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jueves, 26 de julio de 2018

Una joya del olvido

Resultado de imagen de Miguel Hernández Poemas de Amor


Los libros viajan; algunos se enrolan en la travesía del olvido, en sótanos y armarios, en cuevas y profundidades, hasta que son rescatados por la curiosidad y la casualidad. Los libros vuelan, se sumergen y echan a rodar, se comienzan y se echan a un lado empezando otros, van haciéndose hueco entre los paquetes, se dejan tocar entre las cajas, se acarician junto a una estantería, se nos caen al dormirnos de las manos; los libros huelen a azar/azahar y a hierbabuena, a quinina, clorofila, mosto y adrenalina, a comercio y costumbre, a polen y aire limpio, a compañía y fragancia y hábito y ejercicio, a mar adentro, a recuerdos de épocas de todo tipo, a lo que su impronta nos devuelve de experiencia. Nada como la aparición de un libro para fechar un recuerdo. Los libros nos transportan en el tren de sus lecturas, en la intromisión onírica sobre las ciudades que pisan sus personajes; nos acompañan las vidas que los habitan, los ejemplos, las crónicas, las metáforas, las comparaciones, las ocurrencias y la perspicacia, la moraleja y el mensaje, la verdad de las mentiras, la pura alegría de leer, los lugares donde los leímos, los sitios en los que los compramos, las lecciones que nos proporcionaron y las dudas que nos suscitaron, la admiración por la obra en si, por el valor de escribir un libro, por la soltura expresiva, por la definición del crucigrama a solas de todo lector. Los libros son hermanos, ángeles de la guarda, amuletos, fetiches, miembros de la familia, mascotas, amigos, compañeros, recursos contra el desamparo en los aeropuertos. Los libros disimulan las fatigas, se amontonan, nos hacen más interesantes de lo que somos, nos camuflan detrás de esa barrera a la que solo se asoman los ojos más curiosos. Los libros se regalan por amor, por afecto y simpatía, por inercia y por no saber qué regalar pensando que siempre vendrá bien un libro. En las dedicatorias de los libros regalados con amor fraterno, perdidas de vista en la cercanía de las distancias, se ve al trasluz la radiografía de los trasbordos, de los cambios de turno y de paisaje, de las vueltas que da la vida, como en la del Poemas de amor de Miguel Hernández que Blimunda me regaló en octubre de 2009, encontrada en un camarote del Nautilus atracado en Azufaifa, que hoy se encuentra en Braunschweig. Una joya del olvido.


sábado, 23 de junio de 2018

A su aire


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Cada mañana, después de hacer que el hogar huela a café, escribo un poema; un poema rápido con lo primero que se me viene a la cabeza, con las sensaciones más dispares, con los lunares sobre la piel de lo fortuito, dejando que aflore el subconsciente, tratando de entenderme, en una mezcla de escritura automática y sonambulismo, en una suerte de rompecabezas, echando mano de lo que tengo alrededor para extraer una metáfora de la colocación de un objeto que como un castillo parece estar puesto en lo alto de una montaña. Esas frases van tomando cuerpo a medida que un hilo se cruza con otro rematando las costuras de un traje, ensamblado el marco de un retrato, colocando en el lugar adecuado las piezas de un collage. Después me olvido, y así se van acumulando los versos hasta que llega el momento de la re lectura, de ese repaso en el que uno se percata de que podrá a lo sumo salvarse el diez por ciento de lo escrito, con profundo respeto sobre los a priori materiales secundarios porque de ellos sale otra luz, otro bodegón, otra lámina, otro paisaje y punto de fuga a la espera de sus luces y sombras, de sus contrastes de gelatina y plomo y mar y pólenes diversos. Es casi más importante borrar que seguir escribiendo; a veces dos palabras tienen la contundencia de una mole de piedra o de un viento huracanado, otras necesitan compañía, bastones, amuletos, boyas en el mar de lo abstracto, flechas en la cartuchera de la puntería, anzuelos que estimulen la llegada de una rima no forzada, natural, a su aire.


