jueves, 8 de agosto de 2013

Para ir tirando






Imagino el oficio de escritor como algo emparentado con la ordenación de las ideas, de forma que sea casi la única maneraa de poner algo de paz entre los pensamientos, la memoria, el olvido y los deseos para ver definitivamente cosido el traje de las fabulaciones y los mensajes que mediante ellas, las ideas, se pretende emitir en forma de relato; debe resultar algo así como poner dichos pensamientos sobre una serie de coordenadas y encarrilarlos por senderos a través de los cuales se pueda decir lo que se quiere de una manera sensata y original, en lo que a la creación propiamente dicha se refiere y no a ese tipo de simulacros que encabezan las listas de los más vendidos y que inundan los escaparates de las librerías. En esa mezcla de habilidad, esfuerzo, estudio, corrección, constancia e imaginación, en la que las palabras acaban conformando el mapa de una isla en la que se pueden concentrar los más importantes acontecimientos del ser humano, se nos muestran las pulsaciones del autor, su lente, su barómetro, su modo, su ser; y a eso aspira todo aficionado, a que llegue el día en que sus soñadas aventuras tenga vida propia; a que todas las notas que ha ido depositando en papeles en forma de plano sobre el que ir construyendo las líneas básicas de un edificio encuentren relación entre sí para formar un todo con un mínimo de coherencia; y no hay nada que ayude de mejor manera a ésto que la lectura diaria, por mínima que sea la dedicación que podamos concederle.
Me pregunto qué pensaran los escritores, los auténticos creadores que se dedican a escribir a diario con la misma familiaridad y facilidad ante el papel en blanco con la que un barman se dispone a preparar un Negroni; esas personas habitadas por una voz que le va insuflando palabras al aire que respiran; esos hombres y mujeres cuyos oídos siempre se encuentran alerta para recoger cualquier historia; esos eternos exploradores del género Sapiens. 
Cuando contemplo sobre una de las estanterías de la biblioteca la obra completa de cualquier autor quedo literalmente embobado. Parece mentira que les haya dado tiempo a escribir tanto y tan bien. Después, cuando escucho o veo alguna entrevista en la que ellos son los protagonistas es cuando me doy cuenta de la integridad de esas personas, de su sabiduría, de sus conceptos, de esa característica pose que otorga la tranquilidad del deber realizado y del trabajo bien hecho, ese brillo en la cara proporcionado por la satisfacción y el sentimiento de realización, que es lo que posiblemente más admire de estas personas, además de comprender que son seres de carne y hueso que pueden llegar a tener una vida tan sencilla como la de cualquier funcionario.
Tengo tendencia, cada vez que escucho hablar a un escritor, a tratar de encontrar la parte más simple que le rodea, todo aquello que nada tenga que ver con el aura de triunfalismo y altanería que ensombrece la personalidad de un intelectual, para desvincularme de esa serie de mitos que los ponen en la cima de lo estrafalario, en el punto de mira del excentricismo, en el desorden y las inmediaciones de la locura, y opto por buscar la parte más humana que al fin y al cabo es lo único que los puede diferenciar del resto de los mortales, porque para salidas de tono y extravagancias ya tenemos a otra serie de individuos que se dedican a facetas menos instructivas que la literatura; y no son pocos los ejemplos de escritores en los que poder apreciar un inigualable espejo en el que mirarse para verle la luz al día, la luna a la noche y el verde al bosque, para vivir más intensamente sin moverse del sofá, para entornar los ojos y acurrucarse entre las sábanas y la almohada como quien acaba de regresar de un fascinante viaje habiendo hablado con gentes de poblados remotos que hasta ayer le eran desconocidos.
Esas sensaciones que uno experimenta delante de los libros de los autores que más admira le sirven para ir tirando, para encontrar faros con los que iluminar el camino diario, se dedique uno a lo que se dedique. A veces, cuando me encuentro en estado de postración, decepcionado por la aniquilante rutina o defraudado por un presente que baraja las cartas sin contar con las mulas de carga del grueso del pueblo, me da por coger un libro de artículos o de pequeños relatos, como quien necesita una cápsula o pastilla de un determinado medicamento de manera urgente. Decía Rousseau que no conocía ningún disgusto que no se le hubiera pasado tras un par de horas de lectura, y qué buena receta. La lectura de unos cuantos versos, de manera tranquila, silabeándolos con la voz muy baja, es otro procedimiento, junto con el de la escritura de unas cuantas líneas, por vagos que aparentemente se muestren en primera instancia esos pensamientos llevados al papel, de agradecidos resultados para defenderse de las inclemencias de la realidad, tanto como para no pensárselo dos veces a la hora de proponerse incorporar ese rato de solitaria gloria a la dieta diaria.



