lunes, 30 de noviembre de 2015

Ir y venir.


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Suelen ser los trenes lugares con aspecto de animales mitológicos que le hacen a uno acercarse con el pensamiento hacia eso que necesita de la particular textura de la reflexión acompañada por el tránsito del paisaje, dejándose llevar en su interior por las escenas de árboles y montañas a medida que sus vagones se deslizan por esas vías de hierro que representan el camino fijado hacia ninguna parte y hacia todas al mismo tiempo, viendo pasar las hileras de olivos y de campos sembrados de trigo y de algodón y de siegas perpetuamente conquistadas por los jornaleros, decorando el itinerario con pequeños pueblos que pasan raudos ante la contemplación del viajero que se siente solo y unido al mundo mediante el cordón umbilical de la travesía a bordo de un gigante al que le chirrían las ruedas en las curvas y que cimbrea cuando su velocidad le hace frente al horario que no se permite un retraso. Cuando uno hace un viaje de un par de días a penas tiene tiempo de nada que no sea comprimir las sensaciones, escuchar canciones que le vienen a la cabeza mientras rememora el lugar al que se dirige; es como si todo tuviera que ser saboreado en unas pocas cucharadas o tragos, en unas pocas caladas, en un ir y venir de no más de dos días que hará lo posible por estirar sus noches como si de un chicle se trataran. Desde que pone los pies en la estación va siendo uno ya testigo privilegiado de cuanto acontece, viendo el movimiento de la gente, el transporte de maletas amontonadas en esos carros en los que parece que va un poco de todo lo que somos como guardado en secreto bajo la llave de los motivos que han generado el trasiego. Luego el viaje y el café que estimula la lectura de uno de esos libros de bolsillo que siempre hay que llevar encima como formando parte de uno mismo, disfrutando del placer de la soledad acompañada por los personajes de una de esas novelas que se leen en el transcurso de unas cuantas horas, echando una cabezada de vez en cuando para que la modorra disfrute del beneficio de esa estancia que se mueve atravesando límites de provincias y de mundos y de comarcas y de zonas clavadas en el corazón de Andalucía. Escucho la voz de un par de personas que acaban de conocerse en los asientos de atrás del mío y trato de ponerles cara, siempre inmerso en esa fabulación que le hace a uno sentir en carne viva la enfermedad de la literatosis, el hábito errante de quienes necesitan desentrañar las claves de la realidad mediante los mecanismos de una imaginación muy cercana a la tierra que se pisa y de la que tanto se añora a partir del instante en el que hay que darle paso al regreso. Compruebo el nomadismo, el ajetreo, la velocidad de algunos por incorporarse lo antes posible, el miedo de quienes piensan que puede que el tren salga antes de la hora fijada; compruebo como hay siempre un hombre dispuesto a ayudar a una joven muy guapa a poner su equipaje en las repisas de arriba del compartimento; compruebo lo fácilmente que la gente se cuenta sus cosas más íntimas tan solo unos minutos después de haberse conocido, con esa falta de pudor proporcionada por quienes saben casi con seguridad que no volverán a verse nunca más; me dejo llevar con la facilidad con la que lo haría si esto durara más, mucho más tiempo, entrándome unas ganas locas de ponerme a tomar notas sobre detalles, pesquisas, susurros de la mente, versos caídos del cielo, compases, luces y sombra, faros que iluminan a uno para hacerle ver la felicidad inherente en tanta riqueza como demuestra un simple viaje, un sencillo ir y venir.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Otro Noviembre