jueves, 24 de mayo de 2018

El hombre ensimismado

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Recuerdo la mañana que Blimunda me encargó un par de libros de Philip Roth dándole igual cuáles fueran; paseando por el casco antiguo de Jaén camino de la librería Metrópolis intuí que iba en busca de un escritor al que tendría que ir leyendo a lo largo de toda la vida. En el mostrador me contestaron, sí, sí, este señor dice cosas. Uno de los impulsos de los lectores que descubren a un escritor con el que fraternizan a partir de una serie de frases imantadas de significado es la de leer compulsivamente toda su obra mordido el anzuelo de la electrizante primera toma de contacto, en un  rapto de ansías e impaciencia que los sumerge en ese mundo recién comenzado a explorar del que les gustaría saberlo todo, en la onírica nebulosa del lo antes posible, con una mezcla de curiosidad y pura alegría en la que casi no queda tiempo para otra cosa. Con Philip Roth lo que uno siente es cercanía, dilema, reflexión, intuiciones, emociones, transcursos, conclusiones, vitalidad cerebral, salud mental, mucha sinceridad, facilidad narrativa a lo largo de una prosa muy nutrida de elementos cotidianos mezclados con cavilaciones en torno a ese campo por tantear que se presenta delante de nuestras narices. Algunos escritores se pegan a la piel porque dicen verdades como puños sobre nosotros, sobre los infiernos, la conciencia y el presente, el recuerdo y el pasado, el deseo y el futuro, la calle y el aula y la sala y la almohada y el escritorio y los bares de abajo y de la esquina, las relaciones personales, la transparencia y la neurosis, el rompecabezas de la existencia. Empezar a confesar lo que uno piensa diseminándolo en el análisis de las andanzas del ser humano sobre el mapa de las novelas que se van escribiendo no debió ser tarea fácil para un americano como Philip Roth, porque no entraba dentro de los planes de muchas familias judías de los sesenta que uno de sus hijos pudiera verse atraído por las siluetas proyectadas al trasluz de las ventanas de un hogar en el que se practicaba un respetado sentimiento de abnegación religiosa; para él la ridiculez consistía en rechazar voluntariamente la libertad; tenía claro que lo que mejor hace la televisión es trivializar sobre la tragedia; a cerca de la creación literaria opinaba que la realidad independiente propia de la ficción es lo único que importa debiendo permanecer el escritor en la sombra. Decía que cuando uno se hace escritor tiende a equivocarse siempre con la esperanza de acertar alguna vez, y que en una autobiografía la caballerosidad es evasión o mentira. Así era Philip Roth. En esa transparente declaración está toda la verdad de la libertad de lo escrito para llegar a ser Literatura, la fiel manera con la que en cada una de las etapas de su vida va el escritor viendo el mundo tratando de componer el inmenso puzzle del conocimiento sobre el marco de la experiencia pasada por el tamiz de la conciencia abierta a estudiar lo que a uno se le presente, teniendo como única herramienta la palabra. Ese es el legado que nos deja Philip Roth, el del hombre que escribe lo que piensa y lo hace como catarsis para sentirse formar parte de este mundo en el que él supo estar dejándonos un imprescindible legado literario. Muchas Gracias, Maestro.

martes, 22 de mayo de 2018

De carne y hueso


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Siempre que lo necesito encuentro en la poesía de Mario Benedetti el refugio del verso acorde con las circunstancias, el fiel amigo que tuve la suerte de encontrar en la literatura. Se tiende frecuentemente a pensar que la magia de algunos poetas está en la dificultad de su lectura, en los enrevesados surcos de una dicción de múltiples aristas, que dejan tan abierto el campo de la interpretación como para seguir escribiendo sobre ellos en un juego de continuación mental a través de todo lo que sugieren esas imágenes más cercanas a lo onírico, a lo incorpóreo, a lo abstractamente metafórico propio de la escritura automática en lugar de a lo palpable y aledaño. En la poesía de Mario Benedetti los protagonistas son lo tangible, los cinco sentidos, la sencillez, el fluido simple y cercano de los actos cotidianos, todo aquello que nos conecta con sensaciones inmediatas de esquemas conocidos o reconocibles al tacto del pensamiento y a la memoria del olfato, sutiles hasta la médula, sinceros, hechos de chapa y pintura, de cartón y piedra, de carne y hueso, de lugares comunes y de objetos identificables en los desfondados bolsillos del alma y en el espejo retrovisor del corazón. El don de la naturalidad en Benedetti encuentra su contrapunto en la ausencia de comas cargando aún más el mensaje de una uniforme simplicidad que roza la campechanía, el diálogo interno que el lector agradece, la fuente de la que emanan las relaciones semánticas salidas de las entrañas del poeta. A lo largo de toda la obra de Benedetti se entrevé  ese hombre que solía ir acompañado de una cartera en la que iba acumulando relatos y poemas escritos en la mesa de un café o en la terminal de un aeropuerto, destellos de inteligencia que humanizaba con la infalible lente de sus retinas, con el vocablo certero que es capaz de sacarle una sonrisa a la melancolía, con ese deje de exiliado y desexiliado en una doble y particular vertiente de querer comprender el mundo, posando la mirada sobre lo inmediato, escrutando las razones del heroísmo del pueblo, hilando fino las medidas del traje del amor. Cuando las madrugadas se vuelven grises a plena luz del día, cuando el insomnio lo expulsa a uno de una indeleble imagen que se obstina en aparecer en las quiméricas fabulaciones de la almohada, cuando el viento de los fantasmas sopla como un castigo, cuando el escritorio se llena de libros de ensayo que viajan en un tren que no va a ninguna parte, la mejor receta es dejarse llevar por el aire libre y limpio de la poesía de Mario Benedetti, sintiendo al levantar los ojos de la lectura que uno es de carne y hueso.

