sábado, 29 de noviembre de 2014

Todo se vende



Comienzan en estos días a ostentar las zonas comerciales ese delator aspecto de que todo se vende, de que todo se encuentra disponible para que aquel que venga con la suficiente cantidad de dinero se lo lleve y se vaya tan contento. Tener y comprar, dos caras de una misma moneda. Tener y no saber para qué, sólo que cuanto más se tenga más tranquilo se encuentra uno, más cosas hechas parece que ha dejado, como si de una imperiosa obligación a cumplir se tratara. Recuerdo haber tenido una novia que me dejó el día en el que no pudo soportar más que yo tuviera tan pocas cosas. No deja uno de sorprenderse de lo enrevesada que es la naturaleza humana, de lo fácil que es engañar a un hombre, de lo fácil que es comprarlo y venderle cualquier objeto o cacharro. Me sorprende, y me da un poco de miedo, la habilidad con la que las firmas comerciales se inventan necesidades fundadas en absurdos hábitos que acaban haciéndonos la vida menos creativa y más sedentaria, más carente del sentido de la dinámica de lo que supone un día a día bien aprovechado haciendo uso de nuestras facultades y de nuestra capacidad de aprender por nosotros mismos. Los escaparates que hasta hace poco dudaban en el colorido ahora no vacilan en incorporar el rojo a su la composición cromática de sus exposiciones. Todo luce como nuevo aunque no lo sea, aunque algunos de los artículos expuestos pertenezcan a un excedente, probablemente ocasionado por el descenso en el ritmo habitual de venta durante el resto del año, producido tanto por la crisis como por ese curioso boom de establecimientos recién abiertos, la competencia, inaugurados nadie sabe con el dinero de quién. Cada vez que paso cerca de una de esas superficies, como El Corte Inglés, que tanto me aburren y a las que no entro a no ser por obligación, pienso en lo mismo: en lo marcado que nos tienen el camino del consumo, en el trauma que puede suponer para muchas personas no poder hacer lo mismo que casi todo el mundo gastándose parte de su sueldo en regalos muchos de los cuales corren el riesgo de ni siquiera llegar a utilizarse. San Valentín y Los Reyes Magos; el día del Padre y de la Madre; Papá Noel y Hallowen; Los cambios de temporada y las incitantes Rebajas; la sempiterna tentación a la que se ve sometida la masa en este mundo loco y sin piedad. Escribo sobre esto ahora que cada mañana veo cómo crece el decorado del centro de Sevilla en base a la cercanía de la Navidad, ahora que se ha anunciado que en buena parte del mes de Diciembre no habrá línea de tranvía desde la Plaza Nueva hasta la Puerta de Jerez debido a la gran transito de peatones por esta zona, ahora que todo empieza a oler a papel de envolver y a caja registradoras, a azafatas perfumadas y a vendedores mal informados, ahora que llega la otra parte, la menos romántica de las partes de las arquitecturas del otoño.

jueves, 27 de noviembre de 2014

¿y el equilibrio?




El tiempo, que es de una materia etérea que todo el mundo sueña, aspira, tocar, se desvanece como por arte de magia, seguramente, y nadie logra escapar de las garras de la incertidumbre. Pasa la vida, vuelvo a decir; pasa la vida y no salimos de los mismos axiomas que desacreditan a un conocido, por envidia, por la rabia que produce que al prójimo le vayan bien las cosas, y también por afición a no dejar títere inocente con cabeza, camuflando la admiración que uno podría llegar a reprocharse hacia cualquiera de quien no se esté dispuesto a pensar lo contrario una vez que hogaño fue dicho a voz en cuello que era un hijo de tal. A lo hecho pecho y a lo dicho un par de huevos, aunque uno sepa que va por mal camino, que un hombre es un hombre y las palabras, aunque se las lleve el viento, tienen su cosa para esto de la cizaña. El tiempo, la conciencia y las ganas de escribir, me hacen ponerme así, un poco pesado y maloliente, un poco discapacitado para la excitación de las modas y la aprobación de los escaparates, un poco mosca cojonera y talón de Aquiles de la ramplonería burguesa y acomodada en la modorra criticona de barriga cervecera y corbata estampada de un mal gusto que tira de espaldas; pero ya se sabe que este tipo de males se pasan rápido. Unos usan un par de horas de lectura para apaciguar los malos pensamientos, otros sueldan su morro a una botella, y a mi me ha dado por sentarme al teclado, que es el sitio mejor que se me ocurre para desvencijar en palabras esta apacible y gris tarde de otoño, de un otoño alegre y maldito contemplado por las nubes, de un mes de Noviembre acurrucado como un gato soñoliento. Un grupo de jóvenes protesta a las puertas de la universidad, con razón y con orgullo, con sentimiento de progreso y prosperidad, con afán de cambiar las cosas para bien; otros compañeros suyos fuman y contemplan la racionalidad desde el balcón de sus caladas a pitillos de has liados en forma de trompeta. Siempre ha sido un poco así, unos tanto y otros tan poco, luego también ha sido un poco así: todos protestan por algo, unos por lo que quieren y otros por no saber lo que quieren. ¿Y el equilibrio, dónde está el equilibrio? Mire usted, caballero, sin caballo, el equilibrio ha salido de paseo después de haber leído unos cuantos poemas de Baudelaire, para pensárselo dos veces, para descansar un rato, porque se encuentra harto de sentirse tan mal utilizado por la razón de los hombres, que parece andar en la cuerda floja, a ver si me entiende, y aún no ha resuelto el dilema de si seguir o no entre nosotros hasta que no hable con Cortázar. Bueno, entonces habrá que esperar. Pues figúrese como estoy yo, de los nervios.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Como la luz que viene




