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viernes, 31 de mayo de 2019

La mañana







La mañana pasa por el cielo y los tejados
como una centrípeta ave adivina que canta
la estrenada claridad de un milagroso vocablo,
insinuándose mediante una luz difuminada,
ambivalente y tenue cabello de ángel filtrado
por las ventanas atravesando las tazas de azul
e iluminando de ocre los duermevelas del pasado,
poblando las mesas de una efervescente inquietud
con el atrevimiento de colmarlas de fuego moderado. 

La mañana pasa por la ducha, las legañas y el espejo,
por las zapatillas, los bostezos y los cigarrillos templados,
por las tostadas y el reflejo del aceite y los apuntes,
por las sábanas revueltas sobre la mermelada de la agenda,
por los lápices que le sacan punta al envite del diario, 
por el día que de resurrección se viste por costumbre
a la par que se retoma la aérea línea de los hábitos.

La mañana pasa por el presente, el minuto y el pañuelo,
por el efímero tatuaje de la almohada sobre el rostro,
por el faro y por la playa y por el puerto de los atracados
barcos en el muelle de una buena y retomada esperanza,
por las boyas que en el mar de la memoria dejaron su señuelo.

La mañana es ese mundo recién esculpido y decorado
en el que quisiera uno volver a mejor reconocerse,
esa continuación de la aurora con cereales sin traslados,
ese álbum de barruntados incipientes pensamientos,
el instintivo acercamiento a las ascuas del ayer cercano,
el borrador sobre el que conseguir los planes que no fueron.

La mañana peina las canas, perfuma y reconstruye los cabellos,
activa la cafetera, pone en marcha, abre los botes de geles de baño,
estira los brazos, desentumece los huesos, desayuna, tose y estornuda,
engendra promesas mezcladas con tirabuzones de emisoras de radio.

La mañana va de la cama al reencuentro, del lavabo al armario,
del pasillo al noticiario, de la puerta de la calle a los tantos por ciento,
de la interrupción del sueño al manido y sempiterno enfrentamiento
con el reino de las voces tantas veces frecuentado de ordinario.

La mañana es el comienzo de un encolado lienzo retomado
sobre los aprendidos ensayos de luces y sombras y contrastes,
en ese traslúcido dibujo latente detrás de lo a penas esbozado.
La mañana mejora con violines y proyectos de buenas intenciones
haciendo parada entonces en los jardines de las canciones de la calma.

La mañana es un suspiro y un sollozo que dura lo que dura un vistazo,
el ramillete de unas cuantas horas, un escorzo con el mediodía al rebufo,
la intempestiva sucesión al fondo de las prisas maniatadas del antojo,
la cita que no deja de insinuarse de reojo en las manecillas del reloj.

La mañana es un pedazo de sol aclarando las dudas y las sombras,
una pincelada de nítido blanco que de sonoridad bautiza al silencio,
el sendero del más pegadizo y sano recorrido de columpios y trapecios.

La mañana arropa en su ternura de proyecto, de salida y de rosario,
en su desmedida cara de un nada acontecido ni dado por supuesto,
en su contagiosa atmósfera de un manifiesto y pulcro todo por delante,
en su talante para afrontar la página en blanco colándose en sus huecos.


lunes, 20 de mayo de 2019

La ciudad imaginada


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 Una ciudad imaginada es como un sueño deslizado sobre la acera de un monólogo, ese suelo extraño y conocido, tatuado a golpe de cincel en las sienes de la andarina memoria poética, en el lago de los cisnes del deseo, viéndonos allá sobre el paisaje presente del lugar que aún no habitamos como en esa casa dibujada por el niño que somos gracias al que fuimos, armados con inermes pensamientos, queriendo emprender el viaje lo antes posible. Visitar una ciudad por primera vez es un acto de reverencia al asombro. Montarse en un tren con la emoción anticipada de la novedad, e ir recibiendo la onda que desde tan lejos se acerca por las vías respiratorias de los kilómetros que han de recorrerse con las mismas ganas de llegar al destino que de disfrutar del paisaje, se parece mucho a la futurible tranquilidad tantas veces negada por el monotema de lo repetitivo, por la abnegación de la rutina, con la misma pena por lo dejado atrás que la poderosa alegría de volver a celebrarlo de una vez por todas. Visitar una ciudad por Internet es meterse en las cosas que a bote pronto nos interesan, o dejarse llevar por lo más destacado de la red en torno a ella, como en una predominante secundaria atención que acaparara lo que hemos acabado descubriendo sin pretenderlo; pero eso es como si le diésemos demasiadas pistas a aquello que, en todo caso, dependerá de la fortuita curiosidad de lo espontáneamente investigado. Imaginar es un acto instintivo, y su gratuidad es genuina como la coherencia de los sentidos que desean ponerse de acuerdo para llevar a cabo un acto de reminiscencia presente sobre el decorado de lo desconocido. El olfato es el órgano de la memoria, y los aromas recaudados en el paladar mental son como afluentes del río del recuerdo deseando ser desbordados por las renovadas aguas de un nuevo acontecer. Imaginar una ciudad nos sumerge en el feliz e indolente idealismo de la indulgencia, ese sitio al que querer llegar para hacer lo que a uno más le gusta de la manera más razonable, sin hacerle daño a nadie, sin pedirle cuentas a nadie, dejando que reinen las leyes de la Naturaleza. Una ciudad es imaginada como lo  son una aventura o un viaje, como una celebración o un sepelio, como una tormenta o un tropiezo, como una angustia o un golpe de suerte, como los novelescos sucesos con los que los escritores esgrimen sus historias. La ciudad imaginada es la que nos traslada a lo aún no acontecido, y por eso nos permitimos licencias que en la vida real son imposibles, en esa incertidumbre del antes del comienzo, como cuando nos revolotean en el estómago las mariposas del enamoramiento por la mera presencia del ser inconscientemente amado. Ese deseo por viajar de un lado a otro, esa cuerda floja de la constancia territorial que busca un paso al frente, ese querer coser cuatro flecos con lo que la fabulación agradece de aire fresco, es lo que  evoca el imaginario viajero que se figura a Paul Theroux atravesando un país desde el sol abrasador a las montañas nevadas, desde la lejanía del horizonte a la impronta del cartel del destino recién estrenado. Hay que dar muchas vueltas para volver al mismo sitio, a ese lugar en el que se encuentra la ciudad imaginada.

