miércoles, 30 de diciembre de 2015

Párate a pensar


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Párate a pensar y no ceses de hacerlo, de moverlo sin perderlo, de sentirlo lo más cerca posible, convirtiéndolo en accesible, rellenando el combustible, discurriendo por las venas de la vida aunque sea a contramano si se trata de la salvación, manteniendo firme un futurible plan de huida hacia las avenidas de la libertad, por la artería aorta de los telegramas de la piel; cuidado con el cutis imperfecto de la lepra que contagia la avaricia, es preferible navegar por las autopistas que puedan conducirte hasta el cielo, por el túnel que une el subsuelo con el asfalto, con el cobalto de la razón pura, con la idiosincrasia de lo que por ser breve es dos veces bueno, por las avenidas del encanto vespertino de las puestas de sol solitarias y anunciadoras de una estación en la que repostar, de una bombona de oxígeno, de una botella de rizos rizados, de la panadería de las tortas del amor azucaradas con mermeladas de parsimoniosas sonrisas y todo eso y todo eso, por el ocaso más querido, por la afición a contemplar la belleza, la pureza, los puntos suspensivos de la imaginación; párate a pensar en los mecanismos de un reloj, en lo cerca que quedan las distancias, en la manera de comportarse que tienen los que sólo saben que no tienen nada; piensa luego existe, qué difícil, si yo te contara, si tú me escucharas, si todo fuera o fuese coser y cantar, pero pensar, ay amigo, cuanto nos cuesta. Párate a pensar por un momento en lo que dices, en lo que piensas y escribes y verás que lejos queda, justo ahí al lado, al otro lado de esa ininterrumpida puerta giratoria, justo debajo del alféizar de la ventana desde la que miras el horizonte, delante de tus narices, ya puestos, a no más de unas cuantas millas de distancia que separan la realidad de los desaguisados y entuertos más absurdos y más sublimes de idiotez y plutocracia; párate a pensar en los tragos de las copas que aún no se han llenado, en los abanicos que se enroscan en medio de un racimo de besos, en las cadenas que amordazan a falta de grilletes, en busca de billetes, a la desesperada, a lo loco, al desquite, al mogollón, a lo que salga con mucha brutalidad de por medio, que no se diga, que no se piense, que todos seamos un poco más tontos si se puede. Párate a pensar y no te duermas, y no te consientas ser uno más de los gilipollas que contaminan quitándose el mochuelo de encima; párate a pensar y regala rosas y azucenas y margaritas y claveles y pensamientos, que gustan mucho cuando huelen a buena voluntad.

Nos queda


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Nos queda la ciudad y sus perros, y sus prodigios, y sus saltos de mata en cada esquina; nos queda salir corriendo, dar saltos de alegría, inmiscuirnos en un pensamiento, a lo Viktor Frankl, y decidir nuestro presente en un sueño, en una sacudida de lucidez despierta, en un vagón de ida, en los reflejos de lo que se anhela con tanta fuerza como para desearlo de inmediato, ya, de una vez por todas, en este preciso momento; nos queda la poesía, la pausa, la ironía y la prosa, la descripción meticulosa, la métrica religiosa, Clarín, Picasso, Baroja, las luces de la bohemia pasajera que atraviesa la conciencia, el humo del tabaco que acaricia las nubes y se confunde con ellas; nos quedan los ejercicios respiratorios de Nicanor Parra, el Camino de Delibes, la conjura de los necios, Macondo, Comala, Mágina, Santa Marta, el Nautilus, el aula de literatura, las bibliotecas, los cines; nos queda aborrecer la desidia y tirar la casa por la ventana, echar a volar, levantar los pies del suelo, imitar a los magos, resucitar, desayunar con polvorones, espolvorear polvos de talco sobre las manchas de aceite; nos queda lo que aún no hemos vivido, lo que todavía no hemos aprendido, lo que nos darán y cuanto daremos: dársenas, aeropuertos, vías de tren, estaciones, sucursales, salas de estar despiertos, camarotes, rascacielos, insomnios, caricias, besos, consuelos, codazos, de todo un poco, mejunjes y mezcolanzas impropias, cabezadas de diez minutos. Nos quedan sinfines, confines y comedias, tragedias de medio pelo y silbidos, truenos desmedidos, irrupciones de volcanes, travesías por el desierto, inundaciones con ciclones perversos, acuarelas desleídas, amores que se hacen esperar, capas de ozono sobre las sábanas de las mañanas del ayer; nos queda el pan nuestro de cada día y la nostalgia, el fracaso como activo y la vida por delante, el susurro de los pájaros que hablan, las tonterías del vecino, el turrón, el agua, los peces y el vino, las disparidades de la discordia, la rutina endulzada por los versos de Machado, el pasado tatuado en lecciones, las apreciaciones más sutiles, los cuerpos deseados; nos queda seguir escribiendo y no arrojar la toalla, llenar de esperanzas el paseo, el oteo, el vistazo, la faena, el proyecto, inventarse un mundo nuevo, erguir la columna vertebral de las ideas, mirar al frente, dar un paso, decidir a darlo, encaminarnos en dirección a lo que queremos.

