martes, 17 de marzo de 2015

El ángulo de la lluvia


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Llueve y parece como si a todo el mundo le hubiera pillado desprevenido. En cierta manera la lluvia atenúa la ensaltación de los aromas propios del cambio de estación y le hace un hueco al recuerdo, a lo que hasta no hace mucho era la vida envuelta en días cortos, en la poesía del invierno recogida en una sala de cine. Las calles gozan del brillo que les otorga el agua y el intermitente chisporroteo hace abrir y cerrar los paraguas con la misma sensación de inseguridad con la que uno no sabe qué ropa ponerse, en esos momentos en los que justo antes de salir de casa mira a través de la ventana y se fija en el cielo como tratando de averiguar en él el diagnóstico del armario. En estos comienzos de primavera este momentáneo estado de humedad secundado por un aire fresco que hace volar las ideas resulta un regreso al otoño, a un nuevo otoño que durará un par de días. La semana Santa se acerca y solo se habla de los preparativos, de los itinerarios de las cofradías, de los acuerdos a los que han llegado las diferentes hermandades, de las más que fundadas sospechas, en base a la experiencia de muchos años, de que es que más que probable que vuelva a llover dejando así a algunos Cristos y Vírgenes en sus templos, a la espera de una nueva fecha. La vida de las ciudades está en sus esquinas, y en cada esquina de Sevilla parece como si hubiera una de las vidas propias que la ciudad mantiene conectada con el resto. Cada mañana, cuando piso la calle Alfonso XII, siento unas irresistibles ganas de ponerme a escribir, de contar lo que allí pasa, lo que veo, lo que siento cada vez que me topo con los mismo clochards en sus mismas esquinas, en sus mismos huecos de acera reservados para su pedigüeña tarea. Cada vez que me encuentro a la misma anciana sentada en el escalón de entrada de una casa de la calle Silencio, saludando con un piropo como de agradecimiento a la vida a todo aquel que le dirija la mirada, me vienen a la cabeza la cantidad de desaprovechados momentos que hemos perdido para hacerle el bien a cualquiera con el sencillo gesto del saludo. Hay un joven, otro vagabundo con aspecto de ser carne de cañón de la heroína, que también saluda afablemente a aquel que pase cerca de donde él se encuentra en la calle San Eloy, y me da la sensación de que ya no pide dinero sino simplemente que le hagan caso, que lo miren, que cuenten con él como figura de la calle, que al menos le contemplen durante unos instantes para reflexionar sobre algo, lo que sea pero que no lo ignoren, que le hagan formar parte del paisaje urbano, que a nadie le avergüence su presencia, que le digan buenos días. En la Plaza de la Magdalena hay muchas veces y reposando sobre el mismo banco un señor bien aseado acompañado de una bolsa en la que parece llevar sus pertenencias, poca cosa pero lo que tiene al fin y al cabo, y su enigmática figura me lleva a preguntarme dónde habrá pasado la noche, cómo lo habrá hecho para no mojarse y para permanecer aparentemente fuerte ante lo que está cayendo. Llueve y las calles son el reflejo de otras muchas cosas vistas desde el diferente ángulo de la lluvia.


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2 comentarios:

  1. Los días lluviosos nos infunden nostalgia y melancolía. Nos vuelve, quizás, un poco más humanos y compasivos.
    Salu2 lluviosos, Clochard.

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