miércoles, 26 de octubre de 2016

La riqueza del presente


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A lo largo de la última semana han sido tantas las pequeñas cosas en las que he reparado que por momentos se me ha venido a la cabeza la idea de llevar una pequeña libreta encima en la que ir recopilando todo aquello que me llama la atención, todo lo que uno teme que se pierda en la memoria desapareciendo para siempre, eso que se necesita cuando se sienten ganas de contar una historia basada en el recorrido de lo que uno ha ido siendo hasta transformarse en lo que es, en la levedad del ser con el que se comparten reflexiones y espejos. Me acuerdo de James Joyce y de Juan Carlos Onetti, el primero tan acostumbrado a ir dejando constancia del hasta más mínimo detalle de cualquiera de sus paseos por esas calles del Dublín que aspiro a volver a pisar, por esas esquinas en las que la humedad es el tatuaje que riega las flores de las conjeturas, por esos adoquines en cuyo musgo parece como si se encontraran las arrugas del cerebro de los personajes que trasnochan sus novelas; el segundo tratando de ordenar los papeles que encontraba debajo de su cama o revueltos junto a los libros de su escritorio, o los que salían del bolsillo de su chaqueta como impulsados por el recelo del secuestro cada vez que echaba mano de sus cigarrillos, papeles que podrían ser tres frases escritas sobre la servilleta de una confitería o el breve apunte sobre el rostro de una señora vista en el metro, elementos que casi por arte de magia acababan convirtiéndose después en la masa de la que salía el pan de ese mundo propio en el que el escritor campaba tan a sus anchas como en un mundo creado por él para recrear los pormenores de un querer decir que cada vez que se dejaba algo en el tintero lo hacía de forma deliberada, dejando abierta la ventana de la imaginación y la interpretación del lector, haciéndole participe de la construcción de la obra. Puede que el recuerdo más insignificante depare una idea crucial para seguirle la huella a lo que se anda buscando cuando no se encuentra la salida para iniciar un relato, puede que el conjunto de sensaciones que una buena mañana nos depare mientras visitamos a un amigo en el hospital o entramos en una librería sea el punto de partida de la arquitectura con la que se sueña ordenar el pensamiento. Escribo una carta y al instante de haberla depositado en el buzón de correos me vienen a la cabeza muchas situaciones que tendré que dejar para la siguiente ocasión, como si se examinara uno en las lides de la sinopsis tratando de comprimir los mensajes, acercándolos al lenguaje poético, dándoles ese aire de metáfora con el que los objetos acaban cobrando la vida con la que se completa la contemplación del entorno. Si se para uno a pensarlo la literatura se encuentra tanto en nosotros como en todo lo que nos rodea, en una charla y en un encuentro que goza de la cualidad de lo fortuito de la que deriva la espontaneidad de la decisión inmediata; no hay rincón del alma que no esté poblado de palabras de la misma manera que no hay paso que se dé camino del trabajo que no esté envuelto en esa conversación mantenida con uno mismo que lo acerca a los seres con los que se cruza y de los que sospecha, vaticina, supone, inventa, tomando partido de la riqueza del presente, del hilo de ininterrumpida continuación que nos conduce a través de la flora y fauna de la ciudad, de los bosques y desiertos del plantel urbano en el que se cuecen los sucesos, los accidentes, las conversaciones escuchadas de refilón y de las que siempre se siente uno a bordo de la balada de la vida privada de fulano de tal. Leo a Henri Nouwen y me reconforta no solo la claridad de sus planteamientos, sino la templada contundencia de su aquí y de su ahora, de su instante derramado gota a gota en el recipiente de la interioridad de un pensamiento valiente y sincero, honesto consigo mismo y con sus semejantes. Compruebo que si hace uno un esfuerzo por ver lo que sucede con una cierta dosis de perspectiva lo suficientemente separada como para que el bosque no le impida ver los árboles acaba por desechar la idea de acordarse del reloj cada vez que sale de casa. El mundo a nuestros pies, la vida por delante, con lo bueno y lo no tanto, en estado puro, con el misterio de lo que sean capaces de adivinar nuestras pupilas en cada uno de los subliminares mensajes descifrados por el hábito de mantener alerta la capacidad de asombro intacta a merced de los cinco sentidos, eso es lo que me ata al presente y me desprende de la actualidad.