lunes, 28 de diciembre de 2015

Una tarde que no arde


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La calle está llena de almas en pena que piden limosna y de otras tantas que no lo hacen porque no saben qué hacer con lo que tienen, con todo lo que tienen, con todo lo que tenemos, con todo lo que dejamos en ascuas y de lo que no nos volvemos a acordar. Metales nocturnos, alegrías diarias, caricaturas de terciopelo, homogéneas semblanzas del mapamundi de la discordia que hace aguas por los cuatro costados de un telediario aborrecible y aborrecido, infranqueable para los francotiradores del sarcasmo, idílico paraíso de las condecoraciones del medio pelo de la crueldad enmascarada de bondad. La calle está llena de gente, de bolsas, de paquetes, de frenazos sellados en el asfalto, de manchas de aceite, de penumbras insólitas, de arañazos por la espalda, de felicitaciones y carteles y lazos que envuelven regalos, de ídolos concentrados en sus asuntos tan pasajeros como para no acordarse de nadie: movidas de hoy en día, esperpentos pasajeros que no dan la talla, lo que nos queda por ver. Quiero despedirme de este año con unas letras, con unas palabras, con esa entrañable ecuación del sujeto, verbo, predicado, que tanto se echa de menos cuando se leen los carteles publicitarios, cuando atiende uno a los políticos, cuando pone la oreja y el oído y tiene la fortuna de no suscribir lo que escucha en la radio. Siempre escribe uno sobre lo mismo, qué barbaridad, qué pereza, qué manera de caer en la misma piedra filosofal y en el mismo entuerto, en el mismo desengaño que tiene su origen en la oración del renglón y del punto y seguido, en la transformación de los sentidos en serenatas de un placer reconvertido en la hazaña de despertarse de repente. Racimos de pétalos de sal, ironías del destino, aglomeraciones portuarias, ciempiés que no atinan a atarse los cordones, hijos de puta a los que no les llega su condena. Otra tarde que no arde, otra tarde sin pasado mañana, como dicen los caballeros de la quema; otra tarde de nubes que amenazan lluvia, de ilusiones pasajeras con la remembranza de una acuarela desmedida y aferrada a la vida; otra tarde que se deja leer en la mirada de una mujer, en el furgón de cola de las prisas que atestan los centros comerciales, en las sucursales y las posdatas y en los manojos de tomillo de las gitanas que nunca los regalan. Hay que joderse, con lo que uno ha sido. El sol, este sol del sur que no mengua ni descansa, que desayuna de chiripa, que anochece a las seis de la tarde, mal y pronto,  nunca es tarde, menos da una piedra. Este sol que cada día nos resucita, que nos amortigua las verdades universales con las que creemos descubrir el Mediterráneo, América, la luna, lo que tenemos delante de los ojos, y nos invita a tomar una cerveza para que acabemos dándonos cuenta de nuestras falacias, de lo poco que somos, de nuestras miserias, de las clandestinidades con las que nos las vamos dando de listos, con las que nos lavamos las manos y sálvese quien pueda, a mi que me registren, de hijos predilectos de la fanfarronería y el orgullo, de saltamontes en medio de una selva de alquitrán, ahí es nada; esto es una cosa, esto es un zoo, un jugar al despiste, una magistral manera de saltarse a la torera las normas y las leyes y los códigos y lo que haya que saltarse. Cajones de Pandora, universos laterales, dinamitas a prueba de bombas, incendios forestales sin ton ni son ni hijos ni dueños ni explicación, un desastre, un sinvivir que vive en la cuerda floja del desencanto; manda huevos a estas alturas del partido. Escribo por vicio, vuelvo a repetir,  por ansiedad, por encanto, por fidelidad a los cinco sentidos, por inercia a hacerle caso a mi paupérrimo instinto de ida y vuelta, por inocencia. Escribo por necesidad, coño, porque quiero, porque me da la gana, porque me sale así, de una, de una vez por todas, y todo seguido hasta el final de los principios, hasta la eternidad de lo que empieza dentro de un rato. Y mañana vuelta al trabajo, eso es otra cosa, harina de otro costal, eso es sagrado, el fondo y la forma, el tiempo detenido, la transformación de la poesía en experiencia; eso es como pisar un escenario, como jugar en Old Trafford, como encontrarse con lo que hacía mucho tiempo que uno deseaba hacer, dejarse llevar, escuchar, hablar, recomendar, entender, vivir, respirar, hacer lo posible, no perder la esperanza. Mientras la tierra gire y nade un pez, hay vida todavía, cosas del flaco. No me lo creo, se acaba el año y no me lo creo; trato de resumir lo sucedido en los últimos doce meses y esto ha sido un suspiro, intenso pero un suspiro, una de esas décimas de segundo en las que se decide un récord mundial, una primavera que sube de dos en dos las escaleras, un sorbo, un pedazo de hielo que se derrite en un santiamén, ese río de Heráclito en el que no te bañarás dos veces, ese agua que no volverá a pasar por la garganta, esa melodía embalsamada de la dulce melancolía con la que Ludovico Einaudi inspira estas líneas, ese ser y no ser, esa tarde que no arde pero a la que le quedan cosas que ir contando, con las que ir tirando.

