viernes, 31 de octubre de 2014

Temprano





Pasear muy temprano, a esas horas en las que la madrugada se funde con el amanecer, cuando las primeras claridades son como el presagio blanquecino de la leche con la que será acompañada el desayuno, por las calles que rodean la alameda de Hércules de Sevilla, hasta llegar a la calle Feria e introducirse en su mercado, es uno de los placeres accesibles en esta ciudad. A medida que uno avanza se va acordando de Cháves Nogales y de Jesús de la Rosa, de Juan Belmonte y de Gustavo Adolfo Becquer; a medida que uno avanza va oliendo a café en cada esquina y nota cómo se activa el mecanismo del monólogo interior: esa voz que se encarga de ir insinuando la posibilidad de encadenar varias frases a medida que se van describiendo los detalles del trayecto, la poesía del camino, el diálogo con las luces y las sombras del paseo. La gente bulle silenciosa de un lado a otro, todavía casi dormida, recién levantada, con esa cara de ducha y de loción de afeitar, con esos gestos de paulatino calentamiento, con esa inercia no carente de un cierto automatismo que nos lleva de aquí para allá a cada uno con nuestros asuntos. La claridad va apoderándose del cielo al compás de los sonidos que el día trae debajo del brazo. Siempre me han llamado la atención las secuencias de diferentes ruidos propiciados por el transcurrir de las horas: ese tipo de melodías urbanas que hacen que pueda uno adivinar casi con exactitud qué hora es sin necesidad de mirar el reloj, como cuando en determinado momento de la noche se escucha el tránsito de los tráilers que vienen a descargar al mercado o a los grandes almacenes de la plaza del Duque; o como cuando los chirridos del camión de la basura se entrometen en la acurrucada lectura con la que se coge el sueño; o como cuando tras un buen rato de matutina caminata se empieza a escuchar el traqueteo de las sillas y las mesas de las terrazas que se están montado en el exterior de algunos bares.
Caminar sin más propósito que el mero goce de la observación de cuanto a uno le rodea es una de las mejores maneras de sentir el lugar en el que habita, una forma de descubrir lo que más cerca tiene, y para eso nada como aprovechar esas mañanas en las que la ausencia de obligaciones da paso al devenir de la holgazanería y al puro placer de dedicarse estrictamente a lo que a uno más le gusta: a mirar, adivinar, imaginar, observar, oler, palpar con los ojos y literalmente no hacer nada. Introducirse en el mercado de la calle Feria es como sumergirse en un mundo a parte, en un laberinto de aromas y de puestos y de personas afanadas en la colocación de los productos, de las frutas, hortalizas y pescados, de los encurtidos y las especias, de las carnes, los cereales, las legumbres y las mermeladas; de las tortas cubiertas con azúcar, las barras de pan y los tarros de aceite de oliva; hay tanto colorido, tantos detalles en ese trajín, que le dan a uno ganas de pararse a tomar notas sobre todo aquello que le resulta curioso o interesante, pero son tantas las cosas que acaba siendo la memoria fotográfica la encargada de pararse ahora a recaudar a penas un suspiro de lo respirado con el único consuelo del regalo de oxigeno perfumado que recibieron los pulmones.
Tiene el mercado de la calle Feria hoy en día el aspecto de lo que conoció tiempos mejores. Hay una nave central tan colmada de puestos de pescadería que le da a uno la sensación de encontrarse en una lonja, pero no todos se encuentran abiertos al público; como algunos de los bares en los que antaño se servían cientos de desayunos y ahora mantienen sus carabinas cerradas y una quieta apariencia de abandono propia de los lugares que han sido desalojados por todo el mundo al mismo tiempo. Las señoras, las mujeres de sus casas, esas almas benditas que llevan muchos años trabajando sin más recompensa que el aliento que les da su amor propio para continuar en esa encarnizada y resignada lucha en ocasiones cargada de abnegación y orgullo, llevan de sus brazos las bolsas de las que sobresalen manojos de acelgas y envoltorios de capiruchos llenos de pescado; los vendedores se divierten gastando bromas al tiempo que recitan de memoria las virtudes de su oferta, dando de carrerilla consejos para elaborar un guiso con aquello que ofrecen, conservando algunos de ellos aún ese lápiz en la oreja con el que rematarán la venta haciendo la cuenta en un papel cualquiera de periódico que tengan a mano. El colorido del mercado, la vida misma, el lienzo del presente en el maravilloso e histórico escenario de la calle Feria ha sido mi desayuno esta mañana.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Náufragos