sábado, 18 de mayo de 2019

La ciudad sin nombre

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La ciudad sin nombre es el lugar buscado por los peregrinos durante la soledad de los trámites que agonizan en el traslado; ese lugar del que uno desconoce sus perfumes, sus causas y consecuencias, sus creencias y disparates, sus combates a pie de calle, sus repetidos sonidos por la inercia de la costumbre. Esa ciudad tiene un antes y un después, una milla verde, un preliminar infructuoso recorrido que se va alejando de un destino por años conquistado sin pretenderlo ni saberlo, sin más herramientas que las del hilo de la intuición esperanzada en una racha de aire fresco, abordando los señuelos de las nuevas proposiciones, de los himnos y canciones de un enredo de profesiones y comercios, en fin lo que da de sí ese tropel de movimientos solapados a la velocidad de la luz del día y de la noche. La ciudad sin nombre es la lejanía cercana, el verso del anhelo, el recobrado aroma de un asfalto tan plagado de semáforos como de versos y crueldades, el directo testigo de la continuación, la resurrección de entre los escombros de la somnolencia perdida de vista por aburrimiento, el paso de cebra al frente en el que ya no importa nada más que lo que pasará a partir de ahora. La ciudad sin  nombre es el destello valiente dentro de la incertidumbre de los pies en el suelo y del grito en el cielo de quienes solo tienen claro ser alérgicos a la pólvora, al terror, a la mala leche, a la insana competencia de los odiosos tantos por ciento, al desperfecto de esqueletos repartidos por los acantilados de la renuncia y el desgaste. Las ciudades sin nombre gozan de la confianza de la ensoñación, porque sobre sus nubes vuela la humedad sellada en las sábanas de la pasión de otros tiempos reconquistada ahora por la emoción de lo desconocido, de lo que en un santiamén se convierte en oro molido gracias a la capacidad de asombro. Anda uno buscando una ciudad como quien busca un planeta aparte en el que refugiarse del sopor de los cafres que campan a sus anchas haciéndole el descanso imposible a los vecinos. Quien encuentra una ciudad encuentra un tesoro, un género literario, un torrente inspirador, un óleo muy trabajado a la vez que inacabado. Vamos pasando por la vida de un sitio a otro, de ciudad en ciudad, atribuyéndonos hazañas que nunca sucedieron, falseando el pasado con el cuento de irás y no volverás y en ese plan, recurriendo a la fantasía por la vital responsabilidad de la existencia, por instinto de supervivencia y de protección, por necesidad de contar las cosas como nos hubiera gustado que fueran, y a lo largo de ese camino pisamos ciudades con el riesgo de olvidarnos de ellas, cuando lo que le ha de importar a un hombre errante es eso, lo que pasa en las ciudades, en sus ciudades, lo que se vive en ellas para verse reflejado en las aguas de sus estanques. Las ciudades son los gráficos mas cercanos del deterioro de la convivencia, por eso conviene acercarse a ellas con el suficiente recelo y distancia de seguridad como para que no nos dañen las sacudidas de su brutalidad, cosa a la que se llega cuando de la poesía pasamos a la praxis del deterioro ciudadano, a la perversión del tiempo libre de los paisanos convertidos en irreverentes y esquizofrénicos sonámbulos. Una ciudad es un templo de la contemplación diaria, una película que siempre se está rodando, un montón de detalles que no se pueden recordar de un plumazo, una montaña rusa en la calma del torbellino de las mejores mayonesas. Las ciudades sin nombre siempre han sido el destino de los grandes soñadores.

martes, 13 de febrero de 2018

Absurdo y aburrido


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Una tarde de esas en las que no sabe uno sobre lo que escribir, por dónde empezar. Un transcribir letra a letra aquello en lo que la voz interior se esfuerza por traducir, un aluvión y una hipoteca, una soñada biblioteca, una cuesta abajo de febrero, un reguero de sonidos basados en el silencio, en la bruma, en la falta de norte acorde con la goma espuma del pan industrial, fuera de juego, con el pie cambiado, inverosímil y común, uno más a mucha honra, mezclado entre la Pipa de la paz y la cerveza, sin naipes en la manga, absurdo y aburrido, observador y contemplativo y poco más; esa apatía que le impide a uno ir a la Academia a ver un rato el partido; una indefensión célebre por recalcitrante, ausente y poco dada a los sobresaltos, un estar sin estar sin querer dejar de estar pero en qué quedamos; un lugar en el que la vida se nos va en decir que si o que no, una apropiación indebida, una despedida antes de tiempo, un cuento de Adas con árboles deseosos de ser abrazados, un consumado malherido malinterpretado; un recipiente del que no se cansa uno de beber, un ayer con sostenidos y bemoles, con aires de filarmónico sentido, con romántico murmullo de mariposas en el estómago, con náufragos que no se dan por vencidos; una de esas veces en las que puede más la intuición; un sitio que pasa desapercibido, solo en la memoria del olvido que se lleva bien con la inquietud a la espera de ser reconquistada/o; uno de esos mensajes sin recibir; una montaña y un grano de arena, unas cadenas para escalar el Everest, una mochila cargada con víveres y con algo que echarse por lo alto; una colilla malhumorada, mal ahumada en su ingenuidad; postales en las que se les rinde homenaje a la catapulta, insomnios vespertinos, inquilinos del piso de arriba que no dejan de armar escándalo o ensoñaciones recreadas por el estado de alarma sin que se haya prendido fuego la casa. Luces de bohemia, escaleras hasta el subsuelo del intelecto, hasta el coma profundo, hasta el tuétano, hasta la médula, hasta, ¡Corten!. Demoras, prisas atenuadas por la desidia, ineptitudes y mucho barro. Es hora de empezar de nuevo, se dice el caminante; es hora de decirle hasta luego a los demonios del fiscal, a la rudeza de las ruedas de molino, a las mal perfumadas musarañas, a la entretela de los visillos de las suposiciones, a las razones que nos permiten ser más acordes, menos imbéciles.


