martes, 27 de junio de 2017

El mapa de un relato


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Escucho a Passenger; necesito de ese ritmo, de esa voz como salida de la cueva del melodioso quejido de la armonía, para acompañar la pulsión de la escritura. Miro a mi alrededor y contemplo los objetos que desde hace mucho tiempo me acompañan como no queriéndose desprender de su papel de camaradas fieles a mi deambular de un lugar a otro. El placer de mirar es el placer de sentirse vivo. Vine a Sevilla hace ahora algo más de tres años trayendo conmigo a penas un par de lecturas imprescindibles; hoy gozo de una pequeña biblioteca hecha a base de las visitas que le dedico a las librerías de saldo en las que tanto me gusta perderme y dejarme sorprender por el encuentro con los libros que parece que están esperándolo a uno. Sucede con muchos libros lo que pasa con los mejores regalos, que no hay que ir en busca de ellos porque hay una inercia mágica encargada de toparnos con su presencia en el instante menos pensado. El pasado se representa en las cosas que se nos han ido pegando al cuerpo de la misma manera que el futuro está en las imágenes que nos acompañan en la imaginación del propósito; somos lo que hacemos, somos lo que comemos, y somos lo que leemos y lo que no leemos. Tengo una idea que me persigue y a la que le ha llegado el momento, de una vez por todas, ese momento de romper a escribir sustentado por la vocación y por el aliento de algunos amigos. Mirar el cúmulo de notas que he ido archivando en mi Moleskine roja es como echar una mirada a uno de esos perfectos desordenes en los que uno nada como pez en el agua, con la emoción anticipada de darle forma al conglomerado, al amasijo de trazos algunos de ellos ilegibles,  con la caligrafía rauda del fogonazo, del destello a lo James Joyce. Sucede a veces que se pone uno a escribir sobre un esquema predeterminado, sobre un guión establecido para querer contar algo, y después cualquiera de los apuntes realizados acaba siendo la punta de lanza y el punto de fuga de otra cosa que andaba ahí agazapada esperando su turno. Sé que corro el riesgo de empezar haciendo algo que termine en lo no pensado, que el relieve de algunos pensamientos se amolde a unas nuevas directrices a las que no poder decir que no, pero es esa una de las sensaciones que más placer me producen, la de saber que hay un hilo que lo conecta todo de la misma manera que se conectan unas lecturas con otras a pesar de pertenecer a épocas y autores que nada tengan que ver entre si, como en una rayuela pintada sobre los ejes de la literatura que a cada paso nos introdujese en el interior de una nueva caja china, como si el estímulo vital de la creatividad se sustentase por la infinita tendencia de los cuentos de Las mil y una noche. Todos somos un poco de todo y un poco Sherezade, hilvanando secuencias de la memoria con detalles del presente y con pinceladas de una fuerza emanada del deseo. Me pregunto cuánto hay sin escribir en lo ya escrito, cuántas diferentes historias se les han ido pasando por la cabeza a los escritores a los que admiro al mismo tiempo que iban esparciendo los garbanzos de su Pulgarcito interior sobre el mapa de sus relatos.

lunes, 12 de junio de 2017

Entre unas cosas y otras

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 Entre la esdrújula y la llana y la armonía de las tónicas,
entre las acentuadas sílabas por la ironía del Esperpento, 
entre los instrumentos de la poesía y sus claves  filarmónicas,
entre los Romanticismo y Barroco historiados en sonetos.

Entre el hiato y el guión, el punto, la tilde y el diptongo,
entre el fotomatón de las comillas y la linde de la coma, 
entre la carcoma amarilla de los ripios que no escondo,
entre los aforismos y prólogos de aquellos que razonan.

Entre la rima y el poema, el alejandrino y el esbozo,
entre el alborozo consentido por la huida de la métrica,
entre la fonética y la nodriza que consuela sus sollozos,
entre la huella del destrozo en las traducciones poliédricas. 

Entre la literatura y el idioma, la lengua, la jerga y el dialecto,
entre la hache que mengua por be, por silencio o por descuido,
entre los latidos que a la voz los ritmos le conceden una tregua,
entre la novela y mi afición por esconderme en lo que escribo.

Entre la palabra justa y  precisa y su plural sentido y perfumado,
entre el vocablo que a penas atisba lo que  había uno barruntado,
entre el cuento y la viñeta, la columna, el relato corto y el dictado,
entre el hojear de los periódicos por el que me siento acompañado.