La gran ciudad es un lugar propicio para que a ella llegue el fugitivo con su macuto y sus penas a cuestas; un paradero no premeditado en el camino para aquellos que no saben a dónde ir, y que viéndose en la encrucijada de no solventar la papeleta de resolver la ecuación del porvenir deciden aterrizar sobre las aceras de anchas calles peatonales colocando a su lado un cartel  en el que solicitar ayuda con letras desiguales; letras que encierran el misterio de la pérdida y el colapso del mar de dudas de la debilidad humana; letras que chorrean tristeza; letras acompañadas de estampitas de santos o de vírgenes o de cristos; letras que revelan la disfuncionalidad del diseño social creado sin pies ni cabeza ni sentido común. A la gran ciudad acude el que necesita un espacio libre del planeta tierra en el que esconderse en medio de toda esa multitud corrompida y sin escrúpulos que deambula de un lado a otro merodeando los límites de la obscenidad, confundiéndose con ella, eludiendo la responsabilidad de ser alguien con nombres y apellidos, queriendo, deseando olvidar su nombre, intentando borrarse del registro de la comunidad intransigente, de la parentela acusadora, emborrachándose con un cartón de vino barato para atenuar el dolor de las penas clavadas en el hígado y en el corazón. La gran ciudad acoge y amalgama, mezcla, reune, cobija, junta a gentes de todos los confines en el ovillo de lana de uno de sus barrios: una de esas zonas marginales a las que van a parar todos los que no tienen ni papeles ni forma de demostrar que son de aquí ni de allá, que no pertenecen al censo de esta ciudad chovinista y envidiosa y altanera. Las calles son un reguero de gente autóctona, de turistas y de forasteros que un buen día llegaron sin fundadas esperanzas de quedarse y consiguieron hacerse un hueco a base de tesón y de constancia hasta desaparecer de ellos esa sensación de extranjería que tanto delata en los comienzos, aunque sin desprenderse del sentimiento de continuar siendo náufragos. A mi me pasa un poco eso, me pasa como dice Eduardo Galeano que a él le pasa, que nunca se ha sentido extranjero en ninguna ciudad pero si y siempre si un tanto náufrago. Pero de unos días a esta parte cuando más náufrago me siento, cuando más nervioso me pongo, cuando más se encienden las alarmas de mis reflexiones, es cada vez que paseando por el centro de la ciudad, de la gran ciudad habitada por casi un millón de seres algunos de los cuales es preciso apuntar que carecen de humanismo y humanidad, veo cómo cada vez es más frecuente ver a hombres y mujeres bien vestidos, con zapatos casi nuevos, con buenos modales, con ademanes de personas nobles y fatigadas, sumisas, con miradas inteligentes y valientes, pidiendo en las esquinas. Personas que hace poco tenían una vida normal, un trabajo y una casa y una familiar con la que comer a la misma hora, sin lujos ni grandezas, sino sencillamente con sus necesidades cubiertas, y ahora se han visto abocados al desamparo y la desconfianza personal que provocan las deudas y la falta de empleo, a la impotencia de no saber a dónde acudir para pedir ayuda, atrapados en el laberíntico dilema de haber nacido en esta misma gran ciudad en la que ahora piden limosna.