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Hay algo que de un año a otro nos lleva a las mismas cosas, a los mismos sentimientos de determinación sobre la confortabilidad de lo conocido con auspicios de traernos algo nuevo, de lo anhelado, de lo escrito en el instante de la brisa, a los mismos aromas, a los mismos paseos, a la misma dulce monotonía de Machado, al colorismo de García Marquéz a base de las tonalidades propias de la hogaza y de las setas y del radiante paisaje de un cromatismo armónico con las ascuas del brasero, a las mismas hojas pisadas, como si mediante una sensación de pertenencia persiguiéramos una serie de rumores de los que acontece lo más previsible y lo más deseado, aquello que se espera con muchas ganas y de cuyos beneficios se tiene constancia por experiencias anteriores, por la fuerza con la que la memoria se aferra al pasado queriéndolo hacer presente, fruto del hoy y del mañana más próximo, del momento justo después de haberlo pensado, de la constante embadurnada de humedad en la que se resumen los latidos de los días nublados y plagados de ideas en forma de poesía. Para esto es el otoño la mejor de las estaciones, para la remembranza, para el recuerdo endulzado del hiato y el diptongo y del alejandrino con ganas de repetirse hasta la eternidad, para el velo de humo de los asadores de castañas que nos devuelve a la infancia, para las salas de cine que nos invitan a acordarnos de las películas que vimos a lo largo de otros años por estas fechas, para pasear mientras el aire fresco nos da en la cara y  cerramos levemente los ojos sin querer perdernos nada de lo que vemos ni de lo que sentimos ni de lo que olemos ni de lo que nuestra piel acaricia poro a poro por los poros de la nostalgia, dejándonos engatusar por el calor que nos proporcionan las rescatadas prendas de abrigo sacadas del fondo de un armario que andaba ya a la espera, consolándonos de las primeras heladas con la vuelta a las andadas de la bufanda y los guantes de lana sobre unas semanas de puro romanticismo, de una terca soledad que se acomoda en los resquicios de sol que a duras penas se encuentran en las esquinas, puede que en los bares en forma de aguardiente. En Noviembre hay bancos con lectores en los parques, fumadores de hebras holandesas en pipas retorcidas como serpientes invernales que no cambian de piel ni de dueño ni de argumentos, flecos en las nubes del pensamiento y de la rabia del corazón, mantillas para el sol y una colección de sombreros para la luna, y niños a los que les anochece muy temprano, y profesores a los que se les echa encima la próxima evaluación, y un misterio que envuelve al mes entero de una cobertura entre de azúcar y de piel de fruto seco, de albóndiga de tierra y de arena; hay ocres y amarillos y marrones que insinúan su pertenencia a la alegría del naranja; hay olor a turrón y a miel y a mantecados y a bolitas de chocolate con coco a la vuelta de la esquina; hay una tetera y una taza de café caliente, un libro abierto y la punta de un lápiz afilada y deseosa de tomar una nota; hay una mesa que nos espera para leer el periódico sobre ella, sobre la huella que deja el perfume de la concentración; hay un guiso de legumbres que regenera el cuerpo y el alma hasta el hartazgo, una mañana con tufos de panadería y de retablo de las maravillas. En Noviembre son buenos todos los presagios de la lluvia, todas las ideas de la niebla, el abanico que mece las ramas de los bosques a merced de la tempestad de la literatura, la filarmónica belleza de un bodegón lleno de panes y de orejones y de trufas y de barro y de tarros de conserva envasados al baño María. Otro Noviembre, qué maravilla.


