domingo, 24 de abril de 2016

Referentes



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Hay mentes lúcidas, ingenieros del alma, referentes sobre los cuatro puntos cardinales del savoir faire, gente que se merece la posibilidad de seguir dando de ellos mismos, por la que merece la pena apostar, fuentes del conocimiento, magos de la baraja del sentido común, ilusionistas sin los que sería muy difícil soportar el chaparrón. Hay personas que son como ese cántaro hueco del Tao por el que no cesa de pasar el aire, seres que se renuevan constantemente y a la vera de los cuales son más fáciles los sueños, las ideas y hasta la sonrisa. En una sociedad tan tóxica como la nuestra es de agradecer tener cerca a alguien cuyos razonamientos gocen de ese tipo de salud mental que mezcla creatividad y proyección, autoestima sin arrogancias ni narcisismos, personas que comparten lo que saben y saben escuchar, piezas básicas para el rompecabezas de la estabilidad profesional de los equipos que no se quieren quedar anclados en el siglo pasado por agua de las tinieblas de la mediocridad y el nepotismo, maestros del análisis y faros que conducen al barco del diseño de los planes estratégicos hacia el puerto del entusiasmo por querer saber más y mejor. Coherencia, precisión, previsión, plan, avance, progreso, humildad, relación, humanismo, liderazgo, felicidad, consciencia del valor de las cosas. Esa materia inerte que emiten esas personas a las que me refiero es un estado de ánimo que se puede aprender a partir del momento en el que uno se da cuenta de la importancia de sentirse vivo, de no dramatizar tirando balones fuera, de creer en las personas, de sentirse a gusto trabajando en pedagógica armonía, de darle preponderancia a lo realmente importante fijándose en los detalles que le ponen la guinda al pavo, detalles que marcan la diferencia y que siempre parten de la base de unos buenos cimientos construidos con paciencia y perseverancia, con años de trabajo y de reflexión, y de los que se desprende una sacudida de vitalidad que se alimenta del aire que se respira en común. Si abrimos bien los ojos es fácil que en medio de todo el barullo y la maraña de la discordia sin pies ni cabeza reinante encontremos a alguien con estas características, dispuesto a ayudarnos a crecer, a ser nosotros mismos y no la fraudulenta imitación de un ego perdido por los caminos del comercio. A veces esto sucede en la literatura, este encontronazo con visos de enamoramiento, o en la columna de un periódico, o en el trato fortuito durante unos minutos al azar cualquier día del año; a veces es alguien que lleva mucho tiempo con nosotros y a quien no le habíamos prestado la suficiente atención. Gracias a ellos, a su existencia, uno puede pensar que son posibles el arte y las sensaciones verdaderas, que existe la esperanza y la recompensa, que puede salvarse el corazón de una inmerecida podredumbre de latir y que el sol de cada mañana es una más de las firmes pruebas de que tenemos la vida por delante para compartirla con quienes nos enriquecen; puede uno darse cuenta de que andamos un poco ciegos y de que la saturación de ramplonería y de miedo y de soberbia es una constante enseñanza de la que salir reforzado.

