domingo, 30 de abril de 2017

Si no fuese por


Resultado de imagen de  a punto de,


Si no fuese por las páginas que escribo
ni por las lecturas que alimentan mi sosiego,
andaría, qué digo yo, más muerto que vivo,
disimulando los The end con hasta luegos.

Si no fuese por los besos de tornillo que no pido,
 por esa dúctil plastilina de caricias con saliva,
no pasaría de camarero con pinta de mendigo
ni de iluso muermo sobre renglones sin salida.

Si no fuese por las lupas de los lápices sin tinta,
que la mirada maneja archivando cuando pinta
el repertorio de intactos fotogramas del paseo,

de melancolía, y no de hielo, serían estos peces
y por los pies me comerían los impíos intereses
de los talones de Aquiles de los libros que no leo.



viernes, 28 de abril de 2017

Soneto detestado


Resultado de imagen de soneto detestado


Envidia drama capullos comidilla
negocio interés insolencia algarabía
pantomima posesión barullo pesadilla
Rencor estrés celos revuelo cobardía.

Exabrupto falsedad crimen injusticia
arrogancia plagio cinismo todovale
hambruna traición ansiedades avaricia
pesimismo fraude burocracia funerales.

Matarifes atentados gualtrapas pistoleros
desdicha arribistas anzuelos desconsuelo
inquina mugre mentira ojana insolencia.

Lameculos estafa prepotencia usureros
maldad hedor presión cáncer leguleyos
 los categóricos que falsifican cuanto piensan.



jueves, 27 de abril de 2017

Hasta el agua del florero




En un país como España el hecho de que casi en cada calle haya un bar es algo tan común como la no tan frecuente existencia de éstos en los países nórdicos. En España Bebemos venir la vida, cualquier ocasión justifica un trago, un brindis, un por nosotros y a tu salud que mañana Dios dirá; la inspiración en estos casos es supina, excelsa, consabida a partir del momento en el que nos volvemos a ver las caras que delatan nuestras tremendas ganas de abrir una botella, de escuchar el chasquido del gas al destaparse un quinto de cerveza; nos bebemos hasta el agua del florero, hasta la lejía del interior de los recipientes de licores apócrifos que saben a los incandescentes rayos que iluminan el rojo de nuestras pupilas; lo que pasa es que nos da vergüenza decir que somos muy borrachines, muy de hincar el codo, y con frecuencia aludimos a razones culturales para salvaguardar un tanto nuestra imagen de beodos; brindamos por lo que sea y no sea, por el salto de una rana o por la casualidad de haber vuelto a coincidir, con esa tendencia tan nuestra a tirar la casa por la ventana pensando que total para qué si vamos a estar aquí dos días; porque bien es sabido que el muerto al hoyo y el vivo al bollo, y no dejes para mañana lo que te puedas beber hoy; porque no todo va a ser trabajar, y pagar facturas, y aguantar lo que no hay quien aguante; porque no todo va a ser soportar el cúmulo de injusticias e idioteces que nos rodean, desde el comentario absurdo e imbécil propio de las conversaciones de besugos tan dadas en nuestras falsas relaciones cotidianas, como los silencios que estoicamente vencemos cada vez que superamos la prueba de superarnos a nosotros mismos no mandando a la mierda a ese idiota de turno, el típico listo que ya está de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte, que a duras penas balbucea las cien palabras en las que se resume su vocabulario y con las que pretende persuadir al personal de que las cosas son así porque eso nos lo dice él, hasta la pesadilla de andar a capa y espada luchando con los sinsabores laborales que nos traen de culo y cuesta abajo, amargados, retenidos en la tensión del por los pelos no liarla, esperando a que suene la campana del final de la jornada para, cómo no, ir a tomar una copa al bar de nuestras penas post laborum. Se podría escribir un ensayo sobre los bares que sirven de cueva momentánea para aquellos que hartos de predicar en el desierto se ven más sólos que la una, y no tienen más remedio, aspectos culturales aparte, que endilgarse un par de tientos, de buches largos, de golpes, de leñazos para el cuerpo, para el alma dolorida y repleta de los cardenales de la discordia más absurda: la del trabajo.
A mí beber me sienta bien, me gusta en su justa medida, disfruto, me evado y me instalo en un estado de confort diferente, permaneciendo a lo mío pero sin distorsionar con el ambiente, recreándome en el estímulo que me proporciona un buen whisky de malta, combinando esta actitud con las conversaciones que de tanto en tanto van surgiendo y a las que hago frente de la manera más lúcida que puedo, pero eso si, sin desvariar con salidas por la tangente, para eso prefiero guardar silencio y seguir en mi reino de los calorcillos que el agua de vida propicia en el estómago, allá donde nadie más que yo sabe a lo que saben los acicates de los sorbos más divinos y en la hora precisa en la que el corazón se desenvuelve entre la tranquilidad recuperada y la sonrisa; en esos momentos hago de mi capa un sayo, mirando telescópicamente todo eso que se me figura interesante de ser puesto al tanto de mi capacidad de asombro, recordándome que soy un pardillo, un alumno, un primerizo en las lecciones de la vida; por otro lado no me meto con nadie y me da por reír, por tirar de Moleskine, por hacerme el sueco y vivir en paz la libertad de la que dispongo cuando me pongo a gusto engatusándome con los acordes de una banda de Jazz en directo. Decía Fernando Fernán Gómez que a él lo que "infaliblemente" más placer le había proporcionado en la vida era el alcohol; hay mucha verdad en esas comillas. Sucede que al ser un país de prejuicios y de fachadas, de miedos atávicos al qué dirán, tenemos que resolver el entuerto de las libaciones metiendo por medio a Cristo  y a su madre, justificando al fin y al cabo que debido a la facilidad con la que aquí se cuecen las habas del etanol nos podemos permitir un homenaje cervecero cada vez que nos plazca, dándosenos muy mal reconocer que nos gusta más el filo de un acantilado que a un tonto un lápiz. Venga coño, que si a usted le apetece otra tómesela y no repare en prejuicios, que lo peor de todo es hacer las cosas a regañadientes, y hay elixires que, sin ser el de la juventud, merecen ser disfrutados, eso si siempre y cuando nos pongamos con nosotros mismos de acuerdo y no le temamos al veredicto del fiscal interior que nos acompaña y que nos sacude sus sentencias en forma de rutinaria reprimenda, porque entonces lo mejor que podemos hacer es convertirnos en abstemios; o se bebe o no se bebe.


