domingo, 27 de julio de 2014

Live in Germany




 Sé que estarás alucinando con mil y una cosas diferentes, con las chicas tan monas de aquellos barrios, con los árboles y los tejados y con lo que se ve a través de aquellas ventanas, con esas calles en las que aparecen nombres cuyo significado descifrarás pronto fácilmente. Sé que las frases que aparecen en tus nuevos libros de texto, ese mejunje de letras juntas de difícil pronunciación, a veces te hacen gracia y a veces te hacen mirar al techo: plantearte otra pregunta, cuestionarte el por qué de otra cosa. Sé que la declinación de esa nueva lengua tuya pronto será el pan tuyo de cada día, hasta que acabes desentrañándole los misterios a su vocabulario y te atrevas con el apunte de unos cuantos versos con los que conquistar a tu Amor. Qué placer, compadre, tener la vida por delante; tener esos amaneceres a tus pies tras los que vienen los días cargados de insospechadas aventuras, de inauditas fotografías, de fotogramas a punto de formar parte de tu presente continuo, de tu felicidad de chaval que sabe lo que quiere. Qué placer darle la bienvenida a un nuevo cumpleaños tan lejos y tan cerca, tan convencido como estoy de que el aire que respiras se aproxima a la dicha del descubrimiento. Escribir en un instante lo que escribo, dice Muñoz Molina, es como tocar en directo; y eso me gustaría a mí: tocar en directo contigo, y formar parte de ese par de  tíos que aparecen en la foto, eso sí: tú eliges quién es quien. Porque escribir esto ahora, dedicarte estas líneas, a lo Hemingway, es un orgullo que sobrepasa a todos los protocolos de lo establecido, es algo que me llena más que atender a mucha gente que a diario me habla de cosas que nada tienen que ver con mis preocupaciones; y no sé si sabrás que una de mis mayores preocupaciones, uno de mis sueños, es que llegue el día en el que pueda tocar junto a tu banda una canción; y te digo que ahí estaré para conectar los cables, para montar el escenario, para hacer las pertinentes pruebas de sonido, para cambiarle un parche a la batería o para llevar los trastos de un lado a otro; ahí estaré para poner a la altura justa tu micrófono, para limpiar los mástiles de tus guitarras, para sellar en el suelo las chuletas de los estribillos más difíciles, para decirle al de la mesa de sonido que los graves o los agudos necesitan un toque específico para cada canción; ahí estaré para conectar los focos y darte luz o sombra en función de los requerimientos del concierto; para ser tu manager en los peores tiempos del comienzo, para vender entradas y luego adecentar tu camerino, para ir de pueblo en pueblo, como esos personajes del Viaje a ninguna parte de Fernando Fernán Gómez, durmiendo en hoteles de mala muerte hasta conseguir llenar, en este caso, el Olímpico de Munich abrazados en un final de actuación en el que solo me quede decirte FELICIDADES, JUAN.....y ein kühles blondes a tu salud..... 

