domingo, 27 de marzo de 2016

Carnes de cañón



Es casi imposible no reparar en la toxicidad que se va acumulando en el ambiente, en las miradas de desánimo, en el cansancio de quienes se han hartado de esperar, en la codicia que tatúa con ojeras los semblantes de los hombres a los que les da lo mismo el prójimo, en los desplantes de soberbia que el día a día nos regala como forma de enseñarnos lo bajo que hemos caído. La imparable tendencia a tener que triunfar cueste lo que cueste y a costa de lo que sea y de quien sea transforma el clima social en una especie de iceberg que acaba poco a poco por derretirse e inundar los valles de la dichosa benevolencia de la calma, anegando de un perverso cieno las cuentas corrientes de las venas del sentimiento existencial. Por otro lado se encuentra el conformismo, el no hacer ni el huevo al estilo del perro del hortelano al mismo tiempo que no se deja hacer a nadie nada o se critica con dureza el esfuerzo de quienes se entretienen en los sanos planes que se proponen envejecer con dignidad, madurar siendo algo más cultos y sensatos; eso también está causando estragos en nuestra manera de vivir y en nuestra forma de aprovechar el tiempo, porque el concepto de tiempo, lo que por él entendemos, está tan deteriorado y ha acabado siendo algo tan relativo, que no lo vemos como nada más allá de las menecillas de un reloj o de los dígitos de un teléfono móvil. Además nos encontramos con la sobresaturación de estímulos, de formas de enseñarnos a emplear el tiempo en cosas fútiles y sin sentido de desarrollo personal, encauzando el pensamiento hacia la modorra, hacia el hastío y una incongruente prisa por tener, tener trastos inservibles y no tener ganas de hacer nada que suponga mover nuestras neuronas, sin darnos cuenta de que toda obra bien se merece un esfuerzo, de que la belleza de los logros se encuentra en la dedicación aplicada durante el trayecto, un sacrificio que la dignifique y que la convierta en merecedora de cierta estabilidad. Lo malo es que ese sacrificio generalmente lleva implícito en su significado algo que nos recuerda siempre a una pérdida, a un infierno, a un desgaste, y por lo tanto nada mejor que resolver el problema tratando de imitar a aquellos que ganan mucho haciendo poco y haciendo muchas trampas. Un galimatías, un enredo, un desastre, una tela de araña plagada de culebras y de carnes de cañón, de insatisfacciones y de dilemas absurdos, una pena envasada en el vacío de falsas ideologías, un entuerto  que no ha hecho nada más que empezar y que culminará con millones de personas depresivas y obsesionadas en la triste idea que de ellas mismas se hayan hecho cuando se den cuenta de que nada de lo que se les vendía tan fácil acabó por resultar estable, beneficioso, de provecho, duradero, creativo, vivo, sino una mercancía que ha quedado obsoleta y que ha causado daños irreparables. Estamos a tiempo de todo lo mejor y de todo lo peor, estamos a tiempo de nosotros mismos.

