miércoles, 31 de agosto de 2016

El arte de conversar

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Dentro del inevitable mundo de las comparaciones se me ocurre la siguiente: conversar es lo más parecido a dejar bien aparcado el coche, a cederle la parte interior de las aceras a las señoras y a las personas de cierta edad con las que nos crucemos, a depositar el envoltorio de un chicle en el interior de una papelera, es decir, a esa serie de reglas básicas de convivencia que se resumen en la siempre alentadora palabra Civismo. Toda buena conversación incluye la fructífera posibilidad de la discusión basada en el análisis y la reflexión, en el reconocimiento de los propios errores; incluye también la cura de humildad que deviene de la escucha activa, del aprendizaje, y para eso es necesario no estar pensando en lo siguiente que quiere uno decir sino atender a lo que le están diciendo. Conversar significa dar vueltas en compañía, y en ese dar vueltas encuentro algo que puede incitarlo a uno a una breve investigación sobre todo lo que se esté diciendo, un viaje por los senderos de la extracción de conclusiones, de la instintiva meditación en la que se acoplan los silencios que como en toda buena banda de jazz no resultan incómodos; de hecho también creo que la espontaneidad con la que unos temas nos pueden ir llevando a otros durante el transcurso de una conversación tiene mucho que ver con el armoniosamente organizado ritmo de un conjunto de jazz en el que la improvisación estructurada es la tónica dominante, siempre regida por unos parámetros establecidos, por el tema del que se esté hablando. No podemos salirnos de la escala elegida, del tema, así porque sí, pero acuciados por el inconsciente hábito del protagonismo hemos de reconocer que nos cuesta trabajo, que queremos decir lo que pensamos, que queremos entrar a hacer nuestro solo de violín antes de que llegue nuestro turno durante la representación. Eso sucede con mucha frecuencia, por eso la paciencia ha de ser una perfecta aliada de todo buen conversador cuando se encuentra frente a uno de esos impacientes interlocutores que parecen disfrutar con sus excesos de vehemencia y locuacidad, de esos que no se callan ni debajo del agua y cuyo afán por imponer reiterativamente sus razones es el espejo en el que se miran sus ansias por justificar algo con lo que no se encuentran del todo tranquilos; y como la generalización no es la mejor de las maneras para darle explicación a un argumento, podremos decir que es de uso ordinario encontrarse en el embarazoso trámite de callar para no encender la llama de un fuego que ardería como una pira a las primeras de cambio en cuanto uno tratara de exponer sus razones aludiendo a una lógica que las respalde. Me atrevería a decir que la condición de zoon politikón, de animal político, de la que partía Aristóteles explicando al hombre como un ser perteneciente a la polis, esa manera de llamar a la ciudad tan cargada de connotaciones relativas al civismo, en la que se discute y se debate, en la que se razona y se parte de la base del diálogo, de la relación, no atraviesa su mejor momento. Por eso, cuando uno tiene la fortuna de mirar el reloj y darse cuenta de que ha estado más de tres horas conversando, dentro de una dialéctica en la que ha habido tiempo y lugar para muchos y diferentes asuntos, donde uno ha tratado de escuchar y se ha sentido escuchado, no deja de sentirse afortunado y  le acaba quedando un persistente regusto de salud dialéctica compartida con la que parece como si una gran cantidad de toxinas hubiesen sido eliminadas del cuerpo. La última vez que gocé de este placer no siempre accesible de la vida fue anoche, con mis amigos Cinta Romero y Javier Velázquez, y María, la hija de ambos. Se siente uno reconciliado con algunos aspectos de la vida después de compartir mesa y camaradería sin que la amistad se convierta en sinónimo de indulgencia; y es de agradecer como el aire que se respira y las preguntas que le hacen a uno pensar lo suficiente como para saber que siempre existirá una respuesta mejor, deseoso de que sea argumentada por cualquiera de los contertulios mediante los mecanismos del menos común de los sentidos que parece haber sido reservado para estas ocasiones. 