viernes, 20 de noviembre de 2015

Buen trabajo



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Hace unos días me hicieron una encuesta en La casa del libro de la calle Tetuán de Sevilla, y salí de allí no solo con la sensación de haber justo antes encargado un buen libro, sino como quien ha sido escuchado una vez que le han hecho una serie de preguntas cuando menos interesantes para quienes frecuentamos estos sitios. No suelo pararme con esos jóvenes que te saludan por la calle con ánimo de que les dediques unos minutos para completar el cuestionario que tienen entre manos, unas veces acuciado por las prisas y por el temor de llegar tarde al trabajo, y otras porque sé que después de todo vendrá la recopilación de datos, entre los que se incluyen el número de la cuenta corriente, ya que presumiblemente se trata de colaborar con una de esas organizaciones que tratan de contribuir a combatir el desamparo de muchas personas, o de reforzar la investigación del virus de una enfermedad contagiosa que está haciendo estragos, o a cualquier otra causa a la que parece que los gobernantes aún no han decidido hacerle mucho caso dejando a expensas de la buena voluntad de la ciudadanía el progreso en dicho campo; y son tantas las veces y tan frecuentes, casi en cada esquina del centro de la ciudad, que ya no sabe uno si esto formará parte de otro tipo de negocio encubierto o de una sencilla manera de escurrir el bulto por parte de quienes deben tomar cartas en el asunto y mediar lo antes posible para que no se desmorone la dignidad de las personas. Pero en La casa del libro atendí con mucho gusto a la encuesta e incluso he de reconocer que me parecieron pocas las preguntas; hasta eso me sienta bien en este sitio, como en cualquier otra librería, porque una vez que ha hecho uno entrada en semejante lugar el estado de bienestar le transporta hacia la más pura calma de la contemplación y de la dedicación sin prisas sobre ese cúmulo de nombres y de títulos, como cuando en mitad del paseo me encuentro con uno de esos libreros ambulantes que venden novelas haciendo de la acera su quiosco. Hoy he vuelto y he caído de nuevo en el vicio de quedarme allí por un rato, por gusto, sin la imperiosa necesidad de comprar nada en concreto, solo yendo de una estantería a otra, acariciando volúmenes y preguntando por un par de novedades que me interesan, admirando la desenvoltura de las personas que atienden al público aportando datos que resuelven dudas de manera inmediata, informando con rigor a cerca de ediciones y de traducciones, de fechas y de autores, del lugar en el que se encuentran las diferentes materias, dedicándose a la noble tarea de hacer bien su trabajo. Me gusta ver a la gente trabajando bien y a gusto, cooperando, afrontando con empatía las dificultades que pueda tener un cliente a la hora de encontrarse más o menos suelto en un determinado terreno, sea donde sea; esto también pasa en el restaurante.  Me gusta observar la destreza con la que un librero busca un ejemplar y lo encuentra rápido, la cara que pone, las preguntas que hace para llegar antes donde quiere, el interés que muestra y del que tanto se aprende. Tengo la firme creencia de que proponernos hacer bien nuestro trabajo es una de las cosas que más ayudan a que reine la estabilidad en nuestro entorno próximo, que no solo tiene por qué ser el de nuestra familia, sino el de todos esos seres humanos con los que nos relacionamos mientras gozamos de tener un empleo que nos permita comunicarnos continuamente. Si los políticos aprendieran de la habilidad y de las ganas con las que trabajan los empleados de La casa del libro de Sevilla tal vez las encuestas tendrían más que ver con la manera en la que pensamos que podrían arreglárselas para no fallar tanto y de manera tan indiscriminada. 