sábado, 26 de marzo de 2016

De nosotros depende


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¿Habrá algo más bonito que dirigirse uno a su trabajo, paseando las calles como se saborea el agua en la boca, masticándolas con la mirada, haciendo suyo el presente que consiga desprenderle de la empecinada actualidad en modas y disfraces, en contrabandos pasajeros, en noticias que se solapan, en mitos desmitificados a los diez minutos de su aparición? Nos falta esa parte esencial que define a los hombres en humanos, que los transmuta en realmente inteligentes, en gentes de paz que piensan en sus cosas esculpiendo el egoísmo que se necesita para poder repartir felicidad, hablando de España, ahora me ha dado por hablar de España; nos falta hacer las cosas con un toque de altruismo nipón, con esa desinteresada frecuencia de lo reglamentado en beneficio de la comunidad; nos falta el gusto por el sano ejercicio de la creatividad en pos de la convivencia, y aquellos que logran alcanzar un mínimo grado de interés en estas frecuentemente catalogadas de locas lides corren el riesgo de ser la Kawasaki en el cuadro de El Greco de la canción de Joaquín Sabina. Se va dando cuenta uno de la importancia del tiempo a medida que pasan los años y empieza a comprobar que lo que fue en uno empieza ahora a ser en la vida de los que en este momento son lo que uno era, en esos jóvenes con ganas, vírgenes de fracasos, blindados contra los incendios del alma, convencidos de su vocación, y empieza uno a sentirse un poco más lo que fue gracias a ellos. La satisfacción de compartir el día a día de mi profesión con personas que se interesan por el desarrollo de los acontecimientos basando su alegría en el esfuerzo que se ha desvinculado del complejo del sufrimiento es la vitamina que adereza mi café, la voluta de humo pensativo de mis cigarrillos mañaneros, la fuente de inspiración de la que se nutre mi confianza, el orgullo de mis canas, el aliciente de mis jornadas, la flor que no se marchita en el ramo. Una de las cosas que también aprende uno con el paso de los años es la importancia de no cesar en el intento de compartir lo que sabe para poder seguir aprendiendo, dando paso así al fomento de la creencia en las ideas, bebiendo de la botella siempre abierta del fluir del pensamiento de los jóvenes, viviendo a lo ancho como dice Paco Ortiz. Un país tan rico como España, tan artístico y soleado, tan iluminado por las ciudades de la gracia, tan lleno de historia y de mezcolanza de pueblos, tan cruce de caminos, no puede consentirse permanecer anquilosado en el fraude de la mediocridad, en el freno de los miedos, en la contaminación y la toxicidad de la desidia que deviene de todo punto que parte de la base del fracaso debido a la poca creencia en nosotros mismos. Un país como España no puede permitirse la ignominia de una clase dirigente que se parece al parlamento de San Camilo 1936, porque hay una multitud de jóvenes con sus bujías encendidas deseando darnos lo mejor de ellos mismos; y de nosotros, de los que ya hemos sido vencidos en más batallas que Aureliano, el menor de los Buendía, depende. Ahí lo dejo.

martes, 22 de marzo de 2016

Más de lo mismo


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Se necesita muy poco tiempo para darse cuenta de cuándo le gusta a una persona lo que está haciendo. La distancia más corta entre dos puntos puede que sea la línea recta, pero la distancia más corta entre dos personas, qué duda cabe, es la sonrisa. Nos falta a los españoles un poco de ese pensamiento que iguale la dignidad de las profesiones, y nos hace falta también un poco menos de mala leche y un poco más de reconocimiento para con nuestros compañeros. Estoy seguro que si hoy mismos se hiciese una encuesta en torno a la disgregación de los equipos de trabajo dentro de una empresa, por motivos de envidia y de cabezonería a mantener firmes una serie de razones aún a costa del riesgo de pérdidas graves, las empresas españolas se encontrarían a la cabeza de esa lista. Ese lastre nos acompaña de una manera tan fija que es inconcebible la creación de cualquier proyecto sin dar por hecho que durante el proceso de maduración de las ideas, por otra parte temidas, aparecerán las consabidas rencillas, las chinitas en el camino como le gusta decir a los clásicos de la gestión aprendida a base de codazos, y claro está se devalúa el valor de la sonrisa porque no se concibe ésta sin ciertos tintes hipócritas, enlatada, pervertida, no fecunda, podrida por las ignominiosas estratagemas de las malas intenciones, de los tiros por la espalda, de lo que caracteriza a la inagotable fuente de nuestras miserias como denostadores de todo lo que tenga que ver con el afán de progreso de las mentes lúcidas que nos vamos encontrando por el camino. Es una pena, y causa el tema una sensación de aburrimiento que desploma al más pintado. Luego venimos con el cuento de que si los mejores se marchan fuera del país; pero qué nos pensamos, pero en qué parra nos hemos quedado: en la del nepotismo y el chisme, en la de los reinos de Taifas, en la del arribismo silencioso como el arrastrarse de las serpientes; nos hemos quedado en la estrategia de las termitas, miren ustedes, o cómo hay que decirlo. Da pena pararse a escribir sobre esto porque no se merece uno semejante recuento de incongruencias, pero a la vista de mis arrugas está que por algún lado hay que salir, por algún sitio hay que darle rienda suelta a la tecla que atenúe los males del alma. No hay peor declaración de intenciones para motivar a un equipo que la basada en el esfuerzo como si la vida fuera un valle de lágrimas al que hemos venido a sufrir, como si el ejemplo que da el valiente de turno, porque a él le resultó muy difícil llegar donde ha llegado, fuera prueba más que suficiente para justificar que ese es el método a seguir, el de la guerra, el del disfraz, el de rodearse de chivatos y de gente que se cambia constantemente de chaqueta. Es por eso que hoy en día, en las empresas españolas, se prefiere un perfil cómodo, fácil, amoldado, con mucha necesidad de un puesto de trabajo, un tipo de persona que no cuestione nada y a la que se pueda tener en cualquier momento, llámese despiste, cogida por ahí para hacerle abdicar de sus sanas intenciones creativas. Qué pena.