martes, 30 de agosto de 2016

El oficio de vivir


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Han sido muchas las veces que me he preguntado a qué me hubiera dedicado de no haberme decantado por la restauración. Tal vez pudo demasiado la influencia de haber nacido en una familia a la que se le da muy bien dar de comer, y de mi afán por conocer qué había detrás de todo aquello que me empezaron a enseñar desde los doce o trece años; después mis inquietudes fueron destinadas a querer conocer cómo era el idílico mundo del interior de un restaurante en el que se buscaba la excelencia, en los momentos en los que uno tenía que tomar la decisión de lo que quería hacer con su vida. Ahora, cuando me paro a contemplar las cosas con la distancia que los años ponen de por medio, recuerdo al niño que quería ser arquitecto o periodista, y bajo esta perspectiva, y mirándome en el espejo, he de reconocer que a pesar de que mi oficio me está dando muchas satisfacciones bien es cierto que sufrí una tenaz tendencia a la gandulería durante los años en los que mi formación no era asunto de especial incumbencia en las conversaciones que mantenía conmigo mismo, o sea que en cierta manera la comodidad de pertenecer a un gremio que conocía relativamente bien fue en buena medida la decantación de una inercia que me ha ido llevando de un lado a otro en trenes y autobuses, en aviones y barcos, en coches y en camiones, haciendo auto stop, bajando las escaleras mecánicas de muchas estaciones de metro y haciendo sonar en innumerables ocasiones el detector de metales de un control policial debido al perfecto desorden de las ensoñaciones que no me sacan de mi mundo. Me parece, al pensar en esto, como que no fuera el hombre capaz de vivir sin estar aparcado en una constante duda sobre lo que sí y lo que no, sobre todo cuando no le salen a uno los planes y ha de soportar el tedio del mito de Sisifo con la piedra a cuestas escalando la montaña; esa duda se da también cuando lleva uno bastantes años dedicándose a lo mismo, por mucho que se proponga hacer de cada una de sus jornadas algo diferente; entonces le vienen a uno a la cabeza esa cantidad de aficiones que aún no han encontrado tiempo suficiente para ser desarrolladas, preguntándose incluso qué hubiera pasado de haber cambiado el rumbo de su vida profesional a mitad de camino apostando por otra vertiente en la que arriesgarlo todo a cambio de la tranquilidad personal de no morirse sin haberlo intentado. Conozco a compañeros que lo han hecho, algunos que desaparecieron del mapa como por arte de magia y no había forma de dar con ellos, esos de los que de vez en cuando uno sabía algo mediante algún amigo en común que le daba las buenas nuevas con el tono de voz con el que se dan las noticias sorprendentes o importantes. Hace unos meses me enteré de que un ex compañero de la escuela de hostelería, Rubén Darío Vallés, es escritor, y comprendí que es posible alcanzar los sueños si lo que uno se propone es darle rienda suelta a su libertad de expresión y no ceder en el solitario ritmo de la constancia que necesita todo proyecto personal. Cuando, hace ahora diecisiete años, Rubén y yo íbamos al Santos, un bar muy cerca del piso de la calle Acetres en el que yo vivía, tomábamos cubatas y manteníamos conversaciones que no tenían nada que ver ni con su cocina ni con mi sala; soñábamos despiertos, como la noche en la que pudimos ver en directo a lo que quedaba del grupo Triana, en un concierto gratuito que daban después de un mitin de la  Izquierda Unida de Julio Anguita, en el que el otro día me recordó que fue donde le dije que a mi me gustaría dedicarme al escenario; y yo recuerdo que en el Santos, cuando el estímulo del alcohol nos hacía hablar con esa clarividencia que solo es capaz de alcanzar la sinceridad, él insistía en que lo que quería era ser artista. Qué palabra tan bonita. Desde que hace ocho años Ángel León me dijo que Rubén se estaba dedicando en serio a la pintura supe que habría algo más, que eso sería sólo el comienzo, una más de sus formas de expresarse, uno de los hilos conductores que conectan a la creatividad con el oficio de vivir, con su oficio de vivir, que ya ha sido plasmado en la novela Viaje a Menorca y que se ve reflejado en cada uno de sus artículos de opinión en dos diarios de Granada. Qué buena noticia para ir al Santos y tomarse un cubata a su salud.