miércoles, 26 de abril de 2017

Sevillanía


Resultado de imagen de Feria de abril en blanco y negro

Nos estábamos acostumbrando ya al sol, al buen tiempo, a la templanza primaveral que en esta ciudad como en ninguna otra hace florecer las ideas a lo largo del paseo, cuando los pronósticos meteorológicos acaban de avecinar lluvia, chubascos que harán mojarse los cuerpos por fuera, justo para el día en el que por vez primera en su historia la Feria de abril tendrá comienzo una  noche de sábado, esa famosa noche del pescaito que estará pasada por agua y en la que los farolillos se moverán a los ritmos de las sevillanas y de la brisa de las nubes. La muchedumbre que se agolpe en torno al anual homenaje a la arquitectura sevillana emparentada con sus señas de indentidad, es decir La Portada, podrá verse desde los balcones de los pisos de la calle Asunción como si de un manto de paraguas se tratara. Es curioso, se habla de que el hecho de haber decidido cambiar la fecha de la inauguración de la Feria se debe a motivos comerciales que permitan aprovechar más los ingresos procedentes del flujo turístico, ya que hasta ahora siempre había comenzado en lunes, aprovechando así dos fines de semana en lugar de uno; otra más de las contradicciones de La Ciudad de la Gracia, otro más de los desajustes que la mantienen en su perpetua discordancia agarrada a su doctorado en un sobre la marcha sin el que le faltaría algo para exponerse de cara al mundo entero como el más claro ejemplo de un perfecto desorden difícil de llevar a cabo a no ser que se tengan las cosas muy claras, en ese frecuente recurrir a la improvisación fruto de la cual la espontaneidad puede llegar a confundirse con el arte; todo el mundo sabe que es casi imposible disfrutar a fondo de la Feria si no se es de aquí o si no se tiene una íntima relación con alguien de aquí que te permita asistir al repertorio de folclore popular en el que consiste la celebración de uno de los eventos que a más personas congrega, a no ser que se pertenezca a una de esas asociaciones o familias o hermandades que disponen de una caseta en la que estar comiendo, bailando, cantando y bebiendo todo el día. Bien es cierto que de un tiempo a esta parte cada vez han sido más los espacios a disposición de todos los públicos, tanto del local que no tiene albergue fiestero en una caseta privada como del forastero que no sabe dónde meterse cuando se encuentra en la encrucijada de verse en mitad de decenas de miles de personas sin brújula que lo oriente, pero con esa carencia de duende perceptible en la idiosincrasia de lo que viene a ser una caseta propiamente dicha. No le vendría mal a Sevilla compartir más desde dentro lo que tiene y lo que es, con más facilidad, sin tantos condicionantes. Es curioso cómo es el carácter sevillano, una de cuyas particularidades es la de abrirle al recién llegado las puertas de su finca de par en par para que disponga de ella con total libertad; otra cosa es que le sea abierta la puerta de la casa que hay en el interior de esa finca, aspecto que supondría estar muy cerca de gozar de una reconocida ciudadanía sin que haya sido necesario haber nacido aquí, una especie de alcanzar por méritos propios la calidad de sevillano. A pesar de sentirme muy bien adoptado en Sevilla noto que eso es muy común, ese darlo todo sin concretar nada; puede que por el hecho de estar habituados a vivir en la calle, lugar en el que se habla y se arreglan los asuntos al compás de la imprevisión, donde la gente se conoce y donde más a gusto se encuentra para compartir lo que aparentemente es y lo que supuestamente piensa; debe ser el clima, o tal vez esa tendencia de las culturas más folclóricas a sacar a relucir fuera de sus casas los brotes de autodeterminación que se encuentran cohibidos en el interior de cuatro paredes. Puede que en el sur nos cueste mantener la calma hogareña, que nuestra necesidad de aire libre durante muchas horas al día sea fisiológica, que la momentánea fuga de estar a la intemperie tomando una cerveza sea una de las vitaminas de nuestra dieta, que andurrear poblando las terrazas y los mostradores exteriores de los bares de conversaciones acentuadas por un tono de voz alto y dramático como el quejido de una Soleá nos sea tan connatural como al gazpacho le son el ajo y el pepino, puede. A lo que voy: que una ciudad como esta, La Ciudad de Chaves Nogales, La Ciudad de la Gracia de José María Izquierdo, no se merece tanta ojana sino más bien una dialéctica a la altura de su belleza.