martes, 28 de octubre de 2014

El ragout






Parecía que no iba a llegar nuca el día en el que uno sintiera cierto reparo a la hora de contestar la pregunta de cuántos años tengo realizada por una persona mucho más joven que yo que ahora está en el inicio del camino en el que me encontraba hace algo más de quince años. Han pasado tres lustros en un abrir y cerrar de ojos. Parece que fue ayer. Hubo un momento en el que era como si la primera juventud se estuviese estirando como un chicle, viéndose siempre amparada en aquello de que, según Oscar Wilde, de los veinticinco en adelante todos tenemos la misma edad. El tiempo pasa y nosotros con él, y a base de idas y venidas, como dice Muñoz Molina, nos vamos formando, haciéndonos personas, acaparando experiencias, endureciéndonos en algunos aspectos y agudizando la sensibilidad en otros que suelen ser los que más nos gustan y con los que acabamos disfrutando con más entusiasmo. Echo  la vista atrás, y retrospectivamente me veo reflejado en muchos de los movimientos de los noveles alumnos que ahora trabajan conmigo: en sus dudas a la hora de hacerse el nudo Wilson de corbata, en la posición que adoptan en la sala cuando no saben dónde ni cómo ponerse, en esas palabras que no se encuentran en el momento en el que más se necesitan, en la todavía poco ejercitada memoria para tener en cuenta el cúmulo de detalles cada uno de los cuales es una pincelada dentro del cuadro que pintamos a diario. 
El día que le pregunté a uno de mis maestros, Eduardo Serrano, en qué consistía el ragout comencé a descubrir el campo abierto, el papel en blanco, la amplitud del horizonte, lo inabarcable del conocimiento de mi profesión: la cultura implícita en los actos del comer y del beber y el peso que la tradición y las costumbres tienen sobre ella. Yo era un novato, un recién llegado a la escuela de hostelería, y la imagen de aquel y de otros maestros para mi era inalcanzable, eran el espejo en el que mirarse, la luz que guiaba el camino, la meta, la aspiración, los referentes. Su explicación fue tan exhaustiva que incluyó datos históricos, regiones de procedencia, determinados cortes de carne, condimentos habituales y todo tipo de información entorno a este plato como lo podría haber hecho con cualquier otro. El caso es que no deja uno de asombrarse por las coincidencias, por lo que de curioso tiene el azar. Ayer, justo en el mismo sitio en el que hace quince años yo realicé esa pregunta un alumno de la escuela de hostelería a la que pertenece el restaurante en el que trabajo me preguntó qué era el ragout. Tampoco contaba con que esto algún día pudiera sucederme.

lunes, 27 de octubre de 2014

Titiritero




Cada vez que alguien me dice que me encanta mi trabajo me siento tan sorprendido que acabo tomando por un cumplido dicho comentario y no le presto la mayor importancia; del mismo modo tampoco siento el menor aliento de una remota fuerza interior que venga a defender dicha opinión de forma alguna; porque a mí, lo diga quien lo diga, no es que no me guste mi trabajo, pero encantarme desde luego que tampoco. Lo único que me seduce y me transporta a un estado de bienestar que pocas cosas son capaces de igualar es la preparación del escenario y la posterior representación: el teatro de los sueños en el que son posibles otras vidas dentro de esta única que tenemos. Mi trabajo engloba otras muchas circunstancias que entorpecen el hábito de la virtud, por desgracia.
Con el paso de los años va cayendo el peso de muchas de las certezas con las que uno pensaba que iba a convivir el resto de sus días, con las que aspiraba a crecer, a subir esa escalera imaginaria en la que se encuentran los escalones del continuo aprendizaje que, platónicamente, no choca con las trabas ni la insidia de la incompetencia. De ahí, de ese idealismo, sacaba uno fuerzas para levantar su edificio a base de ilusiones que tenían un peso diferente, otra textura; sobre todo en esa etapa en la que, tratando de prepararnos para ser buenos profesionales en un campo determinado, de lo que acabamos siendo auténticos maestros es de nuestros sueños: cuando vemos abiertas de par en par todas las ventanas del futuro y ni siquiera tenemos tiempo de reparar en si existirá o no eso a lo que la gente se refiere cuando habla del destino, cuando no reparamos en la velocidad de la luz ni en la distancia que separa la realidad de la ficción, cuando el mundo que diseñamos a nuestro antojo pocas veces se topa con la dificultad de tener que explicar muchas veces la sencillez de nuestros planteamientos, cuando uno era uno en ese estado de prodigiosa virginidad que aún no había sido obligada a pasar por el aro: todo aquello de lo que hoy pende la marioneta que represento cada vez que el titiritero que tensa y destensa los hilos me concede un respiro, o en cada ocasión en la que veo una rendija a través de la cual colar mi inquieta inocencia de pobre diablo.