lunes, 29 de agosto de 2016

Las llaves del cielo


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Mantengo una conversación telefónica con un amigo que conservo desde aquellos años en los que el destino sin saber ni cómo ni por qué se encargó de reunir en un grupo de chavales, a cuál más diferente, lo que en esencia vendría en convertirse en parte de lo mejor de la memoria de todos los que fuimos partícipes de las andanzas de una pandilla en la que uno empezaba a aprender el sentido de la transigencia y del respeto, y de lo más difícil de todo que es la tolerancia, y siento que de no haber sido por aquello uno no sería lo que es; en las calles de un pueblo de Jaén en una época en la que el olor a aceituna transportada en remolques de tractores embarrados era uno de los más claros síntomas de que se encontraban muy cerca las vacaciones de Navidad; en la barandilla de un instituto en el que la filosofía era todavía una de las asignaturas principales, un instituto que por su cercanía nos dejó a todos grabada la suntuosidad del aroma procedente de una fábrica de galletas; en los salones de juego que nosotros llamábamos los billares, porque entonces quedábamos en los billares, o en la plaza del ayuntamiento, o en aquella otra plaza cuyo centro estaba ocupada por una fuente a la que todo el mundo llamaba El monumento; amigos que compartíamos cigarrillos de Fortuna sueltos cuyo nombre era una especie de premonición de lo que nos esperaba. Hablo con Teodoro Bernabéu y a los dos nos vienen a la cabeza un montón de anécdotas que más allá de llevarnos a pensar que vamos ya teniendo una edad nos conducen a la conclusión de que se trata de cosas, de situaciones, de ocurrencias, de osadías sanas, cuyos requisitos para llevarse a cabo eran tales que sencillamente hoy, además de inimaginables, son imposibles de hacer porque pertenecen al patrimonio de lo que fuimos aprovechando al máximo las herramientas de las que disponíamos cada vez que teníamos unas horas libres para estar juntos, en un contexto y bajo unos condicionantes en los que prácticamente todo estaba al servicio de la imaginación, y sin hacer grandes esfuerzos, porque no necesitábamos que nos animaran demasiado, iban poniéndose en práctica experiencias en las que lo mismo aparecía una carroza lanzando caramelos que una función de teatro en la que casi se quedan sin papel en la taquilla, un grupo de canciones cursis pero auténticas que un Seat 600 con una batería, con sus bombos y platillos, atados al techo de ese coche en el que casi todos aprendimos a conducir antes de que en la autoescuela nos diesen una palmadita en la espalda. En todo aquello fuimos dejando la rúbrica de nuestra manera de entender la amistad como el pintor al que no le importa demasiado lo que digan de sus cuadros ni necesita mucho público que lo alabe para seguir trabajando. Allí, en todo aquel imposible y disparatado cúmulo de historias, se fue forjando el carácter de los futuros profesores y abogados, banqueros e ingenieros, directivos y graduados sociales, mandos militares y maîtres en los que gradualmente nos hemos ido convirtiendo hasta llegar a este presente de whatssaps y páginas webs en el que a mi se me enredan los dedos en la pantalla del teléfono. Entonces, en el tiempo en el que Teo y yo estamos instalados mientras seguimos hablando, cuando uno de los mayores de cualquiera de tus amigos te llamaba por tu apodo uno sentía una cercanía que le hacía tener delante como a otro padre o a otra madre del que también convenía seguir sus consejos. Todo eso se ha ido quedando sellado en forma de imágenes a las que uno recurre cuando retrospectivamente compara lo que está viviendo con lo que vivió. A mi no se me puede olvidar la imagen de Enrique, el padre de Teo, iluminada por el claroscuro procedente de la pantalla del televisor, recostado en un balancín junto a la ventana que daba a la calle, en aquellas noches de los veranos de hace más de veinte años, cada vez que salíamos de su casa y nos advertía que tuviésemos cuidaico por ahí, que era como a él le gustaba decirlo, y cómo tras nuestro asentimiento se nos quedaba mirando y como diciéndose menuda panda son estos, consciente de que acabaríamos haciendo lo que nos diese la gana; o el día en el que un agente de la policía municipal fue a buscarme porque a penas quedaban unas horas para que acabase el plazo de inscripción en el servicio militar obligatorio, lo que era conocido como ir a medirse, por lo que tuve que ir a la oficina del ayuntamiento en la que me estaba esperando Enrique sin dejar de bromear con el asunto diciéndome, mientras no paraba de reírse, que no me preocupara, que todavía tenía tiempo de sobra, o que un poco más y llego el primero, o que si me pensaba que la mili era una cosa que uno hacía en su casa y ya está. Y por eso, por todos estos recuerdos y gracias a ellos, uno puede permitirse ciertos lujos y licencias, ciertos privilegios diciendo que ha tenido la suerte de pertenecer a una generación en la que las flores de nuestra memoria fueron regadas lo suficiente como para saber que entre otras cosas somos la continuación, la extensión de los que se han ido yendo, como Enrique, y que habiéndose despedido han acabado quedándose y diciéndonos que no nos preocupemos, que lo tiene todo perfectamente organizado, porque a todos y a cada uno de nosotros se va a encargar personalmente de hacernos una copia de las llaves del cielo.