lunes, 7 de mayo de 2018

Es caprichoso el azar


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Los misteriosos mecanismos del azar nos acercan a la posibilidad de lo improbable, a la realidad de lo que se va escribiendo en el libro de nuestras andanzas, en esa novela que según Galdós todos llevamos a cuestas. De manera fortuita se puede encontrar uno tanto en un entuerto como en una dicha, en un atasco como en la providencial salida de un engorro. La vida se nos presenta así como un lienzo en blanco en que se van posando las pinceladas del impresionista cuadro de la existencia en forma de chamba y de chiripa. La búsqueda y el encuentro, la casualidad, lo inesperado; el hilo de Ariadna y los garbanzos de pulgarcito parecen haber sido puestos ahí por un ente que caprichosamente dirigiera cuanto nos ocurre, y en nuestro dejarnos llevar muchas veces se encuentra el engranaje de lo que se va poniendo en su sitio unas veces con pena y otras con gloria, unas veces con asombro y otras con entusiasmo, unas veces con incertidumbre y otras con cautela, con miedo y emoción, con sensatez y disparate. A las lecturas que más nos cautivan les pasa lo que a ese animal callejero que nos elige y se viene a vivir con nosotros, son ellas las que nos encuentran y no sabemos ni por qué. Recuerdo haber dado con un ejemplar de la primera edición de Cien años de soledad, en un puesto ambulante de la Gran Plaza de La Ciudad, formando parte de un montón de libros que habían llegado allí gracias a la generosidad de personas que querían desprenderse de ellos, permitiendo así que el itinerante vendedor se ganase la vida a base de sorprendentes precios de saldo. Gracias al fervor con el que mi amigo Gastón me recomendó a Álvaro Mutis accedí al poeta y novelista colombiano, deleitándome con las aventuras y desventuras de Maqroll el Gaviero; eso si, no no haber sido por aquel casual encuentro en una biblioteca, después de mucho tiempo sin vernos, aquella tarde hubiera optado por otra novela o incluso por otro género. Los puntos de partida de las mejores experiencias literarias están atados a la magia del encuentro, como si hubiésemos llegado a The Turtles buscando a Los Beatles. La primera vez que leí Ardor guerrero lo hice de una sentada en una sala de estudio del barrio de El Carmen de Murcia, muchos años después de ser reiteradamente aconsejado por mi hermano mayor a no hacer la mili, y al salir a la calle tras haberme deleitado con ese extraordinario libro me encontré con que el edificio que tenía justamente delante era el antiguo cuartel de artillería en el que mi hermano había pasado su periodo de instrucción militar, precisamente el lugar desde el que regresaba de permiso al pueblo para hablarme de todo lo que yo acababa de descubrir en esa lectura que parecía llevar veinte años esperándome allí y no en otro lugar que no fuera ese. En otra ocasión fue el instinto explorador de la ignorancia el que me impulsó a decantarme por un ejemplar de ensayo literario de Harold Bloom, nombre que me sonaba tan raro que a penas podía yo alcanzar a vislumbrar la importancia de dicho autor, de forma que aprendí mucho pensando que acababa de descubrir el Mediterráneo, cuando lo que tenía en mis manos era un regalo con el que el azar me ayudó a desentrañar algunas de las claves de la narrativa. Ayer, mientras paseaba por La Alameda de La Ciudad, volví a echarle un vistazo a las obras que por la simbólica cantidad de un euro se pueden comprar en su quiosco y, con esa mezcla de dejadez y de adanismo de la lupa de la holgazanería, me topé con una edición bilingüe, en español y en francés, de Juego y teoría del duende de Federico García Lorca, radiante y perfectamente conservada, casi escondida, a la espera de la fortuna del encuentro.


sábado, 5 de mayo de 2018

Puntos suspensivos


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Termino de leer La nueva atlántida de Francis Bacon, y  no me acordaba ya de que dicha obra no fue terminada. Las obras sin acabar tienen un deje de continuación que a uno se le antoja imaginativo, como si pudiera el lector ponerse a escribir lo que nunca se supo de lo sucesivo. Mario Vargas Llosa, en su niñez, solía escribir alargando las historias de los libros que acababa de leer, inmiscuyéndose así en un ejercicio de fabulación que lo llevaba a crear más mundos sobre los recién aparecidos en esas novelas de su infancia. Ayer, mientras conversaba con el poeta y novelista Rubén Dario Vallés Montes, coincidíamos en que un relato, un artículo, una novela, un cuento o poema, una obra en definitiva, acaban de ser escritos por el lector, y que en las conclusiones de la reflexión final hay tantas posibles interpretaciones como lectores los hayan leído, del mismo modo que un cuadro tiene tantas variantes interpretativas como espectadores hayan tenido el atrevimiento de mirarlo. Hay novelas cuyo final abierto es el mejor síntoma de la maestría narrativa, como ese saber y no saber qué pasó con la víctima de un atentado terrorista en la que acabó convirtiéndose el Inspector de policía de Plenilunio; o dónde se encontraba el cuarto en el que reposaba Ignacio Abel al final de de La noche de los tiempos; ambas novelas de Muñoz Molina son un claro ejemplo de cómo un final cargado de agudeza y de suspense puede inducir al lector a sentir, como la vida misma, la continuación del impulso vital de la literatura no como un círculo cerrado sino como un todo en el que todo se relaciona. La breve biografía del padre del ensayo, Michel de Montaigne, escrita por Stefan Sweig, tampoco fue terminada, pero más que el aspecto de lo inacabado lo que encontramos en ella es el semblante del esbozo, del esquema sobre el que el escritor redactará la obra nutriéndola de datos una vez delineado el plano del edificio sobre el que se desarrollará la totalidad del texto. El documento escrito que Albert Camus llevaba en la guantera de su coche, el día que falleció a causa del accidente que lo empotró en un árbol, era el boceto sin terminar de un texto  autobiográfico que tenía como centro de sus reflexiones todo lo vivido en la Argelia francesa que le vio nacer, en la que desde el principio destacó como el brillante alumno perteneciente a una familia extremadamente pobre y analfabeta, siempre en busca de un padre al que no llegó a conocer, siempre en busca de El primer hombre. Al leer la póstuma obra de Camus, en la que aparecen las inconfundibles huellas de la labor creativa en forma de notas, siente uno la conmoción de estar asistiendo al parto de la redacción, participando al mismo tiempo de un cierto papel de cómplice y compañero pues todo lo anotado al margen estaba ahí con la intención de ser revisado, de ampliar las fronteras de lo escrito hasta el momento, como no dejándose atrapar por la impaciencia dejando que el impulso de la voz interior continuase su trabajo para más tarde corregir y matizar, para paulatinamente ir metiéndole el dobladillo a cada una de las páginas en el turno de las sucesivas lecturas con las que el escritor le va dando forma a lo preestablecido. Ese cariz de lo inconcluso, que caracteriza a algunas obras, es en si mismo un regalo de la generosidad del azar que ha hecho posible que hoy podamos tener acceso a documentos en los que se traslucen las entrañas del proceso de creación de una manera tan formidable que le haga posible al lector sentarse delante de la grandiosidad del bosquejo, de la inigualable hipótesis de los puntos suspensivos.