martes, 6 de agosto de 2013

La historia se repite




Cada año la misma historia, el mismo pánico a las llamas, los mismos augurios y presagios de que volverá a arder el monte; es como otro de los acontecimientos sin los que parece que el verano se viera desprovisto de autenticidad; otro asunto tan fijo como un implante en la mandíbula de lo cotidiano, como la corrupción y el sosiego con el que los locutores de los noticiarios informan a cerca de otro desfalco: algo que acaba perteneciéndonos con la misma naturalidad que cualquiera de nuestros gestos instintivos. Fuego. Parte de la fauna se escapa por los pelos, sólo algunas de las reses que quedan sin ser asesinadas en ese otro deporte nacional que es cargarse la escopeta al hombro y echar la mañana del Domingo en un coto de caza, privado, tratando de demostrar quién tiene mejor puntería; el Rey se lleva el primer premio, desde luego. Se privatiza el asesinato de animales del mismo modo que se firma la escritura de una casa, con dinero de por medio para que nadie se llame a engaño y las bocas no encuentren nada indecente a lo que acogerse para el malicioso y perverso juego de la murmuración. Tras la chamusquina de todos los veranos también se esconden chantajes y negocios a cuyos ejecutores no les cabe la menor duda de que con una buena suma de por medio el amparo de la presunción de inocencia será su tabla de salvación.
En 2012 fueron quemadas en España más de 210.000 hectáreas de bosque. Sólo en La Gomera fue devastado por el fuego el 10% del total de la superficie de la isla. Según todos los cálculos en 2013 alcanzaremos de nuevo la media, lo habitual, lo normal, la cifra que se considera corriente, el número de agrestes alvéolos destruidos que más o menos se esperaba, que aunque se encuentre algo por debajo de los escalofriantes datos del pasado año no deja de ser espeluznante. Nos avisan de las precauciones a tener en cuenta, de los hábitos que no hemos de olvidar, de las maniobras prohibidas en caso de acampada, pero no se nos dice nada a cerca de la falsedad de unos cuantos mitos en torno a todo este desastre: mitos como el que incumbe a la autoría de los incendios, a la facilidad con la que se localizan a los culpables y la dedicación con la que se trabaja durante el resto de estaciones para que una vez llegado el verano las labores de extinción se lleven a cabo de la mejor y la más rápida de las maneras.
Cuando yo era un niño aún se podía escuchar eso de que la península Ibérica podía ser atravesada por una ardilla saltando de rama en rama a través de sus árboles. Eso mismo contado hoy parecería una historia perteneciente a un tiempo remoto encontrado en un libro de cuentos. Poco a poco, sin darnos y dándonos cuenta, a pesar de esa consuetudinaria apariencia de normalidad con la que se destilan algunas catástrofes, el patrimonio forestal ha ido disminuyendo y con él el aporte de CO2 tan imprescindible para el desarrollo de todo tipo de vida y para el necesario equilibrio de esa gigantesca cadena de acontecimientos llamada Naturaleza. Los pulmones ecológicos de los que dispone el planeta, entre unas y otras ofensivas maniobras como las de la industria química o maderera, las especulaciones con el terreno en pos de injustificadas construcciones, los recortes de los perfiles costeros et caétera, se encuentran al borde del cáncer terminal, y con ello nosotros detrás. La flora se encuentra tan debilitada que hemos llegado al extremo de que, debido a la juventud de algunas especies rebrotadas una y otra vez tras sucesivos incendios en las mismas zonas, dichas variedades posiblemente no aguanten el siguiente asalto.
Y uno, para encontrarle solución a la presunta falsedad de los mitos de siempre, se pregunta quiénes son esos depravados mentales que se atreven a prenderle fuego al campo. Pues, muy en contra de lo que nos imaginábamos hasta ahora, resulta que tan sólo el 1,5% de las personas que provocaron intencionadamente un incendio son capturadas y juzgadas por su delito. Pero aún hay más, se está hablando estos días de algo tan particularmente conmovedor como que algunas cuadrillas contra incendios han podido ser las ejecutoras de alguna que otra intentona de prenderle fuego al campo con intereses a terceros, me imagino que a cambio de una buena remuneración para que la triquiñuela del desacato a la responsabilidad profesional y la falta de conciencia sea un todo sin fisuras tan compacto como la perfecta imbecilidad y el desaforado espíritu de destrucción que como un mal demonio nos habita. De paso, mire usted por dónde, sube el precio de la madera y han sido ahorradas una serie de faenas de deforestación para fines tan poco lícitos como levantar un edificio en mitad de un parque natural, que no hubiera sido posible llevar a cabo sin un plan de este tipo de por medio; y para rematar el contenido de las barbaridades la inversión de dinero público, en dispositivos de vigilancia y en agentes de protección y faenas propias de la prevención de riesgos, esta temporada ha alcanzado el récord y ha dejado especialmente desprotegidos de efectivos a aquellos organismos encargados de poder hacer algo legal, legítimo y de buena fe para que el humo no nos lleve en volandas sobre una nube incandescente.