jueves, 9 de noviembre de 2017

Diario de Novirembre XXI

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Desabrochar una cremallera es un gesto que puede llevar implícito el matiz de la provocación, de la persuasión, de la emoción anticipada del encuentro con los poros de una piel deseada, de lo que en definitiva supone la vocación por el pro del bocado, por el pre diseño de la caricia imaginada instantes antes de producirse, de la entretela en la que se envuelve el terciopelo del erotismo, de ese acercamiento que poco a poco, paulatinamente, se introduce en los vasos sanguíneos mejorando el riego del cerebro; musas y musarañas despiertas sobre los tejidos de dos cuerpos enroscados, enlazados, coleando, impulsados por la inercia de la textura de los cabellos que se pierden sobre el mapamundi de la piel, recorriendo a pasos cortos un pasillo, tropezando con alguna silla, empujando una puerta, deslizándose sobre el horizonte de las sábanas; lentes que analizan el minúsculo gramo de sensibilidad que pueda permanecer en las huellas de los destellos y reflejos y en la esfumadiza y persistente estela del orgasmo, edenes para sordos perdidos, para locos de atar, para cuerdos de amar. Un dedo, dos dedos, tres dedos, una pierna y un escote y un horizonte con dos molinos de viento mitigando la sed, un paisaje por debajo de las nubes y por encima de la almohada, entre la colcha y el somier, en la cama de las ramas de ese árbol perdido en mitad del bosque, erizándose los pelos hasta ponerse de punta en cada jirón de tacto bisílabo. Se tiene todo a partir del momento en el que se siente. La saliva engomina el flequillo del gemido. Los aires de paz se han concentrado en un punto de la tierra, en este punto en el que la velocidad del planeta se detiene y el tiempo queda suspendido a merced del impulso respiratorio del contacto sobre el hilo telefónico de los besos de tornillo.


domingo, 5 de noviembre de 2017

Diario de Noviembre XVI


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En estos días en los que la realidad televisiva se ha convertido en un conjunto de relatos salvajes a la manera de la película argentina, sale uno a la calle y lo encuentra todo envuelto en mansedumbre nerviosa. Pululamos por La Ciudad conscientes de nuestro encuentro con la noticia rebozada de cobardía, con la huida a Bélgica de aquellos que tan alto levantaban los brazos instigando al pueblo a la sinrazón de sus planes, con el atraco a mano armada de las ofertas, con los estímulos a doquier de los escaparates, con los cláxones que no cesan de emitir el bramido mecánico de la impaciencia. Los pasos de cebra son un mapa al amparo de unas luces que casi nunca se respetan. El Centro está cada vez más concurrido de policías, acechando la amenaza, vigilando las entradas de las zonas peatonales, mirando a cada una de las ventanas de los edificios en los que puede que se hospede el siguiente criminal. La novela de la vida está servida en los instantes conjugados por la intervención de nuestros gestos. Los obsevatorios de las casas son el refugio de la mente atiborrada de sensaciones, el oasis en el que ver el espejismo de la bondad en el interior de los libros. El otoño tiene un tono ocre con el que se endulzan las infusiones del paso del tiempo. Hoy me he despertado comunicativo, con ganas de escribir y de hablar con los pocos que me quieren; hoy será un día de esos en los que por mínima que sea la posibilidad todo adquirirá el tono de violín esperanzado, creyente de si mismo, convencido de que hay alternativas a la rutina que nos acoge en el seno de la inercia quieta y anquilosada de las costumbres mezcladas con miedo, con miedos, con cautelas, con temores, con esa cosa que nos hace parecernos a las primeras personas de la resignación. Miro a un lado y encuentro el cuaderno de tapas negras en el que voy dándole rienda suelta al discurso de la mano, a lo que me sale de dentro cuando me paro a explicarme el mundo a lo Thomas de Quincey, cuando el nulle die sine linea resulta de obligado uso lúdico, de compañero, de fiel escudero, de apertura del tragaluz por el que suele entrar la claridad de los juicios con resonancia a querer salir a flote.