martes, 25 de abril de 2017

Civismo


Resultado de imagen de civismo

Me comenta Madame Bisilabé, cuando me quejo de los problemas de civismo con los que convivimos a diario, que hay cambios, que avanzamos, que muy lentamente pero que al fin y al cabo avanzamos; que para que se generen ciertos giros en nuestro comportamiento se necesita mucho tiempo, tanto que seguramente nosotros ya no estemos aquí cuando algunas de esas deseables transformaciones se produzcan. El ejemplo que pone es el de que hace veinte años a nadie se le ocurría recoger los excrementos que su perro acababa de esparcir en mitad de la calle, y que ahora hay muchas personas que lo hacen; también que por otro lado parecía que no iba a llegar nunca el día en el que los varones empujaran los carritos de sus bebés con toda naturalidad, contribuyendo además en muchas tareas domésticas a las que parece que les ha llegado ya el momento de un más equitativo reparto facilitando así las relaciones y colaborando en la creación de un entorno mejor, más fructífero, más compensado y sano, con visos de hogar en el que poder mantener una estabilidad apropiada para el desarrollo de una familia. Es cierto que se han ido produciendo variaciones, no digo que no, solo que me da la sensación de que no hay una relación directa entre el número de ellas y el momento de la historia en el que estamos: en pleno siglo XXI. No se me pasa por alto la admiración que se merece todo lo que tenemos y que por desgracia no es frecuente en muchas partes del mundo; de hecho también creo que no somos conscientes de la cantidad de beneficios de la que gozamos, de muchos derechos y seguridades que sin ir más lejos en Norteamérica son impensables sin una tarjeta de crédito en la mano, y que aquí parece como si estuviésemos pensando que han caído del cielo, sin reparar en el cúmulo de esfuerzos que durante siglos han sido necesarios para que ahora podamos hacer uso de una cierta dignidad que, paradojicamente, de tan acostumbrados a ella como estamos no nos paramos a pensar en el privilegio que supone tenerla. De lo que yo me quejo es de que confundimos la modernidad con una especie de saco en el que cabe todo impulsados por una dañina sobrecarga de estímulos, con las consecuentes faltas de atención a lo que a la educación se refiere, al respeto hacia los demás, sin que se nos ocurra que el progreso necesita del respaldo de nuestros esfuerzos de adaptación y de nuestro reconocimiento de que hay que aprender a hacer las cosas y a ser conscientes de que somos nosotros los encargados de que todo fluya si queremos vivir mejor. La modernidad necesita más de nuestros valores personales que del cuento chino de hacerle selfies al ombligo a base de fotos que mostrar en las redes sociales. Estamos al mismo tiempo necesitados de una buena dosis de auto crítica y de discernimiento en cuanto a qué y qué no es lo que nos conviene antes de dejarnos llevar por la impulsiva marea de las imposiciones en forma de entretenimientos y modas de tres al cuarto. De lo que yo me quejo es de que hoy en día lo común es no percatarse de que hay una persona mayor de pie en el autobús a la que, por cortesía y delicadeza, e insisto por educación, hay que cederle el asiento; me quejo de que andamos invadiendo la acera y nos da igual quien venga de frente y lo cargado que venga, la edad de esa persona y sus facultades físicas; que en los contenedores de reciclaje de residuos se mezclen basuras de todo tipo a diestro y siniestro; que el gesto de tirar una colilla al suelo mientras cenamos en una terraza al exterior anteceda al planteamiento de por favor pedir que nos concedan un cenicero; que demos portazos y hablemos a voces y corramos muebles y pongamos música a todo volumen como si estuviésemos sólos en esta jungla de locos en la que una especie de horror silentis nos amenazara como otra más de las endémicas enfermedades que hacen que nuestras conductas desemboquen en una recalcitrante falta de empatía; que las señales de tráfico y los pasos de cebra parezcan accesorios decorativos de un arte urbano encargado de rellenar el vacío de las calles y de formar parte de un juego cuyas reglas se basan en la destreza por saltarse las normas a nuestro antojo; que a nadie se le ocurra poner en su sitio cualquier producto que se haya caído de la estantería de un supermercado; que se empleé el tuteo a las primeras de cambio como si eso supusiese una cercanía con la que comunicarnos mejor porque llamar de usted a alguien parece que fuese una costumbre medieval que conviene desterrar lo antes posible; que se hable mucho de libertad tratando de convencer al personal de que ésta se encuentra en un torrente de gazmoñerías y futilidades que ponen los pelos de punta, y no en el conocimiento, en la cultura y en una serie de valores que harán del hombre un ser más proclive a la consideración para con el prójimo y su hábitat; de eso es de lo que yo me quejo.