jueves, 24 de julio de 2014

Indiferencia





Pasa la vida. Pasa el tiempo: las horas, los días; pasan las quejas de una moda ordinaria a otra pero nadie resuelve. Poco a poco se va desalentando el personal con aquello que dentro de no mucho habrá pasado a formar parte de lo pretérito: la reivindicación, la salida a la calle, la manifestación multitudinaria, el voto en blanco, la firma verdadera, el sentir de la comunidad. Pasa la vida y en la tele pasan las cosas como en los vídeo juegos a los que nunca he jugado pero que tan bien puedo imaginarme solo de escuchar a gente de mi edad contarme lo bien que se lo pasan, horas y horas, matando soldados y marcianos, encerrando a prisioneros, comprando imperios, e incluso pagando cuotas para ser los más poderosos de ese virtual planeta de lo cibernético. Pasa la vida y ya a casi nadie se le cae la sopa de la cuchara cuando ve en el noticiario que un avión de pasajeros regulares, civiles corrientes y molientes, trabajadores, turistas, paisanos, personas inocentes, ha sido derribado. Pasan el ejecutivo y el profesor, la limpiadora y el camarero, el periodista y el directivo, el comprador y el vendedor, el parado, el desahuciado, el ateo, el agnóstico y el devoto por delante de un vagabundo y cierran, y cerramos, los ojos; no sé si debido a un arrebato de vergüenza ajena o a un irreverente sentimiento de conmiseración hacia ese ser y hacia nosotros mismos. Pasan una tras otra las fotos cargadas de caras de terror y de hambre de los periódicos delante de nuestros ojos mientras pedimos un café con tostadas y nos quejamos de que el aire acondicionado está muy suave o muy fuerte; pasan tantas pequeñas cosas, en un mundo tan conglomerado de divertimentos con los que distraer la atención, que hemos aprendido a pasar los unos de los otros con una supina facilidad y un contagioso pasotismo no exento de responsabilidad.

jueves, 17 de julio de 2014

Una noble manera





De un tiempo a esta parte está aumentando el número de artistas de la calle. Antes era frecuente ver a músicos, pintores y malabaristas, casi todos extranjeros, haciendo de las zonas peatonales un magnífico escenario; ahora están proliferando los que aprovechan la mayor de sus habilidades y su talento para darse a conocer de esta tan noble manera. Veo a mucha gente joven, con pinta de ser alumnos de algún conservatorio de la ciudad, organizados y ocupando importantes puntos de buen tránsito y afluencia de público, como la plaza Nueva o La Campana; Unos bailan Rap o Hip Hop, otros tocan flamenco y taconean con un matemático sentido del ritmo sobre una tablilla de menos de un metro cuadrado; otros interpretan pasodobles, esa música que instintivamente en esta tierra nos transporta a lo taurino, como es el caso de un cuarteto de instrumentos de viento al que da gusto ver y oír. Parece como si estuviera empezando a estrecharse la distancia entre aquel tradicional aspecto de viajero infatigable, que a penas con lo puesto iba de ciudad en ciudad cargando lo necesario para exhibir su función, y lo difícilmente distinguibles que pueden resultar cualquiera de los que ahora actúan con respecto a quienes los contemplan. Recuerdo la admiración que siempre me causaban los pintores que en un abrir y cerrar de ojos dibujaban láminas con botes de spray en las que podían verse cielos policromados o puestas de sol como pertenecientes a otra galaxia. En aquella época de hace más de diez años todavía actuaban los trileros en la calle Sierpes, esos maestros de la mítica bolita cuya ubicación había que adivinar señalando uno de los tres cubos debajo de uno de los cuales supuestamente se encontraba, y nadie acertaba, y había quien con mucha decisión llegaba a poner más de un billete sobre el tapete, puede que un compinche con ganas de animar el cotarro; por entonces no era difícil que en el corro formado por la expectación hubiera algún carterista de guante blanco aprovechando la ocasión. Luego empezaron a aparecer los mimos, personajes por los que también he sentido siempre una gran admiración, cada vez con puestas en escena más preparadas y de un asombroso quietismo que los fue acercando a la petrificación absoluta de sus gestos. Artistas, qué bonita palabra. Pensando sobre esto va uno tomando constancia de las tranformaciones que el tiempo le otorga al paisaje urbano, a las costumbres, a los actos que enriquecen la panorámica del paseo por el centro de la ciudad, y va también sintiendo la satisfacción que causa ver expresarse a la gente, aunque no haya sitio para todos donde casi todos se merecen.