viernes, 3 de noviembre de 2017

La emoción en el presente


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Un rizo que riza la acrisolada presencia de la tarde en un  pasillo, el brillo de la sombra de un destello de cabello acaramelado, o la de una mañana empapada de suspiros al despertar y durante el duermevela del dulce comienzo de volver a conocerse, a experimentarse, a olerse y a tocarse y a besarse hasta la saciedad, resolviendo el misterio haciéndolo aún mayor; un pensamiento que viene a parar a mi y lo inunda todo de kiwi laminado sobre el fotograma del resurgimiento, con pinta de apunte de esa inmensidad a la que no sé si llega la razón; una manta que se estira hasta verle a los bostezos el dobladillo a dos velas en una habitación, la intuición de que se puede soñar despierto contemplando la belleza de un rostro durmiente; la permanente presencia del silencio junto al roce de la piel, de su piel, de tu piel, el azafrán que corona el aroma de la manzana, el pubis, la falange, la entrepierna, el tobillo, los gemelos, las venas que en el cuello se dilatan por los efectos de cuanto más mejor de todo lo bueno que acabe en Ser; un pantalón corto a cuadros, unas chanclas de verano hospedando a las plantas de unos pies con dedos monosílabos como las teclas de un piano; unas uñas pintadas de rojo, con matices de escultura del Renacimiento, con el resplandor de quien se quiere así mismo. Una mano y un diptongo en sus caricias, un teléfono y una voz a la que se le adivina la magia y la geometría de los dientes al sonreír; una puerta, una sacudida, un ascensor que lleva a un piso más allá del tercero, una bolsa de garbanzos que Pulgarcito derrama ante la presencia de una Dama, unos labios carnosos, una piel delicada, una almohada grande y otra aún mayor, como las Osas del cielo que se reflejan en ese rincón fruto del espejismo de la transparencia cenital de la persiana como ojo observador de su dibujo deseado, un espejo en el que las sombras brillan y los encuentros se establecen bajo la batuta del encanto; y esa ventana tras la que la vida fluye en la avenida, en la que los semáforos se ponen en verde y en rojo y una fuente no deja de sonar. Pámpano, sílaba, esdrújula, son palabras que me vienen a la cabeza de repente, porque me gustan y salta uno con ellas en el chispazo de alegría de los acentos, en ese tintinear de la emoción en el presente. 

viernes, 13 de octubre de 2017

Cumplir años

 

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Cumplir años es una dedicación
ordinaria a la que nos sometemos
queriéndolo y sin querer,
viéndonos pasar y suceder,
viéndonos en el reflejo de los gestos
que se han hecho tan nuestros
como nada de lo que nos pertenece.

Amen de la inexorable cualidad
del paso del tiempo todo fluye
sin detenernos en la contundencia
de lo minúsculo llamándolo superfluo;
es decir que le restamos trascendencia
pero no dejamos de tenerlo en cuenta
arrinconando ese material en un desván
al que acudir cuando la recapitulación
quiera pasarnos a limpio su diario.
Lo más duro es enfrentarse al final
de la primavera que uno creía eterna,
como si tener veinticinco fuese
tan fácil por el mero hecho
de que se le hubiese ocurrido
a Oscar Wilde, a Peter Pan,
a Robin Hood, a Dorian Gray.

Hacerse el sueco a sabiendas de que
lo más probable es que salgan al paso
las secuelas de la memoria que
nunca se desprende del olvido
es hacer de tripas corazón,
ingeniárselas para reconciliarse
con uno mismo y con el mundo,
porque al fin y al cabo
aquí estamos vivos y coleando,
sorteando las curvas y los relojes,
los apuntes de la pubertad,
los juegos de la infancia,
las maletas de los traslados,
los diccionarios del pecado,
las fronteras de las revoluciones,
el idealismo de la caverna,
el paisaje de la escuela,
los porros de la Universidad,
las madrugadas rompeolas,
las fragancias que nos impulsan
al precipicio no sin
pensárnoslo dos veces,
el recuerdo que miente
más que un epitafio.

Cumplir años es lo que viene a ser
el ritmo cotidiano y sonámbulo
de una rutina más bien peligrosa
a no ser que se disponga de
un chaleco salvavidas
y de otro antibalas,
y de una de esas barras por las que
descienden los bomberos
tras haberse jugado el pellejo.
Hay quien tiene vocación de joven
y hay quien prefiere llegar a viejo
antes de lo prescrito
por los prospectos de la costumbre;
hay quien se asoma al balcón
para contemplar el paisaje urbano
y hay quien no sale de casa;
hay quien desmiente lo que fue
mientras otros se inventan su pasado
y su presente y su futuro;
cumplir años no tiene la menor importancia
si en cada día cabe una vida entera.



martes, 10 de octubre de 2017

Cuánto


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Cuánto diluvio y espanto,
cuánta inercia de mal vivir,
de escribir y no escribir
o sentir que no es uno el que escribe;
cuánta certeza contenida,
cuánta inclemencia sostenida 
en los páramos del esperpento
detenido por falta de voz,
por no saber decir que no,
por no vaya a ser que.
Cuánto instrumento enmudecido,
decencia mal ejercida,
creatividad por los suelos,
algarabía de medio pelo,
dimes y diretes mal enunciados,
insurrecciones que dicen adiós
te pongas como te pongas,
justo ahora,
sin pelos en la lengua;
y qué hacer después.
Cuánto de todo junto,
abundancia que nos sale
por las orejas, y por 
los ojos estando ciegos,
por las piernas estando
lisiados perdidos del corazón.
Cuánto que decir y ya ves,
si no hay cómo llegar a 
las avenidas del desierto
en el que encontrar un oasis
y una frase de gratitud,
una llama que encienda el silencio,
un ascua que recobre el fuego,
un maniquí que se ponga en marcha.
Cuánto que celebrar
a causa de la derrota,
sin la cual no hubiésemos sabido
a lo que saben las a penas 
sostenidas palabras
del hilo telefónico.


lunes, 9 de octubre de 2017

Un crucigrama


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 La vida es un sendero
un valle de vivencias encadenadas
una montaña rusa de sensaciones
una patria un libro un encuentro
un beso con los brazos abiertos
un antes y un después
una manera de ser y no ser
he ahí la cuestión.
La vida se resuelve en crucigramas
palabras que conectan detenidas
la fragancia de dos cuerpos
haciendo posible lo supremo
lo  deseado la conquista
la almohada que no duerme sola
acariciando los sueños con desvelos.
La vida  es un orden y un desorden
una armonía y un arrebato
una tendencia un oficio un poema
grabado en los confines del alma
un ensayo y un error un medio
en si misma para vivir
despejando dudas
adquiriendo certezas
excavando las minas de la riqueza
explorando algodones y clavos ardiendo
resumiendo en un suspiro la eternidad.
La vida nos devuelve ella sola
lo que le damos y le negamos
como por el arte de la inercia
de un sentido para el que todavía
no hemos encontrado solución.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Después del verano