jueves, 19 de noviembre de 2015

Basta un nombre


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En medio de la turbiedad de un ambiente contaminado por una especie de terror disimulado salgo a la calle con la convicción de que me vendrá bien pasear un rato, dejarme llevar por los callejones en los que siempre me sorprende la aparición de un detalle nunca apreciado antes, esa manera de andar en la que se van fraguando las frases, los versos y los motivos, los detalles, las apariciones de los fantasmas de la creación, el rumor interno que le da a uno pie a decidirse a escribir. Salgo y trato de hacer largo mi camino hacia la Plaza Nueva, como quien no quiere que se acabe ese recorrido en el que siempre hay algo sobre lo que posar la mirada, dejándose sorprender, aprendiendo de lo que ha visto cien veces, tratando de seguir las huellas de un pasado del que muchas veces se pregunta cosas que a penas encuentran respuesta en una imaginación ensimismada en el placer de los pasos sobre las aceras de esta bella ciudad. Voy en dirección a la Plaza Nueva, donde ahora se encuentra la feria del libro antiguo, y gozo de los preámbulos de la emoción anticipada de saber a ciencia cierta que en unos minutos me encontraré con el mundo de los libros, esa abrumadora sensación que es comparable a la de quien se relaja mirando la inmensidad del mar. Cómics y enciclopedias, manuscritos, serigrafías de épocas pasadas atadas con una débil cuerda como si fueran pequeños fardos que me recuerdan a los periódicos que dejaban a las puertas de los quioscos de mi pueblo mientras yo iba hacia el colegio, a primeras horas de la mañana, y que contemplaba incrédulo porque nadie se los llevaba y se quedaban ahí esperando a que llegase el dueño del negocio a decidirse a abrirlos y colocarlos; ejemplares de ediciones muy antiguas que ostentan ese color marrón que les proporciona la tonalidad propia de lo que aún tiene mucho que transmitir a pesar de la edad, esa cualidad de las cosas por las que ha pasado el tiempo dejándoles las sanas secuelas de la sabiduría, ese ser de esta época que tienen los clásicos. Hay en esta feria cientos de novelas no tan antiguas, más bien recientes, novelas que pertenecen a la última mitad del siglo XX y a los primeros años del XXI. Hay libros de pastas duras y blandas, inmaculadas y deterioradas, forradas con papel transparente y amontonados en torres sobre el suelo de algunas casetas; algunos de ellos tan bien encuadernados que aún permanecen intactos, libros que gozan de ese brillo que nos anticipa el olor a papel impreso y bien cuidado que tienen los ejemplares recién expuestos en las estanterías de las librerías modernas. Recorro con la mirada el lomo de muchos de los libros que se encuentran formando ese tipo de grupos verticales de lectura horizontal que permiten averiguar de un vistazo varios autores y títulos, como si se dispusieran mis ojos a conducir por un sendero en busca de una señal que les haga detenerse al detectar el indicio de algo que les pueda interesar mucho; basta un nombre para pararse a hojear uno de ellos, una palabra que sea la de un apellido o la de una ciudad o la de un país o la de un recuerdo que como un fogonazo o una alarma o una contraseña vinieran a hacer que sea hecho un alto en el camino para leer durante unos breves instantes algunas páginas al azar. Me meto de improviso en las calles de Dublín mientras acaricio una antología de James Joyce; entablo conversación con Theo y con Vicent Van Gogh en un magnificamente encuadernado volumen de sus cartas, y hallo tal relación entre todo ello, entre el Dublín de Joyce y la casa amarilla de Van Gogh, que vuelvo a caer en la cuenta de lo cerca que todo se encuentra de todo, de la capacidad de unión que nos regala la literatura, de lo admirablemente fácil que se puede pasear por las calles de la historia encontrando en el interior de los libros los puntos que unen el presente y el pasado con un pasado remoto mediante el hilo de Ariadna de la literatura.

martes, 17 de noviembre de 2015

Punto de inflexión


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Escribo desde la biblioteca Alberto Lista de Sevilla, arropado por la tranquilidad que se respira en este sitio. A penas hay usuarios en las salas de estudio que generalmente están llenas de jóvenes del barrio afanados en sus ordenadores portátiles o en sus apuntes, en la dulce dedicación que supone el mental ejercicio de la lectura; parece como si la incertidumbre social que atenaza los ánimos en estos días se hubiera apoderado de los ambientes en los que se puede gozar del privilegio que supone la dedicación a los libros. Hay un velo de silenciosa intranquilidad en la calle, en el bar en el que he tomado café hace unos minutos, en el supermercado, en el zaguán de un bloque de viviendas compartido por familias de diferentes orígenes. Da la sensación de que en el transcurso de los últimos tres días el mundo se hubiera vuelto loco de mutismo, de desconfianza, de hartura atemorizada ante las posibles represalias. Los noticiarios no dejan de emitir programas especiales, entrevistas, reportajes, imágenes inéditas, primicias sobre nuevos auspicios de ataques terroristas, síntomas de una endémica locura que se ha propuesto acabar con todo. Quien más y quien menos no se fía, mira de reojo, se espera lo peor en cualquier lado y a cualquier hora, tal vez en el momento menos pensado, cuando uno sale a la puerta de su casa para sacar la basura y aprovecha para fumarse un cigarrillo mientras recibe la generosidad del fresco de las noches de noviembre; o a lo mejor en un colegio, para que el resultado sea más impactante, más atroz si cabe, más brutal y conmovedor, más en busca de los más inocentes, más cruel y canalla; o en un centro comercial al que la gente va para hacer la compra que había pensado para cocinar esa comida que llevaba tanto tiempo queriendo preparar; puede que en unas de esas cafeterías que a muy tempranas horas de la mañana se atiborran de trabajadores que desayunan y hablan de las cosas más triviales; quién sabe. Es curioso comprobar cómo no se saca este tema con la facilidad con la que solemos entablar una conversación cuando ocurre algo que tiene cierta repercusión, es curioso darse cuenta cómo nos refugiamos en la contemplación y en la quietud de ver la vida pasar aún a pesar del remordimiento, de las ganas de cagarnos en todo lo que ha hecho posible que hayamos llegado a este punto. Existe un punto de inflexión en el que cambia el comportamiento social, un punto a partir del cual se pueden usar las armas de la venganza sin reparar en los daños, un punto desde el que parte el buque de la guerra izando la bandera de la contienda, y ahí suelen ser las marionetas, los más débiles, el pueblo, los inocentes, los que luchan a diario en sus labores para salir adelante, los que acaban siendo las víctimas con las que se paga todo este cúmulo de sinrazones.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Qué asco