viernes, 18 de marzo de 2016

Todo sigue igual


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Se aproxima la Semana Santa, una de las semanas grandes de Sevilla, una semana en la que la pasión cristiana será la protagonista. El ayuntamiento ha mandado pintar los márgenes de todas las calles del centro, todos los pasos de cebra, en un intento de adecentar el aspecto deteriorado a causa de las vivencias urbanas del otoño y el invierno que han dejado sus secuelas en forma de desgaste. Se ve a gente con palmas rizadas dispuestas a ser expuestas en los balcones de sus casas, algunas son auténticas obras de arte, imaginativas trenzas que trepan por el cuerpo de esa palma que simboliza uno más de los gestos del ritual semanasantero. Las zonas del centro están atestadas de personas pululando de un lado a otro como buscando la templanza de la que ya se goza durante buena parte de los días, o como queriéndose anticipar a la celebración de las procesiones, observando cómo se terminan de montar las tribunas que invaden el casco antiguo de la ciudad; pero en el fondo, y más allá de la pasión y del misticismo, no carente de un particular sentido de la exhibición, todo sigue igual. La preocupación se centra en si lloverá o no, en si podrán o no salir las diferentes hermandades, en el debate en torno al recorrido que unas y otras efectuarán. La preocupación del trabajador que va y viene a pie de su casa al trabajo es si podrá o no llegar a tiempo y si podrá o no descansar las horas que necesite su cuerpo después de una larga jornada en la que se ha visto sorprendido por callejones cortados a cal y canto por la aglomeración de fieles en silencio a la espera de que pase el Cristo o la Virgen de su devoción. El sentido artístico de la Semana santa es innegable, admirable, en lo representativo, en lo musical, en lo retórico de los movimientos y el balanceo de los palios al son del dictamen de un capataz, en el arrastrar de los pasos de los costaleros, en el llanto que se escucha debajo de algunos tronos, en la arquitectura de las flores, en el brillo del pan de oro, en las siluetas esculpidas a imagen y semejanza del hombre, en los ojos y en las telas bordadas; pero todo sigue igual. Hay un velo de incertidumbre en el que el ciudadano se amodorra durante estos días desentendiéndose de los problemas que aquejan a la sociedad y se refugia en su predisposición a que el ejercicio del rezo y de la petición vengan a arreglar como por arte de una magia espiritual los males que golpean nuestra estabilidad diaria; eso siempre me ha llamado la atención desde pequeño: ese esfuerzo por no creer en nosotros mismos y dejarlo todo en manos de la providencia divina, ese pensar que somos inferiores, ese no intentar ser nosotros mismos, ese no cuestionarnos nuestras propias razones y mucho menos las que nos han inculcado como si se tratarán de irrefutables convicciones que hay que llevar a rajatabla para ser buenas personas; y eso me sigue preocupando porque no encuentra uno demasiadas almas libres de criterio que al mismo tiempo sean capaces de disfrutar de las maravillas artísticas de semejante acontecimiento. Otra más de nuestras contradicciones.

