domingo, 24 de julio de 2016

Una bebida milagrosa


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No hay nada en estas noches de verano como tomarse una cerveza bien fría para clausurar una larga jornada de trabajo. En Sevilla es raro durante el mes de Julio que los termómetros bajen de los treinta grados entre la media noche y las dos o las tres de la madrugada, y eso, junto con un poco de predisposición por el líquido elemento procedente de la cebada fermentada, es ya un motivo para no pensárselo dos veces. A partir del segundo trago de cerveza entra el alma en un estado de bienestar en el que toda conversación es recibida con agrado, en el que la vida se ve de otra manera, de esa manera en la que es fácil intercambiar unas palabras con cualquier desconocido con el que se haya uno topado en el bar. El estímulo de la cerveza es propenso al optimismo, a pensar que no todo el mundo es malo y a encerrar en un cajón las telarañas del cerebro propiciadas por una ola de calor. Empieza uno a mojarse por dentro con afición de poeta, con ganas de tener ganas de todo, afianzando una inigualable confianza en uno mismo, sintiéndose muy seguro de que el próximo trago le va a sentar genial. A mi me gusta beber cerveza todas las noches, cuando el día ha terminado satisfactoriamente, con la sensación de que me estoy dando un pequeño homenaje por esa dedicación que mezcla escena y servicio, ironía y protocolo, gastronomía y típicos silencios de buen jazz, cuando la buena cara de los miembros de mi equipo es una de las mejores señales de que las cosas van bien. Suelo parar en un bar en el que me conocen pero no saben quien soy, y eso me da la libertad suficiente para estar a mis anchas fabulando historias durante unos minutos que saben a gloria bendita, encontrando personajes, recaudando expresiones, imaginándome lo ancho de la vida en los demás. En ese mismo sitio suelo tomar notas sobre cosas que se me ocurren a cerca de mis quehaceres del día siguiente, aspectos que estaría bien recordar, originalidades muchas de las cuales puede que nunca se pongan en práctica pero que quedan escritas como formando todas ellas un mundo propio tras el que cuando menos se lo espera uno aparece el momento oportuno, ese destello de memoria que me empuja a cambiar una cosa de sitio, a pintar una botella, a entender que lo barroco es todo lo que sobra para hacer uso de la sutilidad de lo sencillo, de la elegancia del sigilo, del orden, de la dirección del detalle cuyo protagonismo radica en pasar desapercibido. En un lugar llamado Straffan, cercano a Dublín, escribí cientos de cartas sobre el mostrador de la taberna del pueblo en una época en la que el correo electrónico no se había instalado con normalidad entre nosotros, siempre acompañado de una de aquellas pintas que le dejaban a uno un regusto amargo y torrefacto, literario a mi manera, un regusto de lejanía bien acompañada de la espuma de un presente en continuo crecimiento. Hoy, cuando aquel aficionado ya se ha curtido en libaciones de cerveza, mantengo el hábito de escribir notas y de leer junto a una copa bien fría o un botellín escarchado, de instalarme con facilidad en la tertulia improvisada en Casa Joaquín por Javier y los que formamos parte de ese tipo de concurrencia que recibe con agrado la catalogación de ser de la casa. Siempre habrá una cerveza para una ocasión, máxime en esta ciudad en la que se bebe como el agua, en la que forma parte de la dieta, en la que consolida esos lazos de unión que no gozan de más aval que el de haber sido adoptados en las tascas, en las tabernas, en los bares, en la resolución del conflicto de la sed que acaba en un brindis o en una invitación.