Lo primero que me he propuesto hacer esta mañana, y he acabado haciendo, ha sido acercarme a la librería de la Alameda de Hércules La extravagante, que tiene aspecto de haber sido inaugurada hace poco tiempo, en la que parece como si las diferentes secciones en las que se divide su espacio aún no hubieran encontrado su sitio dentro del local, una librería en la que se nota cómo los chicos que en ella trabajan, inmiscuidos en los pormenores de los inicios, tienen sus ciertas dudas sobre qué y qué no hacer con cuanto cae en sus manos: esa característica inquietud de quienes comienzan y lo quieren hacer todo muy bien, ya sea con la colocación de los libros o con la responsabilidad de organizar los pedidos, con las consultas al ordenador o con la información que le dan a los clientes, con la disposición de los carteles o con lo alternativas que resultan algunas de las propuestas que en esta librería se pueden encontrar. He ido allí para preguntar si tenían definitivamente ya como la sombra que se va, la nueva novela de Antonio Muñoz Molina, después de justamente ayer haber preguntado por dicha obra. Impaciencias de lector propias de esa costumbre no carente de fetichismo que consiste en ver cómo el librero abre el paquete en el que él mismo ha recibido un pedido dentro del cual se encuentra lo que tú andas buscando; pero no ha sido así, no les ha llegado el pedido, no he podido palpar el papel impreso ni la cubierta brillante en la que aparece el difuminado semblante de James Earl Ray entre el cartel de un hotel y el número de una placa identificativa posiblemente de su paso por prisión. Entonces, después de tomar café en el Píola y leer un rato el periódico además de contemplar la belleza de uno de mis amores platónicos, me he dirigido hacía El gusanito lector, librería de la calle Feria en la que hace ahora casi diez años compré mi primer Jinete polaco, impulsado por el romanticismo de rememorar aquella experiencia en esta otra que supone la buena nueva, la nueva entrega, el acontecimiento. He esperado unos minutos, repasando las novedades recién puestas en el escaparate, yendo de un estante a otro escuchando cómo la señora que me estaba atendiendo, una atractiva librera entrada en años que ejerce una juventud cargada de aires estudiantiles, no dejaba de insistir en lo importante que es el orden en un lugar tan pequeño como aquel, hojeando ejemplares intactos, tocando cubiertas resplandecientes, leyendo contraportadas y solapas, mientras la elegante y meticulosa librera desempaquetaba unos bultos en los que supuestamente podrían encontrarse los ejemplares de la nueva obra. No ha sido así, tampoco aquí; había que continuar intentándolo, la cuestión era no rendirse. Acto seguido y sin pensármelo dos veces, guiado por un fogonazo de lucidez tras haberme acordado del joven poeta Alberto Guillén, he salido disparado camino de Un gato en bicicleta, otra librería situada muy cerca de la plaza de la Encarnación, justo en la calle Regina; allí asistí a la presentación del primer libro de poemas de Alberto, Avanti con la guaracha, en ese encantador lugar en el que los noveles tienen cabida para darse a conocer, en el que hay siempre un hueco para las mentes inquietas, pero parecía como si algo me estuviera diciendo que lo mejor que podía hacer por ahora era dedicarme a leer el Madame Bovary, Flaubert por la vena, que tengo preparado en la mesita de noche, o ese inconmensurable  Un ser de lejanías de Francisco Umbral que hace días ocupa parte del espacio de mi mochila, ya que en este último sitio no trabajan con novedades, y hacen bien; las van pidiendo poco a poco y en función de la demanda. Hubiera sido mucho más fácil ir directamente a una de esas grandes superficies, llámense Fnac o casa del libro, en las que a decenas se encuentran todas las novedades desde el primer día, pero me he negado. Mañana será otro día para preguntarle de nuevo a esa atractiva librera entrada en años, a la que ya le tengo imaginado un nombre, por la nueva novela de Muñoz Molina, y puede que tal vez esta noche sueñe con que soy uno de los alumnos de la clase en la que comienza la novela de Flaubert, que tampoco está mal, hasta convertirme en ese médico que acaba enamorándose de Enma.