lunes, 14 de julio de 2014

Los Technicolours



Rara es la vez que en una conversación en la que se haga referencia a la música que escuchábamos en los ochenta no me acabe acordando de The Beatles, porque en los ochenta yo fui uno de esos privilegiados niños que tuvo la suerte de escuchar a The Beatles en su casa, debido a la gran admiración que mi hermano Ángel, unos cuantos años mayor que yo, sentía y continua sintiendo por la banda británica. Recuerdo ir al colegio tarareando sus canciones sin disponer de la más mínima noción de inglés, inventándome los sonidos con los que yo más fácilmente identificaba cada una de las palabras de alguno de sus estribillos. Después, pasados unos años, más de una vez he oído de boca de algún que otro músico que no se puede hacer más con menos. Con tres o cuatro acordes bien colocados dándole vida a un ritmo vivo y pegadizo, bello, The Beatles fueron creando disco tras disco un montón de canciones ninguna de las cuales pasaba desapercibida ni distorsionaba en el conjunto de la obra. Todas son buenas, todas atraen, todas originan pensamientos y hacen que instintivamente se mueva un brazo, un hombro, un pie o un codo. En uno de los recorridos con mayor afluencia de público en las calles sevillanas, en la Avenida de la Constitución, suelen ponerse a tocar tres jóvenes artistas que deleitan al personal con sus versiones de The Beatles. Lo suelen hacer bien en la esquina del Banco de España con esta avenida, o justo enfrente, bajo las fotografías en blanco y negro con motivos culturales de esta ciudad que decoran la fachada de uno de esos modernos supermercados del ocio y la cultura que van menguando la sostenibilidad de las librerías convencionales. Los Technicolours tocan con un amplificador para el bajo y la guitarra, el sonido de la batería se sostiene al aire libre sobre el terciopelo de unas escobillas que se mueven con la maestría de esos músicos de jazz, o esos maestros de orquesta, que se saben de memoria todos y cada uno de los compases, de las blancas y las negras, de las fusas y las semifusas en las que se encontrarán con el latido del instrumento de uno de sus compañeros queriéndole decir ahora voy yo. Sus voces también se sostienen en el aire, a pulmón, a dúo o en un magnífico trío que declara la habilidad de la compenetración resueltamente interpretada. No hay ser humano que se resista a moverse mientras los escucha; todos los que en coro se concentran ante una de sus actuaciones sonríen y bailan; todas las edades confluyen en unos cuantos minutos cada vez que estos jóvenes se disponen a tocar desde Love me do a Help, desde Here comes the sun a Day tripper, desde Come together hasta una otra cualquiera que uno recuerda pero de la que desconoce el título aún sabiendo de su esencial existencia en el mundo de la música. Da gusto encontrarse con estos compañeros del paseo, y da rabia no disponer nada más que de unas cuantas monedas sueltas para dejar sobre la abierta funda de su guitarra, porque si la vida fuera poéticamente justa Los Technicolours contarían ya con uno de esos agentes musicales que los colocaran donde se merecen para que nos dieran a conocer la otra música, la que llevan dentro inspirada en los acentos rítmicos nacidos en un sótano de Liverpool.
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jueves, 10 de julio de 2014

Los Imbéciles



 