jueves, 20 de octubre de 2016

Prejuicios


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Uno de los prejuicios en los que suelen caer algunos lectores, como yo, una vez que han alcanzado cierta experiencia como tales es en el de desestimar la lectura de obras a priori consideradas como menores. A partir del momento en el que uno se aficiona al gusto por la expresión y por la maestría del lenguaje de quienes considera sus referentes, ese tipo de amigos que se van encontrando en la literatura, es como si ya no se conformase con nada que no tuviera que ver con la metáfora esculpida, con el desconocido vocablo cuyo significado se intuye dentro del contexto, o para cuyo descubrimiento haya que recurrir al océano del diccionario de cuya lectura nunca sale uno igual que ha entrado. Es por eso por lo que resulta frecuente atreverse con lecturas de orden filosófico, con ensayos en los que encontrar las claves, con más o menos trabajo, que según algunos autores explican la forma de vida actual en base a un pasado que puede ser tan cercano como el día de ayer; todo ello por las ansias de seguir nadando, de no perderse la oportunidad, por intentar avanzar y ponerse uno a prueba, por darle a uno en el fondo un poco de coraje saber que existen decenas de autores de los que siempre ha escuchado que son difíciles de leer y ante los que un impulso entre como de morbo y de voluntad de estudiante le hace a uno ponerse delante para ver qué es lo que pasa, de qué forma se transforma la percepción y la agudeza de los sentidos, en qué manera determina el crecimiento de sus pensamientos hasta desembocarlos en la parte noble del análisis, con su pelo y con su lana, con sus esfuerzos dialécticos, con esas trabas tan gratas de resolver y que casi siempre gozan del deleite de una introducción en lecturas más sencillas con las que ir acercándose a la figura que se trate de estudiar. Pero el caso es que desde hace unos días hay un par de obras que ocupan el lugar de mi escritorio reservado para esa lista de espera en la que se van acumulando libros que no siempre sabe uno si leerá o no, y esta vez, movido más por un afán de reconciliarme con el prejuicio sobre el valor literario de algunas obras que por el interés que pudieran haber despertado en mí tales libros, he decidido leer La luz que no puedes ver de Anthony Doerr y El pintor de sombras de Estebán Martín. Como en muchas cosas que suceden en torno a la literatura este tipo de encuentros vienen marcados por algo que nada tiene que ver con la afición, ni con las ganas de estar uno disfrutando de la soledad en un apartamento del barrio de san Lorenzo de Sevilla en el que ha encontrado ese hueco por el que se cuela un rayo de luz que incita a la reflexión, sino por la fortuna de mantener amistad con personas que, aún no siendo aficionadas a la literatura, han tenido la generosidad de obsequiarme con ambas obras. No sale uno de su asombro cuando comprueba el buen tino que han tenido Amandine de Soussa, Rafael Charquero y Manuel Ramos en elegir estos libros, tan despegados como andan ellos de las lecturas que nada tengan que ver con su oficio que es el mio. Se siente uno no sólo reconciliado con esas presupuestas obras menores, que no lo son tanto y con las que estoy disfrutando como lo pueda hacer un niño con Julio Verne, sino con el prejuicio aún mayor de pensar que nunca lo conseguiría. Siente uno al mismo tiempo gratitud por estar rodeado de personas que saben cómo agradar a los demás arrimando el hombro a la noble causa de regalar libros. 