domingo, 28 de agosto de 2016

Ciénaga de datos


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Me ha costado mucho trabajo entrar en la órbita de las nuevas tendencias de la comunicación que permiten hacer de nuestros teléfonos móviles prácticamente ordenadores personales. Pienso que muchas veces, para defender las nuevas tecnologías sin dejar de hacer uso abusivo de la dependencia que éstas nos generan y de la autocomplecencia derivada del instintivo absurdo que tienen todos los vicios, nos excusamos diciendo que todo es bueno siempre y cuando sea bien empleado, pero en la mayoría de los casos ahí nos quedamos mientras dichas tecnologías no dejan de atraparnos en el morbo de su red, en la pantomima de la gratuidad, en el derroche de tiempo que malgastamos pegados a una pantalla buscando el más mínimo resquicio para decir aquí estoy yo y de paso enviar una foto del más trivial de los asuntos, por aburrimiento, porque el tedio de las horas muertas nos puede y porque no podemos soportar la idea de ser unos pobres diablos, porque una civilización que ha conseguido hacer del mundo un campo de concentración se encuentra con la fatal consecuencia de no haber llegado a la toma de conciencia de lo que realmente es, cosa que a medida que se va desarrollando el campo de las nuevas formas de comunicación hace que sea cada día más fácil estar "concentrados" en un monumental despiste que nos obliga a mirar hacia otro lado, cuando donde es apremiante que vayamos mirando es en nuestro interior y a nuestro alrededor solamente por la curiosidad de ver qué es lo que nos ocurre, cuál es nuestra perspectiva, cómo consideramos que es nuestro entorno, en qué medida nos afecta ese cúmulo de presuntas facilidades; por eso sigo pensando que esto es como ese bicho viscoso que al Nakata de Murakami le salía por la boca y no dejaba de avanzar por la habitación; quiero decir que si, que todo las innovaciones bien empleadas se convierten en un avance que nos permite acortar distancias, resolver muchas dudas de una forma más rápida, llegar antes a la resolución de una emergencia e incluso vivir mejor; pero lo que no tengo tan claro es que estemos preparados para eso por este camino, porque son bastantes las carencias a las que nos cuesta mucho trabajo enfrentarnos abandonándonos en una de las más lastimosas desidias en las que pueda quedarse varada una cultura: poner en peligro de extinción la ortografía de su propio idioma, por ejemplo. Me parece perfecto que las nuevas tecnologías aplicadas a la comunicación hagan acto de presencia en nuestras vidas, lo que no admito es que las invadan con memeces; me resulta curioso ver cómo la gente se intercambia constantemente fotos de las raciones de gambas a la gabardina que se están comiendo en una terraza o del color de la silla que están eligiendo en unos grandes almacenes. En el fondo lo que ocurre es que se estrechan las distancias del aburrimiento y se engorda el síndrome del narcisismo más superfluo: el del andar por casa y por la calle, el que consiste en decir esta boca es mía en cada una de las fotos o comentarios sin respaldo cultural que los sustente, en la desatención al mismo tiempo a una serie de factores que nos harían disfrutar, una vez superados los complejos de inferioridad, las envidias y los traumas de seres solitarios e indefensos que no saben estar solos, de otro montón de cosas que andan a la espera de lo que vendría a ser una buena utilización de las buenas tecnologías. No sabemos estar solos, necesitamos un estímulo en forma de ok, de si, de estar de acuerdo, necesitamos un me gusta porque todavía no hemos aprendido a soportarnos, a gustarnos, a considerarnos, a respetarnos a nosotros mismos. No siempre es así, hay empresas que gracias a esto pueden gestionar mejor sus planes de actuación, y organizar mejor la disposición de sus equipos y el continuo aprendizaje de los mismos, por supuesto; el mundo del periodismo se ha fortalecido para hacer mejor y más de prisa su encomiable labor informativa, y así en todo lo que se refiere a hacernos la vida más cómoda, en eso si creo y me siento agradecido como uno más de los beneficiados por ello. Pero, me pregunto, dónde va el ser humano, todos y cada uno de nosotros, nuestro interior, lo que somos, nuestra capacidad de cuestionarnos, el silencio necesario para meditar unos minutos, la parada en la que dejar que el pensamiento haga su examen de conciencia para lavar un poco las tuberías de la ciénaga de datos inútiles en la que nos estamos metiendo; todo eso, dónde está.