sábado, 23 de julio de 2016

Gustos


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Hace unos días me dijeron que yo tenía muchas ganas de leer debido a que una de mis preferencias de la última semana está siendo Javier Marías, que eso no hay quien se lo trague, que lo que hay que hacer es leer cosas que entretengan; la decepción fue mayúscula ya que supuestamente el sujeto emisor de dicha declaración de criterio literario es alguien a quien yo creía más versado, no ya porque a él no le guste Marías sino por el tono de solvencia rozando en desfachatez que utilizó para referirse a algo tan delicado como la creación literaria, siendo él una persona que seguramente no se haya planteado la ecuación sujeto, verbo, predicado con más insistencia que la de los correos electrónicos de rigor profesional. Pero se nos da muy bien hablar sin escuchar y hacerlo a la torera, y me temo que viene a ser este uno de los rasgos característicos de la sociedad española. No es la primera vez que me sucede algo parecido, en otras ocasiones han sido autores como Proust, Umbral, Muñoz Molina o Saramago, todos ellos grandes santos de mi devoción, objeto de críticas demasiado gratuitas por parte de personas que en apariencia por cómo se comportan y a cerca de lo que hablan son lectores. Quedé estupefacto el otro día sobre todo por la facilidad con la que alguien es capaz de emitir un juicio de valoración hacia las preferencias de otra persona a la que de lo único que conoce es de compartir unas cuantas cervezas a esas horas en las que después de una larga jornada lo que a uno más le apetece es relajarse escuchando música de fondo y conversar cordialmente sobre cualquier tema que sea interesante, aunque para esto último la cosa, y ahora soy yo el que emite una valoración, se esté poniendo cada vez más difícil. Lo interesante, lo que entretiene con facilidad, y acaba aburriendo a las cabras, es darse continuamente la razón, remover sin parar la palanca del molino de la verborrea condescendiente sin ton ni son a la que un astuto Sócrates de turno, de esos que si saben escuchar, cogería de media en un par de contradicciones por minuto. Dar qué pensar, escudriñar los entresijos de una opinión, preguntar más de un por qué, incomoda, pone de manifiesto nuestra atrofia dialéctica, y por eso nada como soltar de vez en cuando algún que otro improperio a cerca de temas de los que generalmente no estamos bien informados sentenciando con cara de indignados una de esas coletillas que se ponen de moda entre los que pueblan los programas de entretenimiento masivo de encefalograma plano de la televisión. Me llaman mucho la atención esas personas que afirman sus proposiciones de manera categórica rematándolas con un "te lo digo yo"; me resulta muy sospechosa esa rotundidad, ese final sin puntos suspensivos con aspecto de dárselas de venir de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte. Y algo así pasa cuando uno habla de libros y lo hace con ilusión, con ese grado de interés que demuestra que se quiere conocer más para poder disfrutar de lecturas pendientes, de esas lecturas a las que por inexperiencia no se llegó en un buen estado de forma en el primer intento. Confundir la maestría con el empalago aumenta las posibilidades de que nuestro espíritu crítico reflexione cada vez con menos perspicacia y agudeza agrandando cada vez más la distancia entre nuestros ojos y lo que tenemos delante de las narices. Leer para entretenerse, además de para aprender y para vivir más vidas en esta que tenemos y para ser mejores personas, creo que es otro de los muy lícitos fines de todo lector, pero de ahí a que se ponga en boga que solo es el pasatiempo lo que importa me parece de una falta de miras y de un cansancio vital que poco tiene que hacer ante lo que está cayendo disminuyendo las posibilidades de llevar a cabo una demanda firme y clara de un cambio de rumbo social del que todos somos responsables.