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Entra el otoño y con él la hoja caída del árbol, y los anocheceres que oscurecen antes, y la tinta ocre y marrón trufada de amarillo. Se va el verano pero se queda remoloneando en las siestas y extendiendo los coletazos de su calor de tanto en tanto, en un mediodía o una de esas tardes en las que nos sobrará la manga larga. El otoño huele a sala de cine y a lectura hasta las tantas, a brasa en la chimenea de una casa de campo, a amaneceres con el frescor de la colonia del relente de la madrugada. Hay un tono de violín en esta estación y una trompeta con sordina, una voz pausada y un soniquete de dulce melancolía; hay una sonata y un acorde en clave de sol menguante. El otoño nos predispone a la contemplación de las nubes que insinúan lluvia y al guiso de lentejas, a revolver los armarios en busca de un pijama. La luz, siempre la luz, en La Ciudad se va encargando de recordarnos a otros otoños en el hábito de sus gentes y en el reconocimiento de la belleza del cuadro al óleo de los parques, con esa pincelada extendida sobre la que se adivina el rojo fugaz del cometa del azúcar. Con octubre a la vuelta de la esquina se saborea el  café de la escritura y se fuma el cigarrillo de la indispensable poesía de esta estación, ralentizando el giro de la rima hacía los confines del ala de un sombrero. Hay una pipa y un puñado de frutos secos, un membrillo y una castaña asada que desprende el bienestar de la humildad y las huellas de los aromas que nos conectan con la edad de la inocencia. Hay libros que se adaptan mejor al otoño porque de ellos rezuma un tono de serenidad con el que el cuerpo se adapta mejor al respaldo del sillón. El lápiz y el otoño van de la mano, se conquistan el uno al otro como dos amantes en la ebullición del verso y en el paréntesis del borrón meditativo, en la sinergia de la estrofa del desayuno, en la puesta de sol acompañada por la ventisca que acaricia los cabellos, en la frondosidad de los dibujos de las bufandas y en la seda de los pañuelos. Desde el otoño se vislumbra la Navidad y se instala la emoción anticipada de tener por delante tres meses de un clima propicio a la planificación de proyectos de puertas para adentro del alma.

sábado, 23 de septiembre de 2017

Pensar


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Pensar, he ahí la cuestión. Pensar en el amor y en el trabajo,  en la dedicación diaria, en la compra y en los libros de cuya lectura uno siente el recuerdo de la realidad. No dejamos de pensar. Pensar en escribir, en la dieta diaria del nulle die sine linea, en el borrón y cuenta nueva, en atenuar el agobio de las incomprensibles prisas por llegar a ninguna parte. Esta mañana no sé de lo que escribir y echo un vistazo a la derecha de mi escritorio; allí se encuentran apilados decenas de ejemplares adquiridos por el impulso de la literatosis; crecen, se acumulan, me miran; uno de ellos se titula Piensa. Pensar, querido Hamlet que acaricias la calavera del tiempo con tus manos de escultor de fantasías. Pensar dónde poner el pie derecho para no caer, dónde acoplar los codos para encontrar la comodidad de la postura que nos haga olvidarnos del dolor, dónde colocar los objetos que nos acompañan para darle un aire de hogar a nuestro entorno, dónde dirigirnos cada día sobre la autopista de nuestro interior, dónde clavar la mirada para encontrar el dibujo que la imaginación anda buscando en las manchas de las paredes. Pensar y dejarse llevar por el guión fortuito de la fabulación, por el instinto creativo de la existencia, por el pan nuestro de cada día del incesante movimiento de nuestro pensamiento. Pensar en quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, de qué materia estamos hechos y cuáles son los hilos de nuestra conciencia, el mecanismo de la intuición, la puesta en marcha del motor de nuestro cerebro. Pensar en dejar de fumar, en no trasnochar, en prevenirse contra el infarto, en poner en orden las tres o cuatro ideas que  a uno se le ocurren; pensar en el olvido y en su almohada pasajera. Pensar en el dinero, en las facturas y en los impuestos, en los caprichos y los regalos, en las compras que no nos atiborren de la cualidad de lo superfluo; pensar en el sentido práctico del consumo, maldecir la obsolescencia programada de la pasión. Pensar en lo que se dice y no se dice, en lo que se hace y se deja de hacer, en lo un poco de todo que todos somos, en el egoísmo y la traición del subconsciente, en el repiqueteo de la tentación, en la libertad deseada desde que uno nace. Pensar en la soledad y en la tristeza, en la alegría de volver a disponer de voz, de gestos, de palabras, de sanas intenciones, de proyectos sutiles y aromáticos con cariz de partitura para piano. Pensar en lo que nos queda por descubrir, en las posibilidades de decir que no y que si, en el recuento de las experiencias que nos han hecho llegar donde estamos; pensar en las vías de escape de la globalización que pronto inaugurará un Burguer King en cada catedral, en la ristra de empeños a medio empezar, en la letanía de versos que la escritura automática nos concede por piedad. Pensar en la pacífica marcha verde en contra del deterioro intelectual, en el cambio de vida al que tenerse que adaptar para no morir en el intento, en este siglo XXI tan tecnologizado, tan cruel con su sopa espesa de sangre y cuchillos afilados, tan zafio en contingencias nucleares, tan nutrido de botones con los que acabar haciendo estallar el planeta. Pensar en lo que no nos atrevemos a pensar, en la osadía de ser políticamente incorrectos, en la virtud inherente en todo acto de integridad. Pensar hasta el final de nuestros días que cada día puede ser una magnífica oportunidad de vivir, de contemplar y de guardar el silencio necesario para que no dejar de pensar no nos vuelva más locos de lo que estamos. Pensar a pecho descubierto, a pleno pulmón, a sangre caliente, a rayo de luz, a tono de azul transparente, a violín para sonata, a lección de filosofía, a pomada contra el picor del desgaste de la vida. Pensar en el camino sin dejar de pensar en el instante, querido Hamlet, he ahí la cuestión.



