lunes, 26 de noviembre de 2012

El cobijo de la ignorancia.







En mi trayecto ordinario hacía el lugar en el que ejerzo, dos veces al día seis días por semana, atravieso en diagonal la plaza de las monjas de Huelva. En ella, en función de la hora en la que se visite, se ven desde transeúntes cabizbajos hasta niños jugando a la pelota. Hay un burguer instalado en una caseta, una sala de juegos, varias entidades bancarias que protagonizaron el objeto de la ira de los manifestantes durante la jornada de la pasada huelga general, un quiosco preparado para la banda municipal no actué casi nunca, algún sitio en el que echar un trago y una estatua de Cristóbal Colón señalando con el dedo hacía el puerto. En esta misma plaza, en la que las palomas se encargan de meditar el presente con susurros de celo, cada mañana pueden ser encontrados, desde hace un par de meses, un padre y un hijo sujetando con sus brazos un cartel en el que exponen su crítica situación de total desamparo y pobreza. A sus espaldas pende otra proclama de penas que ponen los pelos de punta. El estoicismo de estos dos ciudadanos es escalofriante. Llueva o truene, venga la niebla por un lado o por otro, haga un sol de justicia o hiele ellos siguen ahí, impertérritos ante la mirada de cuantos pasamos junto a ellos en nuestro deambular mas o menos incierto.

Cada vez que me aproximo, incluso antes de doblar la esquina, voy sintiendo el efecto de la vergüenza de pertenecer a este rebaño de ovejas malcriadas que consumen telebasura y aburren a las cabras no parándose de quejar a todas horas sobre cualquier nimiedad tipo las arrugas que quedan selladas en los pantalones cuando no se tienden bien o idioteces que no vienen al caso y de las que se encargan las pocas neuronas que nos van dejando sanas las dietas del aburrimiento y la abnegación. Como digo, se me cae la cara de verg¨uenza y el abatimiento es absoluto. Ya no la tristeza, sino la impotencia de no saber qué decirles, cómo consolarlos o poder ayudarles. Entonces se me ocurre que si le propongo a mi jefe que uno de ellos, a lo mejor el jovenzuelo con cara de no haber !@#$%^&* los veinte, nos podría auxiliar en alguna labor con la que ganarse unos euros, automaticamente después me veo de nuevo, en mi imaginación, tan fuera de lugar como cada vez que cuento un chiste con segundo plano del que se suele sacar la conclusión de no andar en mis cabales.

Luego me paro a pensar qué pasará de continuo por esas dos cabezas; por la de un padre desgastado por las arrugas de la insuficiencia cercana al agotamiento de recursos para si quiera respirar, y por la del chaval que soporta la postura de la complicidad por una causa a las claras expuesta. También pienso que puede que se trate de un buen estudiante, éste último, y que ostente la seguridad de estar invirtiendo su tiempo en algo de lo que recogerá sus frutos a lo largo de la vida. Algunos les piden permiso para ser fotografiados, otros se paran a dedicarles unas palabras, y en breve seré yo quien les entreviste brevemente para saciar mi curiosidad en torno a un caso que me hace bajar la cabeza cada vez con más sensación de culpabilidad. Se me pasa por la sesera aquella escena de la película Amelie en la que un vagabundo con apariencia de encontrarse pidiendo en el metro de París rechaza una limosna alegando que en ese momento no se encuentra trabajando; pocas veces he visto fotogramas que salpiquen tanta inteligencia moral como en este caso.

Sé que son miles, en España casi cuarenta mil, las personas que no tienen techo, que literalmente viven en la calle, pero el caso al que me refiero junto con toda la miseria que seamos capaces de imaginar da pie a ponerle calificación de muy deficiente al puerto al que han ido a parar las ansias de la civilización  dando como resultado miradas marmóreas camufladas bajo un velo de Cristian Dior que les hace oler a marmotas de medio pelo, a pijos sedientos de gomina que no saben hacer la o con un canuto, a banqueros trasladados a otros pueblos para que no caigan en la piedad con sus vecinos, a futbolistas enriquecidos prematuramente y roídos por la incultura; y lo más peligroso y detestable del asunto: la capacidad adquirida por la mayoría, y sálvese quien pueda, para cobijarnos en la ignorancia como si con ello apaciguasemos la destemplanza de nuestro fracaso.

lunes, 19 de noviembre de 2012

No se puede vivir con un franco.