sábado, 27 de agosto de 2016

Una Fortuna


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Escribo en la página en blanco de este blog, en los cuadernos sobre los que voy recaudando las frases que antes tenía la costumbre de subrayar y que ahora prefiero poner blanco sobre negro en mi afán por mejorar el cuidado de los libros y por el mero placer de escuchar la punta del bolígrafo deslizarse sobre el papel; en una pequeña hoja escribo la lista de la compra y en otra las cosas que no se me pueden olvidar, las líneas que marcan la ruta del día de hoy, boyas sobre el mar de la capacidad del recipiente en el que caben veinticuatro horas; escribo en un papel clavado en un tablero de corcho sobre el que también se hallan las cartulinas con las que me hago pasar por el Henry Matisse que todos llevamos dentro, por el pintor con tijeras como le gusta decir a Muñoz Molina, objetivos a muy corto plazo, deberes del hogar y de organización personal, averías, pertinentes cambios en el interior del apartamento, recibos pendientes, tareas, visitas al médico y al dentista y a la biblioteca que me sancionó como a un enfermo terminal infectado por el virus de la desidia, como a un ladrón de libros debido a un retraso que se fue amasando en la fragua de Vulcano del más descomunal de los despistes; escribo en la servilleta de un bar y en el reverso de una factura del mercado, siempre con el temor de que se me vayan quedando por ahí las notas alguna de las cuales puede ser determinante en un momento dado. Todos los despistados también llevamos a un Juan Carlos Onetti con nosotros, un otro que después se encarga de armarlo todo a base de retazos con la esperanza de que el resultado sea mejor de lo que pensaba; y así voy, de escribiente de mis rutinas, por la vida. Y hablando de escribir, hoy he retomado un apartado que llevaba ya casi un mes aparcado en mi escritorio: el del oficio de vivir entre los bastidores de un restaurante, el de lo que concierne a los proyectos que pronto inaugurarán una  nueva temporada, con esa sensación que experimentan los músicos al emprender una nueva gira. Me acuerdo de todos y de cada uno de los miembros de mi equipo, de los más jóvenes y de los que ya llevan muchos años en esto; recopilo mentalmente toda la información que me han ido dando sobre cuáles son sus pensamientos durante el tiempo que llevamos compartiendo escenario, como queriendo descubrir los cambios que han hecho posible el progreso y separar el grano de la paja para seguir cometiendo errores pero sin que éstos sean los mismos sino otros que nos den pie a valorar de diferente manera las mismas situaciones, información sobre todo lo que se les ha ocurrido, sobre lo que han visto en el  lugar en el que han pasado su mes de vacaciones, sobre lo que cada uno de ellos puede aportar al conjunto para que el conjunto les acabe aportando a ellos. Me acuerdo mucho de los que no han hecho nada más que empezar, de los alumnos que harán sus prácticas lectivas con nosotros durante el curso que viene, esos chicos y chicas que vienen cargados de vivencias que jamás hubieran imaginado que algún día ellos pudieran protagonizar, instalándome en ellos con el camaleónico mimetismo de quien quiere recobrar un aroma recurriendo a su memoria gustativa, acercándome a sus pensamientos rejuveneciéndome por dentro, haciendo el esfuerzo de revivir a base de reminiscencias comparadas lo que a mí se me pasaba por la cabeza cuando yo estaba en su situación, aprendiendo de ellos lo que no aprendí entonces, en aquellas prácticas fuera de la escuela, en aquellos mundos de Sofía encerrados en cada una de las casas que iba conociendo, poniéndome al corriente de lo que el paso del tiempo se ha encargado de ir cambiando mientras yo he estado en otros lugares. Escribo en una especie de agenda que es lo más parecido a una lluvia de ideas inconexas pero en la que, como en esos papeles sueltos, reina la armonía y el perfecto desorden de todo lo que por allí va dejando su rastro; escribo y me paro a pensar que el mero hecho de pensar en esto de una manera tan relajada, tan, me atrevería a decir, lúdica, tan desprovista de presiones ni de prejuicios, es de por si una de las recompensas que no forman parte de la nómina pero sí de esa otra remuneración basada en la toma de conciencia de lo que uno es. Estoy terminando de tomar mis notas cuando me viene  a la cabeza una reflexión en forma de hábito frecuentado: qué pena que todos los años por estas fechas salga a relucir en los telediarios eso del síndrome de depresión post vacacional que sufren tantos miles de personas por no sentir nada en absoluto por lo que hacen, o porque el ambiente laboral en sus empresas es irrespirable, o porque las condiciones, a pesar de que les encante su trabajo, dejen mucho que desear, por saber, en definitiva, que a lo que se enfrentan es a otro montón de meses de esfuerzo en algo que ni les va ni les viene pero que han de cumplir a rajatabla para poder subsistir; pero es verdad, ahí está, nadie puede negarlo, porque a pesar de que existan estadísticas, grandes estadísticas y mentiras, lo del gran porcentaje de personas que sufren las consecuencias del malestar debido a la vuelta al trabajo es un dato objetivo cuyas consecuencias se traducen no ya en un mal clima en el entorno de toda esta gente, sino que ese mal se expande y acaba mermando el ambiente social desde su primera toma de contacto con el resto; y no es justo ni que unos anden tan mal ni que otros quieran estar bien pero no puedan dar todo lo que tienen porque los apoyos menguan a medida que avanza el desaliento de la clase trabajadora, de aquellos que conforman la base de la piramnide de la producción dentro de la que también hay muchos artístas y creadores, y hombres y mujeres dotados de un sexto sentido para demostrar que la primera norma es darle la vuelta a la norma y conseguir mejores resultados desatendiendo a las furias y los enfados del mal humor. Qué gran fortuna tenemos algunos y qué fácil nos resulta tirarlo todo por la borda a las primeras de cambio contagiados por lo que nos puede llegar a nublar la visión tanto como para quedarnos ciegos, justicias e injusticias aparte que estaría bien revisar. Me da mucho que pensar este tema.