martes, 25 de noviembre de 2014

Formar parte





Dentro de esta burbuja infranqueable, de la que tanto trabajo cuesta salir, nos encontramos quienes no tenemos otra alternativa, quienes estamos al otro lado, la mayoría. La minoría la forman los que han diseñado el plan, esos tipos desconocidos que usan a la perfección a las marionetas del gobierno, esos que quién sabe si se reúnen en una especie de logia o en conciliábulos obscenos cuyas premisas son ir más allá, más lejos en el desastre sin querer darse cuenta, sin percatarse de la inminencia del derrumbamiento tanto de los valores como de la especie, de todo. Una de las penas que más empiezo a sentir es que no me cuesta trabajo alguno ponerme a escribir sobre esto, como si fuera la piedra angular de mis pensamientos, como si siempre tuviera que recurrir a este estado de indignación para pasármelo bien delante del papel en blanco. Muchas veces, mientras me ducho o friego los platos, mientras quito el polvo de los alféizares de las ventanas o cambio las sábanas de mi cama, mientras ordeno mi cuarto, suelen venirme ideas en torno a las que escribir algo en este espacio, en estos peces de hielo que aún permanecen intactos, no derretidos. Pero con frecuencia acabo sucumbiendo y dejándome llevar por un poco de lo mismo, por lo que, como decía José Saramago, comienza a oler a comida recalentada. Siempre contra viento y marea, siempre en dirección contraria a esos ejecutores, a esos señores a los que les da igual por donde salga el sol; siempre en la misma tesitura, en el mismo aburrimiento, en el mismo tedio, en el mismo odio que raya la impaciencia. Va empezando ya uno a sentirse harto de tanta reincidencia, pero es que sólo con el hecho de salir a la calle empiezan ya a sobrar los motivos; sólo con abrir los ojos y agudizar el oído es latente el desencanto, el desencuentro entre lo que iba a ser y la mierda que ha sido. Por poco que uno preste atención comprobará cómo en una llamada telefónica lo que trata de pedirse es un crédito; por poco que se abran los ojos se contemplará cómo las miradas de los seres que pueblan la calle rozan el desafío; por poco que uno tenga sus sentidos alerta se dará cuenta de que es mentira la engañifa de noticias mal contadas bajo el influjo del interés; por poco que uno quiera interesarse en ver cómo está la situación sentirá un estado cercano a la náusea tras sintonizar un par de emisoras de radio o tras hojear dos periódicos distintos, encontrando en ellos tanto el rastro de la desconfianza como el velo del comercio con las verdades a medias y las presunciones de inocencia. Hace poco asistíamos al cansancio de Muñoz Molina diciendo en uno de sus escritos en un instante que ya estaba harto de lo mismo, del contagio que unos a otros nos transmitíamos con esto de darle vueltas al descontento generalizado, y es verdad. Es así. Decía Pablo Neruda que el poeta tiene cierta tendencia a alejarse de la realidad viva, actual, viviente, aunque envidiara la condición de los novelistas que se acercaban mucho al suceso real; pero claro, Neruda se refería a García Márquez y a su realismo mágico, a esa forma de contar historias basadas en la realidad, en la vida misma, en lo que nos sucede, enfrascándolas del perfume de los sueños, para lo bueno y para lo malo, que nada tiene que ver con esta enfermedad de caer continuamente en la fatídica piedra del desengaño de unas circunstancias de las que, entre otras cosas, uno forma parte.