lunes, 9 de abril de 2018

Espejos


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Siempre han gozado las almas más sensibles de un nivel intelectual que les ha llevado a querer entenderlo todo, a darse a si mismos una explicación de cuanto sucede mediante una capacidad de análisis que aludiendo a su verdad se aproxima mucho a la realidad. Asombrándose del mecanismo de un lápiz, sin apaciguar sus ganas por querer seguir aprendiendo, compartiendo lo que saben con los demás, han conseguido estas personas hacernos ver al rey desnudo por mucho que la tabla rasa de la demagogia haya obcecadamente pretendido lo contrario. Este último gesto es el de la generosidad que caracteriza a quienes no dan su brazo a torcer indagando en las causas y consecuencias de los más relevantes sucesos de la historia, respetando al máximo los derechos conseguidos y esa serie de conquistas que le aportan algo de luz a las tinieblas de la humanidad. La equidad ha sido en ellos un claro síntoma de seriedad, respeto y dignidad avaladas por una extraordinaria documentación y por la virtud de no querer formar parte de ningún bando, por mucho que a los cicerones de turno les moleste que no quisieran nunca casarse con nadie. Cuando un intelectual se convierte en una excusa degenera cualquier programa de ideas que con ello intente justificar sus planteamientos. En una civilización con una tan contumaz tendencia al maniqueísmo brotado de la incultura, todo lo que no haya dado muestras de partidismo ha sido desestimado por falto de compromiso; el cainismo va de la mano de todo esto, destrozando los senderos del sentido común y tapando las salidas de las resoluciones más inteligentes no consideradas buenas debido al esfuerzo que supone ponerse en la piel de los demás. Uno de los ejemplos más claros en nuestras letras lo tenemos en Manuel Chaves Nogales, indudable referente de la transparencia y de la virtud de los hombres buenos que comen y dejan comer, que viven y dejan vivir, que hablan y saben escuchar, que ponen tierra de por medio como remedio a las inclemencias de la brutalidad, porque la razón de ser de su existencia reside en su soberanía personal, en lo que a cada uno nos pertenece y nadie tiene derecho a arrebatarnos, tanto que por más años que pasen desde su desaparición no podemos dejar de tenerlos cerca. Me vienen también a la cabeza la imagen y el nombre de Stefan Zwieg, como otro claro referente de libertad personal, erudición, esfuerzo por el aprendizaje y dominio de uno mismo, hasta el punto de decidir cuándo y cómo morir asqueado ya de tanta mediocridad encargada de destruir el mundo. Leyendo las novelas y los ensayos de ambos autores le asaltan de inmediato a uno las ganas de no dejar de leerlos nunca y, como a todo principiante en la escritura, de imitarlos, de no dejar de leer sus obras como espejo en el que encontrarle una explicación a tanto desbarajuste fundado en la ausencia de fundamentos racionales que solo ven su salida en fundamentalismos vestidos de la seda del fanatismo ramplón, absurdo, exigente, vengativo y bochornosamente poco instruido. Haber conocido a amigos así en la literatura es uno de los privilegios de la vida.


viernes, 6 de abril de 2018

Los surcos de la naturaleza


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La literatura escrita durante la juventud goza de la frescura de lo fiel a la naturaleza humana, de la sinceridad y del ímpetu por expresarse sin temor a equivocarse guiando las frases por lo que al autor le sale del alma. No hay nada más que leer los poemas de Pablo Neruda en sus Cuadernos de Temuco para darse uno cuenta de la facilidad con la que el lápiz se deslizaba durante sus clases de química y en sus paseos por las zonas verdes más cercanas al corazón, en aquel instituto en el que Neftalí Reyes hacía suyo el lenguaje de la sensibilidad. Fernando Pessoa afirma en el Libro del desasosiego, mientras siente el miedo y la indefensión de no contentarse nunca con lo que escribe, que lo mejor de su escritura está en su adolescencia, como desconociendo nada que haya sido más perfecto en sus papeles que aquellos primeros versos en los que encuentra la más pura autenticidad de quien sólo supo ser él en sus posteriores más de setenta heterónimos. Es difícil hacerse una idea de cómo tanto Carmen Laforet como Carson MCcullers llegaron a tan altas cotas de originalidad y desenvoltura literaria con poco más de veinte años; en la archiconocida Nada de la primera se siente el latido a flor de piel de la instantánea descriptiva de un ambiente muy marcado en una época en la que una mujer apenas podía decir lo que pensaba más allá de las férreas fronteras de lo que se suponía que tenía que hacer y decir, y en los relatos bajo el título de La balada del café triste de la segunda encontramos siempre el gozo del final abierto, esa característica de los buenos textos que hacen que el lector acabe siendo uno de los más importantes protagonistas. La frescura de la juventud, la virginidad de los instintos poéticos de la palabra y la contemplación que comienza a aprender a sorprenderse de todo, son la verdadera metafísica del arte que no se abandonará en toda la vida. Los poemas en prosa que Juan Ramón Jiménez escribió entre 1901 y 1913 bajo el título de Baladas para después son el anticipo de su majestuosidad sensitiva, la puesta en marcha de un tipo de dicción que más tarde nos regalaría Platero y yo y una colosal obra siempre arropada bajo el designio de lo sublime, de la inmensidad de lo pequeño, de la grandeza de lo cotidiano. Indagar en los momentos incipientes de algunos autores nos depara la sorpresa de la más fiel de las consignas literarias: la de la transparencia con la que el agua se deja llevar por los surcos de su naturaleza.