viernes, 22 de julio de 2016

Temas de actualidad


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La vida cambia más rápido de lo que a veces podamos pensar, el huracán suplanta al rayo, el trueno al vendaval, el agua al viento y viceversa, qué más da, y así hasta nunca acabar. Un lío. Lo que ayer era ya no es; lo que hace un momento tenía cierta importancia ha dejado de tenerla debido a que ha venido otro suceso a suplantarle el protagonismo y a acaparar nuestra atención de forma inmediata, eficaz, fulminante, rauda, imprecisa, movediza como las arenas de una ciénaga; lo que teníamos pensado hacer mañana ha cambiado de lugar en nuestra agenda a causa de otro estímulo encontrado en cualquier rincón del subconsciente, otro estímulo provocado por el cúmulo de información adherida o trufada como una lapa a lo que realmente importa que casi siempre suele ser lo más sencillo y a lo que poco a poco le vamos dando menos sitio, viéndose conmovida esa chispa del pensamiento por algo parecido a esos fotogramas invisibles en los tráilers que anteceden a la emisión de una película en el cine y que fijan en nuestra apetencia las ganas de salir corriendo a por una Coca cola. Hoy que tenemos más que nunca, hoy que todo eso además lo tenemos más cerca, hoy que en teoría tenemos más y mejores herramientas para sentirnos satisfechos, nos encontramos en la encrucijada de no saber qué hacer con lo que tenemos y de no valorar lo esencial de la existencia que viene a ser la vida misma a lo largo de cada minuto que pasa. La cerrilidad de los credos, el y tú más, la incompetencia que sobreviene en inapetencia por el arte, por lo bello, por la sutilidad; un galimatías de difícil solución y de tan mal aspecto como para encontrar en él la tranquilidad y muy sustancioso en lo que a la crónica se refiere. Esto ya de por sí es un buen tema, un filón, una mina, una cantera de emociones y de motivos y de razones y de ideas sobre las que ponerse a escribir, pero de la misma manera que se está dejando de leer a los clásicos, precisamente ahora que tanto los necesitamos, corremos el riesgo de que nada de lo que efímeramente tenga la capacidad de implantarse acabe por convertirse en clásico para generaciones venideras, en referente de conducta y de estilo, en forma de pensamiento, en piedra angular de la evolución, porque nada adquiere la cualidad de solidez necesaria para configurarse como ejemplo de criterio inteligente, salvo las contadas excepciones de las mentes lúcidas que soportan con ahínco titánico las desavenencias, y ahí me refiero a los escritores que merecen la pena porque salvaguardan sus valores personales con una buena dosis de crítica inteligente, de ironía llegado el caso y de manifestaciones de ánimo para quienes quieran seguir al pie del cañón y ver que en realidad, y digan lo que digan, el Rey va desnudo. Si nos fijamos estamos en un buen momento para poder aprender a cómo no hacer muchas cosas, pero para eso sería necesario cultivar la memoria, es decir predisponernos a tomar consciencia del por qué de las cosas y a medir las consecuencias de nuestros actos. En menos de una semana han dejado que nos enteremos de que un matarife ha arrollado con un camión a cientos de personas en Niza, se ha dado un fallido golpe de estado en Turquía tras el que las promesas de no actuar con represalias veremos a ver por dónde salen, los políticos siguen jugando al gato y al ratón en España, un submarino nuclear ha estado a punto de contaminar las aguas de dos mares y no han cesado las revanchas entre policía y manifestantes civiles en Estados Unidos. Dentro de cuatro o cinco días vendrán otras barbaridades a suplantar a las anteriormente mencionadas y si se destapa algún que otro caso merecedor de una justicia que medie entre los fines y los medios será a cambio de mucho dinero o a causa de un chivatazo por desajustes en el reparto del pastel. Pero insisto, todo esto son temas, son los temas que nos está tocando vivir, es lo que nos están mostrando, con lo que hay que lidiar y convivir, a lo que hay que enfrentarse, en lo que hay que saber nadar y no tropezar en exceso, y afortunado de aquel que sepa cómo apañárselas para no volverse loco de lucidez en este volar sobre el nido del cuco al que tenemos acceso tan solo con poner los pies en la calle.

martes, 19 de julio de 2016

Retales de un diario


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Camino por la avenida de la Constitución de Sevilla y  a la par que observo a los mismos clochards de ayer cambiados de sitio voy tratando de encontrar un tema sobre el que escribir y en el que sentirme a gusto, un tema con el que resistir, con el que complementar mi dieta, como Ortega con el marco y el cuadro y la figura y la obra pero al estilo de un camarero, de un Robinson urbano que frecuenta las soledades del escritorio como remedio contra los males del desajuste de la frecuencia ordinaria de esta civilización sin brújula ni norte de la que forma parte y en cuyas aguas afortunadamente todavía no ha llegado a aprender a nadar como para echarse a dormir. Llevo en la mochila la Introducción a las ciencias sociales de Francisco Ayala, un cuaderno y un bolígrafo, llevo unas gafas graduadas y ganas de que se me ocurra alguna metáfora con la que soportar mejor este calor de Julio que recrudece la sensación de especie en extinción, este calor que nos hace soplar de resignación meteorológica y no dejar de mojarnos ni por dentro ni por fuera; llevo conmigo el reino de la voz interior que me impide percatarme de los conocidos con los que me cruzo a los que después tendré que pedir disculpas por mi frecuente abstracción cuando paseo en solitario investigando en las caras y en la dirección de las miradas. Buscar un tema es ya la premonición de que se tiene la necesidad de escribir, y reconforta mucho poder hacerlo aún no disponiendo del susodicho tema, sino sencillamente dejándose uno llevar, pensando que mañana tendré todo un día libre para mi, anotando cosas como quien escribe un diario casi con la premeditación establecida del nulle die sine linea como aspiración de modus vivendi. Dejar que las palabras se coloquen en su sitio como el creador de bodegones hace con las piezas de su puzzle original, dándole a cada vocablo el aire de libertad necesario para que al final lo que más importe sea el hecho de estar sentado y escribiendo, es la manera en la que el tiempo no se mata sino que se descubre así mismo, se amortiza y se cura del espanto del vacío, del tedio, del desdén, de la desidia, del aburrimiento. Escribir es vivir, decía José Luis Sampedro, y ordenar el pensamiento, como nos recuerda Muñoz Molina; escribir es no dejar pasar la tentación de ver plasmada una idea, un apunte tras el que en ocasiones sale otra posible conjetura que da fruto a una reflexión más profunda, incluso al pormenorizado análisis de algo que nos ronda desde hace tiempo la cabeza; escribir es uno de los placeres accesibles de la vida porque para ello se necesita muy poco y la recompensa es mucha; escribir es recrear la realidad desde una silla de la misma manera que el lector se imagina el paisaje y las estancias de la novela que está leyendo. Siente uno gratitud por mucha gente y por muchas circunstancias parecidas a la suerte, por muchos compañeros de trabajo y por muchos amigos que ha ido encontrando en la literatura, pero se siente uno enormemente agradecido y afortunado al comprobar que puede gozar de la salud suficiente como para dedicarle un rato diario a estos retales de un diario.