jueves, 13 de octubre de 2016

Cerrazón


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No es la primera vez en mi vida que se me echa en cara mi gusto por la cultura; en ocasiones el más firme de los ataques pude suponer una autodefinición del atacante con respecto a su complejo de inferioridad, esa fuente de la que según Césare Pavese emanan todos los pecados y que muchas veces se puede confundir con la ambición, a su falta de sensibilidad y a un orgullo fundado en la imposición de su criterio sin más explicaciones que las que no se dan. Cuando alguien se cierra en banda y se acoraza en la sinrazón del ególatra hábito de levantar la voz, empieza a demostrar todo aquello por lo que se encuentra en ese estado de pobreza espiritual de cuya toxicidad conviene mantenerse al margen y lo más lejos posible. Es habitual en ese tipo de personas acostumbradas a ejercer su falso liderazgo mediante la imposición del miedo estar convencidos de que el resto debe pensar automaticamente lo que ellos piensan sin atreverse a cuestionar ninguno de sus planteamientos carentes de argumentaciones que los sustenten. Es tal el vacío, que se para uno a pensar hasta qué punto tiene nadie derecho a ejercer su autoridad con un despotismo atroz enmascarado de preocupaciones, y de esa manera de falsear la realidad a base de mentiras con el propósito de hacer daño. En una sociedad en la que ya se está convirtiendo en un tópico eso de que será la primera vez en la historia en la que la generación venidera vivirá peor que su antecesora parece que se nos olvida que el respeto por el conocimiento de los jóvenes es la única manera de prepararles para que ese tópico cuente con las herramientas necesarias de la futura salvación, llegados a este punto, en la que consistirá uno de los más grandes proyectos de la civilización. La impotencia que pueda sufrir una persona por no querer reconocer que no todo lo da la experiencia es directamente proporcional a la ceguera que sufre, a no querer ir más allá de la forma en la que ve las cosas, no acercándose a la riqueza de los contrastes, a la pureza del descubrimiento, a la convicción de que si hay algo en la vida que no se deja de hacer es precisamente aprender, y eso también lo da, o debería darlo, la experiencia, como para pararse a reflexionar en la cantidad de posibilidades de las que hoy disponen los jóvenes para poder hacerle frente a un porvenir con pan duro en el cajón, según los profetas del mando a distancia y de la hipnosis de la televisión, del cinismo como prueba suficiente con la que refutar cualquier teoría de la evolución intelectual, porque una de las especialidades de todos aquellos que no pueden admitir que haya alguien que permanezca en la fe que ellos han perdido es la de abonar el terreno de minas, de piedras y rencores, de maledicencias y juicios infundados, que son precisamente una de las piedras angulares de la cerrazón que después desemboca en callejón sin salida, en carencia de referentes, en faros que o no alumbran o alumbran tan mal como para desviar la perspectiva del correcto camino a seguir. Va estando uno ya acostumbrado a este tipo de ofensas, a esos comentarios de burla que emiten quienes se han convertido en observadores frustrados por el mero hecho de no quitarse de la cabeza que están de vuelta de todo, tal vez como reflejo de una descarga del subconsciente diciéndoles precisamente lo contrario. No he encontrado en mi vida mejor sensación que la del amor, ni peor que la de la  ira y el odio; no he encontrado mejor motivo para seguir adelante que el de la unión con la que se hace la fuerza de los que creen en lo que hacen. No deja uno de sentirse un privilegiado en esta montaña rusa de las relaciones laborales al comprobar que cuenta con el apoyo de un equipo joven, muy bien formado y valiente, de esos a los que por tener las ideas claras el mundo se les abre a su paso.