sábado, 3 de marzo de 2018

El mar de la caligrafía


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Todo son etiquetas. Miro a mi alrededor y todo son etiquetas, nombres, consignas, anuncios, números, códigos de barras, contraseñas, iniciales, improntas, dígitos, titulares; miradas, hechos, suposiciones. Conectamos con el entorno mediante las señales de humo de las interpretaciones. Hace poco me dijo un amigo que la realidad es aquello en lo que rasques por donde rasques siempre encuentras dinero, refiriéndose a esa capa una vez que se traspasa todo huele a lo mismo, al por el interés te quiero Andrés y en ese plan. Leo títulos en los lomos de los libros, cifras de ejemplares pertenecientes a una colección, dedicatorias, nombres propios e impropios, adjetivos; veo dibujos y reseñas a cerca de no sé qué edición, páginas sin leer, unas encima de otras, a la espera, en el sosiego de la contemplación de los objetos. Leo en la arrugada bolsa de un supermercado la sobresaltada cifra de un porcentaje sobre un fondo rojo con caracteres blancos; leo la impresión de una fotocopia y las tres palabras que apunté anoche para luego buscarlas en el diccionario. Qué sería de nosotros sin las letras, sin el símbolo de lo que cada cosa es, sin la definición en esos sutiles trazos todos ellos con posibilidad de ser esbeltos, alicaídos, serios, cuadrados, tenues, atenuados, imperiosos, fugaces, olas en el mar de la caligrafía.

domingo, 18 de febrero de 2018

La gran asignatura



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Uno de los impulsos de la escritura se encuentra en la mera presencia del papel en blanco, que habrá que ir rellenando de procedente de los conscientes y subconscientes aliados pensamientos con el presente material, mirándose uno en los espejos del futuro y del pasado, del pretérito y de los sueños. El oído se adapta a la inquietud en su afán por escuchar otra cosa, y mediante esa curiosidad me aproximo a Coralie Clement. Cuando encuentro el significado de una palabra en la pronunciación de otra lengua me entra  por el cuerpo una alegría comparable a la del lector que, ante su falta de conocimiento, trata de superarse en la introducción sobre obras de más complejidad queriendo entender dialécticas dadas en otros tiempos al enredo y al engorro y al aburrimiento, lecturas a las que aún no les había llegado su momento, su primer momento. Para escribir hay que tener ninguna y muchas cosas presentes a la vez, sabiendo que otras muchas posibilidades de amalgamar el mosaico de las relaciones están apareciendo al mismo tiempo que toma uno nota del perfume más relevante de los que en ese instante sus cinco sentidos le revelen, para las que siempre habrá un lugar en el subconsciente, en esa cascada de consecuencias y de ocurrencias y de gestos y de dichos y ademanes que determinan el suceso, la instantánea. Luego también ocurre lo siguiente, y es que cuando escribe anda uno más en su mundo que en la realidad, imbuido en la abstracción de la escritura. Hay una metáfora en el sonido que emite la tubería de la lavadora en su recorrido por una de las paredes de la cocina, en el trasiego de las piernas cruzándose hasta encontrar la postura adecuada, en las interferencias del teléfono, en el recuento de votos de la nevera; hay estímulos literarios, aptos para la exploración del alma de las cosas sobre el mar abierto de la poesía, en el olfato y en el instinto de supervivencia del acto de respirar. La cuestión es colocar una palabra detrás de otra siendo uno coherente con lo que escribe, y esa es la gran asignatura.



viernes, 27 de octubre de 2017

Ejercicio respiratorio


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Es muy difícil ponerse a escribir estando emocionado, porque la escritura necesita de una emoción memorizada o anticipada, esculpida en la serenidad del escritorio mediante la pulsión de la voz interior, pero no inherente al instante en el que se genera el texto, otra cosa es ese apunte raudo y furtivo que colocamos en la servilleta de una bar a altas horas o a media mañana, ese vistazo que tiene que ser recaudado por temor a no volver a ser recordado. Por supuesto que el acto de la escritura tiene algo de emocionante, incluso en el mismo momento de ejercerla, en ese verse uno sentado y expresando palabra tras palabra, por el mero vicio de escribir, lo que le viene en gana o considera oportuno, pero sosteniendo el impulso creativo sobre esa avalancha de impresiones que atiborran el espacio de la mente y le hacen a uno salir a dar un paseo para que las cosas se vayan poniendo en su sitio, eligiéndolo, amoldándose a la alegría, a la pura alegría de escribir. Escribir es un ejercicio respiratorio del que se saca en claro que todo se relaciona, las lecturas y las vivencias, los gestos y las poses, las miradas, el ruido y el silencio, la calle y el hogar, los sueños y la tangible realidad que se nos va de las manos a cada instante. Últimamente me ha dado por reflexionar en torno al aspecto intimista que pueda denotar la escritura en un blog, pensamiento que ha venido de la mano de la emoción, de no poder ponerme a escribir sobre cualquier cosa al sentirme embargado por una sensación de ir andando unos centímetros por encima del suelo, liberado, abstraído del presente en una nube contemplativa, y he llegado a la conclusión de que esos materiales procedentes de ese estado son una fuente que bien pudiera formar parte de un relato, de diferentes cuentos, o sencillamente de un diario en el que atestiguar lo que a uno le corre por dentro. La escritura de un diario es una confesión que uno mismo le hace a la existencia, siempre con la esperanza de ir aumentando el contenido con ese resumen que al final de cada jornada nos vuelca el subconsciente. Escribir un diario es una forma de desahogo y de inventiva, de sentirse uno fiel a los acontecimientos, y es al mismo tiempo una magnífica terapia contra el frío del invierno y el sopor del verano. Escribir un diario es ordenar el pensamiento, hacerlo fluir por cada uno de los días en los que cabe una vida entera.