lunes, 5 de agosto de 2013

Fuegos artificiales






Pasada la media noche de ayer comencé a escuchar las explosiones del castillo de fuegos artificiales que tuvo lugar con motivo de la clausura de la celebración de las Colombinas, la fiesta grande de Huelva. En ese momento me encontraba en la cama, escuchando la radio sin prestar demasiada atención a lo que decían, más bien tratando de conciliar el sueño y oyendo esas voces de fondo que se confundían con el ruido de los cohetes y petardos con los que se puso broche final a la sacudida de alegría que inundó la ciudad durante cinco días, aunque yo no me enterara; y no ya porque no me decidiera a dar una vuelta por el recinto ferial, sino porque lo que reinaba y reina en las calles es la tristeza. Cada vez son más las personas que piden limosna sobre las aceras, en cualquier esquina, inmigrantes y españoles, gente que está en las últimas y cuyas caras son el más sincero reflejo de lo a la deriva que nos encontramos, digan lo que digan los cicerones de turno con su nariz empolvada. Pero uno pone la radio, o ve cualquiera de esos canales locales de televisión que son una auténtica caricatura del trabajo bien hecho, en los que se notan a todas luces los característicos signos de falta de independencia que provocan enfermedades emparentadas con la ceguera y la sordera intelectual, y lo que ve o escucha es al alcalde promulgando a los cuatro vientos que por unos cuantos días esto va a ser poco más o menos que algo parecido al paraíso: Huelva, la ciudad soñada, la bella, la folclórica, la ciudad del Descubrimienbto, Huelva y sus fiestas y sus conciertos y sus luces y sus gentes y sus corridas de toros, y sus borracheras de melancolía y su incultura y su mal gusto y su dominante centralismo, y su miedo y su incompetencia y su feudo de la horteridad, que todo hay que decirlo, señor alcalde, gracias a su creencia en que todavía vivimos en una época a la que a usted le encantaría volver.
Por la duración del evento explosivo calculo que no fue poca la pólvora que se quemó en honor de una fiesta que no hubiera sido lo mismo sin ese despilfarro de estruendos y fuego en homenaje de Colón, que si levantara la cabeza moriría de risa o caería redondo del susto. No importa que se encuentren en huelga los conductores del transporte público porque llevan varios meses sin cobrar, ni que las bibliotecas hayan decidido restringir su horario durante casi tres meses a cinco insuficientes horas cinco días a la semana; no importa que las inversiones en las infraestructuras de redes viales que comunican Huelva con otras ciudades estén siempre manchadas con la sospecha de las comisiones; nada de esto importa gran cosa cuando, como en toda España, se toma por tonta a una ciudadanía a la que cada día se le están cerrando con más insistencia las puertas del conocimiento y abriéndosele las del miedo. No pasa nada por que los casos de corrupción no cesen de salir en los noticiarios; no pasa nada por que hasta los jueces anden con la soga al cuello cuando se atreven a poner en su sitio a quienes incumplieron la ley y saquearon las arcas del Estado. Somos tan dados al gregarismo y a la facilona ramplonería de la abnegación rociada con lamentos que parece que no pudiéramos vivir sin que nos roben en la cara. Está tan debilitada la opinión pública decidida a pensar, y tan harta y tan cansada, que comienza a sospechar que se acabará consiguiendo un clima propicio para el más absoluto de los borreguismos. Se le mete descaradamente la tijera a la educación, a los trabajos de investigación científica, a las inversiones en cine, teatro y libros para las bibliotecas públicas; se le mete descaradamente la tijera a un sistema de salud para beneficiar a quienes consagran su riqueza en los negocios escondidos en una trama camuflada con reuniones y opíparos almuerzos, con ostentosos hoteles y coches blindados, con una serie de gastos que insultantemente también entran a formar parte del debe en el libro de contabilidad de los que apechugan con el pago de todo ello, a los que decididamente se les acaba poniendo cara de lelos perdidos, zombies, peleles o marionetas que no dan más de sí y acatan que la realidad sea como es, logrando el ansiado estado de abnegada resignación y normalización de los cánones con el prisma de la imposición como referente; y para que se nos olvide, además de que gane la selección Español de fútbol, tendremos siempre el bendito remedio de la celebración de un castillo de fuegos artificiales.