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Ya no sabe uno qué pensar, o sí, o tal vez pensar algo que le dé pie a aterrizar en los confines a los que nos lleva el callejón sin salida del desengaño, concluyendo eso de piensa mal y acertarás, piensa en Barrabás, en el fin, en la maldad, piensa en negro y acertarás, no dejes de pensar en esa caterva de canallas que nos reconcomen el pensamiento y nos mantienen aislados en la duda de dónde será el próximo terrorífico acontecimiento con el que den a conocer su malsana identidad. Hay personas, gentes de a pie, seres humanos con su carne y sus huesos y su pelo y su alma escondida en los refugios del diablo, que piensan mal y aciertan cada vez que desenfundan las armas del terror, las mezquinas y odiosas armas del desafío a la calma, almas convencidas de que les está esperando un edén con mujeres y frutas divinas y riquezas y brillos y porcelanas y cuentos bonitos y anillos y perlas de oro y esmeraldas y cosas, nos lo creamos o no, nos lo expliquemos o no, lo compartamos o no, nos volvamos locos o no tratando de encontrarle una explicación; almas confundidas y extraviadas en la penumbra de la negrura de la que tan fácilmente se embadurna la vulnerabilidad del cerebro, mentes atiborradas de predicados con hedor a pólvora. Nunca imaginé que en la felicidad hubiera tanta tristeza, en la felicidad de la vida tal cual es, en la felicidad de la naturaleza y de los días y del sol y de la luna que nos alumbran, nunca pensé que el punto suspensivo del terror fuera tan largo, tan infinito, tan rencoroso y cruel y cobarde, nunca pensé que la venganza se apoderara de nosotros y nos llegásemos a sentir orgullosos de ella, como del despropósito de la pérdida irreparable, de la inundación de cadáveres, de las cascadas de balas, de las norias en las que gira el odio y el atropello y la sin razón de las razones más inconcebibles e incautas y horribles; nunca pensé en que en pleno siglo XXI se taponaran las fronteras, tan listos y tan guapos y tan bien alimentados, tan calentitos y tan fieros y tan imbéciles todos un poco mientras miramos para otro lado, tan confundidos y tan globalizadores y tan sabios y doctos y leídos y educados, tan sin escrúpulos y sin miramientos y sin pena ni gloria con la bolsa de la compra del brazo, todos un poco. Lo peor del ser humano es que confunde su parte animal con el salvajismo de los instintos que irreparablemente lo conducen a la ejecución de la catástrofe. El holocausto de la actualidad es una merienda de negros dirigida por unos cuantos cobardes desde despachos de multinacionales. Qué bien se nos da meter las narices donde no debemos, qué bien se nos da excusarnos de mala manera para justificar unos medios atroces y asqueantes de reiterados que se muestran ante la imposibilidad de frenarlos, ante la impotencia, ante la represión, ante el soborno y el atraco a los derechos humanos, para que el pato lo acaben pagando los de siempre, los mismos, los indefensos, los que se creen que hacen algo por sus vidas, los artistas del show de Truman que todos somos un poco en este escalofriante plantel de comedia inédita y perversa llamada civilización del espectáculo, del espectáculo de la guerra y la metralla, de las bombas y las granadas de mano y los repulsivos vídeos en los que unos cuantos descerebrados muestran su seguridad amenazando a un continente entero; civilización del trapicheo y del soborno y del ultraje y del dolor a bocajarro. Qué asco.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Vicio y virtud