martes, 22 de diciembre de 2015

El camino


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No salgo de mi asombro cuando compruebo la facilidad con la que nos dejamos llevar, la facilidad con la que nos compramos y con la que atenuamos nuestros miedos. El común de la gente, entre la que me incluyo, somos personas de a pie que danza más o menos ganándose la vida, acariciando la posibilidad de algún día ver como nos va mejor a resultas de nuestro esfuerzo y perseverancia, de nuestra condición de luchadores, de infatigables vividores a bordo del barco que lleva por bandera esa anhelada libertad que muy pocas veces se ve materializada. En esta tarde de domingo de diciembre, con aroma a una rara templanza que no se esperaba nadie, tomo café en casa, acaricio unos cuantos libros, caigo en el vicio de las ensoñaciones, de las discordias con uno mismo, y al mismo tiempo pongo la tele para comprobar cómo van esos enmascarados sondeos de sorpresa acerca de la elecciones generales, cruzando los dedos por que sea lo que Dios quiera pero que sea lo mejor que pueda ser, lo menos malo. No salgo de mi asombro, en primer lugar por los resultados, por lo acendrada que se encuentra la tendencia a tratar de no perder lo poco que tenemos, por nefasto que sea, y por la manía contemporánea de no ver más allá de nuestras narices. No quiero entrar en política porque no me interesa, porque sospecho de ese fraudulento juego, de esa absurda manera de entender la democracia que consiste en ir a votar cada cuatro años; el resto de los días corren a cargo de los beneficiados en el reparto de las cartas que un buen crupier quiso poner sobre el tapete de la demagogia; los listos, los que saben, los que nos vana sacar del hoyo, los cicerones que tanto prometen, los cuenta cuentos de nunca acabar, los ídolos y referentes, a los que hay que hacerles caso, los que estrechan la mano con sonrisa ensayada, la monda, la leche, el fin, en fin, lo que faltaba, hasta donde podíamos llegar, una cosa. Hay un momento en el que uno se para a pensar en lo que realmente importa, en los sueños que aún no se han exiliado de su afán infantil que confabula con la almohada, y no hay mucho más; el entorno más cercano, los compañeros del trabajo con los que llevar a delante un proyecto bonito; el vecindario que se suma al saludo y a la colaboración; la familia con la que pasar un buen rato y contarse las batallas más recientes recordando las pasadas; el hecho mismo de la existencia sin pensar en esos cuantos que tanto condicionan nuestro día a día; las fuerzas que hay que tener para aguantar el chaparrón de mala educación y de una recalcitrante y vergonzosa falta de civismo; eso, la lucha, es lo que, bien mirado, nos salva de la quema de esta merienda de negros, lo que nos hace más fuertes cada vez que nos levantamos de la cama, ese orgullo con el que uno enfrenta el día como si acabasen de pintar todos los pasos de cebra que atravesará camino del trabajo, o de la biblioteca. 

martes, 15 de diciembre de 2015

Martingala