viernes, 2 de agosto de 2013

Privilegios del siglo XXI







No deja uno de sentirse un privilegiado al ver cómo día a día le va perteneciendo con un poco más de insistencia el sano ejercicio de la escritura, casi como uno de esos deseados hábitos a los que cuesta trabajo darles alcance y acaban incorporándose a la nómina de placeres diarios con los que uno, a falta de dios, no sabe a quien darle las gracias. El silencio de la biblioteca, la luz adecuada sin llegar a contener las tonalidad propia de un quirófano, el sigilo con el que se mueven los estudiantes que entran y salen; las estanterías en las que reposan cientos de ejemplares como a la espera de ser consultados, la mesa y el sitio en el que suelo ponerme y desplegar en ella el escueto campamento de mis anotaciones, los ordenadores que aportan signaturas con las que adentrarse en la emoción de la búsqueda de una referencia extraída de alguna lectura, el lentamente agradecido paso del tiempo en el interior de este refugio al que venimos a parar náufragos de todas las calañas; todo esto junto con el paseo desde mi casa, en el que me voy dando cuenta de que cada vez son más los héroes de la acera alistados al batallón de los nacidos para perder, hacen de la leve caminata un vagón propenso a que se vayan fraguando a fuego lento muchas de las ideas que después serán escritas en la pantalla. Todo esto hace que uno se sienta, como decía, un privilegiado, aunque no desaparezca dentro de mi el sentimiento de inutilidad que tengan estas palabras, como las de tantos otros bloggers que andan desparramando sus opiniones por el espacio cibernético, sus reclamaciones e indignaciones, su derecho al pataleo y sus reivindicaciones, quejas y lamentos e incluso inteligentísimas propuestas para salir del atolladero. Bueno, cada cual hace y escribe lo que puede, todo suma, sobre todo la buena voluntad y el empeño en no dejar de insistir en que ha de llegar en día en el que nos dejen de tomar por lelos.
Vive uno entre continuas contradicciones, entre una amalgama de soberbia política y sucesivos embustes que desbarajan la baraja y esparcen las cartas de la esperanza por el suelo, por debajo de la mesa. Vivimos en el siglo XXI; ya se nos supone una cierta pacífica pericia en los pormenores diplomáticos y en la consideración de la individualidad. A veces, cuando me tomo un par de cañas con alguno de esos amigos a los que no les aburre hablar de la cosa sin remordimientos de conciencia ni presentimientos de pérdida de tiempo, salgo reconfortado de la reunión, como si me hubieran inyectado algo con lo que ir tirando, con la sensación de no sentirme solo; y es que, aunque no consigamos arreglar el mundo con nuestros comentarios y discursos cargados de un idealismo sinceramente infantil, del que tristemente sabemos que jamás tendremos constancia, al menos nos expresamos con libertad, decimos lo que pensamos, discutimos, nos interrogamos y debatimos, incluso cambiamos de postura, aprendemos a rectificar, echamos un rato de pláticas que bien merecidos se lo tienen el cuerpo y el cerebro; aunque nunca se sabe, ya que en ocasiones tiene uno la sospecha de que las paredes hablan, en pleno siglo XXI.