domingo, 13 de marzo de 2016

Azul


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Azul como el del cielo de los últimos versos de Machado, azul paraíso de la infancia, huerto de la abundancia de la imaginación, telón de fondo de la transparencia, infinito fugitivo hacia el mundo de lo limpio, de los intríngulis entre los que se desenvuelve un boceto, una huida hacia el interior de la inmensidad no manchada de nada, solo de azul, de ese color en el que se encuentran cómodas las ideas mañaneras recién salidas del primer bostezo; azul de este día azul que le devuelve a uno la bombona de oxigeno perdida en el combate y una tregua contra el frío de las madrugadas pasadas por el agua del cambio climático, azul sintomático de que algo va bien, de que funcionan los recuerdos, la memoria, la independencia sugerida por la mínima libertad a la que uno cree tener acceso; azul del albor de una Semana Santa con aroma a primavera, con ese olor a azahar que desprenden los árboles de la ciudad de la gracia. Los azules, como los rojos y los ocres y los magenta y los turquesa y los gualda y como todos los nombres referidos a un color, a una imagen o impresión, a un fotograma de la naturaleza, a la descarga eléctrica de los fogonazos de la sutileza visual y privilegiada, como todos los colores, tienen, guardan, encierran, una definición en el vacío del presente que hay que saber descifrar para sentirse embriagado de la vida que transmiten las luces de la claridad envuelta en un matiz, en un tono determinado con el que arropan los pensamientos en una templanza rápidamente asimilada por los mecanismos del alma, una templanza dada, regalada, que por definición nunca se vuelve obsoleta porque no acaba de reinventarse a cada instante, porque a lo sumo se difumina en otro pensamiento más liviano si cabe conduciéndonos hacia las mieles del bienestar. Azul cobalto traje de luces, azul marino Hemingway, azul Rubén Dario, azul puerto de mar, cántico espiritual de gaviotas Rafael Alberti, azul con nubes blancas de algodón; azul gota de agua, onda expansiva en el lago, regalo de terciopelo; azul como el gato señalado con el dedo, como la brisa insinuada por el aire que respira el alpinista en la cima del consuelo, como la lejanía del horizonte clarividente y seguro de sí mismo. Azul como la ropa que elige el niño para el viernes, como las sábanas del verano, como esas ginebras de moda; azul conseguido con el amarillo y el verde, con el impulso del pintor sobre su paleta como desentrañando las claves del vocabulario de lo cromático; azul de la punta del lápiz que subraya sobre las páginas de un libro y anota en los márgenes atiborrados de apuntes de un cuaderno; azul como este día y esta tarde tan radiante, azul aspirante a los regalos de un presente con los ojos abiertos a las bondades del azul de una calle sonriente, de una vida que sobrevive y sobreviene y se entretiene deteniéndose en un color, en el azul que me sostiene.