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A medida que escribo me voy dando cuenta de lo lejos que me encuentro de lo que quisiera exponer blanco sobre negro sin liarme la manta a la cabeza, sin enrollarme, sin dudar ni un instante en decir esto es esto y no lo otro, de lo que me gustaría lograr enlazando a penas unas cuantas líneas llegando a englobar el significado de ese mínimo todo en el que se resume una idea cargada de sentido; otra cosa es lo que uno puede, a lo que llega, lo que da de sí. Los mecanismos del cerebro encargados de reflejar en la ilusión del individuo el boceto de la creación deseada casi siempre nos muestran imágenes diferentes a lo que después se acaba consiguiendo; ni mejores ni peores sino diferentes. El punto de partida desde el que cualquier ideal empieza a proyectarse es el germen de una proeza a conseguir, la perfección que no existe, el arco iris con el que sueñan todos los fotógrafos, el amanecer imposible, la aurora boreal acompañado del amor de tu vida, lo inaudito e inabarcable, la canción más hermosa del mundo, lo que uno quiera aún a sabiendas de que no va a conseguirlo pero con la convicción de que le va a ayudar a hacer de la vida un viaje por lo sobrenatural con la imprescindible colaboración de la imaginación. En toda dedicación en la que haya cierta vocación hay una parte de ideal, una visión estética en la que se ve reflejada el alma de quien ejerce un oficio. Salir a la calle con ganas de sentirse participe de lo que sucede ya es una aventura, y si además uno se propone beberse el zumo, el elixir, la esencia, de ese rock and roll del asfalto y el escaparate, de ese blues de la soledad y la agonía, de ese vals de los inquietos y los desterrados, de esa armónica flotante en un aire perjudicado por las desventuras de los tubos de escape, acaba por convertirse la imagen que uno ve y se proyecta en el reflejo de un pensamiento que tarde o temprano acabará por llegar al destino de la estación de las musarañas en el preciso instante en el que uno es testigo de sus propias fabulaciones: eso es literatura de calle y de paseo, de encuentro fortuito y de ocasión, literatura de a pie y de vistazo, de oteo y de francotirador, eso es lo que uno obtiene a cambio de meterse de lleno en las esquinas y en los sótanos de las malas lenguas, en las escuchas furtivas de quienes hablan detrás de uno mientras anda pensando en sus cosas, metido en las guaridas de las insatisfacciones a las que nadie le ha llamado pero acude como sediento de historias, en las penumbras de los eternos llorones, en la resplandeciente humedad de los sin techo, en las catacumbas de la gente que ríe alegre la insignificancia de su progreso mientras otros se frotan las manos, en la no explicación que le doy a muchas de las noticias que emiten esos telediarios que se han convertido en pasarelas del sensacionalismo con el que mantener entretenido al vecindario. A menudo me pregunto por tantas cosas que no sé, que solo por ello, por ese sencillo motivo, por esa ingenuidad, por esa supina ignorancia, merece la pena ir en busca del encuentro, como quien trata de encontrar un tesoro en una bolsa de basura. A menudo me pongo a escribir sin saber de lo que voy a escribir y acabo escribiendo, como por instinto, como por necesidad, como por vicio, siempre de lo mismo, siempre la misma martingala, la que uno lleva a cuestas de sus ensoñaciones.