domingo, 19 de octubre de 2014

Un par de horas




Desde las ventanas del café Píola, en la sevillana Alameda de Hércules, puede saborearse la visión del paisaje urbano de una mañana de domingo perfumada con la fragancia literaria que el aroma a café le aporta al pensamiento. El lujo accesible de la la lectura del periódico, como si de un pan recién salido del horno se tratara, le hace a uno pensar en la importancia de las pequeñas cosas con las que la soledad es capaz de sentirse acompañada. Tras unos cuantos sorbos de café con leche con los que se estimulan los sentidos nota uno que la mente le va pidiendo al cuerpo la aventura de leer incansablemente, comenzando con unos artículos  y prosiguiendo con el libro elegido para esa mañana, como quien se deja llevar de página en página manteniéndose tan abstraído como un hipnotizado, y haciendo de una de las mesas con vistas a la calle el escritorio soñado para la mejor biblioteca del mundo: ese trocito de planeta en el que tú eres sólo tú y el resto es el decorado de tu fragilidad de lector amparada en el exilio poético del tiempo libre gozosamente disfrutado por la concentración en una historia o en un destello de tu imaginación, en un cuento o en un ensayo, en un particular estado de gloria. Hay sitios que nos atraen con la poderosa sensación de que en ellos encontraremos la  justa cantidad de tranquilidad que necesitamos en ese momento, y en el Píola uno sabe a ciencia cierta que ha acertado incluso antes de llegar, a medida que se va acercando y va dejando atrás las calles adyacentes a la Alameda, sintiendo que eran ciertos los presagios de conseguir aparcar la realidad a un lado sin desprenderse de ella. A pesar de que en este sitio se sirven desayunos hasta las tres de la tarde, cosa que le proporciona una originalidad basada en una admirable transigencia hacia el sueño y las horas de irse a dormir de la mayoría de su clientela, desde primeras horas de la mañana empieza a llegar gente con ganas de ocupar uno de sus sitios para reconfortarse con el calor juvenil que rezuma de sus paredes, con esa sensación de sentirse algo más joven para encomendar la tarea de disfrazarse de estudiante improvisado, o premeditado como quien asiste a un carnaval del que solamente él sabe las claves. No dejamos de acercarnos constantemente a lo que deseamos, de imitar lo que anhelamos con la fuerza de la infancia, y llegada cierta edad por eso aún nos entusiasma meternos en un papel que, aunque rutinariamente no nos corresponda, desearíamos para nosotros, como a mi me pasa cada vez que dispongo de una mañana de domingo libre para hacer lo que me dé la gana y pasar un par de horas leyendo en el Píola.

sábado, 18 de octubre de 2014

El corazón de los valientes




Vuelve uno a lo mismo, asaltándole las mismas cuestiones, los mismos temas que sin la necesidad de la recurrencia se asoman por la ventana de la mera realidad y se envuelven en ella como una tela de araña sobre la que las circunstancias y el destino de muchas familias quedan atrapadas; vuelve uno a los mismos pensamientos que lo arrastran hacia un sentimiento de culpabilidad y de conmiseración, de pena y de fracaso, con el que le da vergüenza propia y ajena pertenecer a este mundo tan lejano del que soñaba cuando era un niño, cuando el único motivo posible para un largo viaje, a uno de esos lugares de nombre exótico por no haber sido nunca escuchado, era la persecución de un descubrimiento, la tentación de la aventura, el sentido mismo de la vida. Vuelve uno a una pegajosa rutina de la que se contagia en cuanto se despista, atrapado por una serie de hábitos consumistamente absurdos que desembocan en la irracionalidad de la pérdida de tiempo y de dinero, en el insensato entretenimiento del despilfarro, mirando para otro lado, acostumbrado, impasible ante la instantánea de miles de emigrantes con cara de asustados. Vuelve uno a la misma panorámica cada vez que vuelve a disponer de la posibilidad de poner un pie en la calle, en su calle, con ese matiz posesivo con el que parece que nos sentimos más seguros, más en nuestro sitio, y vuelve a los mismos destellos del ordinario espectáculo del lado oscuro de la vida, a la presencia de olores y de sonidos conocidos, a una preocupante naturalidad en la observación de algunas aberraciones que le ponen a uno en guardia y le avisan a cerca del peligro de esa comunicación directa con el detrimento de la capacidad de asombro, tan necesaria para captar el continuo cambio de la existencia, para lo bueno y para lo malo, y sin la que de manera irrefrenable aparecen los primeros y sospechosos síntomas de la falta de conciencia. Vuelvo, asiduamente a la misma imagen de hombres y mujeres separados que mantienen una conversación mediante una de las pantallas de ordenador de un locutorio: mujeres que toman en brazos a un  niño y se lo enseñan a un padre amargado por las inclemencias de la realidad en un país que no es el suyo y al que ha venido a buscarse la vida, a buscarles la vida a distancia a sus seres queridos. Imágenes que delatan la desolación, la falta de criterio en la toma de decisiones por parte de los gobernantes, el desamparado límite de la actual situación de miles de refugiados y de exiliados políticos y de padres o madres de familia que atraviesan Europa en autobús; miles de ciudadanos abocados a trasladarse a miles de kilómetros de distancia con miles de miedos y de recuerdos, con miles de propósitos y de incertidumbres y de esperanzas fundadas en la creencia de un dios que se encuentre de su lado; miles de personas que, sin previo conocimiento del idioma del lugar al que se dirigen, abandonan sus hogares porque no les queda otra, salvo darlo todo por perdido, y salen de sus países sin noticias ni conocimiento, sin una mínima idea de lo que les espera, sin más argumentos que esa huida hacia delante que forja el corazón de los valientes.