domingo, 23 de noviembre de 2014

El hombre orquesta



El hombre orquesta cada tarde se sienta en un rincón de la avenida de la Constitución de Sevilla, abre la funda de su guitarra y casi sin mirar a nadie y con una especie de susurro comienza a entonar los versos con los que inicia la primera de las piezas que conforman la letanía de canciones elegidas para la sesión. El hombre orquesta es un señor que usa gafas y lleva ese tipo de gorra con la que visten los bohemios, los seres que han ido y han vuelto y han vuelto a ir y a venir insistentemente al mismo sitio con la presunción de no haber descubierto todo lo que la naturaleza de las calles encierra. A veces pasan días enteros sin que la posición del hombre orquesta cambie, siempre en el mismo lugar y en la misma postura durante siglos enteros que van desde las cinco a las ocho o las nueve, con su botella de cerveza y con su tubo metálico y con su bandolera y con su armónica, con sus púas y con sus uñas de bluesman, con su amplificador y con su carrito cargado de cedés en los que pueden ser escuchadas sus mejores versiones, sus preferidas, sus fetiches, sus argumentos para haberse mantenido durante tantos años en la brecha y en la cuerda, en la calle y en el bar, en la Carbonería que fue el primer sitio en el que yo vi al hombre orquesta hace ya casi veinte años convertido en un Rory Gallagher. El hombre orquesta toca una detrás de otra canciones de un blues puro y duro y contante y sonante y sentimentalmente cargado del alquitrán del camino, un blues que sabe y de verdad suena a música emanada del pueblo, a coro triunfal en la partida de parchís de los pobres, a litro de cerveza compartido, a cigarrillo recién encendido, al perfume que usan las musas del tabaco, un blues al fin y al cabo auténtico como el calor que el whisky deja en el estómago. El hombre orquesta se saca el charles de un tobillo mediante una pandereta que a golpe de tacón acompaña las piezas que canta, siempre en un inglés perfectamente pronunciado, en unos giros de garganta inspirados en la voz de un Willy Dixon o de un Buddy Guy. Las gentes que pasean por los alrededores no tardan en reunirse en torno a él  para espontáneamente formar un corro. Grandes y pequeños, jóvenes y maduros, entrados en años y adolescentes, madres con sus niños cogidos de la mano, parejas que se besan mientras el hombre orquesta puebla la atmósfera con las armonías emanadas de ese, como diría Juan Ramón, pozo que tiene aire en vez de agua que es la guitarra. El hombre orquesta puede durante un momento ser un Robert Johnson que acto seguido se transforma en un B.B. King; puede camuflarse de Ray Vaughan para acabar luciendo el talento de Eric Clapton; el hombre orquesta puede ser un manos lentas o un manos rápidas según le convenga, según salga el sol, según sople el viento de su imaginación. El hombre orquesta es otro más de los mágicos seres que pueblan la ciudad ideal en las horas más brillantes; la ciudad en la que todos bailan y nadie se acuerda de enfadarse con nadie.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Malas costumbres




A veces, en esas frecuentes ocasiones en las que mientras paseo me pregunto qué será de cada uno de los seres con los que me cruzo, también me pregunto cuándo llegará el momento en el que definitivamente exploten todas las tensiones que cada uno de nosotros llevamos dentro; porque quien más y quien menos se encuentra de una u otra manera metido en el ajo, en la redada, en el callejón sin salida que supone la no marcha atrás de un proyecto social demasiado enrevesado ya como para ahora ponerse a darle la vuelta a la tortilla: en el hipotético mejor de los casos, suponiendo que todos nos pusiéramos de acuerdo, nos faltaría tiempo para ver consolidado un plan de semejantes dimensiones, luego resultaría imposible ya que nuestra falta de conciencia acabaría por desechar dicha idea por no merecernos la pena el hecho de que sean otros quienes se aprovecharan de nuestra labor, o sea que el que venga detrás que arreé. Porque mirándolo bien no hay que ir a Salamanca para adivinar lo cerca que andamos del colapso mental, de la esquizofrenia provocada por vernos obligados a actuar con una nada recomendable dosis de cinismo en nuestro día a día, en nuestras relaciones con compañeros y conciudadanos, con personas que por ejemplo se encuentran al otro lado de un mostrador y de cuya buena fe y voluntad puede que dependa atendernos para resolver un importante trámite burocrático o decirnos venga usted mañana más temprano; porque mirándolo con cierta objetividad la hipocresía con la que resolvemos asuntos ordinarios acaba por imponerse en nuestra manera de proceder hasta calar en los huesos de nuestros planes personales, viéndonos transformados en animales de malas costumbres que utilizan hábitos dañinos bajo la excusa de que hay que mirar por y para uno mismo: eso es lo que nos han enseñado, a mirar por y para uno y por y para nadie más, como si fuésemos capaces de resistir toda una vida sin más miramientos ni preocupaciones que los que suponen disponer de cuanto se necesita, y de muchas absurdas y superfluas cosas que literalmente no sirven para nada, cueste lo que cueste, sin mira para otro lado, sólo de frente y sin escrúpulos, sólo hacia el frente con la mirada telescópica de nuestro fusil puesta en la diana del yo primero. A mi me da vergüenza, la verdad, sentirme un poco así de vez en cuando, cuando me miro desde fuera y en mí observo detalles parecidos a lo que trato de explicar. La individualidad, que no es mala, trastornada en un recalcitrante individualismo voraz y lobuno se convierte en una amenaza que pone en peligro de extinción tanto a las bases de la convivencia como a los preceptos y valores del civismo. Sentía ganas de decirlo.