lunes, 14 de diciembre de 2015

La visión de la ceguera


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Cada vez que hablo con el escritor Emilio Durán me paro a pensar en la manera de canalizar la información recibida que tienen quienes se ven privados de ver, de mirar, de observar con sus ojos, quienes han perdido la vista y lo contemplan todo mediante esa especie de antenas receptoras como puestas en las yemas de sus dedos. La mirada de un ciego es de tal transparencia que todo lo que sus palabras emiten son emoción pura, sensibilidad en forma de un continuo querer decir emanado de la dicción clara y concisa propia de los poetas. Ayer, mientras le comentaba a Emilio Durán a cerca de mi hábito de ir fijándome en la cara de la gente con la que me cruzo, a cerca de la costumbre que tengo de ir inventándome la vida de esas personas que pasean por la calle, me dijo que eso no es ni un vicio, ni un hábito, ni una costumbre ni una manía, que eso es una obligación, la obligación de mirar como diría Góngora. Gozar del sentido de la vista y saber discernir entre lo que puede ser material literario y latente de la vida, y lo que corresponde a ese torrente de futilidades con aspecto de deterioro humano, de palpable deshumanización, que no dejan de ser literatura aunque ayudan muy poco a vivir con tranquilidad y a mantener ciertas esperanzas sobre un positivo devenir de la sociedad, es como sentir el privilegio de quien se encuentra permanentemente en el cine de la realidad formando parte de ella, pudiendo intervenir y asumiendo el papel con el que se le ocurra disfrutar de la libertad del conocimiento sin intervenir en el feudo privado del jarrón de porcelana en el que pueda encontrase la delicadeza del resto. Un hombre sin vista es como una de esas vasijas de los cuentos de las que no dejan de salir objetos maravillosos, o como una lámpara de Aladino, un manantial de purismo interior que no admite chantajes, un lo que es es como es, una interminable letanía de locuciones que calan hasta los huesos incluso con el silencio. Borges quedó ciego de tanto leer, o de tanto ver hasta que no le cupo más a sus pupilas, no sé, o de tanto inventarse mundos dentro de este; puede que quedara ciego de aglutinar tanta imaginación dentro del presente que se presentaba delante de sus ojos. El padre de mi amigo Javier, inédito poeta, estuvo trabajando con denuedo durante toda su vida para coleccionar una admirable biblioteca de más de cinco mil ejemplares de la que disfrutar a partir del momento de su jubilación, y poco después de instalarse en los aposentos de su tranquilo retiro en el que ejercer un poco a su manera de Montaigne fue sacudido por los temores de una ceguera que no mucho después se convirtió en una inexorable realidad. Uno no le teme a la muerte, uno le teme a la enfermedad, a la desdicha del sufrimiento desconsolado de enmienda que venga a enderezar el entuerto; uno le teme a la ceguera que le impida seguir disfrutando algún día de la lectura y de lo que pasa en las esquinas, pero si ha de llegar que me pille con tan buen talante como es capaz de llevarla mi querido Emilio Durán.