lunes, 24 de abril de 2017

El teatro de los sueños


Resultado de imagen de bodegon de manzanas verdes

Paseo por la sala del restaurante en el que ejerzo, acompañando a un joven candidato a formar parte de nuestro equipo, y a la vez que le voy describiendo el escenario no dejo de sorprenderme de hasta qué punto pueden algunos lugares formar parte de nosotros: Old Trafford, el teatro de los sueños en el que cada día repartimos felicidad y nuestros movimientos se acoplan acompasándose con los movimientos de los clientes, con sus sonrisas y diálogos, con sus poses de seres humanos predispuestos al goce que supone percibir el halo de bienestar que desprenden las paredes de este templo en el que descubrí hace ahora veinte años el significado de la palabra estilo. Siento que aquí han transcurrido algunos de los momentos más importantes de mi vida profesional, y parece como si las cosas me hablaran, como si se dirigieran a mí en ese estado de reposo y silencio en el que el comedor se encuentra por la tarde, a esa hora en la que ya no queda nadie, ocasión ideal para entrar en conversación con los enseres, cuando los manteles plegados en las esquinas de las mesas son la firme prueba de que ha habido alguien limpiando, cuando por las ventanas del salón principal entra esa inconfundible luz de Sevilla que en forma de brillos reflejados sobre los platos de presentación parece como si acentuara las esdrújulas de la porcelana. Hay lugares que van escribiendo nuestra historia, que nos van haciendo ser conscientes de todo lo que nos ha sucedido conectando presente con pasado tendiendo los brazos de la creatividad sobre un futuro que se encuentra a la vuelta de la esquina de mañana, en nuestros ademanes y costumbres y formas de hacer, en cada vez que ponemos en práctica lo que hemos ido aprendiendo. Hay que dar muchas vueltas para volver al mismo sitio. Después de ir y venir de un restaurante a otro a lo largo de dos décadas, incluyendo momentos en los que estuve a punto de dejar el oficio, cada vez que reparo en cómo regresé aquí hace ahora dos años y medio no dejo de asombrarme de cómo los cruces de caminos me han llevado hacia un destino que no estaba ni en el más delirante de mis delirios. Para un camarero de profesión, con vocación de escritor, amante del arte de la decoración, resulta esencial sentirse rodeado de una estética que lo envuelva todo en un aura de elegante calma, de predisposición a que los cinco sentidos intervengan en el guión, y pase lo que pase siempre tendré que estarle agradecido a la vida por haber tenido la oportunidad de contar entre mis vivencias con la de ocupar el puesto que ocupaba mi Maestro cuando yo era a penas un aprendiz y se me caía la baba al ver la facilidad con la que el Teacher tomaba las comandas de memoria y la facilidad con la que era capaz, y lo sigue siendo, de enderezar entuertos. El teatro de los sueños es una sala de corte clásico en la que el trabajo se desarrolla impulsado por la fuerza motriz de la juventud; una mezcla que le da sentido a la docencia ya que forma parte de una escuela de hostelería cuyo filosofía se basa en la realidad. Durante los días que he estado ausente he hecho acto de presencia en dos ocasiones, y en las dos he vuelto a percibir que existe una relación directa entre lo que somos y el lugar en el que posiblemente seamos la mejor versión de nosotros mismos.