Con esta panorámica, en la que no se deja de tener la mosca detrás de la oreja, el enojo máximo puede ser alcanzado al escuchar en la radio una noticia en la que se cuenta la severa restricción comunicativa existente en los países de Oriente Medio; entonces, por poco que sirva lo que uno escribe no tengo más remedio que sentirme un privilegiado. En Arabia Saudi está terminantemente prohibido cualquier ejercicio de manifestación o protesta. En las últimas semanas siete personas han sido condenadas a consecuencia del contenido de sus portales en Facebook. Las restricciones en Sky, Wasap y otro tipo de vías telefónicas son estrictas sin compasión, ni piedad. La libertad de expresión, en el país del petróleo, es un ejercicio de riesgo en el que un ciudadano se la juega arriesgándose a pasar unos años en la cárcel después de haber recibido la inquina de la tortura. Hace unos días, en Arabia Saudí, un blogger fue condenado a cinco años de prisión y a recibir seiscientos latigazos, además de la posibilidad de que una vez cumplida la condena se le impida salir del país por un buen número de años, por hacer uso de su blog para decir lo que piensa, para conectar con el mundo que hay más allá de las fronteras de aquel reino de la mentira que sale a borbotones por los dorados grifos de los yates. Nueve millones de mujeres, y otros tantos de turistas, viven con el el alma en vilo debido al terror que provoca semejante cerco a la capacidad de raciocinio. Incluso los abogados defensores de estas personas están siendo atacados viéndose, ante las amenazas, obligados a salir del país para tal vez no volver. Me he referido a Arabia Saudí, pero podría haberlo hecho con Túnez, China, Egipto e Irán, por poner otros claros ejemplos de naciones cuya población ve cómo a nadie más allá de sus fronteras le importa un bledo su situación, cuyos derechos están siendo pisoteados mientras desde las Naciones Unidas parece que tampoco sienta del todo mal eso de que unos cuantos millones de humanos no sepan más de la cuenta. No deja uno de sentirse un privilegiado dejando deslizar los dedos por el teclado a pesar de que resulte baladí el esfuerzo.

jueves, 1 de agosto de 2013

Y mientras tanto






Acabo de escuchar algunas de las intervenciones que con motivo de la a regañadientes sesión extraordinaria que se está llevando cabo en el Senado han realizado algunos de los líderes de los principales grupos parlamentarios de la oposición. He escuchado a Cayo Lara, a Rosa Díez y a Alfredo Pérez Rubalcaba. Todos coinciden en algo fundamental, en una de las bases de los valores democráticos: el deseable ejercicio de la transparencia y la circulación de toda la información concerniente a los movimientos de los gobernantes que puedan tener repercusiones sobre el Estado, sobre el pueblo que los eligió y que paga sus impuestos no para que quienes dirigen el cotarro, y otros tantos que andan agazapados a la espera de comisiones, sobres y beneficios a costa de un galopante tráfico de influencias, se vayan de rositas y llegado el caso elijan cuándo y cómo tienen que dar o no dar explicaciones, como es el vergonzoso ejemplo que está dando el señor Rajoy, a quien no le ha temblado el pulso para atreverse incluso a insinuar que se negaba a comparecer después de haberse descubierto que forma parte de la mayor trama de corrupción de la historia de la democracia en España, sino para que cuadren las cuentas y se nos deje de tomar por mulas que aguantan carros y carretas con el miedo siempre metido en el cuerpo. Somos un pueblo acomplejado, cobarde, indefenso, sin instinto de pensamiento propio; somos sectarios y gregarios de las más deplorables demagogias, porque aún no nos hemos quitado de la cabeza el favoritismo, el qué dirán, la chulería de los caciques y los tópicos sin los que cualquiera que no entre por el aro es visto como un reaccionario bicho raro, y el ejemplo más palmario lo estamos tomando de la clase política dentro de cuyos desarrollos internos no es tan fecundo el ejercicio de la democracia como se atreven a exigir desde la oposición, desde la barrera.