jueves, 10 de diciembre de 2015

Nuevas generaciones


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Cada vez que me reuno con un grupo de alumnos de la escuela de hostelería para charlar sobre alguno de los trabajos que tienen entre manos salgo con la sensación de haber rejuvenecido como por arte de magia, por el arte de la magia del contacto con jóvenes inquietos que tienen muchas ganas de hacer cosas. Me veo reflejado en ellos haciéndome retomar el pulso, la energía propia de la más próspera de las ingenuidades al estilo Andoni Aduriz en cada uno de los puntos en los que se fragua el proyecto sobre el que trabajan. Comprobar cómo hay gente a la que se le pasan por la cabeza ideas que tienen que ver con la creatividad, con la innovación lógica y con el desarrollo de los sentidos, es para mí de un grado de satisfacción comparable al de tener la certeza de que el camino, las puertas y las ventanas, del campo de investigación de mi oficio se encuentran abiertos y con muchas posibilidades de éxito, cosa que me hace sentir no sólo más joven sino al mismo tiempo tan inquieto como ellos. Lo bueno de los años, cuando uno ha profundizado en lo que hace, cuando uno se ha movido yendo de aquí para allá tratando de aprender y ha dado muchas vueltas para volver al mismo sitio, es que se acaba dando cuenta de que solo sabe que no sabe nada, pero con la ventaja de poder gozar del privilegio de compartir opiniones y comentarios con personas que se interesan por lo que a uno le pasó, por los errores que cometió, por la forma en la que se resolvían los problemas en los lugares por los que uno ha ido ejerciendo, poniéndolo todo ello en relación con el presente que nos ocupa y en el que pretendemos continuar investigando. Necesitamos una sociedad en la que se trabaje en equipo, en la que se enseñe a trabajar de esta manera, en la que se alerte sobre los peligros del talento en solitario, que casi siempre acaba en incomprensión, frustración, desánimo y fracaso, y necesitamos enseñar lo importante que es tener constancia de que toda creación lleva implícito un sacrificio; hemos de hacer todo lo posible por unirnos al empeño de quienes ahora empiezan a forjar su futuro, porque, entre otras cosas, de ello depende tanto el nuestro como nuestro continuo aprendizaje, que día a día se retoma poniéndonos en contacto con las nuevas generaciones. No hay nada más bonito que verse inmerso en una conversación en la que, además de hablar de los pormenores de un esquema, salen a flote reflexiones sobre arte, sensibilidad y literatura, haciendo que fluya el coloquio hacía todo tipo de direcciones que tengan que ver con esa maravillosa virtud que tienen los diferentes contextos cuando son capaces de ponerse en contacto unos con otros, como formando parte de una totalidad en la que se resume el conocimiento humano. Una de las recompensas de la vida es que, si uno se lo propone, puede darle la vuelta al tiempo y comenzar de cero cualquier proyecto con la ilusión se un adolescente.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Cordón umbilical