Soneto frecuentado



Resultado de imagen de experiencia



Kundera escribir metáfora bienestar
Sabina el Gabo Dalí Magritte Ramón
Benedetti Santa Cruz Matisse  Umbral
 Cortazar Santa Justa Bonald  Nervión

Sierpes Jueves Triana Tetuán Castilla
Infancia  Sampedro Dylan rima Durán
Bloom Lledó Cervantes Lladó  Sevilla
 Moleskine Fromm Pla adiós al qué dirán

Biblioteca Proust Gauguin Van Goth
Neruda librería Camus Chopin poesía
Naima Casa Joaquín Muñoz Molina

Machado Amor Grass Baroja Böll
Stevenson Nouwen juventud travesía
Ortega Izquierdo Todorov adrenalina





viernes, 21 de abril de 2017

El hombre que escribe novelas


Resultado de imagen de haruki murakami gatos


Hay ciertos autores de los que he escuchado hablar mucho pero a los que aún no les he dedicado el tiempo que me gustaría, de los que a penas he leído un par de obras pero a los que les tengo ese tipo de estima construida a base de la confianza que deposito en el criterio de quienes me los recomiendan. Con la lectura conviene ser plural, leer a cuantos más escritores mejor, y si es posible a más de uno de ellos al mismo tiempo; de esa forma nos daremos cuenta de hasta qué punto todo tiene relación: tanto nuestras vivencias con lo que aparece en los libros así como las conexiones existentes entre unas obras y otras independientemente de la época a la que pertenezcan. Por momentos siento la tentación, cada vez que estoy en una librería, de acabar llevándome algunos libros con los que no contaba antes de entrar, esos que lo encuentran a uno en su otear las estanterías con ese característico afán que tenemos los lectores por explorar en un raudo vistazo los lomos de los volúmenes alineados sobre las repisas solamente por el gusto de rastrear los nombres de los escritores y la musicalidad de los títulos; algo así me sucede con Haruki Murakami, leo su nombre y noto una predisposición instintiva a coger un ejemplar aunque finalmente no me decida, como si le estuviese reservando uno de esos períodos en los que se leen varios textos seguidos del mismo novelista. Con Murakami, además de la actual, tan sólo he tenido otra toma de contacto, fue el pasado verano, leí Kafka en la orilla y tuve la impresión de encontrarme ante un escritor con un mundo propio inagotable, que mezcla la realidad con la fantasía en un juego en el que entran a formar parte el Jazz, los gatos, el amor, los sueños, la gastronomía, los más curiosos personajes y las más singulares de las situaciones cuyos lazos van uniéndolo todo como en esos dibujos de Escher en los que se les da sentido a la participación de las diferentes perspectivas. Es curioso, pero debe haber un cierto celo por parte de los lectores a la hora de desprenderse de las obras de Murakami: en la librería de saldo que visito casi a diario todavía no he visto ningún ejemplar suyo, y mira que ha escrito, y mira que ha vendido. Ahora gozo de tener entre mis manos su última obra, De qué hablo cuando hablo de escribir, en la que en un tono entre confesional y ensayístico se exponen las reglas de su disciplina, sus ideas en torno al mundo actual, su opinión con respecto al sistema educativo japonés, su manera de trabajar, sus hábitos creativos, lo importante que considera estar en buena forma física para trabajar al ritmo que él prefiere, su rigor en la continua relectura y corrección, su desinterés por los premios, su gusto por las historias de largo recorrido, cómo fueron sus comienzos y cómo se ha ido desarrollando su oficio a lo largo de los treinta años que lleva escribiendo diez páginas diarias, en un formato específico sobre el que en japonés va dibujando esos caracteres que tanto me recuerdan a una grafía salida como de un cuento en el que las matemáticas fuesen la base de la etimología. A medida que avanza la lectura va quedando cada vez más claro su predilección por escribir historias muchas de las cuales empieza sin saber ni cómo ni por dónde; eso si, el por qué es algo que llevaba mucho tiempo en su cabeza, en uno de esos compartimentos de su genial memoria encargados de ir recopilando todo tipo de datos, de ademanes, de impresiones, gestos, anécdotas, fotogramas de todo cuanto abarca su vista, datos que se encargarán de volver a confirmar que Haruki Murakami es un hombre que ha nacido para escribir novelas, sin haber aceptado nunca hacerlo por encargo. ¡Bravo!