viernes, 11 de marzo de 2016

Mirar las cosas


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Me pregunto dónde se encuentra la línea divisoria entre la racionalidad y el borreguismo en esta sociedad sobrestimulada, en este baile de disfraces al son de la batuta de la incoherente imposición de lo igual. No es tan difícil perderse, dejarse llevar, comenzar a hacer algo porque hay que hacerlo, ser tragado por las arenas movedizas del peligroso flujo de la monótona y persuasiva tendencia de una estética basada en el narcisismo; hace falta un esfuerzo de reflexión, mirar las cosas, estudiar el entorno, comprender lo que uno tiene, ver hasta dónde uno ha llegado para valorar lo que le ha costado antes de que se le olvide y empiecen a caer por el precipicio sus principios, sus valores, y ser consciente de la realidad en la que malvive más de la mitad del planeta, ya que la otra mitad andamos en ese fatuo e incauto juego de rol de la fanfarronería y el mal gusto sugestionado por la corriente de moda, hoy una, ayer otra, mañana lo que sepa quién quiera y al precio que imponga la bolsa del estraperlo de lo cotidiano, que ya se comercia hasta con la naturaleza de lo cotidiano, con el aire que respiramos, con los gestos que nos caracterizan y lo que sigue. Uno de los sentidos más importantes a desarrollar en este caso, en esta actualidad contagiada por el virus de lo inminente y su consecuente tendencia a lo efímero, es el de la responsabilidad de sacar las debidas conclusiones, cuestionarse a uno mismo en un ejercicio como de miradas en un espejo o como si se viera uno desde afuera, poniendo en práctica el ejercicio de la crítica y el análisis, no conformándose, pareciéndose lo menos posible a esa estampa del burro obstinado en conseguir la zanahoria que pende de su cuello. Es La facilidad y la fragilidad con las que el intelecto se desentiende de la contienda, del análisis del que extraer el atisbo de una idea clara a cerca de cuáles serán los caminos a escoger, lo que provoca ese devenir con motor Diesel que amortigua todo intento de enmienda porque desaparece la duda, porque suele toparse con la máscara de la imposición de la transparencia que convierte el erotismo en pornografía y solapa las noticias en menos de cinco minutos debido al cáncer de las prisas, cambiando la orientación del rumbo de la ética resumiendo ésta en cuatro sencillas cuestiones que no van más allá de cometer un crimen. Las sospechas están fundadas, no hay quien lo dude, pero ahí seguimos. Necesitamos la habitación de Virginia Wolf, una de esas dosis de espacio íntimo en vías de extinción, para darnos cuenta de una vez por todas de las tonterías en las que gastamos nuestras energías repuestas en la ceguera de la abundancia.

martes, 8 de marzo de 2016

Por escrito


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A veces nos decimos que resulta muy difícil meterle en la cabeza a los jóvenes la importancia del sentido de la libertad basada en el conocimiento, tal vez sin reparar en que hubo un momento en el que fuimos nosotros los que se resistían a entender la importancia del estudio y del sosiego de la reflexión durante esa etapa en la que las nubes se e encuentran al alcance de la mano, en la que todos tenemos un pararrayos en nuestra cabeza, esa etapa en la que la vitalidad y el entusiasmo se encuentran a la par que la formación del carácter con el que empezaremos a decidir, a no dejar de decidir. Uno, con sus canas y sus caries empastadas, con sus ojeras de lector de madrugadas soldadas bajo el susurro de la música clásica, tropieza siempre en la misma piedra filosofal de pensar que los demás entienden lo que uno dice, y de ese modo habla y habla y cuando levanta la mirada se da cuenta, alguna vez que otra, de que le está hablando a las paredes. La historia se repite, porque ahora es a mí a quien no siempre se le escucha del mismo modo que yo no lo hice en su día, cosa que viene a ser una de las lecciones que la vida nos ofrece para desentrañar algunas de las claves del por qué de esa cuestión comunicativa. Intentar entrar en este tema sin la presunción de tener la capacidad de asombro intacta no vale de nada, el ser humano nos ofrece una nueva versión a diario, a pesar del volver en algunos aspectos las cosas a ser lo que fueron, y por eso a poco que se deje uno seducir por la ingenuidad, y por los propósitos de la inocencia inexperta en las bofetadas de la convivencia, sale reforzado y enfrascado por el perfume de la restauración del pensamiento puesto al día en base a una serie de órdenes que corresponden al presente de hoy, con su actualidad y su saturación de estímulos, con su totalitarismo de la transparencia y su muerte del Eros, con su rescate de la belleza y con sus egos. Esto de lo cíclico tiene su tela de araña, su molino de viento, su cántaro que siempre va a la misma fuente, su tiempo perdido vuelto del revés, sus asaltos de conciencia; esto del eterno retorno tiene su doble línea amarilla, sus farolas encendidas a deshoras, sus chantajes emocionales, su tener que ponerse uno al día, su necesidad de continuo aprendizaje, su estela de sacrificio y de decirse al espejo que merece la pena. Uno de los secretos de entender la realidad en la que vivimos es relacionarse con gente joven, escuchar a los chavales que ahora comienzan, preguntarles por sus inquietudes, tratar de conocer cómo han llegado a sus conclusiones, razonar poniéndose en sus pieles, cuestionarse a uno mismo qué hubiera hecho estando en sus lugares, con sus entornos y con el tiempo que les está tocando vivir en los vitales años de sus adolescencias tardías que les darán paso a la puesta en escena sobre un mercado cada día más voraz. Se me ha ocurrido proponerle un ejercicio de redacción de temática libre a cada uno de los jóvenes que forman parte de mi equipo de trabajo, con el fin de llegar a ellos, al fondo del sentido de sus movimientos, y la satisfacción está resultando plena, constructiva, coherente, creativa. Nada mejor que expresarse por escrito para mostrarse uno como realmente es.