Dedicar la vida a hacer reír a los demás, a conseguir transformar años de pesadilla social en pasajeros resquicios negros del destino por los que hacer pasar la luz a base de tardes de humor, es una virtud poco usual por no decir imposible. El tesón necesario para luchar contra la injusticia que sufre el ciudadano de a pie en tiempos de negrura y superstición, para rescatar de la tristeza acurrucada en un sofá de skay en el que las familias de los setenta veían con admiración el programa de la tele en el que sabían que iban a encontrar un poco de aire limpio propio de la inocencia de la infancia de manos de unos adultos locos e ingeniosos, es una habilidad y un tesoro del que disponen muy pocos privilegiados. Los payasos de la tele encendían la hoguera del hogar, la carcajada de los niños y de los padres, y la de los abuelos, y las enaguas del brasero se convertían en la patria de las tardes de un invierno fatuo en las aceras de la calle por las que todavía transitaban los grises. El circo cabía en una habitación doméstica en la que se hacía de todo, en la que las madres planchaban y tejían jerseys de lana para sus hijos, en las que se cosía y se leía, en las que se recibía al practicante para que le pusiese la vacuna al enfermo, en las que se mezclaban los cabezazos de las siestas de diez minutos sobre las sillas de la sobremesa con los aromas del café de puchero mientras los niños iban pensando en hacer los deberes. La pantalla en blanco y negro se llenaba de color gracias a la imaginación contagiada por una familia de expertos en poner patas arriba con sus disparates plagados de cordura al vecindario.

Nunca he tomado a mal que me llamasen payaso por fuego que llevara el dardo que quisiera matarme con ese calificativo, si alguna vez fue disparado de tal forma, cosa de la que no me acuerdo, ni jamás empleé dicho apelativo con desdén despectivo seguramente por simpatía hacia los que ejercen una de las más importantes funciones sociales: el reparto de felicidad a través de la ironía y la sencillez del disparate en clave de humor. De hecho me hubiera gustado ser payaso, como Gaby, Miliki, Fofo, Fofito, Milikito o Chaly Rivel; o Como Jordi Poltrona, de la mano del cual he tenido el gusto de visitar las instalaciones de su propio circo y acercarme a las familias que en él viven de esa tan peculiar ambulante manera. Recuerdo a este último en uno de sus más brillantes números, con las gradas hasta la bandera, en Figueras, para el que solo necesitaba de una silla y el supuesto ruido que hace una mosca emitido por sus propios labios para hacer que aquella cúpula casi se viniera abajo; recuerdo un sombrero y unos zapatos, una nariz y una peluca y una canción improvisada, recuerdo una rulot y un camión escuela, un comedor bajo una lona y un trapecista entrenando a cuatro bajo cero. Y hoy, mientras desayunaba y la radio me informaba de lo sucedido, he recordado muchas cosas juntas y sobre todo una de ellas, una imagen, que hace no mucho tiempo ha quedado sellada en mi mente.

Esa imagen a la que me refiero tiene algo de gallina Turureta y del coche de papá, algo de Don Pepito y de Don José, algo de feliz en tu día y de historia consumada, algo que se parece a la satisfacción que debe sentir cualquier persona realizada cuando se dirige al respetable contando en tres frases los trances más importantes de su vida y los secretos de las dificultades de la misma. Me refiero a la última escena de Pájaros de papel, película protagonizada por Inmanol Arias y Lluís Homar junto al niño Roger Príncep, basada en la vida de unos artistas del final de la guerra incivil española y el epílogo de la misma, en la que Emilio Aragón, Miliki, representa la estampa de la consumación humana moderna, el summum de la consagración de la buena gente, y después de haber dicho esas palabras en las que aludía a su niñez, a lo que fue y lo que ha sido, destapa el tarro de la emoción cantando No se puede vivir con un franco hasta sacarle las lágrimas a todo ser que se precie de no ser huérfano de sentidos. Esta mañana, en honor de Miliki he entonado los versos que recordaba de esa canción, cuyo simpático estribillo rinde honor al equívoco y la cordura del vodevil como representación artístico musical, en memoria de Emilio Aragón y no he podido resistirme a enviarle un beso al aire por si me estaba escuchando.


lunes, 12 de noviembre de 2012

Bla, bla, bla.