viernes, 22 de abril de 2016

Vivir y dejar vivir



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No hay peor receta para la recaída en la sinrazón del aletargamiento del alma y del aliento que dejarse llevar por las inclinaciones conservadoras cuyo único objetivo se resume en un cínico vagabundear sin mirar para otro lado, por el miedo y por la incertidumbre que frena todo empuje al que pueda acceder la valentía personal del pensamiento. Nuestra autonomía como seres sociales se ve mermada por el hecho de la autocomplacencia que promete mejores resultados haciendo lo mismo, cosa que la aproxima a la locura, y por el estado de confort que una vez alcanzado nos ciega y deja seca la planta del incentivo a crecer mirando hacia delante. De todo un poco y  ya sé que es muy difícil; de todo un poco pero cada vez menos nosotros mismos. Se confunde hoy en día el diálogo con la improvisación dialéctica de medio pelo y el análisis con la crítica; andamos muy tensos, muy susceptibles, muy poco preparados para el proyecto de la humanidad, tan poco que nos estamos enterrando en vida dejando que pase el tiempo y dedicando el poco del que disponemos, después de malgastarlo en pensar todo lo que no nos conduce nada más que a darle vueltas a las mismas cosas absurdas mediante el mecanismo del molino de viento de la discordia como deporte nacional, del no escucharnos y de solo pretender oír/escuchar aquello que queremos y que nos aporta el suficiente calorcillo banal como para echarnos a dormir y el que venga detrás que arreé, a hipotecarnos en la caverna vital de una serie de estímulos que nos conducen por las vías de lo falsamente lúdico. La necesidad de tener razón es signo de una mente vulgar, nos recuerda a menudo Albert Camus; otras muchas veces esos decididos ataques en busca de una compensación son la más firme prueba de no tener nada que hacer, de no tener razón lo mires por donde lo mires, según Victor Hugo. De par en par abiertas las ventanas de los días que pasan, y cada vez más cerrado el círculo de la posibilidad de hacer entrar en razón al Homo de a pie que viste y calza, quien más y quien menos anda ya un poco harto, pero el corazón sigue ahí, dando señales de vida, latiendo con su motor Diesel a prueba de bombas. Hay que ver lo que aguanta un corazón, lo que soporta, lo que se ve obligado a tragar, la de veces que se muere de aburrimiento, y de pena, y de siempre la misma martingala. Con todo lo que hay, con todo lo que tenemos, y no hay manera de salir del túnel de la eterna insatisfacción ni del juego de naipes de los ombligos. Por más que uno lo piense, por más que uno trate de hacer algo, siempre se topa con la incompetencia de los egos, con las cuentas corrientes de la indulgencia, con la sobredosis de arrogancia que no deja títere con cabeza. Afortunados aquellos que lo puedan contar sin caer en la trampa del demonio que tan poco sabe sobre las posibilidades de aquellos seres humanos que tienen conciencia de la fortuna de haber nacido para vivir y dejar vivir. 

miércoles, 20 de abril de 2016

La magia de los libreros

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Paseo entre las estanterías de una de esas librerías que parecen supermercados del libro, y que a mi me gustan, porque me gustan todas las librerías tanto como para quedarme a vivir en una de ellas olvidándome del resto del mundo, y caigo siempre en la misma idea de la abundancia, del o de los océanos de conocimiento que tenemos a nuestra disposición, de la inabarcable variedad de materias y de voces, de firmas y de proyectos, de datos, imágenes, historias, detalles escritos, proverbios de la sabiduría de todos los tiempos, y en lo poco que usamos todo ello de forma coherente y en beneficio de la comunidad. Me da coraje pensar que el hábito por mirar entre las páginas de un libro, tan sólo por curiosidad, está empezando a formar parte de unos cuantos bichos raros de esos que encuentran en esta búsqueda de la pista perdida su reconfortante aspiración a salvarse en vida de la merienda de negros que se apodera de la realidad. Una de las cosas más agradables de vivir en una librería es el trato directo y bien documentado por parte de los empleados de ésta. Hoy en día es cada vez más fácil encontrar a jóvenes licenciados en alguna carrera de letras que se encuentran trabajando en una librería, seguramente a cambio de un ridículo sueldo, y haciendo una encomiable labor para con la difusión de la cultura y de las buenas compras del blanco sobre negro. Hay algo de continua investigación en la cara de los libreros, de carrera de fondo de los anaqueles de sus memorias, de orden de estantes y de catálogos repletos de novedades que habrá que colocar en algún lado, hay un misterio de asignatura pendiente y de lectura programada, un halo de lucidez acomodada en la tranquilidad que da el saber que no se sabe nada, hay algo mágico en algunas de las personas que se dedican a vender libros, como si ellos fueran enteramente conscientes de la importancia y repercusión de su gesto al abrir cada mañana la carabina o el cierre de su librería. A mí, que me gusta mucho ver como la gente hace su trabajo, sea el que sea, me resulta especialmente atractivo contemplar cómo trabaja un librero; hubo una época en la que estuve a punto de serlo, en una librería en la que el nivel necesario era el de un camarero aficionado a la literatura y un poco harto de su oficio. Poco después, y a medida que han ido transcurriendo los años, me he ido dando cuenta de la dificultad que entraña hacer bien ese trabajo, y tal vez por eso, por la paciencia y la perseverancia que hay que tener para ser un buen librero, cada vez que me siento bien atendido en una librería no dejo de pensar que estos seres forman parte de un orden perfecto ocupando el lugar, ejerciendo el papel, de una especie de ángeles de la guarda que nos abren las ventanas de nuevos mundos con los que resistir las desavenencias de este  pabellón psiquiátrico llamado planeta tierra.