martes, 18 de noviembre de 2014

La calle del medio




Que la vida sea vivible o no, que lo lleguemos a poner en duda cuestionando la misma esencia de nuestra existencia, es de una obscenidad harto frecuente que acaba siendo una reflexión tristemente lúcida. A tenor de las circunstancias en las que más de medio planeta vive envuelto digamos que no precisamente se puede ir por ahí enarbolando la bandera de la libertad y del bienestar común como quien no quiere la cosa, entre otras razones porque además de no ser posible, debido a esa mezcla de conmiseración, impotencia, resignación y asco, empieza igualmente a parecernos inimaginable que puedan resolverse de una manera sencilla los problemas de más imperiosa necesidad de solución: los problemas que suponen que la gente coma, lea, escriba y goce de unas mínimas garantías sanitarias; los problemas que suponen la posibilidad de dormir debajo de un techo y saber a dónde dirigirse cuando uno se levanta por la mañana; los problemas derivados de la total falta de seguridad para hacer cualquier cosa que dependa de una decisión gubernamental. No sabemos qué hacer cuando nos enfrentamos a la duda de tener que decidir por dónde tirar, de modo que por eso, por esa constante duda, optamos siempre por la calle del medio; porque es más fácil y menos comprometido; porque desde ella se pueden ver los toros desde la barrera; porque con los juicios morales en esa posición las conversaciones parecen aunar más camaradería de pacotilla, de esa que siempre se dice si si mientras se está pensando contra quien despotricar cuando termine de hablar quien tiene la palabra y acto seguido vuelta a empezar con la misma martingala; porque así da gusto arreglar el país: porque a ver quién es el valiente que viene a decir lo contrario; porque mientras tanto llénanos Fermín que con una rueda no anda un carro; porque esto lo arreglaba yo en un santiamén; porque da pena oírnos hablar de una tontería detrás de otra y de otra y encima mintiendo y expresándonos con una vergonzante falta de propiedad en un país en el que llevamos décadas riéndonos del esfuerzo de quienes más estudian, de los aguafiestas y aburridos empollones y de los ratones de biblioteca que por si mismos tratan de forjarse un nivel cultural que los convierta en personas con más discernimiento, y no valorando el mérito de quienes trabajan duro y con pasión por conseguir sus metas con toda la legalidad habida a su alcance. Por lo tanto, y dicho esto, con este panorama lo que nos espera es una larga carrera de sálvese quien pueda y maricón el último. La conciencia con la que actuamos es uno de los peores ejemplos que les estamos dando a quienes un día tendrán que ejercer responsabilidades en nombre de la sociedad entera. Va ya siendo hora, de una vez, de decidir qué o qué no hacer, pero de hacer algo. Me da la sensación de que a todos un poco nos da igual lo que suceda al día siguiente de irnos para el otro barrio, así se funda la tierra y se desintegre en el espacio.