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Podría escribirse algo sobre cuando a uno le cuesta mucho trabajo escribir, cuando no encuentra nada a cerca de lo que hacerlo, cuando esa facilidad con la que las frases le van acompañando durante el paseo, al mismo tiempo que la memoria se esfuerza por almacenar vocablos que puede que más tarde se usen, se ve envuelta en una nube de algodonosa pereza, como si necesitara uno un tiempo en el que dedicarse a otra cosa, a cualquier manualidad con la que componer la melodía que le acerque a un fragmento de la infancia desde el que rescatar los motivos para escribir uno de esos cuentos que nunca le contaron con las vibraciones de un silbido, o ese relato breve inspirado en los retales de las visiones callejeras con las que uno se topa y se cruza y se mezcla quedándose pensativo y perplejo, asombrado. Hace poco leí una confesión de Mario vargas Llosa durante una entrevista en la que decía que a él siempre le había resultado dificilísimo ponerse a escribir, que cada día que lo había intentado le había resultado una tarea tediosa, muy dura, ante la que siempre tenía que hacer uso de su tesón para ponerse manos a la obra. Es curioso. Recuerdo las palabras de mi querida Ana María Matute afirmando que se tiraba largas épocas, que podían abarcar meses enteros, sin escribir ni una palabra, pero leyendo muchísimo. Me da la sensación de que cuando uno se encuentra enfrascado, totalmente imbuido, en la lectura de varios libros que le interesan mucho, con los que disfruta tanto como para sentir esa dicha que embarga al lector cuando se ve reflejado en el mundo que le rodea mediante las lecturas que tiene entre manos, es cuando la capacidad narrativa se alimenta del germen de las palabras que van siendo destiladas en el cerebro; es como si se ejerciera un cierto efecto dominado por la inmersión en un mar de palabras sobre el que desear nadar, como si la apetencia por ponerse a escribir fuera la extensión de lo bien que se lo pasa uno dándose cuenta de lo poco que sabe, de lo que le falta, de la inmensidad del conocimiento; después viene la afición por fijarse en esa suerte de giros que caracterizan a cada escritor, su estilo, y soltar una sonrisa de placer cada vez que van saliendo algo mejor a flote los botes de la comprensión. Pienso que una cosa lleva a la otra, que se trata de un hilo conductor que produce en el aficionado esas ganas de ponerse a contar algo por el mero gusto de imitar a sus referentes, convirtiéndose ésto en un juego de lo más nutritivo ya que en el desarrollo del mismo, y a medida que van pasando los años, comienza uno a saber cosas de sí mismo que nunca había imaginado saber de no ser por haberle decidido prestar atención a la escritura como valioso entretenimiento. A mi me gusta escribir de la misma manera que me gusta dibujar, desinteresadamente, con cierto desdén y libertad, rompiendo a usar los colores sobre una cartulina creando sencillas figuras que suelen ser fruto de una especie de memoria que tienen mis manos para las curvas y los trazos que más les gustan, sin querer decir  con esto que no piense uno en lo que hace. Creo que es en estos casos cuando el vicio se convierte literalmente en una virtud, en la virtud del pacífico entretenimiento del mundo interior.