sábado, 8 de octubre de 2016

Un paso


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Hay un poso de absolución para con uno mismo cada vez que se decide a hacer algo por los demás, un estado de relajación encargado de eliminar toxinas, una sensación de purificación del alma, de tranquilidad aposentada en los confines de la dichosa benevolencia que tanta falta nos hace y a la que a menudo recurrimos en última instancia y como tratando de resarcirnos de nuestros remordimientos, impulsados por la creencia en una ley de la compensación de la que, como de Santa Bárbara, solo nos acordamos cuando truena. En esto de los buenos gestos como factor determinante a la hora de alcanzar cierta plenitud coinciden, al fin y al cabo, todas las religiones, pero tal vez no se hayan aproximado, a excepción de algunas de origen oriental, a la repercusión instantánea que sobre el cuerpo y la mente tienen los actos más nobles de nuestros quehaceres cotidianos. Bien mirado no hay que esforzarse demasiado, o a lo mejor es que ante la avalancha de estímulos y esa otra religión basada en la creencia de que se pueden conseguir los objetivos sin esfuerzo alguno, mermando la capacidad de concentración de las persona sobre el presente que les ocupa no llegando más allá del cuadrilátero del televisor en el que los púgiles de las finanzas y la política, los de la adormecedora flor de las crónicas rosas, los de las tertulias de cicerones a unas horas en las que se deberían estar emitiendo programas culturales, nos abren las puertas del morbo y nos cierran las ventanas del conocimiento y la conciencia. Sale uno a la calle y tiene ya la oportunidad de hacer algo para que el mundo sea mejor, a pesar de los pesares a cuya resolución no llegamos ni para ello cuentan con nosotros; porque con nosotros se cuenta cada cuatro años, que en los países que se las dan de desarrollados es la ridícula forma de demostrar que viven en democracia. Ayudar a una señora a cargar las bolsas de la comprar, acompañar a un señor invidente a cruzar un paso de cebra, saludar a los vecinos que se hacen los despistados, no adelantar en la calle Sierpes al resto de viandantes con el riesgo de atropellarlos, esperar a que los semáforos enciendan la luz verde que nos permita el paso, o sencillamente ir pensando que el día ha vuelto a nacer como un lienzo en blanco, son algunas de las cosas que pueden condicionar de forma casi inmediata el acto reflejo de nuestras más rutinarias decisiones. Predisposición es una palabra terapéutica, como ese esfuerzo en el que consiste ajustar los músculos de la cara hasta llevarlos a la expresión de una sonrisa cada vez que uno se encuentra enfadado; parece mentira pero una especie de reacción química se activa en nuestros cerebros y sale a flote algo que nos induce a pensar que la vida no es un valle de lágrimas al que hayamos venido a sufrir. Lo del valle de lágrimas, y su consecuente abnegación infectada de un pueril papel de víctimas, por parte de aquellos que abogan por convencer al resto de que eso es una realidad palmaria y una verdad universal, nos trae por la calle de la amargura, y hay que andar al tanto para no verse envuelto en la encrucijada de la desesperación ni de la desoladora imagen que proyectamos, sin proponérnoslo, como autómatas a los que les diera vergüenza parase a pensar que hay otras vías, como si desestimar el credo en la pesadilla ordinaria del trajín del melodrama nos convirtiera en bichos raros, sobre el resto, en ese juego en el que consiste el efecto dominó de las malas influencias que optan por el borreguismo resignado en lugar de pararse a pensar qué es lo que se puede hacer empezando por uno mismo, qué podría salir de nuestros adentros en forma de onda expansiva que como mínimo empezase a cambiar el rumbo de nuestros propios y turbios pensamientos de fracaso. A mí qué más me da ver o no el horizonte, yo lo que quiero es da un paso, cada día un paso.

martes, 4 de octubre de 2016

Aroma a papel



Cuando entro en una librería siento de inmediato el aroma a papel, la geometría de los sigilosos movimientos de quienes en ella trabajan, el olor de la sabiduría, la textura de un aire que predispone a quienes allí se encuentran a guardar ese tipo de silencio en el que se adivina la reflexión, el susurro del verso interior, los ojos que discurren mientras las manos sostienen un ejemplar que da qué pensar, que da qué recordar, que invita a montarse en el tren de las ideas; el silencio de la palabra leída para uno mismo, el silencio de la duda sobre si comprar o no otro libro que correrá el riesgo de quedar colocado sobre la mesa junto a esos otros que van conformando una lista de espera a la que se mira con la impaciencia propia de quienes no disponen de mucho tiempo para leer pero les encanta la lectura; libros que van formando parte de la familia, libros que entre ellos hablan mientras uno duerme, libros en los que se encuentra la promesa de la dedicación del próximo periodo de vacaciones, esa gloriosa semana y pico de invierno en la que al placer del estudio se le unirá la belleza de los amaneceres enfrascados de la humedad con la que el Río Grande irá empapando de rocío las futuras fragancias del azahar con las que la Diosa Primavera pasará por su tocador a la ciudad de la Gracia. El silencio en el que se transporta el pensamiento, con esa comodidad que ofrece el ambiente de las librerías como dando pie a no pensar en el tiempo, a dejarlo aparcado, detenido, quieto, callado, metido en el bolsillo de la paz que necesita la mirada para no perderse ni un detalle del virtuosismo con el que construyen las oraciones subordinadas los maestros del relato, a restituirse durante ese rato de fuga, de libertad,  en esos minutos de pausa acicalada por el perfume de la tinta, por la originalidad de los dibujos de algunas portadas, por los nombres tatuados sobre los lomos de los libros que parecen estar esperándonos, es un regalo caído del cielo, otro de los privilegios accesibles para los que no hace falta gastar ni un duro; el silencio que confieso haber guardado mientras he ido leyendo más de un libro sin haberlo sacado de la librería, de pie junto a un estante o sentado en uno de esos cómodos sillones que últimamente ofrecen comercios como los de La Casa del Libro. Una de las situaciones que más poesía le han dado a mi transitar ambulante por las librerías ha sido toparme alguna vez con libros que me han encontrado, para cuya reunión no ha habido acuerdo previo ni búsqueda ni interés, sino solo  el simple desdén de dejarme llevar por la haraganería que casi siempre en mis días libres me conduce a una librería. Comprar libros es uno de los hábitos que infaliblemente más felicidad instantánea me han producido nunca, hasta el irónico punto de haber libros que he creído haber comprado y cuando he ido a buscarlos para consultar algo en ellos me he percatado de no tenerlos, y no por haberlos prestado o perdido, sino sencillamente porque no los había comprado, porque dicha supuesta posesión era fruto de mi imaginación, tal vez extraída de una de mis visitas a una librería de saldo de esas a las que uno se dirige con el optimismo del cazador motivado por la corazonada de que volverá a casa con una buena pieza, como si esa premonición fuera ya en sí misma parte de la novela o el ensayo en los que el lector acaba convirtiéndose en su principal personaje.

