en la historia de cuanto nos sucede; todo es metáfora y significado, encuadre, escena.  Desde la forma que tiene una chica de poner las manos sobre sus rodillas hasta la manera de apagar un cigarrillo a medio fumar, desde el enfado de una joven porque su amigo no se ha dado cuenta de que ha cambiado de peinado hasta la manía por la limpieza de un estudiante en su cuarto de una residencia de la universidad, se abre un amplio abanico en el que se van tejiendo los relatos cuyo trasfondo está impregnado de un toque mágico que acerca la realidad a los sótanos de los sueños y al subconsciente. Estamos hechos de vivencias y de sueños, y de una mezcla de ambos; estamos hechos de sacudidas y de esperanzas, de temores y arranques de valentía, de intenciones y profundos pensamientos, de debilidades y consonancias con el presente, de planes fallidos y proyectos consumados, un poco de todo. La riqueza de la existencia no se encuentra en una cuenta bancaria sino en el cultivo del jardín de nuestro interior, y de ahí en adelante se le va abriendo paso a la libertad, a esa manera tan poco frecuente de entender la muerte como parte esencial de la vida. Murakami es un autor que se lee con fruición, pasando las hojas a la velocidad del viento que se adivina en las ciudades sobre las que los personajes se nos van pegando al cuerpo porque podríamos ser nosotros mismos los protagonistas; es ese uno de los diálogos más hermosos de la literatura: la identificación. Hay música y gastronomía, lecturas, sensaciones y pensamientos comunes, expresiones cotidianas, lazos que tejen el trascurso de las novelas hasta convertirlos en atmósferas proclives a ser espejos en los que ver reflejados nuestros actos. Cada vez que me meto de lleno en un libro recuerdo a Rosa Montero y esa idea suya de la fortuna que tenemos los lectores de vivir más vidas dentro de ésta única de la que disponemos.

La purificación del arte


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Que el arte purifica es algo que se puede comprobar ejerciendo el impulso de la creatividad, abonando los campos con las semillas de la intuición, poniendo la tilde en los colores, en las palabras, en las imágenes que  nos rodean y de las que brota el flujo de la imaginación, recortando cartulinas, utilizando pegamento para ensamblar trozos de papel en diferentes posiciones confiriéndole un halo de estética y de sentimiento de belleza al rompecabezas de un collage, usando los pinceles con libertad, disfrutando del sonido del trazo de las cerdas sobre la lámina en la que no se sabe muy bien cuál será el resultado, matizando con un lápiz o rotulador aquellos contornos que denoten alegría, abriendo los botes de témpera con la ilusión de los niños en el colegio, tomando notas mentales, escribiendo el guión inexacto de un diario o de unas memorias, inventándose uno un mundo en el que salir a flote, rescatando del subconsciente los datos que hagan posible el juego de la composición. Componer es la cuestión, hacer por donde sin pararse a pensar en el significado del intento, seguir el guión de lo que le pide a uno el cuerpo introduciéndose en la compañía de la ópera como telón de fondo para acariciar a los oídos con la melodía y las voces del reino de las musas. Que el arte purifica es cuestión de ponerse manos a la obra, dejándose llevar por los senderos de la confirmación en los impulsos que lo llevan a uno a exiliarse en la soledad de la música clásica y de las luces y sombras que entran por la ventana, auscultando en la posible decoración sobre la superficie de un piano en el que los objetos se irán poniendo ahí sólos como manejados por un médium, como por la tendencia de una íntima conversación entre quien los coloca y ellos mismos. Una de las cosas que más me gustan cuando hablamos de siglos pasados es que siempre salen a relucir nombres de artistas, de personas que dejaron la huella de su ingenio e intelecto plasmada en portentosas obras de arte, y que nunca salgan a relucir aquellos otros nombres de quienes más se enriquecieron a costa del esfuerzo de los demás. Eso me lleva a pensar que al final el mundo, la vida, la evolución, ha sido, es y serán movidos por unos cuantos, algunos de ellos considerados locos perdidos, que tuvieron la voluntad y el tesón suficiente como para dedicarle su existencia a la creación, a la originalidad, a la sensibilidad en definitiva. Sin ellos la historia sería un mosaico de disparates, un baúl lleno de la sustancia de la codicia, una pena. Gracias al arte tenemos acceso a la comprobación de que el ser humano necesita verse reflejado en la armonía, sin la cual el ambiente sería irrespirable.