viernes, 17 de octubre de 2014

Espíritu de resistencia




Dice Pedro Sorela, en su magistral obra Dibujando la tormenta, que en los días de la invasión alemana durante la Segunda Guerra Mundial era frecuente ver con un ejemplar de Faulkner debajo del brazo a quienes se sentían contrarios a ésta. Yo, debido a un cierto espíritu de recuperación anímica, durante el que, siempre la misma medicina de la literatura, me lo estoy pasando en grande de página en página, ahora paseo con el machadiano Juan de Mairena  a todos lados. Asistir a las clases del profesor Mairena, además de alegrarle a uno el alma con sus ingeniosos e inteligentes comentarios, le abre también la esperanza de seguir encontrando amigos en los libros, como a Borges le pasaba con Stevenson; y son de agradecer dichos encuentros para poder combatir con algo más de paciencia la barbaridad ordinaria de las esquinas meadas, del ruido de los acelerones y frenazos de los conductores suicidas y de los gritos de aquellos que a voz en cuello no dejan de decir tonterías con dos copas de más en el cuerpo. La calle, esa selva de piedra y asfalto en la que, como buena selva, la animalidad es frecuente, da para mucho, pero también para disfrutar de los lujos accesibles que la realidad nos ofrece, como el de pararse de vez en cuando a tomar un café acompañado de un rato de buena lectura en el que ésta se encarga de alimentar la conciencia aportándole el tesón suficiente para no tener que llamar gilipollas a cualquiera de esos que, con sus lecciones de una aparente oposición al civismo y al respeto por los demás, dejan la condición humana a ras de suelo. Para eso también sirve la lectura, para no sentirse atraído por la idea de adoptar la estupidez como pasatiempos. Claro que habrá quien me diga que depende de lo que se lea: bueno si, pero partiendo de la base de la cabal racionalidad es de suponer que elegiremos leer aquello que beneficie nuestro crecimiento; de ustedes, como de los veinte o treinta lectores que Sthendal pudiera tener en vida, no lo dudo; de modo que me resulta un grato placer felicitarles por sus inquietudes, de verdad, porque solo con ese contrapeso ante la más recalcitrante imbecilidad seremos capaces de hacerles a cuantos nos rodean la vida menos insidiosa a lo largo y ancho de los metros cuadrados que abarca nuestro entorno.

jueves, 16 de octubre de 2014

Luego existo





Siente uno que le tiembla el pulso, que no le cabe el corazón en el pecho,  cada vez que con en el pespunte de un verso de Benedetti se engarzan los retazos que de si mismo había perdido; cuando algo le hace cosquillas por dentro después de haber bebido de la fuente del talento del creador del literario mundo de Mágina, viéndose reflejado en sus pasos, en su curiosidad, sintiendo el privilegio de sus lecciones de conciencia y humanidad. Se siente uno en el mundo cuando algo serio y fundado, algo secundado por el sentimiento, por la empatía de mantenerse despierto, deja su marca en los senderos del mínimo crecimiento; cuando tras haber escuchado una melodía me vienen a la memoria recuerdos que con la música se funden en esa película mental en la que me encuentro con mi otro yo sin ser siniestro, sencillamente sano y salvo, vivo, coleando y con los ojos abiertos. Siente uno ganas de salir volando cuando escribe insistentemente, sin parar, con la paleta de colores que al presente le ofrece la realidad, como queriéndolo tocar todo desde esa cercana distancia de la curiosidad, desde ese bis a bis con  lo más próximamente desconocido,  a cerca de todo aquello que se va viendo al otear los movimientos del universo en el que su barco se encuentra varado, en ese estado de bienestar parecido a la levitación, al transcurrir de calle en calle sin hartazgo, yendo y viniendo de la tienda al mercado, de la plaza al callejón y de la avenida a la barandilla del infinito puente tendido entre dos puntos del cielo, de la buhardilla a la habitación, desde el pasillo del aula de la vida a la biblioteca. Siente uno, luego existe. Siente uno el confort de irse a dormir con el convencimiento de que soñará, otra vez, una más, de nuevo.