Entre los renglones y las bellas metáforas y los epítetos inquietos,
entre el esqueleto de la anáfora y el andén de la cursi metonimia,
entre la magia y la sutil alquimia del ordenado edén del alfabeto,
en el manifiesto del cantado romance no alcanzado por la envidia.

Entre el capítulo y la estrofa y los fragmentos y los párrafos,
entre los bolígrafos de la caligrafía del cabal ensayo filosófico,
entre los apócrifos y los hiperbatons que se saltan los semáforos,
entre los sinónimos y la descriptiva crónica de las culturas del trópico.

Entre el abecedario y su de cinco reparto salpicado de vocales,
entre las signaléctica que concreta el fluir del sabio diccionario,
entre el rosario de poéticos golpes en las mesas de los bares,
entre lo que uno no sabe que aún queda en su mundo imaginario.

Entre unas cosas y otras...





Miedo


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Miedo a que descarrile el tren de la coherencia, a que la sustanciosa indolencia de quienes comen y callan siga abrazándose a los mástiles de la igualdad como tapadera; miedo  a  que nunca me dé por esperar las flores de la transparencia que devienen de un tránsito inhóspito; miedo a la muerte en el momento en el que aún me quede algo que decir, aunque solo sea decir que tengo miedo, miedo con mayúsculas una detrás de otra;  miedo a la libertad atrincherada en el redil de la mascarada, al fino hilo que separa la confianza de la acusación sin pelos en la lengua, retraída y maltratada por las serpientes de la buena o mala conciencia según se mire; miedo a ser el preso de Caín, a estorbarme a mí mismo en la travesía del desierto, a no encontrarme ni vivo ni muerto por mucho que me busque en el álbum de fotos de lo que quede de mi ausencia, a olvidarme de mi sombra y a que me enchironen en un desguace; miedo a perder la libertad, a envejecer sin dignidad, a no ser capaz de atarme los cordones; miedo a las cartas del fiscal de los malos recuerdos, al infierno que supone permanecer a solas con la parca dándome la luz del día; miedo al atronador silencio con el que soñar se pueda entre las cuatro paredes de una chabola; miedo a la orquesta que desafine en el altavoz de mis paseos, a los ángeles dispersos por las dunas del Paris-Dakar de los cobardes, a los precipicios de los que no se salva uno ni por la campana, te pongas como te pongas y ahí de ti si no sabes decir que no; miedo a la brisa contaminada por los cianuros de los rencores y de los sinsabores de la almohada, a las tablets que se enchufan y en su de cibernético anzuelo chupada atrofian parte de los músculos del cerebro; miedo al trapicheo y al rifirrafe, a las lunas menguantes, al amargo sabor con el que muchas veces va uno a clase. Miedo a no querer saber nada de nadie, a camuflarme en un seto de futilidades;  miedo a que Bye Bye le diga la sangre al paseo de las Delicias del corazón, a que se me antoje como mejor lo que es nefasto, al infarto de miocardio de cuanto admiro; miedo a enmudecer por desidia, a pasarme de la raya dándomelas de listo, a no dar la talla ante quienes esperan algo de mí. Miedo a las manzanas con gusanos, a los dados que tientan a la mala suerte, al juego del escondite como modus vivendi, a cuestionarme por un momento qué estamos haciendo aquí; miedo al disfraz de presidiario y a los telediarios que mienten más que cagan, a los huracanes del diablo, a las controversias de las que siempre sale uno mal parado; miedo a eso que llaman destino y que de tanto escucharlo joder va uno y se dice qué pasa con ésto; miedo a todo lo que dándose por supuesto acaba en fracaso, y además y como propina con una buena dosis de indiferencia, porque en ella se encuentra el germen de los violentos cerrazones en banda y aislamientos; miedo a estar más sordo que una tapia, a saltar con paracaídas desde el helicóptero de la patrulla salvavidas de la mafia; miedo a verme de patitas en la calle, a tener que hacer de mi capa un sayo cuando las inclemencias sean insoportables. Miedo a la manía persecutoria, a la montaña rusa de mi subir y bajar al más puro estilo Tántalo, perdido, confundido, equivocado, nauseabundo de un lado a otro bajo una monocorde insinuación de estado de tedio. Miedo a que nos invadan las ratas, a que se quede en celofán de radiografía la caligrafía de mis humildes intenciones. Miedo a la rutina que me desespere, a las algarabías de los ruiseñores con una pluma en la otra mano, a lo que tenga que pasar para darnos cuenta de nuestra incompetencia y que yo lo viva; miedo al intrusismo de los chivatos, a los malos ratos que no pasen de eso, a lo que una vez nacido se desangre por los huesos, a todo a lo que pueda tenerle uno miedo cagándose las patas abajo; miedo , y ahí lo dejamos. 


sábado, 3 de junio de 2017

Palabras no leídas



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A los alumnos de la E.H.S, en los que me miro a diario.