jueves, 21 de septiembre de 2017

Estudiantes


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Hay una serie de libros que son el comienzo de la verdadera afición a la lectura, libros que leímos uno detrás de otro sin orden ni concierto y que nos instalaron el el placer de habitar mundos paralelos a nuestra realidad. De niño tuve la suerte de contar en casa con una no extensa pero si bien nutrida biblioteca en la que no faltaba ese elemental diccionario enciclopédico que curiosamente solía decorar el mueble bar de muchos hogares españoles de los setenta y ochenta; en otra habitación, en la que Blimunda y yo solíamos hacer los deberes, había una colección de ejemplares que se compraban por correo al Círculo de lectores; entre ellos estaba El expreso de media noche , El invierno en Lisboa, La familia de Pascual Duarte, El Camino, Los cipreses creen en dios, Papillon, El árbol de la ciencia, y así todo seguido hasta conformar el perfecto desorden de un material del que se iba abasteciendo nuestra curiosidad junto a Daniel Defoe y Michael Ende. Las primeras lecturas de las que tengo constancia que causasen emoción en Blimunda, cuyo contagio se me fue pegando al cuerpo tras varias explicaciones de aquella niña a cerca de los beneficios del hábito de leer, fueron Robinson Crusoe y La historia interminable. Por otro lado se encontraban las revistas de divulgación científica que tenían la virtud de aproximarnos al conocimiento de una forma sencilla, como Muy interesante, en las que aprendíamos por qué nos crece el pelo o a qué se debe que haga calor en verano y frío en invierno, y en las que se informaba de los nuevos avances que ponían en práctica un  nuevo modelo de energía solar o de medio de transporte. La imagen y la letra al unísono son el binomio de la magia del aprendizaje para las mentes despiertas y deseosas de descubrimientos. Con la música pasaba lo mismo que con los libros, sin saber uno qué era lo que tenía delante, cuando se ponía a mirar en la estantería en la que se encontraban los vinilos quedaba prendado del diseño de algunas portadas y hacía sus primeros ejercicios de inocente traducción leyendo las letras que venían escritas en el interior. El niño mira a su alrededor y trata de explicarse el mundo, que empieza en su entorno más cercano, abriendo puertas y cajones, leyendo etiquetas y oliendo objetos, investigando la razón de ser de lo que tiene delante de sus ojos. Hay un momento de la adolescencia en el que el joven se empieza a crear su círculo interno de aficiones literarias, y ese momento corresponde con la elección de libros que se dispone a leer por la curiosidad de querer saber más sobre un tema amén de las recomendaciones del profesor; ese suele ser el signo de los buenos estudiantes, aprueben o no, porque lo de estudiante es algo que todos los buenos lectores llevan grabado en su frente; estudiante es aquel que con cincuenta años no ha dejado de ir a la biblioteca, el que una vez jubilado sigue escribiendo frases en un cuaderno; estudiante es el que no deja de explicarse el mundo con un libro o un periódico en la mano; estudiante es aquel que como Abraham Lilcoln contestaba cuando lo veían a leyendo de niño a la sombra de un árbol, a falta de escuela a la que asistir, que estaba estudiando.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Interpretar el mundo