lunes, 18 de abril de 2016

Apuntes de un diario


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Escribir es ordenar el pensamiento, hacerlo revolotear hasta dar con la clave del punto y coma, de esa infinitud de metáforas algunas de las cuales uno no se atreve a poner negro sobre blanco porque no, como si un sexto sentido me orientara a no abusar de la desproporción que acaba en incongruencia; vuelvo a pensar, vuelvo a querer hacerme entender, a querer decir algo con el más mínimo estricto sentido de coherencia que le de respaldo a mis manifestaciones, a lo que pulula por la mente de uno mientras pasea y ve y trata de observar manteniendo en la medida de lo posible la capacidad de asombro intacta; un retorno, un eterno retorno a lo mismo, intentándolo de otra manera o de la misma, la parte literaria del mito de Sísifo, la piedra que rueda montaña abajo y se vuelve a empujar, ese ciclo vegetativo del ir y venir entre buenas y malas noticias, entre frustraciones y alegrías, entre decepciones y recompensas, entre chaparrones y puestas de sol que lo inundan todo con su luz menguante y tranquilizadora. Sería imposible sin la letra escrita, me digo, casi una locura, una fuente sin salida, un tren expreso al que le revienta la caldera, un ton sin son que sustente el soniquete de una melodía que se propone ser alentadora. Otra vuelta de tuerca, otro volver a empezar en compañía de los libros, del estímulo de la cerveza como piedra de toque, como punto de partida de la contemplación a la que le sigue una siesta que rinde honor a los efectos del lúpulo y su Morfeo; otro arroparse en el calor de la literatura, en el sabor a página impresa de Marcel Proust y de Muñoz Molina. La ciudad se difumina entre sus fiestas, entre sus farolillos y su albero, entre sus casetas de gente entusiasta y chovinista y su tender la ropa a deshoras, entre fantasmas y fantoches que amanecen beodos y sin rumbo más allá del real de la feria, y yo casi me pierdo en un calendario al que se le escapan por las costuras las fechas de devolución de la biblioteca, cada loco con su tema; y es que uno no puede estar en todo sin dejar de estar en uno mismo, en Jauja o en Babia, en la Musarañas o en el país del desinterés, en esa forma tan cobarde y tan subalterna de no querer saber nada de nada ni de nadie que acaba pasando factura. Mucho trabajo. Hoy me ha dejado tieso, helado, compungido, indefenso, moribundo, triste, pobre, no yo, sin aliento, una sanción por la que no sé hasta cuándo no podré volver a sacar un libro en préstamo de ninguna de las bibliotecas de Andalucia; con lo que uno ha sido y verse ahora en éstas; habrá que comprarlos, no hay mal que por bien no venga ni que cien años dure; Sevilla es una ciudad en la que se goza del beneplácito de disponer de buenas librerías, de viejo y de esas que parecen supermercados, con polvo y con brillo, de segunda mano y con todas las novedades disponibles al instante. Hay voces a las que hay que escuchar, hay voces que te dicen dos cosas y esas dos cosas son importantes, hay voces, una voz, que me ha recordado que llevaba muchos días sin escribir y eso se merece un volver a empezar en esta entrada en forma de retazos de un diario. Siempre hay un ángel de la guarda que nos mira por encima del hombro lo que escribimos cuando no escribimos, un ser que no somos nosotros ni está en nosotros, y eso es una bellísima manera de demostrar la amistad.