Corren tiempos en los que todos sabemos mucho de todo, entendiendo este mucho como que se sabe de todo pero no se sabe de nada, vamos que no se tiene ni idea de las bases y fundamentos de practicamente la mitad de las cosas que nos ponemos entre los labios pero a cerca de las cuales hablamos como si no nos cupiesen las palabras en la boca. Es propicio el terreno actual para que florezcan los bocazas y los listillos de turno que amparan su conocimiento en los chascarrillos pasados de moda, ahí se les ve el plumero a los centralistas muertos de miedo y a los que sostienen un amuleto por temor a quemarse en las llamas, y en los típicos y tópicos complejos y prejuicios sin los que no tendría ni sal ni pimienta el asunto de la bocanería. Es un vicio que se convierte en algo que engancha como la más letal de las drogas, sobre todo si ves que no te va mal el negocio, como es el caso de los políticos y de los banqueros, a los que no les tiembla el pulso para efectuar desahucios y decir digo donde dijeron Diego y tal y tal pascual tararí que te vi. El patio se encharca de charlatanería cutre y desmedida.

En mi oficio es curioso observar como algunos de los que se sientan a la mesa y piden que les sea descorchado un gran vino, atraídos por el precio que de barato tiene poco, uno de esos caldos que se caracterizan por poseer un terciario aroma a especias del que me confieso devoto hasta los huesos, que posiblemente conozcan de oídas, y nada más, bebiendo etiquetas, pero que les atrae para fardar y dárselas de entendidos delante de otros cuantos que se dejan llevar por la gula, a los que estoy muy agradecido ya que sin su contribución no cobraríamos, no entienden ni jota de lo que les comentas al respecto de lo que se encontrarán en la copa pero ponen cara como de saber más que tú; porque siempre ha tenido la clase pudiente ese punto de no poder consentirse permanecer a la altura de un camarero, ni durante el preciso instante en el que lo inteligente sería dejarse llevar un poco para guiar su paladar hacía el abanico del placer que aparece detrás de la paleta de fragancias del morapio, y un ápice de sibarita aburrido gastándose los cuartos en algo de lo que ni siquiera se extrae la parte lúdica yendo de ese palo "cortado"; y el tema de los vinos es algo que se ha puesto de moda entre los que gozan de la desgracia de adornarse determinadas partes del cuerpo. Palabras mas o menos, muchas tonterías juntas se escuchan a diario, y yo sacacorchos y tastevin en mano con mi poesía de mesa en mesa, entre la Monastrell, la Colombard y la Zalema, mirando para otro lado como quien le quita importancia al asunto porque en un rincón de la sala me espera una copa rebosante de aromas ante los que no me puedo permitir el lujo de la desconcentración.

Si me pongo a escuchar la radio me encuentro con que determinados invitados a colaborar en una tertulia parece que hablan como si no pudiesen resistir permanecer callados, por no insistir en lo ya comentado aquí con respecto a los televisivos programas en los que no se escatima en insultos, siempre por la espalda, invadiendo el vocerío un plató de resquemor aplacado con el uso de artimañas de baja estirpe. He ahí una viva imagen y semejanza de lo que más tarde se convierte en el referente de la forma de actuar para la masa televisiva carente de autocrítica y creación de criterio propio, y el consecuente efecto dominó que prosigue en la educación de los vástagos que a la mañana siguiente reciben la primera lección en forma de imitación de gestos desprovistos de delicadeza y lucidez. Una manera de no tener que pensar, esta claro, si lo dicen esos es que está bien, esta claro, caiga quien caiga y salga el sol por Antequera.

Podríamos continuar exponiendo ejemplos en los que se muestra muy a las claras que la incapacidad para reflexionar, escuchar y decirnos feos al espejo, llegado el caso del milagro de la cura de humildad, es patente del hoy en día, junto con la prepotencia que nos aporta saber un par de cosas de entre millones, con las que ya nos damos por satisfechos para saciar nuestro apetito intelectual y salir a la calle con cara de gente preparada. Por si acaso me voy a callar que a lo mejor estoy mas guapo, pero no me bajo del burro y repito lo ya dicho en otra entrada: existe vida inteligente en otros planetas, no lo duden, la más firme prueba se encuentra en que aun no han venido a visitarnos, y si lo han hecho ha sido con el debido silencio para no molestar demasiado.

lunes, 5 de noviembre de 2012

No se lo piensen dos veces.