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La página en blanco, el mar ante los ojos que no se detienen a contemplar las manos que sostienen un lápiz o un bolígrafo o una pluma, la historia sin contar que se va a tejer poco a poco bajo el incesante impulso de la dicción solitaria que un hombre encuentra en sí mismo, en su querencia a escribir explorando los senderos del alma, a ver las palabras dibujadas sobre un papel que lo incita a descubrirse, a indagarse, a meterse de lleno en el interior de su conciencia mediante la voz que la va dictando la partitura del argumento, conociendo a ese otro que habita junto a él, a ese otro sin el que no sería posible la certeza ni la refutación, el diálogo y la discusión del empleo o no de un vocablo o un signo de puntuación, de la definición que no tiene definición, de los burocráticos trámites del punto y final que siempre sabe a poco. Cuando tomo en mis manos un ejemplar voluminoso, una de esas novelas extensas como el océano, me asombro y pienso en el acto de la ininterrumpida creación durante meses, años, durante toda una vida, y pienso también en la cantidad de cosas que se han quedado sin decir; me imagino a su autor envuelto en esa soledad de la que se extraen los datos que se le han ido acumulando en la memoria, visiones, escenas, fotogramas, detalles, pesquisas, suposiciones, hilos de los que se desprende la longitud de una idea expresada pormenorizando causas y consecuencias que dan como resultado la verdad implícita en toda ficción, la verdad de las mentiras, el juego latente del significado preciso de cuanto se inventa, el cuerpo de un contexto y de una atmósfera diseñada al antojo de lo que ha ido dando de sí la experiencia. Una taza de café y un cigarrillo, un fondo de música clásica en la que se superponen adagios y sonatas, melodías que conducen, sonidos que acompañan, formas al fin y al cabo de la tranquilidad necesaria. Yo creo que de lo primero que se asombra un escritor es de comprobar que sigue estando vivo, cada mañana, cada vez que despierta y sintiendo su cuerpo tendido sobre la cama trata de recordar los sueños que le han dejado un poso de existencia más allá del suelo que pisa y sobre el que tendrá que luchar con los demás para que sus rastreos en torno a lo que palpa y respira pasen desapercibidos confundiéndose con su timidez. El hábito de la escritura es el alimento con el que se sustenta el intelecto viéndose reflejado en lo que ni siquiera sabe que sabía puliendo el bloque de mármol de una idea, excavando en la montaña de piedra de la disputa por la identificación y el reconocimiento de su rostro sobre el esbozo de una acuarela vital llamada página. El papel en blanco y su famoso reto no es más que uno más de los miedos a los que hay que enfrentarse cada día, como quien va al trabajo, con el beneficio de la vocación que se encargará de justificar el intento. De qué escribir, da igual, la cuestión es hacerlo, corregir y cambiar términos de sitio buscando el cariz poético, tachar y suprimir párrafos enteros, alargar razonamientos, interpretar el mundo.


miércoles, 13 de septiembre de 2017

Los nombres


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Todo tiene una definición con la que poderlo comprender  e identificarnos en sus luces y sombras y azules y marrones, en sus ocres y grises y opacidades y transparencias; en lo traslúcido y cristalino y oscuro, en lo grumoso y aterciopelado y suave como la noche de Scott Fitzgerald; en lo húmedo y lo seco y lo arrugado, en lo de memoria aprendido y en lo por descuido olvidado; en los recuerdos con los que los aromas someten al tejemaneje de los cinco sentidos centrados al unísono en el olfato; en lo que sin haberlo percibido nos ha salido de carambola, de pura chiripa, de chamba, de churro, por los pelos y en ese plan. Todos tenemos nombre y apellidos y motes y apodos, pseudónimos artísticos y apelativos sobre la macedonia del encubrimiento, sobre las arenas del desierto de las avenidas con semáforos y los quirófanos con resplandores de emergencia. El nombre y los nombres y todas las etiquetas se concretan bajo los cimientos del sonido de unas cuantas sílabas seguidas: géneros, adjetivos, objetos, países, ciudades, continentes, pueblos, arrabales plagados de chabolas, aldeas, islas, regiones, comarcas, condados, artilugios y cachivaches, artículos de lujo y menudencias que a la chita callando nos van perteneciendo hasta convertirnos en súbditos y siervos de su estática hacienda, en esclavos y lacayos y cómplices, en testigos directos del capitalismo de ficción que tan bien describe Vicente Verdú en sus ensayos sobre el tema. Un nombre es un código de barras y un impacto, un sello y un tatuaje, un signo y una señal para toda la vida. Tú te llamarás Viernes, se le dice el indígena al que pertenecen las huellas que  Robinson Crusoe encontró sobre la arena de la playa de una isla que suponía deshabitada. Llamadme Ismael, leemos en uno de los comienzos más impresionistas y personales de la literatura, dice quien se dispone a contarnos Moby Dick. Llámalo equis, decimos para darle aire a nuestro presuntuoso discurso, se ponga el ejemplo que se ponga, lo diga quien lo diga, pase lo que pase, impulsados por las ganas de decir esta boca es mía de una vez por todas. Mi nombre es Bon, James Bon, escuchamos con la imposición de una patente de corso o de una contraseña que salvaguardase de todo peligro de sospecha al agente secreto mejor vestido de la historia del cine. Hay nombres de personajes literarios que acaban formando parte de la familia, adaptándose a las mudanzas y a las largas estancias sobre el mueble en el que se empezó a engendrar nuestra biblioteca, como el de Ignacio Abel en La noche de los tiempos, que  nos predisponen a encauzar la lectura con la intuición de tener delante a una buena persona, a una persona que se ha ganado a pulso lo que es y no se imagina lo que le espera; u otros como el de Lorencito Quesada en Los misterios de Madrid, en la pronunciación del cual se atisba ya la inocencia y el carácter soñador y bonachón de quien vive en su fantasía de reportero. Cogemos un ejemplar de Lolita y sentimos como si Nabokov no se lo hubiera pensado dos veces a la hora de titular así una de las más controvertidas novelas del siglo XX. Solo con leer la palabra Zaratustra adivinamos la severidad y el rigor de quien se dispone a diseminarnos con ecos de profecía las entrañas del pensamiento de un humano, demasiado humano, a base de campanadas que no paran de redoblar con la impronta de la letra mayúscula y en negrita de las mentes solitarias, taciturnas y reflexivas hasta la saciedad. El nombre, la voz, la palabra, el sonido que los emparenta con el significado va quedando en el mapa de nuestra memoria y en las coordenadas de nuestro presente.