lunes, 17 de noviembre de 2014

Vasos comunicantes



Me atrae saber cuáles son los referentes de los escritores que más me gustan. Me entusiasma leer ese tipo de libros que cuentan historias, anécdotas, vivencias, manías, técnicas, lugares de trabajo, viajes, métodos, amistades, estilos, hábitos, cosas que tengan que ver con los creadores a los que uno admira incondicionalmente; libros cargados de datos biográficos a cerca de diversos escritores, libros que repasan diferentes épocas y sobrevuelan de un plumazo varios siglos, libros en los que siempre encuentro una razón para seguir investigando, para encontrar en ellos las pistas con las que acercarme al mundo interior de los autores, aún sabiendo que tal vez no sirva de nada, ya que ni mucho menos viene a dilucidarse el mundo interior de una persona en unas cuantas páginas, sino en el mágico binomio placer-esfuerzo que trata de encontrar las claves de una obra en la coincidencia con las de una vida y un pensamiento, con la raíz cuadrada de una educación y una ideología y un largo camino de alegrías y de penas, con la columna vertebral del relato autobiográfico en el que pocas cosas aparecen por añadidura al interés del desenlace de la narración. Me gusta hacer esto de vez en cuando como quien de tanto en tanto echa mano de un ejemplar plagado de ensayos filosóficos, como quien de tarde en tarde va al circo o al estadio, como quien de higos a brevas visita un restaurante. Indagar en los laberintos de lo que hay detrás de la presunta vida de algunos autores puede acarrear tantas sorpresas como desengaños, hasta el punto de que muchas de esas historias que se cuentan terminan siendo recreaciones no exentas de imaginación con tal de no llevar a los extremos más insospechados el mar de dudas en el que nada la vida de cualquiera. Emilio Arnau se reboza en su propia prosa adoptada de Francisco Umbral para escribirle un libro; Pedro Sorela lleva al lector desde Shakespeare hasta Saint Exupery pasando por Stendhal, Faulkner y Borges. Mario Vargas Llosa le dedica un maravilloso ensayo a Juan Carlos Onetti y dedica otro libro a recopilar los prólogos de la Biblioteca de Plata del Círculo de Lectores, entre los que se encuentran autores como Nabokov, Mann, Tolstoi, Dos passos, Huxley, Canetti y una nómina bien nutrida con algunas de las obras maestras del siglo XX. Todos ellos tienen en común eso: la cosa total, es decir la literatura; todos ellos se yuxtaponen e interrelacionan, sean de la época que sean; todos ellos, esos seres humanos con una cámara de fotos en las retinas y una buena memoria, nacieron con la divina tarea de contarnos lo que ven, lo que descubren y aprenden, lo que les rodea y les hace acercarse a nosotros mediante el texto. Todos ellos comparten el pensamiento inteligente expresado en distintas sintaxis que fluyen como un líquido entre varios vasos comunicantes en relación directa con nuestra existencia.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Noviembre, Noviembre



Debe ser la particular propiedad de la luz de las mañanas del mes de Noviembre, debe ser que los otoños se me pegan a la piel, debe ser por esto por lo que siempre en esta época me siento predispuesto a pensar en la Navidad de una feliz manera que ha sido una constante a lo largo de toda mi vida; se trata de una antelación que se cuela en mi espíritu como se cuelan en la televisión esos anuncios que mucho antes de final de año empiezan a ofrecer perfumes y todo tipo de típicos regalos para el día de Reyes. Siempre me pasa que cuando va acercándose Diciembre comienzo a sentir la cualidad de esos días en los que desde mi niñez he notado una palpable diferencia en todo lo que me rodea; una diferencia con respecto al resto de los meses basada en una de esas sensaciones que se instalan en el cuerpo como una defensa contra los virus del infierno terrenal; se trata de una de esas impresiones que se tocan con los dedos del alma, un estado llamado a encontrarse bien sin aparente fecha de caducidad. El otoño levemente pasado por agua, el sonido de las hojas al pisarse, lo rara que va resultando ya la costumbre de tomarse un helado, la duración de los días, las mangas de la camisas, el primer jersey, el rescate de las bufandas que se encuentran al fondo del ropero, el frescor del metal de las puertas, el olor a tierra mojada, la relegada cerveza por el vino, la vida misma que parece estar encerrada en un obrador de pastelería y los atardeceres, sobre todo los atardeceres que para mi son el recuerdo de saber que quedaba poco para atravesar España conduciendo de vuelta a la infancia, o para coger un avión y pasar la Nochebuena en Barcelona; el otoño y el mes de Noviembre que son el reverso total el uno del otro, la misma cosa vista desde diferente perspectiva. Otros recuerdos son la emoción previa a la preparación de los exámenes del primer trimestre del instituto, o  salir de la biblioteca cuando ya se ha echado la noche encima y todo incita a un recogimiento en el que proseguir la lectura en el hogar después de la cena. Este mes huele a biblioteca igual que a sala de cine, huele a faldas de brasero, a radiador y a esos primeros fuegos de chimenea con cuyo aroma se perfuman los pensamientos que se quedan embobados mirando con fijeza a través de la ventana la cualidad de las gotas de lluvia que se escurren por los cristales. Noviembre.