viernes, 26 de agosto de 2016

Pasos


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Hay pasos sobre la arena de la playa del fin del mundo situada a la vuelta de la esquina de un puerto perdido en la memoria y aparecido en los sueños, pasos que dejan huellas indelebles muy parecidas a los tatuajes que en el alma llevan quienes han bajado al centro de la tierra y han vuelto a la puerta de entrada; hay pasos sobre las aceras de la madrugada de los barrios acostumbrados a recibir a los Robinsones urbanos doctorados en bohemia, en juegos de saliva engominada, en crucigramas con nombres de jazzmen. Hay pasos que dejan una marca en las lindes de las fronteras con matarifes  alambradas y eléctricas, con sabuesos a la caza y captura del fugitivo, del sin patria, del exiliado, del verso azul de Machado encontrado en uno de los bolsillos de su chaqueta; hay pasos que descienden por el esófago acompañando a los copos de avena del desayuno y  a las gotas de leche sobre las solapas de los niños sin babero, pasos del recreo en el que se forjan los héroes del futuro. Hay pasos en el descanso de la escalera y en el cansancio de la lista de espera de la interminable historia de la madre de las ciencias; hay pasos que conducen hacia el infinito más próximo por senderos conjugados por la ley de cuerdas según la cual la parábola es lo más parecido al no ser las cosas lo que parecen, pasos que enmudecen al toparse en sus narices con la cercanía de lo lejano; hay pasos que conducen hacia las cavernas del hombre primitivo en busca de un mural rupestre, en busca de signos de identidad, de explicaciones que le den sentido al perfecto desorden de un alboroto sin pies ni cabeza que necesita con urgencia un marca pasos, pasos rebuscados entre la memoria colectiva, entre la maleza de los libros de historia; hay pasos que se dirigen hacia a ese infierno en el que una vez que se ha pasado más de una noche, como dice Joaquín Ramón, viene a saberse que también llueve sobre mojado allí, pasos que van derechos hacia la tempestad de manera irremisible pero como queriendo despojarse de una carga que les permita conocer qué hay al final de ese túnel tan oscuro y tan macabro y que tanto miedo da, pasos que sólo los que se salvarán se atreven a dar, y otros que lo empujan a uno hacia la luz de un día que se resiste a estropearse, a envejecer en Abril, a entumecer el sístole y la diástole y la arteria aorta del poema de amor, pasos que no quieren perderse el amanecer, que prefieren quedarse mudos antes que ciegos, que dejan correr la vida con el sosiego de los primeros compases del bolero de Ravel; hay pasos que no dejan rastro de su presencia, que se nos presentan invisibles y todopoderosos, pasos que se detienen en el momento menos pensado y cuando menos se les espera mandan un zas sin coartada ni remedio, pasos a los que hay que tomarles el pulso y aprender de ellos la inminencia resultante de un despiste, pasos maestros cual apertura siciliana; hay pasos de rabia y de osadía y de rencor, pasos de náufragos que nadan en las cortinas de humo que emanan los tubos de escape, en el fragor del disparate de este circo ambulante conformado por hormigas diminutas y por gigantes al margen de las reglas del juego. Hay pasos certeros como los del Titán y los del guerrero, como los del misionero y los de las pitonisas que se anticipan al desastre de los pasos del cangrejo amenazador; hay pasos difuminados y confusos, malentendidos, en el trasfondo artístico de la eterna sutilidad de Baudelaire; pasos que cuentan sus pasos hasta la eternidad, pasos con mucha experiencia y camino recorrido, pasos a los que les ha costado lo suyo encontrar la salida del laberinto; hay pasos enaltecidos por la figura de unos esbeltos tobillos que parecen haber sido esculpidos por Giacometti; Hay pasos que incrustan sus narices donde no les llaman, intrusos en el paraíso de  todos esos cualquieras que no se parecen a nadie, que no se meten con nadie, perros verdes, gatos azules, Kawasakis en un cuadro de El Greco como la que aparece en Cuando aprieta el frío. Algunos pasos son como los relojes, como ese cántaro hueco del Tao, como la película de polvo que marca el paso del tiempo sobre un bodegón de botellas colocadas en una estantería muy alta, en una nube de algodón empapado de agua oxigenada; hay pasos que pasan de largo, que no ven ni su sombra, que no se detienen a contar sus pasos, pasos a los que les cuesta cambiar de zapatos y que optan por ignorar ese cartel que dice atención peligro suelo deslizante. Hay pasos de cebra que parecen jeroglíficos. Hay pasos que se acercan a la solución a partir del momento en el que uno da el primer paso hacia su tabla de salvación.


 