lunes, 18 de julio de 2016

Rotundidad


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Pasamos por alto con relativa facilidad el mérito que se merece el esfuerzo artístico, máxime cuando éste es gratuito, cuando no tenemos que pagar ni un duro. El más sencillo ejemplo lo podemos encontrar en la calle, en las aceras de las zonas peatonales en las que a diario se exhiben artistas que en algunos casos parece como si nos estuviesen poniendo a prueba para ver si somos capaces de identificarlos una vez que uno comprueba el virtuosismo de su dedicación. Se pregunta uno que si éstos están así cómo serán los que tienen un puesto fijo en alguna orquesta, banda, teatro, circo o compañía, y no es difícil que de tanto en tanto le ronde a uno en la cabeza la idea de la posible especulación dentro del gremio de las artes, del nepotismo y la desigualdad de posibilidades, aquello de que quien no tienen padrino no se bautiza. Cuando termino de contemplar la actuación de un artista de la calle me siento un poco en deuda con sus horas de dedicación y un poco desplazado del resto de personas que pasan por allí, es como si me dieran ganas de pedirle a todo el mundo que aplaudiera durante unos segundos, puede que debido a mi firme creencia en que el arte nos salva, nos hace  más humanos, nos transmuta en algo más de lo que somos y aún no conocemos porque no sabemos que se encuentra en nuestro interior, nos hace mejores personas y riega nuestros cerebros con el elixir de la juventud a la que le sientan muy bien las arrugas y las ojeras y las canas y la edad y así todo seguido hasta el final. Existen también lugares, como algunos pubs con aspecto de clubs de jazz adaptados a la casi perdida bohemia de este siglo XXI, en los que puede uno regocijarse con el talento de los artistas que comparten sus actuaciones con un público al que no se le exige nada, ni si quiera que sepan interpretar lo que escuchan, que hagan un pequeño esfuerzo por concentrarse en sentir lo que entrándoles por un oído puede que merezca mucho la pena que no les salga por el otro, solicitándoles tan solo que se dejen llevar y a lo sumo que dejen como muestra de su gratitud unas monedas en el interior de un tarro de cristal que hay sobre la barra, ya que ellos, los músicos, los héroes, carecen de caché y se encuentran allí prácticamente haciendo una de esas labores sociales que tan empeñados estamos en no identificar. Anoche, mientras disfrutaba del derroche de humildad con el que un saxofonista recogía sus bártulos después de actuar en el Naima de la calle Trajano de Sevilla, volví a ser testigo de una escena que recuerda a la de aquellos bluesmen de los años cuarenta, que entre otros vendrían a llamarse Miles Davis o Jimmy Scott, limpiando sus instrumentos todavía templados para enfundarlos como si nada hubiera pasado. Ese fotograma, esa secuencia de movimientos que culminó con un levantar la mano despidiéndose de los que quedábamos admirados de la rotundidad de su sencillez llevó a un recién conocido compañero de barra a decirme: "hay que joderse, nunca encontraremos tanta música como en el interior del sigilo con el que este tío acaba de marcharse."