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Escribir es ordenar el pensamiento. Cada vez que uno escribe se sitúa en la frontera entre la realidad más palpable y evidente y el mundo que anhela y que se encuentra en sus ideas, en sus reflexiones, en lo que le gustaría que fuese y en su punto de vista, a través del cual moldea la figura de la contemplación poniendo todo el mimo y cuidado necesarios para no deformarla, para hacerla participe del presente pero sin pasarse de matices oníricos que lleguen a confundir la elaboración de las conjeturas con suficiente base interpretativa sobre las que se asienta la percepción de cuanto se vive. Una de las cosas más difíciles de ordenar es el cúmulo de apuntes que se tienen escritos en un cuaderno una vez que uno se dispone a organizar, de una vez por todas, eso que tanto tiempo hace que le anda rondando en la cabeza en forma de ensayo, o de relato, o de cuento, o de novela. La cuestión es por dónde empezar, en qué paraje o calle o ciudad, en qué rincón o habitación o pasillo, la cuestión es dónde y en boca de quién, después de tener claro, que no es poco, lo que se quiere decir, lo que se quiere transmitir: la moraleja, el mensaje, la vivencia con fuerza suficiente como para conmover, como para mínimo mantener la atención del lector de la misma manera que se mantuvo la tensión creativa. Me acuerdo de Miguel Delibes y de sus tres intentos antes de dar con la clave definitiva que le llevó a escribir Cinco horas con Mario en forma del monólogo interior de una mujer junto al velatorio de su marido; me acuerdo de eso que dice Muñoz Molina cuando afirma que él no tiene un personaje hasta que no tiene su nombre; me acuerdo de esas decenas de folios llenos de posibles nombres para personajes que se le encontraron a Arthur Miller en un cajón de su escritorio, y me acuerdo de las veces que me he despertado con esa inigualable sensación de romper a escribir, que es como a mi me gusta decir que se tienen muchas ganas de ponerse manos a la obra. La pulsión creativa va en relación con el estado de ánimo, y de ésto último depende que la trama, aunque solo se trate de escribir una entrada en este blog, se bifurque o quede enquistada en un unánime razonamiento en torno al que gire un todo diminuto y global al mismo tiempo, como uno de esos dichos sobre los que se sustenta parte de la sabiduría del pueblo, esa sabiduría que saca tanto provecho de tan poco y cuyas expresiones resumen muy a las claras la autarquía comunicativa y tremendamente eficaz del lenguaje que utilizan las gentes sencillas y sinceras. Ser sincero, por cierto, es cada día más difícil, y si hablamos de literatura todo es cuestión de impostura, de la sana impostura de la fabulación que se encargue de desarrollar los acontecimientos necesarios para que el argumento goce de los parámetros de autosuficiencia deseables con los que abrirle las ventanas a la vida sin que sea menester ofender a nadie, porque, en el fondo, de lo que se trata es de describir, de representar, de transmitir sensaciones que tengan que ver con la intuición y con los valores con los que uno hace lo posible por continuar en la brecha, en el cordón umbilical que une la imaginación con la vida.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

En cierta manera


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Salir del trabajo con muchas ganas de llegar a mi casa para ponerme a leer es una de las cosas que más reconfortante me hacen el paseo de vuelta cada madrugada. En la perpetua sensación de querer aprovechar el poco tiempo disponible tras una larga jornada, aún  a pesar de saber que se me acabarán cerrando los ojos de cansancio, encuentro la motivación necesaria para dedicarle un trozo de tiempo a enriquecer la dieta con lectura. Como suelo salir tarde, pasada la media noche, las calles se me muestran tranquilas y con ese sosiego propio de lo que descansa, de lo que ha conocido el trajín, el deambular de las gentes afanadas en sus tareas y en sus compras y en sus obligaciones ordinarias acometidas entre idas y venidas, entre pasos de cebra y miradas de reojo, entre tropezones y esa sensación de ir siempre deprisa sin saber hacia dónde ni por qué ni cómo; es como si de madrugada estuvieran las calles gozando del merecido retiro bajo las sábanas del silencio una vez que han sido capaces de soportar el ajetreo y el incesante rugir de motores cuyas secuelas son esas manchas de aceite que tatúan el asfalto. La madrugada tiene un matiz de serenidad que a mi me gusta tanto como para desear no tener nada que hacer al día siguiente y poder dedicarme a andar hasta el hartazgo a lo largo y ancho de la oscuridad iluminada con la luz amarilla de las farolas de la noche. Si ya de por si Sevilla es bella, lo es aún más cuando cada detalle puede ser contemplado o descubierto con el a penas perceptible sonido de los coches que se aproximan por alguna calle cercana y como viniendo desde muy lejos, con ese tenue latido de metal por el que uno no quiere ser sorprendido, en esa búsqueda de un refugio del alma para que a ningún conductor desaprensivo y temerario e idiota le dé por acelerar y saciar las apetencias de sus absurdos e incívicos caprichos. Eso, pasear con la parsimonia que se merece una jornada en la que se ha disfrutado del trabajo, mezclado con la certeza de que al llegar a casa se encontrará uno con un lugar propicio para el humilde deleite de la paz del interior de un hogar con unos cuantos libros y una cerveza, es en cierta manera la felicidad, el descanso del guerrero de este camarero, la posibilidad de seguir disfrutando de los placeres accesibles de la vida sin necesidad de gastar nada. Después, cuando solo el remordimiento de poder caer en el error de no descansar bien, cuando es preciso y necesario ir a dormir, se acurruca uno en un duermevela en el que se promete continuar dedicándole un rato más cada día y cada tarde y cada noche a lo que más le gusta, consiguiendo con ello que, aunque no siempre se cumplan los deseos, al menos quede abierta la ventana del ánimo y de la conciencia de saberse afortunado por el sencillo hábito de pretender vivir más vidas dentro de ésta que tenemos mediante el grato reencuentro que supone un rato de lectura.