sábado, 9 de septiembre de 2017

Somos


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Somos el pie que cada mañana primero ponemos sobre el suelo, la música que nos entra por los oídos, las palabras que nos salen de la boca, el aliento de nuestros ronquidos confundido con el abrir y cerrar de las puertas de la cercanía y la distancia,  la mermelada con cuyos grumos el desayuno nos puebla la tostada, el café que nos quita las legañas, la toalla con la que nos secamos la humedad de las entrañas de los sueños sacudidos, la manera de coger una taza, la forma de decir ya basta, los sorbos de los que extraemos los versos del  empezar de nuevo a caminar por la senda de las obligaciones y del instinto de conservación, el mito de Tántalo y de la caverna, la hipótesis de llegar donde queremos; el libro en el que nos encontramos con las vidas del más acá, la novela de la trashumancia de nuestro cuerpo, el relato corto de la jornada, el poema del duermevela engatusado en el país de las musarañas, el ensayo que razona por nosotros, el artículo que arrancamos de una página del periódico. Somos la inercia y la rutina y la avalancha y el arrebato y los contagios de tristeza y felicidad, el movimiento de las exprimidas naranjas en nuestro cerebro al son del cálculo de la raíz cuadrada de la tenacidad, el poema que no sale de su ensimismamiento en nosotros mismos y en los demás, la agonía y la sospecha, la dicha y la fortuna de vernos sanos y salvos a estas alturas del partido, cuando todavía queda la esperanza de la prórroga y la continuación del impulso por mantenernos en la brecha de la efímera eternidad. Somos caligrafía y dicción, gesto y quietud, palabra y voz, soniquete y silencio, amparo y desconsuelo, memoria y olvido, carne y hueso, todo ello metido en el mismo saco, en el cajón desastre de la existencia. Somos la difuminada acuarela de nuestro pensamiento por las calles de La Ciudad, el óleo impresionista del vistazo, el bodegón a pastel de la tranquilidad doméstica y la desleída lámina del carboncillo de la curiosidad; la duda y la seguridad de pertenecer al rebaño, el espíritu de la libertad que nos lleva a decir que si o que no, que tal vez o que ya se verá, que puede que de vez en cuando o que por nada del mundo, que nunca jamás. Somos la papilla de la infancia y la ensalada de la pubertad, el resquemor de la adolescencia y la decisión apresurada de elegir una carrera cuando no sabemos lo que queremos, cuando lo tenemos todo tan por delante que nos ahogamos en un mar de elecciones y en su pluralidad. Somos diferido y directo, asco y escrúpulo, discípulos de un Maestro, hijos de la guerra y huérfanos de la paz, aspirantes al sosiego, opositores de la calma, parientes de las prisas de los malos toreros, bloques de mármol y estatuas de sal; Quijotes y Sanchos, Robinsones y Viernes pecadores y santos, amagos de infarto y regueros de sangre sana por las venas de las mentiras piadosas y del crucigrama de la bondad. Somos horarios y proyectos, anotaciones sobre el papel en blanco del presente continuo de nuestra respiración, argumentos con los que ir del hilo de Ariadna  tirando en pos de la continuidad, de un no parar quedándonos de piedra y saltando, callados y gritando, riendo y llorando, vistiéndonos y desnudándonos frente al espejo de la realidad. Somos culos inquietos y amantes de la velocidad, raudos inexpertos atosigados por el qué dirán. Somos, en definitiva, un poco de todo y seres que necesitamos más tiempo del que disponemos para descubrirnos de verdad.


viernes, 25 de agosto de 2017

Silencio


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No hay nada más atronador que el silencio, en su fuero se multiplican los pensamientos y tocan todas las orquestas, se desatan los pormenores del sonido hablándonos de cosas que no queremos escuchar y de situaciones que nos reconcilian con el presente. En el silencio cabe todo, lo bueno y lo malo y en ese plan, se desenvuelven a sus anchas los demonios del ruido contagioso y atroz, mezquino y aparentemente sereno de los ojos que se clavan sobre las manchas de un techo. El silencio nos abandona y nos acompaña, nos recibe con los brazos abiertos para saborear la paz e induce a nuestros diferentes heterónimos a ponerse en conversación sin saber qué decir o sin dejar de hablar, enlazando un monólogo con otro hasta que se cierran los ojos, hasta que el cuerpo cae en las profundidades del sueño efímero y eterno. La poesía y el silencio van de la mano porque se necesitan la una al otro, como en un juego de introspección del que dependiera el mutismo necesario para encontrar la palabra exacta. De la misma forma que el negro es la mezcla de todos los colores el silencio es la amalgama de todos los sonidos, es la definición del estallido hacia dentro, nos relaja y pulveriza, nos instala en el limbo y en la multitudinaria manifestación de nuestros egos, disfraza nuestra cobardía y nos prepara para ser valientes. Podemos encontrarnos en medio del bullicio y el griterío, del barullo y la verbena, de la fiesta y el vocerío atroz de las gargantas escandalosas y no oír nada, recluyéndonos en una especie de isla desierta, camuflados por el misterio, sumergidos en el fondo del mar de la afasia. El silencio no es mudo, todo lo contrario, es capaz de someternos al más cruel de los interrogatorios hasta desentrañar las claves de nuestra conducta, hasta darnos en la cara con la verdad de la apatía y con la razón del jolgorio. Disfrutar de la quietud es un hábito sostenido por ese fino hilo que separa al tedio de la pasión, puede llegar a resultar enfermizo, aunque su necesidad es tal que sin la soledad del silencio no nos acordaríamos ni de nuestro nombre. El silencio recoge lo que nos queda pendiente y lo pone en su balanza, sopesa las posibilidades y nos pone al corriente de que nuestro peor enemigo somos nosotros mismos. Un silencio vale más que mil palabras.