domingo, 17 de julio de 2016

Vidas paralelas


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Existe un mundo en el interior de cada persona, un cosmos con tantas aperturas como cierres, con tantos engranajes como flecos sueltos, un cúmulo de metáforas del que se abastece la razón para reinventarse a diario el recorrido del tren de cercanías de las veinticuatro horas, un dilema para cuya resolución a veces no es suficiente una sola vida en esta vida; cada cual se las maneja como puede para salir a flote, para sortear las dificultades y para saber disfrutar del tiempo libre sin remorderse la conciencia, sintiendo suyo el aire que respira y manteniendo la calma y el estado de conciencia activa y cargada de gratitud hacia todo aquello de lo que se goza con solo abrir los ojos, para organizarse en el día a día con la convicción de no estar haciéndole mal a nadie, para no meter la pata en el más simple de los agujeros negros de más acá del espacio, para decir esta boca es mía sin que se desmoronen los cimientos del pensamiento convirtiéndose en falsas creencias sospechosas de la marginación de la locura aquellas conjeturas de las que parecía que iba a crecer un pístilo, un pámpano, una yema, una hoja, una rama, una flor. Lo del mundo del interior de cada persona siempre me ha gustado porque es algo que nos aproxima a la determinación de nosotros mismos, a crear nuestras tablas de salvación, a conocernos algo mejor y a llegar a aproximarnos al mejor de los conceptos que de nosotros se pueda tener porque siempre he creido que ese debe ser el camino para al menos no cometer el peor y más nefasto de los engaños: el que uno se hace a sí mismo. Sería curioso que hubiera un diccionario, una recopilación, una especie de enciclopedia de mundos interiores para saber qué pensaban Joyce o kafka, Faulkner u Onetti, Cervantes o Shakespeare, Borges o Umbral, cuando estaban a solas y se comian la tostada de sus guerras interiores untada con la clorofila de la soledad regada con aguardiente, a qué secuencias de movimientos cerebrales de su imaginación recurrían para resolver una situación de angustia, desacuerdo o desidia, cómo se las apañaban para que no cesase la energía que transcurría entre sus ideas y sus obligaciones. Cada vez que paso cerca de un vagabundo me pregunto algo parecido a qué se cocerá en esas seseras melenudas y encrespadas, en esos dedos mugrientos que lían cigarrillos agrupando chustas de dudosa procedencia y escriben sobre un cartón con goterones de aceite su suplica para una limosna, en esos ojos que son el espejo de las almas cansadas que prefieren despedirse en vida, vivir muriendo no importándoles nada el presente ni el mañana. Cada clochard es un héroe, un emisario de reflejos que hay que tomarse muy en serio, ante los que hay que detenerse a pensar en los cómos y en los por qués y en los cuándos y en los puntos suspensivos que acaban en la estación de las dudas del ser humano haciendo saltar por los aires los vagones de la cordura. Cada vagabundo es un fiel representante de una vida paralela a la nuestra, de la que somos jueces y parte querámoslo o no.

sábado, 16 de julio de 2016

Por curiosidad


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Es fascinante ver tanta página escrita, tanto artículo y tanta crónica, tanta noticia y novela, tanto ejemplar en el interior del cual poder viajar sin salir de casa. A veces me paro  a pensar en la cantidad de conocimientos reunidos en una sola librería y en la facilidad con la que cientos de personas pasan junto a sus estanterías sin reparar en casi nada, o al menos en la idea de que todo aquello se encuentra allí sin darnos cuenta de que muchas de las preguntas que nos asedian tienen una posible solución a partir del momento en el que se siente cierta curiosidad por descifrar los mensajes del tesoro de los libros, además de sus analgésicas propiedades. Puede que sea una idea algo básica, algo simple, pero de cuya metafísica se extraen las conclusiones que uno mismo barrunta para sus adentros en torno al desaire y la falta de interés que mostramos por todo aquello que haya sido creado con esfuerzo y perseverancia; y pasa lo mismo en muchos otros trabajos, en todos para no engañarnos, no sólo en el del periodismo, la literatura y la investigación. Esa desgana con la que a muy pocos les da por abrir un libro para leer unas cuantas líneas o echarle un sencillo vistazo a su índice o contraportada es directamente proporcional a lo poco que nos escuchamos cuando hablamos entre nosotros, o a la muy desarrollada capacidad que tenemos para echar por tierra aludiendo a razones de un peso específico que raya lo ridículo el trabajo de alguien que ha tratado de labrarse el camino de sus aspiraciones intentando caer en la originalidad de aquello que pueda aspirar a manifestarse como auténtico. La autenticidad nos da miedo, nos abruma, y le acabamos dando la espalda porque nos hace pensar para poder entenderla y porque nos obliga a dejar de mirarnos el ombligo, el viciado ombligo de este siglo veintiuno tan cargado de grandes hermanos y de gazmoñerías de retrógrado carácter insulso e innecesario que no cesan de dejar las indelebles secuelas de la estupidez en el mapa de la piel de la conducta de las nuevas generaciones en forma de ignorancia activa. Me abruma comprobar la falta de consideración con la que hoy en día se trata la experiencia de los ancianos, el poco caso que se les hace, lo poco que nos importan sus opiniones, cuando son las fuentes que vieron más de cerca y con sus propios ojos aquello que se nos venía encima, cuando han sido los encargados de luchar para que hoy hayamos nacido con algo más de dignidad; me llama la atención que se confunda con tanta frecuencia la originalidad con lo convencional, con lo que contiene una carga de estimulación dirigida al comercio, a la compra y venta sin escrúpulos, y, como diría Pérez reverte, me quema las tripas, lo poco que se esfuerza la clase política en su totalidad a la hora de proyectar estrategias basadas en una cierta planificación intelectual de raíz filosófica con miras a desarrollar soluciones encaminadas a resolver de una vez por todas el desarraigo de convivencia global en el que nos encontramos. La sana costumbre de la interrogación, de cuestionarse uno las cosas, de creer que no todo lo obvio es evidente, anda en la cuerda floja y por eso les resulta tan fácil a los grandes capitanes someternos a la férula de su inquisición bajo la promesa de un paraíso en la tierra que lo único que ha conseguido hasta la fecha ha sido hipotecarnos en nuestra propia ceguera.