Existe en esta profesión algo más importante que lo meramente profesional, algo que trasciende a la dinámica y al método, a la estrategia y al rigor, a la disciplina y a la consecución de los resultados, al protagonismo del sueldo que recibimos, algo con lo que se sacude el polvo de los rincones del alma de quienes hemos nacido para reyes trabajando por dinero, algo parecido a un código de barras con el que se vive al mismo tiempo que uno siente que la sangre le corre por las venas, algo con lo que adquirir conciencia de la fortuna que supone irnos a descansar convencidos de que hemos hecho lo posible por que continúe la tierra girando sobre su imaginario eje, sosteniéndolo con la fuerza y el impulso de nuestra vital creatividad; eso a lo que me refiero, queridos compañeros, es la vocación. La vocación, estimados colegas de recién estrenada graduación, es algo parecido a una canción de primavera, es el descubrimiento de la certeza de tener los pies en el suelo, es ese gran privilegio que consiste en saber a dónde tiene que ir uno cada mañana, es una lista de espera de todo lo que hay que ir aprendiendo y en la que conviene saber aguardar en esta convulsa etapa de la historia tan dada a las prisas y a un absurdo querer llegar lejos sin saber a dónde vamos; la vocación es una sensación de plenitud en la que una vez instalados nos pertenecemos a nosotros mismos queriéndonos compartir con los demás repartiendo el confort que emana de nuestro saber hacer, dejando así el rastro de nuestra participación formando un clima favorable para la convivencia; y todo eso llevado a cabo por los caminos de la gratitud hacia la existencia que nos ha tocado, a pesar del cúmulo de callos que acabemos teniendo en los pies, al margen de los tatuajes en forma de quemadura que acabemos teniendo en las manos, es el alimento, el germen, la consigna, la aportación, la semilla tras la que deviene el fruto de la realización personal con la que humildemente poder decir que nos sentimos contentos con la vida que tenemos y que llevamos. La vocación es el inicio del descubrimiento del ojalá llegar a ser lo que somos a partir del cual el campo se abona a favor de la continuidad y del desarrollo de cuanto nos traigamos entre manos, es como ese bloque de mármol en el que Rafael aseguraba que se encontraba ya la figura que había soñado, es percibir que con un poco de empeño nunca caeremos en el agujero negro del aburrimiento ni en el tedio de las odiosas comparaciones,  ni en el infierno que suponen las malas influencias que lo único que hacen es separarnos de lo que siempre habíamos deseado. La vocación es un tren de cercanías que nos permite rodar por los raíles del día a día con la tranquilidad necesaria para estar seguros de que enderezaremos los entuertos que el presente se vaya encargando de ponernos en el camino, deslizándonos sobre las ensoñaciones del porvenir a base de seguirle los pasos a esa infinita línea de puntos suspensivos en la que consiste nuestro crecimiento como personas, convenciéndonos de que hay que seguir dándole de comer al razonamiento para mantenernos firmes en nuestra convicción de que es así y no de otra manera como poder serle fieles al sentimiento que, por hache o por bé, nos ha llevado a ejercer el papel de servidores. No hay nada que me reporte mayor orgullo y satisfacción que ver cómo los gestos de la dedicación de este oficio van instalándose en los jóvenes con los que comparto el escenario del Teatro de los Sueños de la calle Zaragoza. A veces pienso que son tantas las circunstancias de la vida que pueden deteriorar el fluir de lo que han elegido, que cruzo los dedos y rezo para que nunca llegue el día en el que se les pase por la cabeza tirar la toalla. Queridos alumnos, nunca dejéis que os impidan galopar ni los ladridos de los perros ni la quijada de Caín, no os permitáis coquetear con las gaviotas del destierro del afán que os pertenece, porque en él se encuentra la libertad de vuestra sonrisa y la felicidad que vuestro futuro se merece.

Sevilla, 2 de Junio de 2017.