Hay imbéciles para todos los malos gustos; imbéciles que queman contenedores de basura y otros que usan pancartas con fines políticos que ni siquiera reparan en ideologías; hay imbéciles que llaman a la puerta del jefe para hacerle la pelota e imbéciles que lo dan todo por supuesto; imbéciles que se creen más que nadie, que se comen el mundo pisando cabezas, imbéciles de largo y de corto recorrido. Hay imbéciles que, como dice mi amigo Miguel Vallecillos, se creen más listos porque se comen los mocos. A todos los imbéciles se les da por supuesta su mala educación. Hay imbéciles, espécimenes de cerebro deteriorado, testas llenas de aserrín, que sufren del mal de creerse estar de vuelta de todo sin haber salido de su imbecilidad, del parco trayecto de su barato discurso. Hay imbéciles que con sus cabellos rapados al cero se sienten los amos del mundo, imbéciles habitados por la sinrazón del odio, por la inexplicable codicia del mal. Hay imbéciles debajo de las piedras y a la vuelta de la esquina, en la cola del supermercado y en la sala del cine; imbéciles que detestan la justicia, que hacen lo posible por sembrar el pánico en las calles; imbéciles que lo resuelven todo en los despachos a costa de quienes no tendrán la posibilidad de protestar; imbéciles a pierna suelta mirando desde el malecón la obra de arte de su avaricia, imbéciles atrevidamente cobardes. Hay imbéciles que alcanzan el sobresaliente de la imbecilidad nada más abrir la boca, y hay imbéciles como el que me he encontrado hoy. Esta misma mañana nada más salir a la calle me he topado con un perfecto imbécil al que le hacía mucha gracia el comportamiento de un vagabundo ex legionario que suele dormir en la acera de la calle Pescadores en la que se encuentra la puerta de mi casa; este perfecto imbécil se estaba dedicando a grabar con su teléfono las piruetas, el discurso, el cántico desesperado de este clochard que, como decía Lorca, bebe muerte en cada trago que le da a su cartón de vino puesto al sol. El imbécil en cuestión, una criatura de más de veinticinco años en canal repletos de tonterías, se reía y trataba de encontrar clientela en quienes por allí pasaban, hasta que se ha dado de frente con mi mirada diciéndole mire usted joven, me parece que está actuando como un perfecto imbécil, a ver si me entiende, y sería muy grato para parte de los aquí presentes que, o bien pusiera usted en práctica su ausencia, o bien se metiera ese aparato por donde le quepa y se dedique a hacer algo más provechoso y de mejor gusto tanto para su intelecto como para la convivencia, pedazo de imbécil. Como suele ser habitual en el comportamiento de los imbéciles no escuchar a nadie, este, que no iba a ser menos, ha seguido a lo suyo, dedicándose en cuerpo y alma a la consumación de su vídeo, que luego colgará en la red para que otra multitudinaria serie de imbéciles se rían e incluso se atrevan a escribir uno de esos tétricos comentarios a base de palabras mutiladas; y es que, como dejó dicho Albert Einstein, hay dos cosas infinitas: el universo y la imbecilidad humana, yo aún dudo de la primera.

martes, 8 de julio de 2014

Hasta qué punto




Hace hincapié Muñoz Molina en que a la hora de escribir es peligroso dejarse llevar por la voz que instintivamente nos va dictando palabras sin someterla a la criba de la selección, de la corrección y de la omisión hasta estar seguros de que lo que queremos o podemos decir tiene un sentido y ha sido dirigido por una orientación, por una vigilancia y por un orden, sin haber caído en el despropósito de la plagada torrencialidad sin pies ni cabeza de disparates y cosas que no vienen al caso. De esto se aprende bastante en su obra Pura alegría, en la que se pueden leer una serie de conferencias a cerca del mundo de la creación que resultan de gran utilidad para el aficionado que gusta de hacer sus pinitos, y para el no tanto que quiera saber qué piensa un escritor de semejante relevancia sobre la importancia de los aspectos que rodean el mundo de la creación literaria. Ser objetivo, al menos sincero con uno mismo al mismo tiempo que se respeta la opinión de los demás, y no caer en la autoindulgencia que conduce a la falta de rigor, no es tarea fácil cuando se ha de escribir a diario o cuando se ha firmado con una editorial la fecha de entrega de una nueva obra. Hasta qué punto, como sucede con la memoria cuando ésta selecciona y acaba contando lo que más le interesa, el escritor es capaz de reaccionar lo más sinceramente posible, diciendo lo que piensa sin dejarse influir por los mecanismos de una cierta escritura automática a la que es difícil ponerle freno, sobre todo en esas obras maestras de la prosa poética como Ocnos de Luis Cernuda, Azul de Rubén Darío, Mortal y rosa de Francisco Umbral, Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, Poemas en prosa de García Lorca, o El collar de la paloma de Ibn Hazm, en las que el juego de palabras que conforman maravillosas expresiones nos embriaga por su belleza, por un idealismo platónico del que no están exentas y al que recurren para salvarse de la simpleza de un mundo con el que parece que la mente del creador no tiene bastante. Hasta qué punto se atrevieron a continuar corrigiendo, hasta decir basta, cada uno de los autores antes mencionados, o se quedaron con las ganas de seguir ampliando las metáforas, dándoles otra vuelta de tuerca, rizando el rizo, yendo más lejos, profundizando hasta las cercanías de la locura, sometiendo a una continua añadidura de vocablos una frase que comenzó con la sencillez implícita de un sujeto y un verbo.  Hasta qué punto, me pregunto. 