viernes, 15 de julio de 2016

Esquizofrenia

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Cuesta trabajo creer que el futuro inmediato de una pareja que celebra junto a sus hijos la conmemoración de una fiesta nacional se resuelva en el dramático y dantesco trámite de un atroprello a manos de un desaprensivo fundamentalista al volante de un trailer. Si a cualquiera de las personas que anoche festejaban en Niza el día de Francia, ese 14 de Julio tan cargado de igualdad, libertad y fraternidad, les hubieran avisado del posible riesgo de un atentado terrorista a ninguno de ellos se les hubiera pasado por la cabeza que éste fuese perpretado por un matarife que conduce un camión. La modalidad del terror se renueva, adquiere nuevas formas, salta donde menos te lo esperas, en el interior de una papelera o mientras tomas café en una terraza, en la cola del supermercado, en un rato de reposo en un balneario, dando una clase en el colegio, haciendo las cosas más cotidianas de las que se envuelve nuestro día a día y con las que no vamos más allá de nuestra pura y dura relación, de nuestro buscarnos la vida o disfrutar del tiempo libre. Parece que no bastan las máximas medidas de seguridad, los planes de refuerzo de una vigilancia intensiva en aduanas y aeropuertos, en la misma calle; parece que los estados de alarma tuvieran que empezar a aprender que no pueden fiarse ni de la más mínima posibilidad de que detrás de cada cortina, en cada balcón, a la vuelta de cada esquina o en el interior de un simple pensamiento se encontraran las posibles claves de la nueva modalidad de implantar el terror. Todo es posible, nada se descarta con tal de que cunda el pánico. Los paraísos prometidos y las medallas que a título póstumo otorgan las nocivas sustancias del dogma a mano armada nos conducen por el desfiladero de la esquizofrenia, de la irreversible pérdida de control que desemboca en la extinción de la responsabilidad como concepto inherente al ser humano. La locura aumenta como la espuma bajo un chorro de agua al que se la ha añadido jabón y empieza a salirsenos por los bordes de la conciencia, nos atrapa y acaba uno por verse no con miedo pero si ciertamente indefenso, inmerso en un cenagal de miseria humanista. Se recurre a la memoria para fomentar la guerra, para hacer daño, para sembrar la desgracia allá donde se nos meta entre ceja y ceja; se recurre a la memoria para no olvidarnos de lo desechable reciclando los materiales de batallas pasadas en productos ideológicos de última hora, en urgentes salidas al frente, en pasos adelante con los que justificar la precariedad de nuestro pensamiento. Una sociedad rencorosa es una sociedad con muy mala memoria porque cae en los errores que no puede consentirse, en la exterminación y el odio, en la barbarie y el rastro de sangre, en la carne de cañón de los inocentes, en el puzzle entre marionetas y almas a la espera. Una sociedad sin memoria es el cáncer terminal con el que puede que de una vez por todas puedan las plantas y los animales vivir a sus anchas sobre la tierra.