martes, 5 de septiembre de 2017

Las flechas de la sensibilidad


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Leer es el placer de en primera instancia ver las letras dibujadas sobre una página, la milagrosa grafía que constituye el recipiente del significado, formando palabras, frases, párrafos, capítulos e historias enteras dotadas de la imaginación sobre las que la ficción campa tan a sus anchas como para hacernos pertenecer al presente mediante las bifurcaciones de las comparaciones; y después esas señales que se encargan de orientar el tráfico de la dicción: la puntuación que hace posible el fluir de la expresión acotando en pequeñas parcelas la explanada del argumento. La tela sobre la que se tejen unos versos es comparable a un lienzo en el que con unas cuantas pinceladas el artista ha dejado el sello de sus impresiones, y las del lector, porque el lector se escribe y describe así mismo en la lectura de la poesía, encontrándose, disfrutando del instante de la identificación independientemente de que en la mente del poeta las flechas de su sensibilidad fuesen dirigidas a otros paisajes del alma. Qué importante es leer poesía para aprender a escribir, para alcanzar un mínimo grado de condensación en la alegoría, para crear un código de símbolos y de imágenes, para que las figuras de un relato adquieran cuerpo propio más allá de su primera acepción en el diccionario, abriéndole así paso a la inmensidad de la metáfora; en literatura todo es metáfora, todo cobra el ilusionista protagonismo de la pluralidad semántica. El mundo interior del escritor a veces se confunde con el nuestro en un juego de relaciones que ponen de manifiesto la conexión del ser humano en lo que a sus sensaciones vitales se refiere, y en ese manantial se desenvuelven las aguas del íntimo vínculo existente entre los arroyos del lector que van a parar al cauce principal del río que lo lleva a explicarse las cosas mediante la voz de quien escribe. Sucede con los ensayos que tira uno de lápiz para subrayar los eléctricos chispazos de lucidez que le hacen retirar los ojos del libro clavando la punta de carbón en la sien parándose un momento a pensar en la contundencia de lo leído. Quien lee una novela es testigo de cuanto sucede en ella enriqueciendo sus circunstancias reales con lo que está viviendo en esa otra vida que es la de los personajes, abriéndole los ojos al paseo por La Ciudad, teniendo más posibilidades de avanzar en el inabarcable proyecto que supone conocer al ser humano, explicándose las señales de su entorno más próximo mediante la profundidad de las reflexiones de los habitantes del libro que se tiene en las manos. Nos quedamos cortos si afirmamos que la vida es más vida con la lectura, porque trasciende al presente complementándolo, interrogándolo, cuestionando hasta qué punto lo palpable y tangible rinde honor a la evidencia, escrutando en las costuras del chaleco de la obviedad sacando de ellas los hilos de los que se desprenden las conclusiones con las que poder seguir sorprendiéndonos de todo; y esa riqueza no tiene precio.

jueves, 31 de agosto de 2017

Diccionarios


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No deja de sorprenderse uno de la inmensidad de nuestra lengua, de la cantidad de palabras que tenemos, de las diferentes formas en las que se puede decir lo mismo. Cuando me pongo a escribir suelo abrir un diccionario para buscar en él tanto los sinónimos que no me hagan caer en la reiteración de un vocablo así como el significado de ese término que puede traicionar el mensaje; la consulta ortográfica ocupa también un lugar importante. Una palabra mal colocada puede dar al traste con la intención de lo que se quiere decir, tergiversando así el contexto o cayendo en el vacío de la confusión que deviene en duda y en aburrimiento, y en ese peligroso trance de la escritura que consiste en irse por las ramas. Los diccionarios son el cosmos de la semántica, el mundo en el que se encuentra la explicación de los conceptos y la razón de ser de la etimología. Descubrir la procedencia de una palabra nadando en el mar de la etimología es un acto que tiene algo de apasionante porque en dicho hallazgo descubrimos parte de nuestra historia, de lo que nos ha llevado a que las cosas se digan de una determinada manera. La filosofía del lenguaje, el por qué hablamos y escribimos así, define el pensamiento de una sociedad, su arquitectura mental, la razón de ser de su vehículo de comunicación. Muchas veces me he preguntado cómo se ha ido, a lo largo de los tiempos, formando la articulación de los diferente sonidos a partir de los cuales el ser humano ha hecho posible que se vayan sentando las bases del entendimiento, ese llamar a las cosas por su nombre. Fijar las sílabas que definen la presencia de un objeto, a nivel fonético, debió de ser una ardua tarea que llevó implícito en nuestros antecesores el esfuerzo de tener que ponerse de acuerdo para que la emisión de un mensaje tuviese la consistencia tanto de la comprensión como de la credibilidad. La aparición de la grafía, del dibujo en el que se resume cada letra, hubo de ser del mismo modo otro acontecimiento que yo imagino de los más significativos de la historia; y después poner una detrás de otra para hacerlas concordar con las articulaciones que consuetudinariamente se habían memorizado. Sin ir más lejos esta mañana he estado tomando unas cervezas en La Academia y he solicitado la ayuda de un diccionario para ver cómo se escribe la palabra dislexia, término al que mentalmente siempre le pongo una errónea pe intercalada y una equis en el lugar que no corresponde, y al definitivamente aprender cual es la acepción correcta he vuelto a sentir la alegría del aprendizaje. Un diccionario es un edificio de una solidez tal que en él puede uno ir de una a otra de sus estancias como quien pasea por un infinito museo sin dejar de fascinarse por la riqueza de la lengua.