jueves, 25 de agosto de 2016

Donde uno pace



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Una de las mejores sensaciones que se llevan aquellos que han sido adoptados por una ciudad es la de ser al cabo de unos cuantos meses saludados con familiaridad por sus vecinos. Cuando en una ciudad de un millón de habitantes uno sale a la calle y sabe que será fácil encontrarse con alguien a quien desearle una buena jornada siendo recíprocamente contestado es que se está empezando a ser de allí, de donde pace y tiene el chusco. Es grato recibir esa consideración que se despide de quienes desde la otra acera levantan un brazo para decir buenos días, buenas tardes o vaya usted con Dios. Desde esa llegada a partir de la cual hubo que aprenderlo todo a cerca de la geografía del barrio y sus inmediaciones, estudio que paulatinamente fue configurando un radio de acción cada vez más grande, hasta el día en el que se sorprende uno de sí mismo cuando al cabo de un rato de andar callejeando llega a donde se dirigía en mucho menos tiempo de lo que jamás se hubiera imaginado, han tenido que ser registrados los nombres de las plazas con y sin estatuas y de las avenidas del descubrimiento de las pieles que va mudando el asfalto, los números que descifran el código secreto de los puntos neurálgicos de la contemplación, las direcciones más útiles, las calles colindantes que serpentean rizando el trayecto dibujando la parábola que representa la distancia más corta entre dos puntos, los horarios de los autobuses que conectan con el otro lado de la ciudad, los sitios en los que mejor y peor se come, el lugar en el que poder encontrar una librería y una biblioteca y un banco para sentarse a leer a la sombra del león de la fantasía, los cines en los que cada estreno se convierte en el refugio preferido de las noches del otoño y el invierno, las paradas de taxi desde las que se despega hacia los destinos que tienen prisa por verle a uno la cara, los quioscos de prensa en los que oler el aroma como a panes recién salidos del horno que tienen los diarios los sábados por la mañana, las floristerías en las que encontrar los pétalos de la flor de la pasión y los ramilletes de margaritas con tendencia decir que si, los estancos que venden Samson, los rincones en los que acompañar el ruido de la soledad de las madrugadas, las válvulas de escape del motor de la rutina, las sucursales bancarias a las que acudir para sacar unas perras que durarán lo que dure el destino del instinto básico de los días libres, las puertas abiertas que dan a los pasillos de la vida, los cordones umbilicales que lo unen a uno con la realidad en la que se sumerge inventándose la vida de aquellos rostros con los que se topa, vasos comunicantes por los que corre el agua que saciará la sed de la caminata de pupilas atentas, removidas piezas de un puzle que cada día hay que volver a poner en su sitio, fichas de un juego de dominó que no siempre empieza con un seis doble, coordenadas sobre las que poner en marcha los mecanismos de la brújula de la intuición. Hay gestos que lo llevan a uno a pensar que va empezando a ser uno más del barrio aunque no haya nacido en él, y uno de los que más me gustan es el de poder permitirme el lujo de invitar a una cerveza a esos contertulios que poco a poco fui conociendo en una serie de visitas al bar de la esquina, cuya confianza he tenido que ganarme mientras ellos se han dedicado a dejarme ser como soy, a los que tuve uno a uno que ir repitiéndoles mi nombre al tiempo que trataba de memorizar el de todos ellos rezando para no equivocarme, con esa vergüenza que siempre me ha dado no llamar a alguien por su nombre, por el nombre que tienen todas las cosas que me rodean en esta ciudad en la que un buen día fui adoptado.