martes, 11 de noviembre de 2014

Puzzles



Una más de las cosas buenas de la literatura es la conexión que hay entre diferentes obras, como si todo lo escrito tuviera algo que ver entre sí en mayor o menor medida, acercándonos los episodios de la historia, relacionando las diferentes circunstancias, analizando el comportamiento humano, estudiando la estructura de las sociedades en base a sus determinaciones y ubicándonos en los acontecimientos de cada época mediante los diferentes frentes del conocimiento. Con los libros sucede lo que con la viticultura: que empieza uno a leer por un sitio cualquiera, como todo aficionado, y poco después se da cuenta de que se encuentra en un infinito puzzle cuyas piezas encajan a la perfección; desde el momento en el que se sabe cuales son los pasos del ciclo biológico que cada año hacen posible la aparición de una nueva cosecha, hasta que se adentra uno en las diferentes maneras de vinificar, en las diversas formas de hacer vino, en las particularidades de cada variedad de uva y en las características de cada clima, terruño y tipos de barrica, se va teniendo la sensación de ir ahondando en un mar de datos en el que la curiosidad va teniendo la necesidad de saber cada vez más al mismo tiempo que se va poseyendo la mínima certeza de la relación existente entre todo lo aprendido hasta el momento. Lo mismo sucede con la literatura. A veces, cuando se tiene entre manos varias lecturas al mismo tiempo, se da la coincidencia de que la relación entre ellas no es meramente circunstancial ni propiciada por la casualidad de haberlas adquirido sin la menor premeditación de investigar en un determinado campo, sino que en unas y otras van apareciendo signos que reflejan la importancia de las fuentes de las que los mejores intelectuales han bebido, poniendo así en relación unos contextos con otros y enriqueciendo la visión global del lector. Si se leen algunas de las novelas que Patrick Modiano encuadra en los felices años veinte pronto se tendrá la impresión de estar asistiendo tanto a la influencia de Francis Scott Fitzgerald como a la de James Joyce, la una en lo que a las vivencias de la época y a su beautiful people se refiere, y la otra en esa sensación de haber estado paseando por las calles de las ciudades en las que suceden las historias. Si se tiene la fortuna de intercalar la lectura de la Odisea, de La ignorancia y de El hombre desplazado, se llega a la conclusión de que tanto Homero como Milan Kundera y Tzvetan Todorov vienen a referirse a muchas cosas iguales en diferentes contextos sociales, encuéntrese en Ítaca, en Praga o en Sofía la localización de las vivencias, saliendo además el lector con la presunción de que todos los Ulises que hasta el momento han ido apareciendo en sus lecturas pertenecen al prototipo de hombre combatiente y soñador que añora el regreso a su patria diseñado hace más de dos mil años en aquella civilización que sentó las bases de la democracia, y que desparramó sobre el tablero las primeras piezas del puzzle de la literatura.

viernes, 7 de noviembre de 2014

Y a mí qué



Hasta la semana pasada, con motivo de la celebración del día de todos los Santos, ese día en el que cuando yo era pequeño íbamos al cementerio junto con nuestros mayores para llevarles flores a los difuntos de la familia, no había reparado con tanta insistencia en el devenir de dicha fecha, en la gradual transformación a la que ha sido sometida por la influencia anglosajona, y a su consecuente riesgo de volver a caer en la irreparable pérdida de una costumbre, que más tiene que ver con el respeto y el recuerdo, con el homenaje sobre aquellos que estuvieron con nosotros, y que nos ayudaron a estar donde estamos, que con una oportunidad más para sacar los pies del plato en un país en el que la fiesta salvaje y la borrachera nocturna son tónica dominante durante todo el año, y si es posible que eso se haga con meadas en las esquinas y con gritos durante la madrugada propios de otra especie, en definitiva con una mayúscula falta de consideración hacia aquellos que se encuentran descansando o tranquilamente en su casa porque decidieron no unirse a la manada de animales mal domesticados que pululan beodos por el barrio, mejor que mejor, ya que lo malo no es que seamos cafres sino que además nos sintamos orgullosos de serlo. Halloween, y a mí, con todos mis respetos, qué me importa. Alabo el folclore, las costumbres de cada país, región, comarca o comunidad, las diversas formas de conmemoración que existan allí o acá; alabo la celebración, el ritual que acompaña a cada fiesta, lo que emana del pueblo, lo que adquiere su valor a base del paso de los años, lo que se muestra sólido y con significado, con historia; pero estos postizos que nada tienen que ver con la autenticidad sino con el plagio y con unas aparentes e irrefrenables ganas de querer parecernos a, por ejemplo, los Estados Unidos de América, me parecen estar moviendo las cosas del lugar que les corresponde; me parece que con ello se está desubicando la esencia de lo que a cada pueblo pertenece; me parece que se está deteriorando, y mucho, el aliciente de poder viajar de un país a otro con la sugestión de encontrar diferencias propias de un lugar que nos impidan toparnos con este global supermercado de los mismos productos, materiales y culturales, en el que se está convirtiendo el mundo.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Da gusto