Llueve y se nos nubla la visión, crece el número de desahucios y las deudas del estado para con sus ciudadanos. Crece el descaro de los presupuestos de financiación de los partidos políticos, la incultura de los diputados, el libre albedrío en el que se mueven los cánones y las modas, crece sobre mojado. Llueve en casa de todos, en la de algunos más que en la de otros, pero igualmente llueve, por dentro, siendo esta una lluvia de las que empapa el alma y acabará, aunque sea más que dudable, haciendo justicia cuando todos los tiranos y malechores del capital vomiten sus crímenes y sus incestos, sus furias y sus desgracias forradas de dólares. Las nubes tornan las tonalidades de su blanco hacia un gris oscuro de camarote del padrino. Las gotas colman el vaso del interés te quiero Andrés hasta instalarse en los huesos con un reúma bien diseñado en los laboratorios del desfalco. El charco de la necesidad inventada y contagiosa rebosa por las aceras del orden público, la venta de artilugios cuya utilidad no llega al par de días crece como la peste, como el virus de aquellos seres que quedaban infectados por la mirada en Ensayo sobre la ceguera, y corroe las tripas del intelecto dejándolo en polvo, en nada habitable para las neuronas dispuestas a la resurrección del raciocinio.

 Pero basta ya, no hago nada más que quejarme, escupir, morirme en vida echándole la culpa a unos cuantos vándalos, llorar, mientras el sol pasa por mi lado sin darme a penas cuenta del milagro de mi sombra. pero basta ya, hombre, sea usted tan amable de venir un rato, aquí será feliz, estará tranquilo, y no hablamos de una secta; aquí dispondrá de todo lo que necesita para sentirse en paz consigo mismo, para llenar sus pulmones de aire fresco, para cantar con Don Mclean o con J.J. Cale, para no necesitar pastillas para no soñar ni tener que cortarse de un tajo las venas, aquí y no en la piltra ni en el manicomio ni en el infierno, aquí y no en la hambruna ni en el desasosiego, aquí en el mundo normal y corriente y moliente y sencillo y sano y salvo y sabio por naturaleza. Aquí en la suerte de estar vivos y con los órganos a nuestra disposición, y con pan que llevarnos a la boca y con ilusiones que colorear de témpera, aquí en la vida de toda la vida que estos hijos de satanás quieren convertir en burbuja del averno, del haber no.

Me callo para no envenenarme si me muerdo la lengua, y paso página en este día nublado y maravilloso, que contemplo desde el balcón de la austeridad no impuesta por los ingenieros del descalabro, desde el ventanal de los bolsillos vacíos en el que todo se ve con la nitidez de la ligereza de equipaje que hace posible la enmienda del error sin mayores problemas de conciencia que los propios de la clase obrera, de la que en breve, si no lo han hecho ya, se avergonzarán los que parecía que se iban a comer el mundo hace treinta años. Vengan, sean bienvenidos al mundo de la mesa y el mantel, al tendedero de cuerdas que cruzan un patio, al sofá en el que se echan las cabezadas mas reconfortantes de la historia, a las zapatillas de paño y el batín a cuadros, a la esterilla en la que se secan los zapatos, a la cortina y la persiana que resguarda del frío junto con el tronco de encina, al taller de chapa y pintura del universo del hogar, a la carpintería del bocadillo de mortadela, al capricho concedido a mucha honra, a la nevera en la que se enfrian las cervezas del partido de esta noche, a la cesta de la compra con huevos y fruta y lentejas, a la cama que millones no tienen por no hablar de techo; vengan, acomódense que están en su casa, tómense lo que les apetezca, el agua del grifo es muy buena, mejor que algunas mineralesnaturalesembotelladas; vengan al mundo de la normalidad y dejen de ser artificiales, no se lo piensen dos veces, extra, extra, extra, descubierta una nueva forma de no ser atacado por el mal del consumismo, extra, extra, extra, solo son necesarios unos días de reflexión pero el éxito estará asegurado para el resto de su vida, extra, extra, y no lo han inventado los Yanquies, atrévase a comprobar a lo que sabe la dicha de lo sencillamente humilde: el aroma de la salud que nos permite estar vivos y coleando sin tener que agachar la mirada al cruzarnos con cualquiera ni tener porqué encontrar una cobarde escusa para incumplir el tácito pacto sin firma de los actos más sencillos. Sean ustedes bienvenidos y convénzanse de que se lo merecen.