martes, 1 de diciembre de 2015

Se decora la ciudad


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Ahora que las calles del centro de la ciudad se convierten en un hormiguero pienso en lo condicionados que estamos por las fechas venideras. La compra de los regalos, la búsqueda de las mejores ofertas, la elección del presente que alguien no se espera, la sorpresa, las ganas de agradar mezcladas con esa cierta obligación de comprar para regalar y para que nos regalen y todo lo que conlleva amenizar la convivencia aunque sea de una manera tan material forma parte de un protocolo establecido del que hemos de sacar lo mejor, lo que aún nos caracteriza de seres racionales, de párvulos, de niños. A parte de la teoría de que la forma de afrontar las navidades y otras fechas relevantes del calendario ha sido fomentada por las grandes superficies comerciales para generar un en ocasiones desmesurado consumo, a mi me gusta acercarme a la navidad con el presentimiento de que algo bueno va a pasar, de que necesitamos de esa cierta nostalgia para conocernos un poco más, aunque solo sea por unos días, de que es bueno ese espíritu compartido entre regalos y lotería y cenas y reuniones en las que siempre siente uno la esperanza de que salga a relucir nuestra parte más humana. No es fácil hoy en día, habida cuenta de las circunstancias internacionales que de una u otra manera nos salpican, pararse a pensar en serio sobre la felicidad que podemos desarrollar los unos con los otros, pero siempre he sentido que merece la pena ese esfuerzo, tal vez muy condicionado por los recuerdos sellados a mi memoria en forma de armonía con respecto a la navidad, como si no lo pudiera remediar, como si las imágenes de hojas caídas y de pueblos nevados y de belenes compuestos con maestría y humildad fueran el detonante que me lleva a sentirme instintivamente bien. Con el mero hecho de salir a la calle y ver cómo va siendo decorada la ciudad ya disfruta uno del paseo de otra forma porque eso lo instala en un presente, en un futuro muy cercano, en un como todos los años tener la posibilidad de hacer uso de una nostalgia con matices de bondad. Cae uno en la cuenta de que no ha dejado de ser un niño, de que a muchas personas con las que a diario se cruza la navidad le resulta triste; cae uno en la cuenta de que a veces no somos capaces de superar la tristeza, de que esperamos algo más, de que cualquier ocasión es buena para ponerse a contar penas y miserias y fracasos, y sin andar uno, por desgracia, a salvo de ello, me resisto a seguir el guión de lo negativo sobre algo tan hermoso y tan colorido y tan cargado de emoción y de cántico y de saludables tragos. Por supuesto que me emociono cunado pienso que miles de personas no podrán celebrarlo como todo ser humano se merece, por supuesto que me indigno cuando no nos ponemos de acuerdo para que eso no suceda, por supuesto que se siente uno juez y parte de la situación, pero si con algo, además de con una mínima colaboración en forma de alimentos, puede uno demostrar que no nos pueden ganar la batalla de la alegría es sonriendo y poniendo un granito de arena para que sea posible que el acercamiento de la navidad se parezca a la espera de un gran acontecimiento.