sábado, 5 de julio de 2014

Pensar en ello





Harto de dedicarme a repartir felicidad y no siempre ser correspondido, voy ya echando cuentas, sopesando, haciendo mis cábalas para acabar concluyendo en que no estaría nada mal dejar un poco de lado el trabajo, esa dedicación que a veces se presenta forzada, para darme el gusto de convertirme literalmente en uno de esos estudiantes que asisten cada día a clase. Pasados algunos años desde que recibiera mis últimas lecciones presenciales, en la facultad de Derecho de Jaén, siento ahora cierta nostalgia de aquellas tardes entre compañeros que escribían muy rápido, entre apuntes prestados y manuales en los que al principio costaba hacerse una idea de la magnitud, de la inmensidad del conocimiento que se abría camino a medida que los profesores lo ampliaban con más bibliografía con la que recrearse en la investigación. Ya por entonces era yo uno de esos jóvenes camareros hechos en casa, quiero decir que nací en un negocio familiar, y no era raro que cundieran más las ganas de estar fuera de un hogar en el que la faena era constante que las de la dedicación al estudio en sí, aunque siempre hubiera una voz en mi subconsciente queriéndome decir que parte de mi felicidad se encontraba en los libros. Parece que ha llegado el momento, o eso quiero pensar, y es como si una bombilla se hubiera encendido en mi cabeza para alumbrarme en un mensaje que me quiere decir que deje de perder el tiempo, que trabaje para vivir y no viva para trabajar, y que detrás de la dinámica de un plan de estudios a medida de una persona como yo puede que se encuentren otras cosas por descubrir que no sólo tengan que ver con el aprendizaje teórico de fechas y de nombres: la salud mental y el progreso en la capacidad de observación, la calma del alma cuando se encuentra nadando en sus aguas; la paz interior de sentirse quien se ha elegido ser y la reconfortante sensación de estar invirtiendo en uno mismo. También me paro a pensar en que no será fácil el recorrido, la autodisciplina, la constancia y el atrevimiento de mirar hacia delante dejando atrás parte de los ingresos económicos, pero lo cierto es que al día de hoy existen pocas cosas que me hagan sentir mejor que sencillamente pensar en ello.