lunes, 21 de agosto de 2017

Mi calle


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Mi calle es uno de los fieles retratos/reflejos de la profundidad de La Ciudad; es un mosaico de adoquines pisados por los costaleros de El Gran Poder, una vía láctea en la órbita de la cera de la Semana Santa, un conjunto de viviendas capitaneado por la casa en la que nació Bécquer; todas las mañanas me encuentro con ese regalo. Mi calle es una línea recta en la que hay sitio para las curvas del vistazo, para la esquina en la que se pone a prueba la destreza de los pilotos, ese cruce de caminos en el que casi siempre tienen que hacer maniobra los vehículos de cuatro ruedas con intención de meterse en otra de las calles cuya historia suena y resuena en su silencio, me refiero a la calle en la que se encuentra La Academia. En mi calle hay lugar para las parejas que se abrazan y se besan al sol por mucho que caliente el verano, para las acompañadas bicicletas del soniquete de su candado, para los monopatines de los jóvenes que regresan de haberse dado una vuelta por los confines de la tarde y de la noche, de la madrugada, para las furgonetas que se suben a la acera y encienden sus parpadeantes luces de emergencia. Mi calle es un trayecto abierto al curso del paseo nocturno hasta el bar de al lado, un paisaje con figuras dispares y bohemias, románticas y calculadoras, ebrias y más frescas que una lechuga. Me gusta llegar en taxi a mi calle porque a medida que el coche se introduce en el dédalo del casco antiguo parece como si lo introdujese a uno en un cuarto situado en el fondo de una gran vivienda, allá donde no llegan los gritos de nadie ni los bramidos del camión de la basura. La calle, mi calle, esta calle, une una plaza a la que le han sido talados tres o cuatro árboles, moribundos gigantes vegetales desahuciados del cuidado del ayuntamiento, con la vía con nombre de emperador que desemboca en esa arboleda poco frondosa que en otros tiempos acogiera el rastro de los domingos, plagada de transeúntes con fular y chanclas y mochilas al hombro de la distancia entre la libertad y el agobio. La sustancia de las calles es el aire que corre a través de ellas transportando el pensamiento de sus vecinos, haciendo que los ojos se claven en las ventanas y balcones, que los oídos adivinen la llegada de lo memorizado, que el tacto evite levantar una gota de la sangre de las nubes de los charcos. Mi calle es soñolienta y vivaz, alegre y desesperada, anfitriona de los recién llegados a este barrio de San Lorenzo, plagada de siluetas sobre las manchas de las paredes, enrejada y encofrada; mi calle es de piedra y mármol, de cal y arena, de tiempo y espacio sacudidos por el vaivén de la historia. Una calle, así como una ciudad, es un mundo si amamos a uno de sus habitantes.

martes, 8 de agosto de 2017

Diario de agosto III


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Agosto es un mes al que le sienta muy mal la melancolía; el calor da modorra y la modorra ya se sabe, la modorra agosta y no sabe uno dónde meterse, qué ponerse, de que bebida echar mano, a qué dioses recurrir; siempre anda el vaso de caña al quite de los enjuegues por dentro, viniendo a estimular al paseante, al lector, al solitario, al turista embobado ante los detalles de una fachada del casco antiguo, a la vagancia de los espíritus que tienen bien abastecida la nevera. Agosto es un mes que huele a limón, a sandía y a melón, a ensalada verde, a patatas aliñadas y a pipirrana, a tomate con orégano y a lomo de atún en aceite; agosto tiene el bocado del filete empanado y de la pera de agua, la textura del gazpacho, el incandescente color de su sol en un cuenco de salmorejo; agosto tiene el brillo del huevo casi cuajado de la tortilla de patatas que alcanza la categoría de obra de arte al degustarse fría. Agosto suena a saxo alto, a vacíos en las plazas de aparcamiento, a señales que ahora leemos con más atención. Es curiosa la relación entre el ruido y la atención; hace poco, catando un vino, al decir que necesitaba salir a un sitio en el que poder apreciar sus aromas sin el bullicio que allí había, se me quedaron mirando. La atención sobre el mosaico de La Ciudad suele estar condicionada por la aparición de ruidos que entran a distorsionar la onda de un pensamiento, de una percepción/percepción; por eso ahora que hay menos gente y menos estridencias y menos motos y menos coches nos damos cuenta de que hay un cúmulo de detalles de La Ciudad que nos habían pasado desapercibidos, que estábamos ignorando por no cambiar de recorrido. Agosto tiene un aire de dispersión, de remanso de paz aunque invadamos las playas y corra la cerveza con la urgencia de los sedientos, y los espetos de sardinas pasen de mano en mano a la velocidad de la luz de las ansías por el desquite. Quedarse en agosto en La Ciudad no es moco de pavo; oro molido, canela en rama, pata negra, doble cero. Vivimos en La Ciudad y es como si no nos diéramos cuenta de que es uno de los principales destinos turísticos del mundo; por mucho calor que haga el resto del día, la simple aparición de las calles, por la mañana muy temprano, es una señal de la vida de la Belleza; se me ocurre que a Joyce y a Cortázar les hubiera encantado estudiar aquí unos años, empapándose del sigilo bullanguero y de los recursos de la improvisación; el primero con su inseparable cuaderno de notas en el bolsillo, el segundo dejándose mojar por la lluvia de mayo atravesando la Plaza Nueva, acurrucando y arropando bajo su gabardina un libro con el mismo cuidado con el que se lleva a un bebé junto al pecho.  