lunes, 7 de marzo de 2016

Cuánto de todo junto


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Tomo café en un bar que hace esquina, en uno de esos bares que favorecen la vida en las calles de esta ciudad tan propensa a eso, a charlar fuera de casa, a beber cerveza de una manera ejemplar y rociarse por dentro con manzanilla de Sanlúcar y con mosto del Aljarafe, a tomar tortillitas de camarones y decirle jefe al camarero, esta ciudad en la que los suelos de las tabernas se pueblan de grasientas y arrugadas servilletas de papel que yacen entre el serrín y las cáscaras de altramuces en salmuera. Estoy tomando café y se me acerca un vagabundo, uno de mis héroes aunque a él ni se le pase por la cabeza porque su dignidad y su humilde oficio de contemplador del paisaje urbano no le dan lugar a pararse a pensar en eso; viene a contarme que los bancos se lo llevan todo mientras me pide un cigarrillo; se pregunta para qué tanto dinero, para qué tantos miles de Euros cuando a él le basta con tres para ser feliz, para no pensar en nada, para ir cultivando poco a poco, despacito, su amistad con unos cuantos, para preferir dormir en la calle; después me cuenta que está en una de esas tediosas listas de espera para que le operen de una hernia discal, un problemilla en su espalda para el que los doctores le han recomendado que ande tan tieso como una estaca. Nos despedimos y le deseo suerte, y me quedo observándolo mientras se marcha con uno de esos andares como patentados por los seres a los que ni les va ni les viene el desbarajuste y la falta de intenciones de los demás. En la obnubilada y clarividente conciencia de ese ser hay tanto por descubrir que harían falta varios Locos de la colina con el dardo en las palabras de las preguntas. Luego del café paseo por calles estrechas que rodean la avenida de la Constitución acordonando la escena del turisteo, callejones por los que uno se puede ir inventando la vida de los demás, por los que reina el trajín del joven que descarga una furgoneta y del cartero de Neruda llevándole una carta de amor a una princesa que acaba de despertar del sueño en García Vinuesa. Me cruzo con el sombrero de James Joyce y con la gorra marinera de Rafael Alberti, con las gafas de Alex de la Iglesia y con los paraguas al sol de René Magritte; me cruzo con la blanca y bella melena empapada de conocimiento de Carmen Martín Gaite y con la profundidad de la mirada tierna y sincera anclada en los paraísos de la infancia de Ana María Matute; me cruzo con el rock duro del taladro y con la oferta de una tienda de discos que ha perdido su halo de romanticismo de antaño para convertirse en un supermercado de mercancía de moda, de sonoridades aburguesadas y chimpuneras. Cuánta gente, cuántas cosas, cuánto de todo junto, me digo. Hago como que escurro el bulto en este día de descanso, en esta jornada infusionada en un agua leve, en una llovizna rauda y eficaz para eso del brillo de los adoquines. Cuánto por descubrir y en lo que reinventarnos.