miércoles, 24 de agosto de 2016

Almas limpias

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Me cruzo durante mi paseo de esta mañana de casi finales de agosto que se niega a poner en marcha la cuenta atrás del reloj del tiempo libre con un grupo de personas muy especiales, seres humanos con rostros tras los que se adivina una diferencia, un magnetismo de caramelo de tristeza e incomprensión, de dulzura descafeinada por algún tratamiento, almas que parecen salidas de otro planeta, hombres y mujeres en los que supongo la maestría de una imaginación que llega uno a percibir en ese tipo de miradas distanciadas del suelo por un pensamiento abstracto y al mismo tiempo firme, unas veces pétreo, otras descuidado, ensimismado, a su aire, libre, de otra galaxia en la que se debe roncar a pierna suelta mientras se duerme como un tronco, como Nakata, ese personaje de Kafka en la orilla de Haruki Murakami, personas cuyo reloj mental no se parece al nuestro porque no es de cuerda floja sino de pura y dura autenticidad, de un modelo de sinceridad por cuyo desuso acaban las cosas transformándose en lo que no son y confirmándose de esta manera la enfática manía de la civilización en sacarle provecho a un cinismo bárbaro y contumaz. Me cruzo con ellos y me acuerdo de Jack Nicolson en Alguien voló sobre el nido del cuco, dentro de esas cuatro paredes en las que la transformación de quienes allí viven es lo más parecido a esos versos de Gloria Fuertes que dicen algo así como que por La Mancha Sancho se aquijota y Don Quijote se ensancha, como si quisieran describir esa metamorfosis provocada por la intensa relación que los pacientes de un centro psiquiátrico mantienen con un recién llegado que de loco no tiene nada, sino más bien un exceso de lucidez que viene a representarse en su capacidad de adaptación al entorno que le ha tocado en suerte por la desafortunada decisión de un jurado médico; eso si que es una verdadera transmutación hacia la transparencia, hacia la misma transparencia que irradian las pupilas de estos seres con los que hoy me he cruzado en la Puerta de Jerez, cogidos de la mano, sonriendo, mirando a su alrededor con el afán de descubrimiento que tienen los que han estado mucho tiempo encerrados o salen muy poco a la calle. Cuando uno trata de mirar lo que hay detrás de los ojos de la gente puede encontrase con un regalo que parece haberle sido otorgado por el curioso mecanismo de un destino en el que no cree, pero del que se desprenden los detalles para convencerse de que, por extraño que pueda parecer, la bondad existe, o al menos eso saca uno en claro después de su breve fabulación, y por consiguiente es posible creer en las personas de carne y hueso que comparten un trozo de tierra firme y unas bocanadas de aire unas veces más limpio que otras. A veces encuentra uno el aliento que necesita en los renglones torcidos de Dios, en el sosiego de las almas limpias de los enfermos mentales.