viernes, 4 de julio de 2014

De ida y vuelta




Qué sopor. La altas temperaturas van haciendo mella en las bendiciones del paseo, y ya no es tan agradable darse una vuelta a cualquier hora por Sevilla. A pesar del poco tiempo libre del que dispongo, y teniendo en cuenta que trabajo en el mismo centro de la ciudad, cada día puedo gozar de una alegre caminata que en a penas un cuarto de hora me lleva desde la plaza de San Lorenzo hasta la de San Francisco, pasando por las calles Amor de Dios o Trajano, luego por Sierpes, Cuna o Tetuán, y atravesando la Plaza Nueva hasta llegar a la calle Hernando Colón, recorrido que me permite estar un poco al tanto de la flora y la fauna humana, de lo que sucede en las esquinas de mayor concurrencia del centro. Músicos, vagabundos, chicos y chicas que pretenden pararte para que contestes una encuesta o para que colabores contra el cáncer o a favor de cualquier otra noble causa; jóvenes que mochila al hombro van repartiendo papeletas en las que se anuncia la apertura de un nuevo establecimiento o la impartición de económicos cursos; azafatas que te ofrecen perfumarte o probar un helado a las puertas de las tiendas para las que trabajan; ciclistas que se meten por todos lados; chavales en monopatín rozándote el hombro en un giro con el que al esquivarte contorsionan su cuerpo entero; policías y top manta al acecho de la pasma o de la señal del compañero más cercano. Cosas. 
Al medio día aun se puede pasear sin demasiado calor, y da gusto ir pegándose a los laterales de las aceras buscando el sol que no obtendré en la playa; después, a eso de las seis de la tarde ya no hay quien se atreva a hacer lo mismo, pues es fácil que de hacerlo se encuentre uno sumergido en un baño de luz cercano a los cuarenta grados; entonces lo que se tiene es prisa por llegar a casa para dejarse caer un rato, estirar las piernas y relajarse, aunque no tanto como para correr el riesgo de quedarse dormido. Entre las cinco y las seis de la tarde parece que es algún tipo de obligación la que hace que haya personas andorreando de un lugar a otro, y no cesa de oírse el sonido de los aparatos de aire acondicionado en el interior de hogares y oficinas. Luego, camino del segundo turno, justo después de haber intentado escribir algo, las zonas peatonales plagadas de comercios se convierten en un hormiguero, en un reguero de gente a la que a veces resulta difícil sortear para ir encontrando el hueco por el que poder continuar andando sin demasiadas molestias. Siempre, a esas horas, me acuerdo de lo bien que nos vendría un poco del civismo escandinavo; es casi imposible que nadie repare en que la calle no es solamente suya, todos nos movemos a nuestras anchas y en función de nuestras conveniencias, sin reparar en las personas mayores ni en quienes desde muchos metros antes se dirigen a paso firme y en línea recta. Después, ya de madrugada, la calle es mía, camino sólo mientras casi todos duermen, a excepción de quienes como yo regresan del trabajo, generalmente camareros a los que se nos nota en la forma de andar; momentos en los que parece que la calle descansa del traqueteo al que ha sido sometida durante toda la jornada, momentos en los que pienso que lo mejor que me espera es un rato de lectura hasta que se me cierren los ojos; momentos en los que me viene a la cabeza lo bonito que sería no tener que ir a trabajar a la mañana siguiente y dedicarme a lo que me diera la gana.