viernes, 4 de agosto de 2017

La realidad


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La realidad y su folio en blanco, y su tinta china y su óleo y su carboncillo, y su subir y bajar de las nubes del tedio a la pasión, y su humo de tabaco y su papel de fumar y sus dunas de arena del desierto del asfalto; la realidad y sus sábanas pegadas y sus ojeras, y su insomnio y su sueño despierto y su viaje astral a la nevera; la realidad y sus luces y sombras y penumbras y claros que iluminan un instante de reposo, y sus acordes y sus voces y sus instrumentos diatónicos a disposición de los oídos, y su cantinela de fondo y sus escombros y sus piedras preciosas; la realidad abarcando lo que no nos cabe en los brazos, con sus noticias y sus demagógicos discursos, con sus yacimientos petrolíferos y sus países enteros muriéndose de hambre, con sus ofertas y sus demandas y su sálvese quien pueda. Ver pasar la vida desde una esquina es un ejercicio apasionante para quienes gustan del vicio de tomar notas, de sentarse a beber una cerveza para enfrascarse del curso del los movimientos del trajín de alrededor al tiempo que el estímulo de los sorbos va aclarando la espuma del cerebro. La realidad es un lío, un cruce de múltiples caminos, un galimatías de imaginaciones entrelazadas, un cúmulo de suposiciones y de amenazas, de historias y fabulaciones que condicionan los comportamientos, de desquites y cautelas, de duermevelas en los que se han puesto de acuerdo unos cuantos pensamientos. La realidad y sus envases al vacío y sus bolsas de la compra, y sus colas y sus turnos y sus recibos de alquiler y sus facturas de la luz; la realidad es espesa y ligera, cruel y angelical, dolorosa y placentera, ardiente y fría, coqueta y dejada; parece como si la realidad estuviese esperando para que la moldeásemos a nuestro antojo; siempre tenemos esa esperanza desde el momento en el que al despertarnos tomamos conciencia del valor de un nuevo día; lo que aún no sabemos es la cantidad de curvas que encontraremos a lo largo de ese efímero sendero de pasos y de miedo, de valentías y arrepentimientos, de palabras no dichas y de mal elaboradas diatribas que nos llevan nada más que al puerto de la abnegación, de decisiones una detrás de otra como una fuente inagotable cuyas aguas van cambiando de color como de tonalidades va cambiando la tarde reflejada en las fachadas de La Ciudad. 

jueves, 13 de julio de 2017

Existe


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Existe una cosquilleante sensación de risa tonta en los renaceres del alma cada vez que, cada vez que. Existe una mental cuartilla en la que se esboza el sabroso diario de lo transcurrido, un portal en el que al llegar percibe uno que reina la alegría, un desterrarse la melancolía de los detalles del insomnio, una mariposa que convirtiéndolo con su aleteo perfuma el presente en tangible, un recipiente en el que se envasa la espuma del edén, una cercanía que sin adulterarnos nos ampara sin menospreciarnos, una Rara Avis situación, un algo con lo que uno, ninguno de nosotros, no contaba; una almohada en la terminal del próximo avión con dirección a los confines del sueño sobre las sábanas de la atracción, una táctil vocación a flor de piel, un con el de la sin crueldad sinceridad soniquete cascabel, un pastel que no se ha partido por la mitad. Existe un concierto en el auditorio del séptimo cielo, un vaso con tres cubitos de hielo y un whisky a través de los surcos sanguíneos de la conversación, un tino nombrado doctor Honoris Causa por la universidad de los confines de la tez, un papel en el que un escueto mensaje es una declaración de amor, una ensalada con pulpa de tomate rebozada en aguacate, un combate a labio partido y a sollozos confundidos con gemidos, un libro abierto por la página que no existe pero que nos acabamos por inventar a nuestro libérrimo antojo con tal de ser felices, cuerdos y locos de atar por excelencia, por lícita tenencia de esperanza, por tendencia a explorar los campos de la sustancia de la física y la química. Existe un pétalo de rosa en cada poro, en cada uno de los polos de los hemisferios del placer, un campo fértil repleto de amapolas sobre fabulaciones holandesas, una eterna duda y una certeza y una cena con cerezas y una cerveza y una copa de vino y así todo seguido hasta que los pelos se ponen de punta, hasta que deteniendo el reloj los cinco sentidos se arraciman; un abecedario en el que se descifran los vocablos de los besos de tornillo y un mar soñoliento y tranquilo, sigiloso como los gatos sobre los tejados de zinc de la belleza admirada y dilatada en las pupilas de unos dientes que al despertar perfeccionan el milagro de la sonrisa. Existe la infusión de la que se abastece nuestro intelecto, nuestra curiosidad por querer saber más, el principio del fin de la tristeza, el rompecabezas del autoconocimiento, las prisas que no matan, las costumbres que se moldean, la influencia directa del roce, del afán, del cariño, de lo no dado por supuesto transformado en lo que nos va sucediendo, pasándonos, viviéndonos como un ente que se encargara de auscultarnos las arterías midiéndonos la tensión de las emociones. Existen dos cuerpos a cuatro manos esculpidos, cuatro pies entrelazados, unos cabellos rizados, un despeinado flequillo al despertar, la soledad acompañada por las imágenes que van apareciendo en los rincones a los que llega el deseo; existe una rosa dentro de un libro y una diminuta lámpara que ilumina la lectura, una cobertura de chocolate endulzada con stevia, y un impulso a dejarse llevar durante el místico trance de la posición horizontal camino del hogar de una indolencia sembrada de latidos. Existe, al menos por momentos, la certeza de la Felicidad y la Libertad, del bienestar y de la querencia a dejarnos llevar sin más equipaje que lo mucho que somos y lo poco que tenemos.