sábado, 5 de marzo de 2016

Vida inteligente


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Que todos los días salga el sol para poder salir a la palestra, al escenario, a la calle, para despertarnos satisfechos por disponer de la posibilidad de llenar nuestros pulmones con el aire que respiramos y por el que tan alto precio han de pagar muchos, debería ya darnos el empujón necesario para emprender la jornada con la idea de hacer algo bueno por alguien, aunque solo sea por nosotros mismos, cosa que con frecuencia se nos olvida; otra historia, otro cuento de nunca empezar es el del craso error que nos conduce a confundir lo que significa ayudarnos a nosotros mismos, hacernos mejores personas aspirantes a ostentar un sitio, un hueco, un rincón, en el confortable desván de la naturaleza de lo dignamente ético y coherente, creyendo que la impaciencia, las prisas y el egoísmo camuflado son los resortes que hacen girar el mecanismo del progreso y fructificación del mundo interior; pero así las cosas hay que recordarlo, hay que recordar aquel ejemplo que ponía un economista reuniendo a toda la humanidad en una aldea habitada por cien personas en la que a penas sabían leer y escribir unos cuantos y la propiedad se repartía entre tres o cuatro. Es preciso recordar que dentro de todo lo que conlleva la agonía del Eros, esa catástrofe que ha inclinado la balanza hacia el lado del narcisismo y hacia la desolación de la creencia en la existencia del amor, existe igualmente el riesgo de que el hombre acabe por autodestrozarse, de inmolarse forrado por las bombas de la eterna insatisfacción que irreversiblemente le condenan a no llegar nunca a nada, por definición, por sentido común, porque las cosas pasan por algo y caen por su peso, porque las razones de las leyes de la naturaleza no pueden trastocarse sin riesgo de hecatombe. Cada día se nos escapa de las manos la riqueza que tenemos y continuamos empeñados en querer meter la cabeza por un agujero por el que no cabe a no ser que nos la rompamos; cada día interrumpimos torpemente el sano fluir de la necesaria monotonía que sustenta el lógico proceder de los acontecimientos encerrándonos cínicamente en callejones sin salidas de emergencia ni escalerillas contra incendios, porque la arrogancia, nuestra consentida y fiera arrogancia, no nos ha dejado pensar en ello. La capacidad de improvisación del ser humano ha pasado a ser una de las vías principales del disparate y no de la resolución in extremis de problemas que bien podrían formar parte de la parte de imperfección que toda naturaleza lleva implícita, y la desembocadura del río de los actos precedentes al silogismo acción-reacción se ve taponada por la red de la cabezonería, por el galimatías del aburrimiento saturado de estímulos. Con todo lo que tenemos, con lo que hay, con lo que somos. Sigo pensando que hay vida inteligente en otros planetas, y la más firme prueba de ello es que aún no han venido a visitarnos.