lunes, 13 de octubre de 2014

El señor de la bolsa




Hay personas con las que uno se cruza en diferentes lugares a lo largo de su vida, como atraído por un misterioso magnetismo que le va dando las pistas para la composición de un relato, andando siempre atrapado por el confesable vicio de ir imaginándose los pormenores de la existencia de los seres con los que se topa en cada esquina. Hace unos cinco o seis años vi por primera vez al señor de la bolsa. Se encontraba sentado junto a la mesa central del locutorio de la calle San Fernando, el más cosmopolita de Sevilla, desplegando una serie de papeles que iba sacando de una especie de saco, una de esos macutos a cuadros que venden en los hiperbaratos establecimientos regentados por familias orientales; unos eran como planos de edificios, líneas que configuraban en mi imaginación las labores de un arquitecto, otros tenían el aspecto de viejos manuscritos, de misivas enviadas desde un otro mundo perteneciente a lo lejano, a lo pasado, a lo quedado en el tintero; pero su aspecto, más bien desaliñado, no daba pie, siempre las apariencias, las malditas apariencias, a pensar en un profesional en activo del diseño o de la historia sino más bien en la de un buscador de tesoros, en uno de esos seres curiosos que andan siempre tras la huella de determinados detalles para saciar su curiosidad en torno a un tema. Meses después volví a coincidir con él, en la biblioteca Infanta Elena, la del Chile sevillano, donde continuaba enfrascado en las mismas cuestiones, rascándose la cabeza cada vez que despegaba su  mirada de aquella encrucijada de líneas que para mi ya empezaban a ser las de un castillo lleno de fantasmas. Salí de esta ciudad y, al regresar al cabo de un año, encontré de nuevo su figura en el corazón de esas arterias callejeras llamadas Sierpes, Velázquez, Tetuán, Rioja, San Eloy e Imagen: en la Campana; con su bolsa, esta vez transportada en un carrito como los que utilizan los músicos del asfalto para llevar sus amplificadores, y con su rubicundo y fornido semblante, con la opulencia de los hombres alemanes que han bebido mucha cerveza a lo largo de sus vidas. A pesar de ser invierno parecía no haber abandonado aún su indumentaria veraniega, parecía no preocuparle el frío ni la humedad, debían de ser otras sus cavilaciones, su mirada seguía incesantemente clavada en el mar de dudas de sus asuntos, dirigida a los tejados y a los adornos de la parte inferior de los balcones. Meses más tarde tuve la ocasión de coincidir con él en la biblioteca provincial de Huelva, en una etapa de mi vida en la que la literatosis me tenía comido hasta los huesos, y entonces empecé a tomarlo como algo normal; tanto fue así que me acerque para fisgonear cuáles eran los libros con los que compaginaba sus averiguaciones: manuales de arte de diferentes épocas y códigos legales formando una torre junto a la que ahora reposaba su lupa. Salí de allí en dirección a Asturias, y en cada sala de estudio a la que acudía iba sospechando que cualquier momento era bueno para presenciarlo de nuevo afanado en el despliegue de sus cartuchos repletos de planos y en la minuciosa lectura de la letra pequeña de aquellos ejemplares cargados de leyes. Ayer, mientras Trajano abajo me dirigía a mi casa, con la más que probable posibilidad de pararme a tomar unas cervezas en Casa Joaquín, fui sorprendido por la imagen del hombre de la bolsa abriendo la puerta principal de un majestuoso edificio situado en esta misma calle; corría la gran puerta de la entrada sin apenas esfuerzo, deslizándola como si sus bisagras hubieran sido engrasadas con el más depurado de los aceites para tales fines, y entró con el sigilo de los gatos que saben que obtendrán la recompensa de la caricia en el cogote, como con muchas ganas de ver a alguien. Una de las primeras cosas que me he propuesto hacer hoy nada más levantarme ha sido pasear por las inmediaciones de la casa del señor de la bolsa, y lo que me he encontrado ha sido la fachada en ruinas de un antiguo edificio con aspecto de sala de fiestas de los años treinta o cuarenta: lo que siendo en aquella época el Salón de Variedades Lido fue, al segundo día del alzamiento militar, transformado en centro de detención y en dependencias comisariales durante los años de la incivil guerra española.