martes, 10 de noviembre de 2015

Menudo lío


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Hablamos de la libertad sin darnos cuenta de que no la tenemos, y de que los resquicios a través de los cuales ésta se percibe son consecuencia de un trabajo de reflexión y de estudio, de la forja de una cultura personal de rebeldía contra, como diría Marcuse, el medio, es decir "el sistema". Una de las cosas que más me gusta hacer es holgazanear por las calles de Sevilla ligero de equipaje, sin preocuparme de a dónde ir, parándome en las librerías, tomando café en las terrazas, haciendo un alto en el camino para leer en el banco de un parque o en un bar, sintiendo el privilegio de quien ha nacido para rey trabajando por dinero, necesitando poco para distraerme, haciendo lo posible por desentenderme de mis obligaciones laborales y canalizando hacia el lado creativo cualquier pensamiento que tenga que ver con mi oficio, viendo pasar la vida, la gente, los coches, el tranvía, saludando a los vecinos, observando el estado de las calles, las humedades de las fachadas, los tatuajes del asfalto, las farolas rotas que algún vándalo ha dejado hachas trizas sobre el suelo, tomando notas de esto o de aquello en un cuaderno que me hace las veces de ordenador portátil.
En cuanto despega uno los pies del suelo para lanzarse sobre el cielo abierto de la calle aprecia de inmediato lo influenciada que está nuestra sociedad de la necesidad de la obligación, del deber, como factor determinante para que gire la noria de un supuesto estado de bienestar cada día más frustrante y deteriorado, sin que en ello parezca que reparemos con frecuencia, como si se encontraran inoculados como un mal germen en el cuerpo de la ciudadanía una serie de hábitos que se llevan a cabo de manera casi inconsciente e instintiva de la misma manera que nos lavamos los dientes antes de ir a dormir; movimientos que hacemos sin pensar, sin reparar, de tan enquistados que se encuentran en nuestro comportamiento y sin los cuales podríamos plantearnos qué es los que tenemos que hacer a continuación para que el resultado sea lo más racional y cabal posible, cosa que parece extraña hoy en día. Ese automatismo a veces puede llegar a dar miedo porque de él se desprende el torrente de espontáneas decisiones que el individuo no extrae de sí sino de lo que le viene impuesto, es decir de lo que cree que tiene que hacer pero sin detenerse en su inmediata consecuencia, como quien llegado a determinada edad cree que no tiene más remedio que casarse y acto seguido tener hijos, viéndolo de la manera más natural, porque es de cajón, porque eso es así, porque se ha hecho toda la vida y uno no iba a ser menos, porque no vaya a ser que digan.
La parte de naturaleza propia que el ser humano se deja en el camino empieza a vislumbrarse con más claridad a partir del momento en el que deja de jugar, como si dicha dedicación fuera el más claro síntoma de una alarmante falta de madurez, aún quedándose con ganas de seguir haciéndolo pero no consintiéndoselo porque no se lo consienten, porque no está bien visto, porque hay que empezar a hacer otras cosas en este caso propias de lo que se entiende por crecimiento, por lo que ha llegado la hora de, y así todo seguido hasta el final que suele ser muy aburrido y muy cargado de abnegaciones y de incomprensiones muy comprensibles a vida cuenta del transcurrir de la historia. Si nos viéramos desde arriba nos partiríamos de risa, debemos parecer un teatro repleto de marionetas extraviadas en un mundo en el que vamos de una lado a otro rodando como esos miles de kilos de basura espacial que campan a sus anchas, sin ton ni son, pero supeditados a la fuerza de un orden de gravedad, a miles de kilómetros por hora en mitad del espacio. Menudo lío.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Etimología


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Dice mi amigo Miguel Vallecillos que la mayoría de la gente se apaña con trescientas palabras para entenderse con todo el mundo. La verdad es que teniendo un idioma como el que tenemos es una pena que se vayan quedando en desuso muchas palabras, y que con frecuencia acaben instalándose otras en nuestro argot diario, debido a la reiterada utilización de las mismas, hasta el punto de desplazar a las que llevan años en el diccionario como desamparadas, arrinconadas, por no se sabe qué motivos o falta de interés. Imagino que muchos académicos se tirarán de los pelos al comprobar cómo se aprueba la introducción de determinados vocablos en cada nueva edición del diccionario de la RAE, porque no les queda más remedio, porque la costumbre se impone y si no es así no hay quien se aclare. Lo cierto es que una de las cosas que hacen interesante a una lengua es su constante evolución, su carácter dinámico, el fluir de sus cambios en función de la época; la etimología como ciencia es una admirable fuente de riqueza sobre la procedencia de las palabras y al mismo tiempo sobre el cúmulo de curiosidades de dichas procedencias, pudiendo con ella llegar a explicarnos no sólo el por qué del origen de una palabra sino las diferentes formas de vida de los hombres a lo largo de la historia, la insistencia, la constancia, los hábitos que hicieron que las cosas se dijeran, y se digan, de una u otra forma; en la etimología encontramos al hombre que necesita relacionarse, ponerle nombre a las cosas para organizarse y conseguir lo que quiere, a la voz que encierra todo raciocinio y que a la vez le sirve de instrumento con el que comunicarse, al pensamiento mismo de un querer decir, a la esencia del significado y todo lo que rodea al acto cognitivo de la conjetura, la suposición y el desarrollo de los silogismos empleados para llegar a una conclusión. Siempre me ha atraído la semejanza entre palabras pertenecientes a distintos idiomas, el poder de permanencia que suponen los troncos lingüísticos, el sello que los caracteriza, a partir de los cuales poder intuir el significado, mediante las similitudes, en un juego de resonancias, de vasos comunicantes, que establece una relación que marca el destino del ejercicio del descubrimiento, de la investigación instantánea cuando uno se pone a leer unas líneas en inglés o en francés o en italiano, como si en ese inicio del vocablo existiera ya la premonición de un desenlace adherido a la familiaridad de un recuerdo marcado por algo dicho o escuchado otras veces, y que aún estando escrito en otra lengua ha por fuerza de referirse a algo que tenga que ver con esa connotación que le da cuerpo a la palabra para ser empleada en una determinada dirección y no en otra. Es grato sentirse ciudadano del mundo en Sevilla escuchando a muchas personas de distintas nacionalidades hablar en lenguas de las que uno no entiende ni una palabra pero de las que se imagina su significado.