Hasta aquí más de lo mismo, el típico tira y afloja que no deja contento a nadie pero con el que convivimos en el más cruel de los letargos. La ciudadanía española lleva muchos años sospechando que ningún político le merece la pena, y a las pruebas me remito cuando a todos los que se encuentran en activo les cubre el velo del suspenso y del muy deficiente en la mayoría de los casos,  cosa que es lamentablemente así. Pero una cosa son las encuestas y otra mirar por encima del hombro a un compañero de oficina porque ha sido el único en asistir a la última huelga general. Es muy triste que una masa de millones de personas acaten que voten a quien voten las cosas no cambiarán salvo en lo que al cambio de posición del poder se refiere: millones de personas ven restringido su ejercicio democrático al gesto de deslizar una papeleta en el interior de una urna cada cuatro años; dóciles como borregos, satisfechos con su acción, celebrando la victoria del partido al que han votado y al que muy pronto no le importará un pimiento lo que suceda en la calle. Llevamos una doble vida, la de la protesta desde el sillón y las encuestas, y la de no tener valor para cuestionarnos los retrógrados e insanos hábitos con los que ejercemos a la perfección el papel de víboras, eso sí a la espalda, unos contra otros desapareciendo la urgentemente necesaria capacidad de unión para casos como la actual situación de un país derrotado por la ineficiencia y el bandolerismo de su clase política.
Acaba uno pensando que con los esfuerzos que han sido necesarios para llegar a donde nos encontramos, o a donde nos encontrábamos hasta hace poco, con todo lo que han luchado quienes anduvieron en la briega antes que nosotros, con todo lo que ha habido que mover y que sufrir y que aguantar y acatar y esperar, con todo lo que ha habido que atar a una esperanza que es lo último que se pierde, al final es como si nadie se tomara en serio que con lo que se está jugando es con fuego; porque se está jugando con la mentira y con las medias verdades que hacen tanto o más daño que la mentira; se está jugando con la confusión y con el desinterés hacia los cimientos de quienes dentro de veinte años verán desplegado delante de sus ojos un desierto al que no sabrán ni cómo meterle mano; se está jugando con la ignorancia de una ciudadanía adormilada por los sorteos del Euromillón y por los goles de Messi y Ronaldo; se está jugando tanto con todo que aunque yo me vea aquí escribiendo esto sé que a nadie se le caerá la cara de vergüenza, pudiendo continuar hasta mañana escribiendo lo que ya se sabe, lo que parece que nunca va a cambiar, a lo que nos hemos acostumbrado, lo que forma parte de nuestra vida tanto como poner una lavadora o tender la ropa. De este modo llegamos a eso a lo que José Luis Sampedro se refería cuando decía que el sistema es muy listo a la hora de aparentar que existe libertad de expresión : ustedes hablen, escriban, manifiéstense, protesten, que nosotros haremos lo que nos dé la gana. Todo lo que tiene aspecto de poder, o de pretensiones de obtenerlo, se resume en un hoy por ti y mañana por mi que abarca la inmensa tela de araña de la política internacional. Y entre todo ese galimatías de incongruencias, sobornos, miradas para otro lado, chanchullos y desequilibrios del encefalograma de la decencia política, se encuentra una sociedad corrompida por el adoctrinamiento de una falaz montaña de ideas tras las que se encuentra el más pueril de los deterioros de la civilización. Y mientras tanto éstos dándoselas de legales en el Senado.