domingo, 12 de octubre de 2014

Octubre, Octubre





Una de las cosas que más me gusta del otoño es el olor que desprenden las calles después de haber llovido; otra el barniz de ocre que acompaña a los pensamientos caminados, y lo pausadamente que los días van haciéndose más cortos. El otoño es el recuerdo de los inicios de curso, el aroma a cuaderno sin estrenar y a goma de borrar intacta. La escena de los colegiales con sus carteras a hombros, junto con la de los escaparates de las librerías, ahora policromados por ejemplares de diferentes asignaturas, forma parte del compás de la obra de arte que nos trae el otoño: esa especie de incitación al estudio, a la lectura sosegada acompañada de un bloc de notas, al privilegio del café y la charla con buen verbo de la sobremesa en la que a través de las ventanas del comedor se comprueba cómo, minuto a minuto, se echa la tarde encima. Con la llegada de Octubre parece como si algunos de los hábitos que han sido frecuentes durante la canícula se vieran ahora abocados a una cierta hibernación, como cuando se guardan las prendas de una temporada a causa de la llegada de otra, y son metidos en el ropero de las costumbres que de callejeras pasan a ser más hogareñas. La música clásica de la lluvia, el soniquete del chisporroteo con el que se acompaña la llegada del sueño cobijado entre las sábanas, y el algodonado dibujo gris de nubes entre las que se rescata la instantánea de un rayo de luz son secuencias que pertenecen a los placeres de la contemplación: fotogramas del presente con hojas caídas en el suelo. El reflejo de las fachadas en los charcos próximos a las aceras dilata la perspectiva de los edificios, y es fácil ver en ellos el amplio brillo de la vida, el resurgir de la humedad con el que parece que las paredes sacian la sed contenida durante el verano. Es esta la época que más carga poética me sugiere, porque cada acto se acompaña de una inclinación hacia el refugio del alma, allá donde las ideas saborean la textura de la templanza: ni frío ni calor, un estado perfecto para pararse a hacer planes, para recomponerse por dentro, para sacarle punta al lápiz y escribir en una página en blanco los proyectos, las cosas que no se pueden olvidar, acompañado por el agradable vientecillo tras el que caen unas gotas de romanticismo. No hay nada como un mes de Octubre recién sacado del horno.

sábado, 11 de octubre de 2014

Criticando



No anda uno a salvo de las críticas ni aún siendo un humilde camarero. Hoy en día, en nuestro afán de protagonismo, mediante esos comentarios que aparecen en la red en los que cada cual describe cómo le ha parecido su experiencia en un bar o en un restaurante, todo el mundo encuentra a mano la herramienta perfecta para la distracción y para satisfacer las ansias de su maltrecho ego viendo así su nombre, seudónimo en la mayoría de los casos, escrito en un pequeño recuadro, y atemperada su mala leche a base de un descomunal desgaste de ésta. Hace unos años, cuando internet no estaba a la orden del día, ni tanto papel cuché andaba plagando los quioscos de prensa, ni existía el daño propinado por los sensacionalistas programas actuales en torno a la cocina, que nada tienen que ver con el oficio ni con el amor por el mismo, lo bien o lo mal que lo hiciera cada casa, cada restaurante, lo iban diciendo lo gurús mediáticos de entonces, llámense Rafael García Santos, Carmen Casas, Philippe Regol, José Carlos Capel o Raimundo García del Moral, por poner unos cuantos ejemplos; gente que al fin y al cabo cobraba por ello, y que unas veces bien y otras no tanto cumplían una función crítico informativa en ocasiones necesaria para separar el grano de la paja; pero ahora, en esta incierta época en la que es patente el grado de alfabetización de cuantos colaboran aumentando el desconcierto sin criterio en el que se ha convertido cualquiera de esos foros, en los que difícilmente pueden ser leídas frases que concuerden con regularidad la premisa gramatical del sujeto, el verbo y el predicado, el menos pintado sale opinando una barbaridad detrás de otra; hasta el punto de que, y se me ha dado el caso, los hay quienes nada más entrar en el restaurante tienen la poca vergüenza de decirte que ellos son de los que luego escriben tal o cual reseña aquí o allá. Entiendo la crítica, profesional siempre que sea posible, como algo necesario para que determinados cánones se ajusten al precio cobrado, para que la calidad de lo que se espera de un establecimiento no mengue por capricho, para que se haga bien el trabajo. En cambio nunca he estado de acuerdo con la poca mano izquierda que en algún momento tuvieron algunos de los antes mencionados maestros con respecto a la realidad de alguna casa de comidas, ya que no siempre se tuvo en cuenta que de esas opiniones dependía la estabilidad económica de un equipo de trabajo entero, que pudo verse resentida precisamente por eso: por una mala crítica. Pero en lo tocante a la actualidad, al maremagno de simplezas e idioteces que unos amiguetes se escriben a otros, a la cantidad de puñaladas por la espalda recibidas de mano de la envidia, mi única opinión es que resulta descorazonador vernos envueltos en semejante desajuste de impropiedades, todas las cuales acaban resultando un fiel reflejo de uno de los males dominantes: la pura y dura incultura y sinrazón, lo mal educados que somos y estamos y el poco comedido sentido de la responsabilidad que tenemos. Qué aburrimiento.