viernes, 4 de marzo de 2016

Soñar con cordura


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Nadar como pez en el agua, ladrar como los perros de Cervantes, caminar al estilo de Machado, sentir la libertad a lo Miguel Hernández, paraísos artificiales visto lo visto, mundos internos, atmósferas por las que deambulan quienes todavía sueñan y por quienes merece la pena sentirse atraído; en ellos está el reino de los cielos sobre esta tierra quemada que se defiende dándonos lluvias en Agosto, nevadas en Julio, flores de almendro en Enero y varapalos climatológicos con los que dirigirse a la moderna impertinencia de los a quemarropa carburantes. Existe el infierno, un invento, sobre la faz de circunferencia voladora en la que habitamos, en la que nos hemos propuesto llevárnoslo todo por delante como si nos diese exactamente igual que al día siguiente de habernos ido se fundiera la tierra. Hay una distancia infinita entre lo que se puede conseguir y la mediocridad a la que hemos/estamos sido/siendo conducidos, una línea transversal como trazada por la regla de una peligrosa ramplonería carente de escrúpulos, y cuidado porque en no dar nuestro brazo a torcer se encuentra la llave del tesoro del conócete a ti mismo un poco como que pasado de moda. No hay derecho a que las nubes de los sueños sean fulminadas por el despotismo de quienes solo aspiran a plutócratas, género que viene a ser un tipo de homo que se caracteriza por no saber lo que quiere porque lo que quiere le ha sido impuesto arrancando de raíz todo análisis que le permita configurar las bases de un criterio propio; no hay derecho a que la humedad del mercantilismo se apodere de las paredes de nuestro hogar y acabe convirtiéndose en el decorado, en el detalle, en la seña de identidad con la que salvarnos de la diferencia cayendo en el complejo, en el prejuicio, en el miedo al qué dirán; qué dirán quiénes, cómo, cuándo, pero qué se han creído. Hay manzanas que no existirían si no fuera por Magritte, golondrinas que emergen como de la cabeza de Matisse, bigotes inexplicables si no fuera por Dalí, versos en cada esquina que no serían lo mismo sin Federico, ángulos a partir de los cuales se desarrolla la historia de un cuadro visto desde múltiples perspectivas imposibles de concebir si no hubiera un Picasso en nuestra conciencia de contempladores ensimismados en la naturaleza de una obra de arte que dice y que cuenta y que emite la lúcida radiación de la imagen que vale más que mil palabras; hay despedidas desde la barandilla de un barco o desde las ventanas de un tren que nos llevan al niño que fue Nabokov, y hay un ser dentro de cada uno de nosotros con el que conviene discutir y ponerse de acuerdo, escucharlo y que  nos escuche, porque de lo contrario nos limitaremos a ser las marionetas del circo de esa bruja que se llama actualidad y no los creadores de la irrepetible versión de cada uno de nosotros que podríamos denominar presente, o dicho de otra manera poner los pies en el suelo y no cesar de soñar con toda la cordura que nos sea posible.

jueves, 3 de marzo de 2016

Qué disparate


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Una de las cosas más desagradables de compartir es el complejo de inferioridad de quienes dan órdenes dentro de los presuntos proyectos en los que uno se ve inmiscuido. Ya ha sido escrito aquí algo al respecto de lo mal que se nos da reconocer que pueda haber alguien que nos enseñe algo, alguien que sea mejor que nosotros y del que podamos extraer las ideas necesarias para poner en marcha el diseño de un plan estratégico, la definición de un esquema sobre el que desarrollar los pormenores de una empresa. Uno de los lastres, además del mal vicio de no ocurrírsenos leer un libro niporesas, es el de la dedocracia, el del abuso de autoridad con el convencimiento de que de esa manera se están haciendo bien las cosas, el de la filosofía del clan de la que forman parte amiguetes y familiares, arribistas, conocidos con los que saldar una deuda personal; y ese lastre se convierte en un cáncer a partir del momento en el que las facultades de quienes disponen del carisma y los conocimientos necesarios para realizar un buen trabajo topan con la iglesia de la imposición exenta de criterio y reflexión. Hay quien dice que fui yo el primero en olvidar, pongamos por caso, gracias flaco, pero es que es en ese olvido donde mejor se me ocurre estar y donde aconsejo que se instalen a todos aquellos que alguna vez hayan sido sacudidos por el dardo salvaje y doliente de la sinrazón profesional. Uno puede perder el sentimiento y la consideración a los torrentes de palabras absurdas con las que se perfuman los discursos sin preparar de un jefe en una reunión, uno puede renegar y no hacer caso, uno puede sentirse a salvo a bordo del bote salvavidas de los libros de Byung-Chul Han, pero uno nunca puede perder sus principios, sus valores, su código de barras, su orientación, su ser más esencial sobre el que se define la coherencia de una manera de actuar personal y fundada en la honestidad como principio. La merma que sufre la creatividad a causa de este tipo de desajustes, a causa de esta extraña convivencia entre la arrogancia del orgullo y la humildad de los artistas, es el desajuste que le deja un hueco a la incoherencia. Cosas de hoy y de siempre, para que nos vamos a engañar; cosas de andar por casa, por la casa de la locura a la que se refería Erasmo de Rotterdam; cosas de las que se aburre uno con la misma insistencia con la que trata de apartar de un plumazo a los fantasmas del incongruente hábito de pasar por el aro y con la presunción al mismo tiempo de estar siendo adoctrinado. Qué disparate.