jueves, 20 de abril de 2017

Streetwise


Resultado de imagen de lenguaje

Siempre me ha atraído la filosofía del lenguaje, el por qué las cosas se dicen de una determinada manera en cada lengua, esa forma de hablar que tiene que ver con la arquitectura del pensamiento que antecede a la voz, con lo que se piensa antes de enunciar un concepto; el tema me resulta apasionante. Cada pueblo cuenta con su historia, con sus anécdotas y situaciones que dieron lugar a frases hechas y expresiones, a modos de manifestar ideas, configurándose así el cúmulo de detalles que atesora un lenguaje propio, único, determinado por lo que ha ido pasando a lo largo de los siglos entre gentes que se han visto obligadas a comunicarse, a informarse, a persuadirse y convencerse los unos a los otros, discutiendo y contando y charlando y cantando y emitiendo formulaciones lingüísticas con las que hacerse entender. Una de las cosas más fascinantes de la lengua es que se trata de algo vivo, que cambia a medida que pasa el tiempo, de manera que lo que antes se decía de una forma ahora se resume en otra debido a los mecanismos de la realidad, a cuanto acontece; o el caso de ciertas palabras que han ido apareciendo en la ordinaria comunicación entre ciudadanos y que más allá de quedarse ancladas en el saco de la jerga popular han acabado formando parte del diccionario de la Real Academia de la lengua; esa fuerza demuestra la vitalidad del lenguaje. Esa vivacidad es un claro síntoma del desarrollo del pensamiento, de cómo se trata la dialéctica, de qué importancia se le va dando al estilo y al tono de las conversaciones, al querer decir en función del deseo, de las circunstancias, del mensaje, de la intención; también es un fiel reflejo de las influencias, de los cruces de caminos que han facilitado que unos pueblos se hayan ido mezclando con otros dando como resultado una miscelánea de prefijos y sufijos, de desinencias que muestran a las claras la importancia de las relaciones de los pueblos a lo largo de los siglos, siendo un fiel reflejo de hasta qué punto el contacto de unas sociedades con otras determina, por influencia, el carácter de algunas expresiones. Hay idiomas que parecen haber salido de un cuento, por su grafía, como el japones o el chino o el ruso; hay otros que constan de tantas palabras bonitas para especificar la particularidad de algo, como el español, que se presentan inmensos, grandes, amplios, dados a la imaginación y a las dicciones largas, a las descripciones meticulosas, a la belleza de llamar a las cosas por su nombre porque cada una de ellas lo tiene además de varios sinónimos, porque le es inherente y le corresponde tanto como al escritor el derecho de probar distintas posibilidades y forzar sus límites hasta encontrar su estilo. La lengua árabe parece haber salido de una racha de brisa que levantara una tenue nube de arena tras acariciar las dunas del desierto; el acento alemán es ya una premonición del rigor con el que se organiza la vida en el centro de Europa; el alfabeto griego se muestra como el uniforme antiguo y de gala del abecedario; el francés se deja besar mientras se habla; el inglés parece retener en el pragmatismo de su gramática el estricto sentido protocolario anglosajón. Por todo esto en lo que reparo a menudo, cada vez que descubro una nueva palabra dentro de la cual se encuentra un pensamiento entero, no dejo de asombrarme de la fuerza de las lenguas, de la estructura de los idiomas, de lo que se puede comunicar con una serie de letras juntas; la última palabra que me ha cautivado ha sido streetwise, que en inglés viene a definir ese tipo de sabiduría y de conocimientos que se adquieren en la calle, en el ir y venir de la vida, algo así como la gramática parda que cada uno nos vamos forjando a medida que las experiencias nos van esculpiendo. Qué gozada.