viernes, 10 de octubre de 2014

Mala reputación





Ando enfrascado en la lectura de un ensayo de Manuel Chaves Nogales sobre la ciudad, sobre Sevilla. La prosa de Chaves Nogales es tan lírica, tan descriptiva, que hace que uno se transporte con facilidad a los lugares que describe como si estuviera paseando por ellos ahora mismo. Sevilla ha cambiado mucho en los últimos cien años, pero hay cosas que persisten con la insistencia de la autenticidad más pegada al suelo y al hábito de sus gentes: en Sevilla no se envejece, por ejemplo; en Sevilla no hay quien se desprenda del duende de sus calles, de la idiosincrasia de cada uno de sus barrios, que como a principios del siglo pasado, cuando cualquier paseante podía ver las diferencias de cada una de las zonas que atravesaba mientras transcurría por el Paseo de las Delicias, ahora es palpable en cada entrada que uno haga a los diferentes lugares por los que camina desde San Lorenzo a la Alfalfa pasando por Santa Cruz hasta llegar a la Puerta de la Carne; o como cuando los acentos de Triana se difuminan  a partir del instante en el que uno llega al mercado de San Gonzalo. La verdad, la autenticidad, es de agradecer porque es riqueza compartida siempre y cuando se comparta con el debido respeto y nadie trate de convencer a nadie de la legitimidad de sus conductas más bien bajas. He empezado escribiendo sobre Chaves Nogales por ser éste uno de los más fundados ejemplos de equidad y de ciudadanía, de respeto hacía la integridad de las personas y de coherencia argumentativa en cada cosa que dejó escrita. A Chaves Nogales ahora se lo quieren llevar a su terreno, haciéndolo uno de los suyos, tanto los de un bando como los del otro, tanto los del PP como los del PSOE, fundamentalmente por sus alardes de inteligencia y por la puridad de sus comentarios periodísticos, en aquella siniestra época de la que data la peor versión que se recuerde de las dos Españas, que trajo consigo una macabra e incivil guerra; y se lo quieren llevar a su terreno precisamente porque no se casó con nadie, por la gallardía de una imparcialidad que, parece mentira, le llevó a Londres pasando por París, siendo en primer lugar perseguido por la envidia de los que parecían ser los suyos y después por quienes, con motivo de la entrada de las tropas Alemanas en Francia, no podían consentir la presencia de semejante tipo entre ellos. Y mientras me doy el lujo accesible de leer a Chaves Nogales me doy cuenta de que hay otras cosas que no han cambiado entre quienes no nos queremos casar con nadie: no ha cambiado la mala reputación que nos podemos forjar, a base de desengaños, quienes sólo queremos que nos den lo nuestro y que nos dejen en paz cuando se nos acercan a contarnos historias con razones basadas en inadmisibles triquiñuelas sobre las que se amparan los planes que favorecen a los mismos: a los que están consiguiendo hacer comulgar con ruedas de molino a la clase trabajadora. Y en eso se basa el riesgo que corro de forjarme una mala reputación, señores, según el último de mis jefes: en que no puedo durar tan poco tiempo trabajando para una empresa que, curiosamente, parece no disponer de mala fama alguna después de ofrecerles, a aquellos de sus empleados que han superado el periodo de contratación tras el cual habrán de ser fijos, un contrato de media jornada de regalo y como compensación al esfuerzo realizado; y como propina, y por si fuera poco, el deleznable comentario con visos de defensa autoritaria y poco leída: en mi empresa, mengano, zutano y yo somos los únicos inamovibles, el resto es gente que entra y sale. Si no nos quedaran ejemplos como el de Chaves Nogales acabaría uno por pensar, como apunta Joaquín Sabina, en cómo huir cuando no quedan islas para naufragar.