lunes, 3 de octubre de 2016

Sacando en claro


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Algo que se aprende con los años es a saber extraerle la sustancia a la fruta compartida del trabajo bien hecho, tal vez por esa información que se va acumulando y de la que va sacando uno en claro cuáles son las cosas que realmente importan, qué es lo que merece la pena, en qué consiste eso que llamamos satisfacción y de qué forma repercute de forma directa en nuestra vida para que lo profesional acabe complementando a lo personal manteniendo en buenas condiciones los niveles de nuestra estabilidad, dejando de un lado los egos y las rencillas, los nudos marineros del desengaño. Con el paso de los ciclos vitales que atraviesan de cabo a rabo las primeras experiencias traumáticas se va haciendo uno más vulnerable a los síntomas de la condición efímera del hombre, a ser consciente del tiempo del que dispone y a cuestionarse en qué desea emplearlo, y tarde o temprano se van apaciguando los raptos de soberbia y los arranques de ira que mueven las inmediaciones de nuestra voz, que hacen temblar la tierra cada vez que un seísmo hace que nuestros antojos se miren al ombligo. Esto tiene la ventaja de poner en práctica todo lo que se haya ido aprendiendo, y la responsabilidad de ser coherente con uno mismo, con sus valores, con su condición de humano que, de no mantenerse firme en la supervisión de sus planes, será capaz de cometer los mismos errores. Toda juventud es rebelde, y dichosa aquélla que aún manteniéndose disconforme con lo que tratan de imponerle se mantiene al margen de la discordia con esa admirable pasividad tan cargada de activismo que siempre he admirado de los grandes estudiosos, de los que le van enseñando a uno el tesoro guardado en el cofre de la constancia y la perseverancia con las que se construye el edificio que nos mantiene en pie gracias a la solidez de unas convicciones emanadas de la cultura, de la relación con los demás, de la transigencia, de la pacífica observación de la riqueza puesta a nuestra disposición, del ejercicio de gratitud que hay que llevar constantemente a cabo por sentirse uno medianamente sano y a salvo de algunas de las más detestables incongruencias de la realidad, saliendo más o menos a flote y, como dice mi amigo Javier Castro, disponiendo de un plato de lentejas que cada día llevarse a la boca. Llegado a este punto, en el que parece que uno hace recuento y comienza a plantearse otras cosas, es más fácil detectar la belleza de muchos gestos que antes pasaban desapercibidos, porque la venda en los ojos de nuestro espíritu ventanero nos tapaba la visión de los abrazos y de las desestimadas confianzas. Eso es lo que va sacando uno en claro de este galimatías tan complejo del oficio de vivir, de momento. Por eso son ahora para mí tan importantes los miembros del equipo al que pertenezco, con una media de edad muy por debajo de la mía, esos jóvenes que me llevan en volandas y de los que no dejo de aprender otra de las cosas que llegan con el tiempo: a ver las cosas con mis ojos pero a través de los suyos, como si le hubieran sacado brillo a los cristales de mis gafas, como si me hubieran regado el cerebro con la perfumada espuma que yo creía ida para siempre por los orificios del desagüe de los años.