jueves, 3 de julio de 2014

Maneras de leer


Parece que cuando llega esta época del año a todo el mundo le da por pensar en eso que conocemos como lecturas de verano. Quien más y quien menos opta por echar en su equipaje algún que otro libro cuando se dispone a salir dispuesto a pasar una temporada en la playa. Es como si estuviésemos esperando a disponer del tiempo libre de las vacaciones para justificar el hábito de la lectura, que nada tiene que ver con no tener otra cosa que hacer sino con tratarse de una condición sin la cual parece que le falta a uno parte de la dieta. Lo bueno de esto es que la gente discurre y no piensa en otras cosas, que se sumerge en mundos antes desconocidos y, con un poco de suerte, en caminos que aportan cierta dosis de curiosidad en la que se encuentra la semilla de futuros descubrimientos; lo malo es la cantidad de bazofias literarias, si es que pueden ser consideradas pertenecientes al ámbito de la literatura, con las que el personal se recrea, se lo pasa la mar de bien, se atreve a recomendarlas a sus amigos y contradictoriamente acaban diciendo de sí mismos que les encanta leer, que ellos leen mucho. Yo no leo ni mucho ni poco, y como con la escritura me sucede que hago lo que puedo y no lo que quiero, pero de momento y gracias a algún ángel de la guarda cuyo nombre desconozco, además de, y esto reconozco que es un prejuicio, apartarme lo más posible de los best sellers, suelo prestarle la  misma atención a esas obras con las que se distrae el personal echando unas risas que la que le hago a quienes tratan de inmiscuirme en una de esas conversaciones en las que lo que se pretende es no dejar títere con cabeza hablando de quienes no se encuentran delante, es decir ninguno. En alguna ocasión escribí sobre el cambio que de un tiempo a esta parte había sufrido el aspecto de los escaparates de las librerías, repletas de libros de cocina y de manuales que atesoran mil y una razones para hacerse rico en unos cuantos días o para aprender inglés con un ridículo número de palabras. Ahora la tendencia es otra, ya ni siquiera es la de las prometedoras falsas causas con las que el ánimo puede darse un respiro, como cuando uno piensa en que le toca la lotería, sino que la tendencia ha acabado por definitivamente ser desternillante a ojos de quienes vamos buscado alguna buena sombra bajo la que cobijarnos. Ahora se publican libros sobre cualquier cosa ordinaria escritos en una facilona clave de humor que desconoce todo tipo de sarcasmo e ironía con atisbos de inteligencia, o te das de bruces con la biografía de un tertuliano del sensacionalista tercer orden del plantel televisivo con el sello de quinta o sexta edición en la portada. Los otros, los nuevos escritores bien instruidos y con ganas de contar cosas importantes, con ganas de escribir sobre aquello que es criticable con propiedad en la palabra escrita, esos que anhelan ganar digna y justamente unos cuantos euros, con una primera edición de esa obra que lleva años rondando entre sus escritorios y cabezas, que les permitan dedicarse en cuerpo y alma al estudio y a la investigación necesarios para continuar haciendo lo que más les gusta, se ven entre la espada y la pared de la poca autoexigencia intelectual de una mayoría que esboza un bostezo antes de decir este o aquel otro escritor son un coñazo sin siquiera haberse preocupado a echarle un vistazo a ninguna de sus páginas: la misma deficiente autoexigencia que, por extensión, nos lleva a pensar que es lo mismo no votar que hacerlo en blanco. En fin, maneras de leer parecidas a leer de cualquier manera. 

miércoles, 2 de julio de 2014

Quemados, y con razón





Casi a diario visito una cafetería que me pilla de camino al trabajo. Se encuentra situada en una zona en la que la concurrencia es frecuente. Consta de un bar y de una amplia terraza en la que es fácil ver siempre quince o veinte mesas llenas. A primera vista cualquiera diría que todo va bien , que el negocio funciona. En ella hay empleadas cuatro personas que se han de ocupar de todo lo que allí sucede: del servicio, la limpieza, los pedidos y la cocina; y de soportar al jefe con sus amigos a deshoras a cambio de una infame nómina cuya cantidad económica quedó obsoleta hace tiempo. Hasta hace poco hemos visto cómo los empresarios se aprovechaban de las ansías que tenían por conseguir un trabajo la mayoría de los inmigrantes, pero lo detestable es que eso mismo está empezando a pasar, o está sucediendo con total normalidad, también con los trabajadores españoles en España. Por supuesto que no trato de defender a nadie por su condición ni procedencia, todos somos iguales, pero lo que me indigna es la poca humanidad con la que se actúa habida cuenta del conocimiento que tienen los empresarios con respecto a las vicisitudes de sus conciudadanos, a lo difícil que es sacar a una familia a delante y lo poco que en ello reparan, al esfuerzo que supone tener que pagar las facturas mensuales para mantener una vida aparentemente digna, a la poca capacidad de ahorro, por no decir nula, que tiene un camarero al que se le prorratean en el contrato las pagas extras y no se le remuneran ninguna de las cuatro o cinco horas de más que echa cada día en su puesto de trabajo. Es una vergüenza. Como soy del gremio, algunas veces vienen a contarme sus problemas, lo que no se ve pero uno puede imaginarse porque basta con echarle un rápido vistazo a un par de detalles para saber que allí no se trabaja a gusto, para darse cuenta de que, como solemos decir, están quemados, y con razón. Descansan un día por semana, y dos veces al mes reciben medio día libre como compensación, para que estén contentos, porque no todo ha de ser trabajar. En este equipo se notan los síntomas del cansancio y de la explotación incluso en las tonterías sobre las que discuten entre ellos, que puede llegar a ser una de las cosas que convierta la situación en un infierno, porque el ser humano a veces es tan necio que no es capaz de ponerse de acuerdo ni en los peores momentos, en esos en los que un grupo de personas juntas reunirían la fuerza necesaria para llevarse el gato al agua con el sentido común de un discurso cargado de buenos motivos a favor del desarrollo de la empresa. Y si no, para algo están los sindicatos; pero he llegado a sospechar que todavía alguno de estos colegas, por miedo e inseguridad personal, se negaría a esa acción común y prefiere que pase lo que tenga que pasar, aunque ello suponga tener que hacerle la pelota al jefe como primer paso para sentirse reconocidos, eso si con las orejas agachadas y la boca bien cerrada. 