sábado, 7 de noviembre de 2015

El lujo de la prensa


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Leer el suplemento cultural del diario de los sábados es un bálsamo para el alma con el que se recuperan las energías necesarias para sentirse reconciliado con el mundo, para olvidar el nerviosismo y el ajetreo propiciados durante las jornadas pasadas en sintonía con el molinillo de la responsabilidad, una manera de refugiarme en una de las cosas que mas me gustan, en la letra impresa con olor a pan recién salido del horno. Leer la crónica de Muñoz Molina y hojear las páginas de Babelia, del diario El País, en las que siempre aparece una interesante entrevista realizada a un escritor, es un regalo caído del cielo, un motivo para reencontrarse con esa forma de literatura que aparece en los periódicos, la posibilidad de recibir una lección de parte de mentes lúcidas cuya inteligencia uno admira, y de las que extrae las razones suficientes para creer en los valores personales que emanan del gusto por todo aquello que tenga aroma a cultura. Hacerlo a la vera de un café con tostadas se convierte en la celebración del comienzo de un día dichoso, en un dejarse llevar durante un rato en el interior de esa dulce niebla en la que la soledad sabe cómo encontrar refugio en la inmejorable compañia de la fuente del criterio. Cuando uno se acostumbra a leer en los bares es capaz de hacerlo en casi cualquier otro sitio, consiguiendo con ello la habilidad del niño que es capaz de hacer los deberes en la misma habitación en la que el resto de su familia ve la televisión. Sucede lo mismo cuando uno lee en un vagón del metro o en un autobús urbano, que el a penas perceptible soniquete de la música de la radio, o el leve murmullo de quienes se cuentan sus cosas agarrados a una barandilla o compartiendo el espacio de dos asientos, quedan como formando parte del decorado para que se genere el íntimo silencio necesario con el que  introducirse en un relato o en un artículo, o en unos cuantos poemas de esos que se leen rápido y repetidas veces durante el plazo de tiempo que dura el trayecto a través de tres o cuatro paradas; es como cuando de niño me acostumbré a dormir con un runrun de fondo que procedía del molino de aceite que había junto a mi casa y cada noche, completamente inmerso en la monotonía de esa repetitiva secuencia de sonidos, de repente, al detenerse el ruido de las máquinas a la hora en la que los trabajadores del molino hacían un descanso, abría los ojos a las seis en punto de la madrugada como si el silencio que acababa de apoderarse de la parte trasera de la casa hubiera actuado con el infalible efecto de un despertador a todo volumen. Leer el periódico por la mañana, muy temprano, es una de las cosas con las que uno empieza a poner los pies en el suelo, es como esa brújula que al capitán de un carguero le indica la dirección a seguir para sortear el estado de la mar; y tener todo el tiempo del mundo que cabe en una mañana para poder hacerlo es uno de los lujos y de los privilegios con los que la imaginación se nutre de la misma manera que lo hace el cuerpo con el aceite de oliva escanciado sobre las tostadas.