Cuando llega esta época del año, en la que de un día para otro el frío aparece como por sorpresa después de un verano que parecía interminable, Sevilla empieza a lucir otro tipo, a ponerse otro traje, a ser coqueta de otra manera. Sevilla es una ciudad que sabe como mostrarse guapa en cada momento: le caen bien todas las estaciones. Muchas veces se habla de la luz del sur como ejemplo de manifiesta belleza y sensación de libertad, pero es que en Sevilla esa luz hace que de una manera especial resplandezcan todos sus rincones. De la misma forma que en primavera cualquier objeto de la calle, un semáforo o el parachoques de un coche, adquiere una tonalidad particular que agrada la visión, las gradaciones propias del otoño, esos naranjas y amarillos difuminados en ocres, púrpuras y marrones, dan la sensación de que esas tardes que cada día son más cortas no quieren dejar de serlo. La vida fluye entre las hojas caídas pero no derrotadas, porque el aliento que la misma ciudad desprende hace que se reavive la alegría aún estando a las puertas del invierno. La música clásica de la brisa no hiere el sentimiento sino que lo acompaña hacia el paulatino cambio de indumentaria. Ahora, en estas mañanas cuya claridad aún no es patente cuando los relojes marcan las siete y media, el rocío se mezcla con un frescor intenso que parece que no va a irse nunca, que debido a la humedad amenaza con instalarse en los huesos, y en cambio al cabo de unas horas puede uno disfrutar de la momentánea cualidad de la templanza del sol a medida que transita por las trufadas aceras de luz y de sombra. Da gusto poder vivir aquí para contarlo, para pasear hasta el hartazgo por las avenidas peatonales del centro siendo testigo de la aparición de las primeras bufandas y de las primeras prendas que insinúan cuidados contra el resfriado; da gusto perderse por las calles del casco antiguo en busca de uno de esos desconocidos tesoros, como quien siempre encuentra algo nuevo cada vez que vuelve  a leer el mismo poema.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Romper a escribir




No sé ni cuando ni cómo, pero el instinto de comunicación mediante la escritura llega de la manera menos premeditada. Los ojos se clavan en algo a la vez que van teniendo constancia de aquello que es accesorio, de lo que rodea lo que están contemplando, y entonces la mente despierta y la descripción ya va haciéndose en la cabeza, como ese chorro de agua que sale por el caño de una fuente y cae formando parte de un todo líquido y uniforme. De memoria se escriben los versos que uno se repite mientras camina con el afán de que al menos no se le olvide el cuerpo principal de ese improvisado poema nacido en el paseo, y ahí comienza lo que después se transformará o no en lo que uno pretendía, o en algo parecido a eso, ya que como dice Muñoz Molina uno acaba escribiendo no lo que quiere sino lo que puede. Todo cabe a partir del instante en el que se denota la presencia de la vida: el rastro del alma y de la luz y de la sombra, del ruido y de la furia y del silencio, del latido o de la pétrea quietud viviente de cuanto nos acompaña y de lo que formamos parte presente y observadora, testigos del transcurso del tiempo y de la evolución como en esos documentales en los que a mucha velocidad se exponen los cambios de las hojas de los árboles o del paso de las nubes. Decía Goethe que la literatura sale de la realidad moldeada por el propio pensamiento, y esa predisposición a moldear, a pulir y a tejer, a relacionar todo lo existente con el mundo interior es la fuerza con la que se tejen los versos más hermosos y los relatos que más reales resultan cuanta más imaginación se emplea en ellos. La vida bulle y la mirada, el atrevimiento de mirar, capta miles de matices que corresponden a poses y a acentos, a ademanes y a cruces de caminos, a minúsculos puntos de apoyo sobre los que sostener la consecución de una idea que hilvana con otra y con otra como un reguero de puntos suspensivos. Dice un amigo mío que él quería escribir pero había algo que se lo impedía, algo que le frenaba el ímpetu, esa duda de no saber por dónde empezar, ese miedo de no gustarse, de parecer trivial, de no transmitir nada, hasta que rompió a escribir. Cómo me gusta esa expresión: romper a escribir, como quien se desata la corbata y comienza a respirar más fácilmente, como quien se ve libre de trabas y camina a sus anchas y sin prejuicios por las avenidas de la creación dándose el gustazo de emplear el tiempo en algo tan lúdicamente enriquecedor, tan atenuante de los malos pensamientos, tan al alcance de la mano del ser humano, tan, como decía un místico sufí, representativo de la geometría del espíritu como la propia caligrafía.