martes, 1 de julio de 2014

Algunos hombres buenos







Recuerdo el abrazo que recibí de Eloy el día que ingresé en el Bulli. Hacía algunos años que no nos habíamos vuelto a ver después de haber coincidido como alumnos en la escuela de hostelería de Sevilla. Cada uno había ido por su lado, por sus derroteros profesionales, haciendo ese sinuoso camino que nunca termina y que tan plagado de dudas aparece a las primeras de cambio, en esos momentos en los que a uno le da por pensar que tal vez haberse dedicado a otra cosa no hubiera sido demasiado poco pedirle al cuerpo; algunos saben de lo que hablo, él por ejemplo. Pero algo nos llevaba de un lado a otro recorriendo lugares antes insospechados, encontrándonos con una lección en cada experiencia, conociendo a lo que sabía la derrota del cansancio y el placer de la victoria del trabajo bien hecho. Aquella tarde descubrí a un compañero dentro de la persona que conocía, a un infatigable luchador que, además de la creatividad que le caracteriza, de ese continuo no dejar de hacer cosas diferentes en su mundo pastelero, derrocha energías por hacerle ver a los que vienen empujando que el corazón es esencial para que fermente bien la masa del pan o para que la nata se monte al hilo por mediación del imprescindible condimento del cariño. Comíamos juntos en un hueco de la pastelería de ese restaurante, en veinte fugaces minutos en los que nos tenía que dar tiempo a todo, en los que había que tener muy claro de lo que hablar para no perder el tiempo, veinte minutos de gloria a su lado en los que siempre aparecían sus palabras alentándonos para que lo diéramos todo en el servicio de aquella noche. Eloy sabía donde y con quien jugaba, sabía lo que y el por qué de lo que hacía. Hoy, mientras paseaba por Sevilla, me he topado con Eloy. Hace unos años montó una empresa de repostería creativa pero las cosas no le salieron bien, y ahora se encuentra trabajando para un grupo empresarial hostelero de esos que tienen muy claro el significado de los números pero muy poco el del valor humano. Ahora su mayor preocupación se centra en pagarle a Hacienda lo que le debe y a quitarse de encima las trampas, las secuelas de ese tropezón que le ha llevado a enseñarme sus zapatos de suela rota mirándome a los ojos con la lucidez propia de los creadores, de los que no dejan de pensar en el progreso, en algo mejor, en lo nunca visto, derrochando ingenio y técnica, savoir faire y constancia. Hay algunos hombres buenos por el mundo que se merecen lo que buscan, lo que anhelan, lo que desean, que en el caso de Eloy es su razón de ser, que es como a él le gusta decir; y su razón de ser es volver a la primera división, por masoquista que parezca. Después de haberme encontrado con Eloy he de confesar que, por mucho que uno reniegue de su oficio, debido a las frecuentes injusticias a las que hay que someterse, y al poco reconocimiento recibido tras largas jornadas plagadas de presiones y de incongruentes situaciones, a mi también me dan ganas de volver a una de esas escenas en las que cada gesto se mide con la precisión de un reloj suizo, porque junto a personas como Eloy es posible aquello que decía Confuncio: encuentra un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar en tu vida.